sábado, 17 de noviembre de 2012

A la salida del supermercado


Cinco de la tarde, Avenida Santa Fe y Scalabrini Ortiz. El cielo cubierto de nubes, es un domingo fresco y ventoso. Como siempre la niña del supermercado duerme en  la calle entre  cartones y mantas junto a su madre, ubicada del lado derecho de la puerta de salida, por donde la gente circula con sus bolsas de compras. Algunos se detienen, introducen su mano en uno de sus bolsillos del pantalón o del saco y sacan las pocas monedas que les quedaron del cambio para dárselas a la mujer que pide si le pueden dar algo para comprarle comida a su hija. Otros con paso ligero siguen su camino.
Luego de dos horas de atender a unos pocos clientes, el cielo oscurece y el frío de la noche despierta a la niña del supermercado. Desde mi kiosco, a unos metros de allí, puedo observar a la madre: que cubre la mitad de sus piernas con una parte de la manta, apoya su cabeza sobre la pared del supermercado y cierra los ojos. La niña se levanta de la calle entre los cartones de su cama y camina hacia el tacho de basura más cercano. Con sus pequeños dedos abre una de las bolsas, introduce sus manos y revuelve todo lo que hay adentro, hasta el fondo. Desde la puerta del kiosco veo entonces que saca algo, parece ser un juguete o una muñeca de tela. La niña regresa a donde está su madre y la despierta para mostrarle lo que encontró en la basura. La madre la mira sin decir nada y vuelve a cerrar los ojos. La nena juega en la calle, mientras, ve pasar a la gente apurada, sostiene con una de sus manos la muñeca y con la otra pide una moneda o algo para comer. Ha estado así más de media hora, hasta que detiene su mirada en la cuadra de enfrente.
Una mujer de mediana edad que camina de la mano de su hijo de cinco años hasta que el semáforo se pone en rojo y cruzan la calle. Luego se introducen en el supermercado. Pasa un tiempo largo hasta que se escuchan gritos a la salida, es la misma mujer que discute con su hijo.
-         ¡Marcos te comés lo que te compré porque todavía no vamos a volver a casa!-grita la madre.
-         ¡No! Mamá, quiero volver a casa ahora, o comprame otra cosa porque ¡no me gusta eso!
-         Marcos venís ya para acá. ¿A dónde pensás que vas?
El niño se suelta de la mano de su madre y sale corriendo por la calle, hasta que ella logra alcanzarlo. Lo sujeta fuerte del brazo con el sándwich en la mano, obliga sin éxito a Marcos a que se lo coma. El pequeño con miedo, lo mira  como si estuviera viendo una película de terror. Los ojos de la niña del supermercado no se desprenden de la escena, atenta a la situación. Tras gritos, llantos y un juego de pases entre la madre y su hijo, el sándwich se le resbala de la mano a Marcos y cae al piso. Luego de unos segundos la madre agarra a su hijo bruscamente del brazo y se van para el otro lado de la calle. Es el momento que la niña con ansias tanto esperó. Suelta la muñeca, corre unos metros, lo garra, lo limpia un poco y se lo lleva hasta la salida del supermercado para compartir la mitad del sándwich con su madre.
Larisa Zozaya

LOS COLORES DE LA PASIÓN


Hace más de cuatro horas que el cielo no da tregua. La lluvia vino para quedarse, y para darle un condimento especial a la noche del domingo. Un domingo que se carga de una especial aura rockera, ya que hoy hay festival, esta noche, es el último día del Pepsi Music.
Unos jóvenes estacionan el auto casi en la puerta, tuvieron mucha suerte, el trapito se les acerca, “Son cincuenta, jefe”. Ellos lo miran, dicen que no son turistas y consiguen la rebaja a treinta pesos. Parecen entusiasmados, apagan el auto, y comienzan a cambiarse las ropas, pues están vestidos con unas camisetas de fútbol blancas con una doble raya verde y roja,  seguramente vienen de un partido, juntos deben jugar en un equipo amateur. Se ponen unos impermeables y encima de los mismos, la camiseta blanca. En el fondo, se escucha el comienzo de una canción y la tierra tiembla con los bajos y el bombo de Carajo.
Los dos chicos de blanco pasan la primera barrera de seguridad, están bajo un paraguas azul que parece estar roto, atrás de ellos, otro grupo de adolescentes de pelos largos y, rizados apresuran el paso. La lluvia y la música invitan al apuro.
Hay olor a tierra mojada, se siente la presencia del río, después de todo están a metros de él, es Puerto Madero.  Los oportunistas vendedores guardaron ya las camisetas, los afiches y el merchandising de las bandas, para vender en cambio, paraguas chinos, y pilotos de colores. Una chica de pelo violeta y otra con una mochila con tachas, preguntan precios, les responden con el mismo número que el trapito.
“Están todos locos”,  dice una esquivando los charcos.
El camino hasta la entrada para el campo regular, es muy largo, y a medida que se van acercando al último control de seguridad, el lodo comienza a ganarle la pulseada al asfalto, pero aunque ambos llevan zapatillas Converse (es sabido que estas son los peores amigos en situaciones de diluvios),  no parecen estar frustrados, todo lo contrario, a medida que se van acercando,  los jóvenes empiezan a acelerar el paso.
Una vez adentro del recinto, se puede ver con toda claridad los escenarios armados. En el fondo un monstruo de acero, frente al mismo, uno más pequeño pero igualmente imponente. Las luces, violetas, verdes y amarillas, iluminan la torre de sonido levantada en el medio de ambos escenarios y alrededor de la misma, un mar de personas vestidas de negro aplauden el final del último tema de la banda Carajo.
Para llegar ahí, primero hay que pasar debajo de un puente, que sirve de techo para cientos de personas. Sin embargo los chicos de la doble raya no lo atraviesan.
En cambio se dirigen a un tercer escenario, totalmente alejado del resto, y que es considerablemente más pequeño que los otros dos colosos. En él un cantante de rizada cabellera canta acerca del rock y la pasión.  El público es muy escaso, debe haber apenas veinte personas en total, de entre los cuales se pueden adivinar padres, esposas, hijos y amigos. Más retrasados, una segunda camada de gente comienza a saludarse con besos y abrazos.
Todos tienen camisetas blancas con una doble raya verde y roja.
Se mentalizan para ver a Caperucita Coya en su primer presentación en un festival importante, y al consultar los celulares y los relojes, la emoción va en alza, pues faltan solo cinco minutos para el comienzo.
Finalmente termina la banda del rockero, con un “Yeah” de ultratumba, que busca llegar desde los tonos más graves hasta los más agudos, agradecen al público, y dejan todo para que Caperuza comience a armar sus equipos.
Sigue diluviando, las zapatillas rojas ahora están marrones por el barro, una chica de buzo negro, a pesar del silencio, sigue bailando. Así se conserva el calor en cualquier recital de rock.
Pasan diez minutos y de repente se apagan las luces del escenario más pequeño, los hombres gritan y las mujeres aún más.
 “Ahí esta Pla” grita uno de los chicos del auto. Comienzan los aplausos y los alientos, Pla toma su guitarra y con un acorde demoledor da comienzo al show.
El batero y el bajista se miran y sonríen, su hinchada está de fiesta, cantando, saltando, agitando ese viejo paraguas azul.
El cantante besa su bufanda blanca, roja y verde, Pla le sonríe al público y hace llorar a la guitarra.
Debajo del puente cientos de personas de negro quedan inmóviles tratando de no mojarse. Pero en el escenario tres, once amigos de blanco pierden la voz y mojan sus rostros tratando de demostrar lo que la pasión y la amistad impone.

Alejandro Saporiti

Destino marchito


Barrancas de Belgrano, una parte pintoresca de la ciudad;  hombres trajeados de pies a cabeza se suben a sus autos de alta gama; universitarios cansados y señoras coquetas caminan las callejuelas. Las luces de neón del Barrio Chino decoran majestuosamente el panorama; la medianoche se acerca, persianas se cierran y una patrulla ronda las cuadras lentamente.
Me encuentro en  Libertador y Mendoza, el frío es realmente intenso, parada en esa esquina espero impaciente el taxi que me llevará de vuelta a casa. El tiempo transcurre, y comienzo a quedarme sola.
De la vereda de enfrente provienen unos gritos que llaman mi atención; con dificultad puedo ver dos personas forcejeando. Mis manos comienzan a sudar y mi corazón se acelera, solo se me ocurre tomar el celular y llamar al 911. Nadie contesta mi llamado.
En dirección contraria sale corriendo un joven de aproximadamente treinta años. La mujer queda tirada en el suelo, cruzo Libertador para ayudarla.
Al llegar me encuentro con una joven de pelo platinado, cuando comienza a incorporarse veo que luce un vestido estrecho de modal, sandalias doradas de taco cuadrado, cejas tatuadas y una boca exageradamente pintada.
Me acerco para preguntarle cómo se siente, miro sus pies, el azulado de sus dedos da cuenta de la temperatura bajo cero que registra el termómetro hace varias horas.
-         Disculpame ¿Estás bien?- le pregunto.
-         ¡Tomatelás loca! ¡Dejame!
Sigo intentando comunicarme con el 911, todavía sin éxito. Busco en mi cartera un pañuelo para contener la sangre que sale de su nariz.
-         ¿A quién llamas? No será a la cana, ¿no?
-         Si no querés que llame a la Policía, decime vos a quién puedo llamar. ¿Qué puedo hacer para ayudarte?
-         No hay nadie a quien puedas llamar, estoy sola.
-         ¿Te robaron algo?
Mientras tomo una de sus manos, frías como un témpano, comienza a llorar acongojada, y me dice:
-         Nadie vino a robarme.
-         ¿Qué te pasó?
-         Ramón, mi novio, viajó de Paraguay para verme y me encontró en “éstas”.
-         ¿Vos también sos de allá?
-         Sí, soy de Guayaibí, allá en el campo era diferente, la plata no alcanzaba para nada y tuve que venir a Buenos Aires, para mandarle algo a mi familia.
-         ¿Dónde vivís? ¿Hay alguien que pueda venir a buscarte?
-         No tengo casa. Vivo con la dueña del lugar donde trabajo, que si se entera de esto me echa.
Mientras termina de levantarse, saca un Lucky Strike del paquete, lo pone entre sus labios y lo enciende. Comienza a alejarse lentamente murmurando:

-         Gracias, piba.
Mientras la veo irse caigo en la cuenta que no le pregunté su nombre.
     Alcanzo a gritarle.
-         ¿Cómo te llamás?
-         Irupé…
De fondo el zumbido de los autos, en el semáforo se detiene un taxi. Corro para alcanzarlo, mientras indico mi destino, la veo allí parada en otra esquina, tiritando frágil como una alegoría viviente de su propio nombre, en medio de la inmensidad, acechada por lo desconocido; esperando abrir sus pétalos al mejor postor.  

María Belén Spadavecchia

sábado, 3 de noviembre de 2012

El buen café


No todo mal día tiene que ser completo. No todo mal comienzo tiene que tener un final malo. Un mal día no tiene por qué terminar peor. Por eso, cuando necesita remontar, para ella no hay nada mejor que un café. Pero no cualquier café, sino eso a lo que llama: “un buen café”. No tanto por lo “buen” café que sea, siempre más bien aludiendo al tamaño (en Starbucks sirven vasos de medio litro de café, generosos).
En uno de sus días malos, pero remontables, se dirige al Starbucks más cercano.
Es miércoles. Ese día que no se sabe si está más cerca del fin de semana, o tan en la mitad de la semana que más bien está lejos, un día malo. Tras una mañana agitada de estudio, tránsito y ruidos que sobresaltan, caras tintadas de mal humor que parece transmitirse a uno con solo mirarlas, ella va a Starbucks.
A unos metros de llegar ya siente ese olor a café que parece despertarle los sentidos, relajarle los músculos. Al entrar, las buenas vibraciones. En el lugar, en casi todos los casos, suena música ambiental. Se siente transportada por todo eso y más. Hacia un lugar vacío, tranquilo. El sol alumbra con rayos suaves y uno puede quedarse dormido sin enterarse,  sobre el mullido pasto verde. Lejos. Muy lejos de la ciudad.
Elige lo de siempre, se dirige a su lugar. “Su” porque siempre suele buscar una mesa contra alguna ventana, para ver a la gente pasar. Y así es.
Las personas desfilan apuradas por las calles. Se atropellan sin pedir disculpas. Se echan malas miradas. Se transmiten malos pensamientos. Pero ella ya es ajena, está en otro mundo.
Desde la vereda de enfrente, ve cruzar a un niño de unos cinco años. No lleva ropa limpia, está descuidado. En lugares como ese siempre hay gente de seguridad, un policía parado en la puerta, a veces adentro deambulando, depende del día y su ánimo. Pero esta vez no parece notar que el niño entra.
Empieza a pedir monedas por las mesas. Las señoras refinadas comentan: “Pobre chico, nadie lo educó como corresponde”, “A estos hay que encerrarlos a todos”, “Pobrecito, su padre debe ser un drogadicto y tal vez su madre una prostituta”. Hablan pero lo ignoran. Las madres que traen a sus hijos a merendar luego del colegio también hablan: “No tengo”, y entre dientes “Pobrecito… alguien debería ayudarlo”. Ese hombre que se está volviendo loco con el celular, tratando de arreglar una reunión que perdió, ni siquiera lo ve pasar. Antes de terminar el camino por todas las mesas, es interceptado por uno de los empleados.
- Nene, te tenés que ir.
- ¿Por qué? – dice el niño con timidez – no estoy haciendo nada.
- No tenés que estar acá, no podés estar acá, molestás a los clientes – le replica el empleado mientras lo agarra de la ropa para poder sacarlo.
- ¡Qué me agarrás, gil! Soltame querés – le grita al empleado ya con un tono de voz alto.
En ese momento llega el efectivo de seguridad que estaba custodiando la puerta. Este obliga al niño a salir. Lo lleva hasta la puerta a la rastra, el niño se resiste, lo golpea, forcejean, gritos. Por un momento todo el lugar los está observando, todos le prestan atención. Cuando logra llevarlo hasta la puerta, el niño se “despide” escupiendo al oficial en la cara. Luego se va corriendo.
Dura segundos el asombro de las personas que están observando. Se escuchan algunos cortos comentarios sobre la situación, pero eso es todo. En segundos, todos están en donde empezaron. Nada pasa. Como las personas que caminan por la calle, que se chocan sin preocuparse, son todos unos desconocidos. Cada uno está en su mundo.
Y así seguía ella. Tomando su “buen café”, sentada frente a la ventana viendo a la gente pasar, desconectada, en su propio mundo lo suficientemente alejado del real.

Milagros García

¡Que demuestre Antonio!


Otra noche de primavera que el invierno arrebató aún no decidido a retirarse, la baja temperatura parece no importar en los confines del Parque Avellaneda, que se viste de verano o al menos de carnaval.
Arañando las once estaciona el primer micro escolar que anuncia su llegada con el toque de bombo con platillo, por las ventanas salen banderas de los colores de la murga que se acerca, se ven caras pintadas y levitas ansiosas por escaparse de la percha que las aprisiona.
Desde Directorio atraviesan el parque los primeros espectadores que de a poco se van apostando frente al portón del viejo tambo a la espera del comienzo del viaje a febrero. Los más desorientados siguen el camino de banderines, otros se guían por el ruido de los bombos y el resto cruza el parque de memoria.
Mientras estaciona un segundo micro escolar, las miradas de los presentes cambian de horizonte desde Olivera un hombre se acerca pateando cuanta piedrita encuentra, gambetea a lo diez y en una corrida eterna, le amaga a un par de árboles y es víctima de un paso torpe que no puede esconder.
Los pibes arrancan con un tibio “Antonio, Antonio” que pronto se hace masivo, la atmósfera roza lo futbolístico, entre palmas y silbatos le dan la bienvenida a quien parece ser una figura infaltable de los viernes de tambo.
Ya está más cerca del playón y la arenga toma más fuerza, Antonio parece ser un hombre de cuarenta y largos, un tanto desalineado y con la piel gastada, que sólo trae una remera casi sin color de Los Viciosos de Almagro, un pantalón de River y tres pelotitas de diferentes colores. Su paso es interrumpido por un grupo de chicos que se acercan a saludarlo, devuelve el afecto con unas cuantas sonrisas y agita sus brazos para saludar al resto de los presentes.
Se abre el portón, el sonido y la primera murga ya están listos. El numeroso público va ingresando mientras deja en un changuito de supermercado los alimentos no perecederos que hacen de valor de la entrada.
Anécdotas que rompen en carcajadas, las primeras vueltas de fernet, colores que se funden en abrazos eternos, y una cumbia de fondo que algunos se atreven a bailar.
La llamada de los bombos estalla y los bailarines ingresan desde el parque al interior del tambo provocando la interrupción de todas las actividades, atrás de la murga y como un polizón ingresa también Antonio. Con algo de timidez saca las tres pelotitas del bolsillo comienza a hacer malabares e intenta bailar al compás de la percusión, sacude el esqueleto, pasos circulares y pequeños saltitos que le arrancan algunas sonrisas a quienes miran el espectáculo. No logra acoplarse al ritmo del bombo pero a él parece no importarle sigue con sus malabares y ahora las pelotitas encienden luces de todos colores.
Mientras la murga se acomoda en el escenario, Antonio busca por el piso lo único que trae a cuestas, encuentra dos de las tres pelotitas, la tercera se la alcanza el director de la murga de turno que le pasa el brazo detrás del hombro y lo acompaña al playón. Antonio se queda fuera mirando por el pequeño espacio que separa al portón de la pared, le pide un pucho a los últimos en entrar, sigue bailando a su ritmo, con su tiempo, mueve la cadera, canta alguna canción de las murgas de antaño y deja caer alguna que otra lágrima.
Se refugia en los rincones de la plaza, sube-baja y hamaca, se pinta la cara con el rocío de las ramas, arma en el arenero el escenario, alza su viejo telón imaginario, se pone a jugar y va a disfrutar de su propio show, larga una carcajada y vuelve a bailar.
Los murgueros que vieron cómo lo sacaban del tambo, regresan, lo van a buscar por el parque entonando la misma canción que cuando lo vieron llegar y en cuestión de minutos casi todos están en el arenero bailando con él y cantando la canción que, según ellos, una murga le escribió “los bombos se enloquecen, los pibes hacen lugar y piden demuestre Antonio y que siga el carnaval” la fiesta se traslada por lo menos por un rato a aquel lugar.
Entre abrazos y copas de más la multitud y Antonio vuelven al interior del tambo a disfrutar de la murga que está por salir, un poco retrasada por lo ocurrido. Cerca de las tres de la mañana comienza a sonar la segunda agrupación. El mal trago ya ha sido olvidado y Antonio seguirá robando sonrisas hasta vaya a saber qué hora de la madrugada.

Valeria Ponse

Cuestión de barrigones


Al que nace barrigón, es al ñudo que lo fajen”. Desde chica me gustaron los refranes, pero este en particular, constituía para mí, un pequeño enigma.
Como los refranes suelen transmitirse oralmente, y como todavía no había leído el Martín Fierro, por mucho tiempo creí que “al ñudo” era una sola palabra: “alñudo”. Imaginaba que era un adjetivo cualquiera. Este refrán aludía, para mí, a un tipo de barrigón. Uno alñudo (lo que fuera que significara), así como otros podían aludir a barrigones corajudos, confianzudos, o cornudos. Es cierto que la frase, con el sentido que yo le adjudicaba no tenía coherencia gramatical (“Al que nace barrigón, es alñudo que lo fajen”), pero quién era yo para para juzgar la sintaxis de la cultura popular de mi sociedad. Sobre todo, cuando acepté  de buen grado que Andrés Ciro nos cantara “ando ganas de encontrarte/ cuánto lejos que estás acá/ ando ganas de encontrarte/ ando lejos, más no me da”.
Pero esto no era lo que más me impresionaba del refrán, sino la crueldad que encerraba. Según lo que yo entendía, a aquel que tenía la desgracia de nacer barrigón (lo que aparentemente era inaceptable), y para colmo, alñudo, había que fajarlo. Y para mí, pegarle a un gordito era inconcebible. Y más aún porque, como explica claramente el refrán, el gordo había nacido así. 
Con el tiempo entendí que “alñudo”, no era “alñudo”. Y lo de fajarse lo comprendí cuando tuve que ir al casamiento de mi prima con cinco kilos de más.
Pero los que parecen haber tenido esta misma confusión son los de “cuestión de peso” (CDP). Pero ellos, más astutos, decidieron confundirse en el momento en que la salud está de moda, al igual que los reality shows, la crueldad televisiva, el minuto a minuto, y otras menudencias (que los gorditos tendrán que comerse si quieren permanecer en el programa).
El semiólogo español Jesús González Requena decía que lo característico de un espectáculo es la relación a distancia entre un cuerpo negado (porque se reduce a la mirada) de un espectador, y la de un cuerpo que se exhibe plenamente. Este es un cuerpo afirmado. Señala, además que en el espectáculo televisivo, ese cuerpo, al llegar como una imagen, también desaparece. Es, de esta manera, un cuerpo negado. Pero, para los participantes de CDP, esta negación se convierte en una condena, como el voto “no positivo” de Julio Cleto Cobos.
Estos saben que, al ingresar, tendrán un tratamiento que incluirá viandas, ejercitación física, educación nutricional, seguimiento médico, incluso cirugías. Pero el combo también incluye humillación pública si no hicieron el registro de comidas, que los graben mientras se bañan, o baile del caño. Creo que también incluye escuchar un disco entero de Arjona cada vez que se pasan con los permitidos.
El programa se basa en una premisa: La obesidad es una enfermedad. Justamente el programa es supervisado por médicos. Pero, qué clase de tratamiento incluye sentar a los pacientes ante una mesa atiborrada de comida para luego humillarlos y sancionarlos cuando los excesos fueron cometidos. Se dice que los medios reflejan lo que pasa en la vida cotidiana. Espero que no sea cierto. Me alarma que esta lógica pueda estar repitiéndose en tratamientos no televisados. Que, por ejemplo, a los alcohólicos se los lleve a festejar San Patricio;  o, tal vez, que a una paciente con enfisema le arreglen una cita con Lanata: o que a los depresivos los pongan a escuchar The Cure, o peor aún, Montaner.
También me preocupa el futuro del programa. No porque me estén por contratar como productora del ciclo o porque tenga acciones en “tostadas Riera”, sino porque me atemoriza hasta dónde puede llegar. Porque como dijo el poeta, primero vinieron por “la Chechu” para hacerle un doping sorpresa de diuréticos y no dije nada porque yo no había consumido diuréticos. Después vinieron por Luisito para que corra en una cinta a espaldas de una piscina prendida fuego, a riesgo de caer en ella, y no dije nada, porque yo tenía un traje ignífugo. Ahora vienen por mí, y aquí me van a encontrar, viendo cómo Claribel Medina pasa de ser una simpática actriz de aires caribeños,  a Cruella de Vil.  (Y Verón, a ser el policía que persigue a Terminator).
A fin de cuentas, aún no me queda claro si a los que nacen barrigones, es en vano o no que los fajen. Pero que los están fajando, no me cabe ninguna duda.

Cintia Paz

domingo, 28 de octubre de 2012

Ensayando el ensayo: No hay mal que por bien no venga



“No hay mal que por bien no venga” es, al igual que la mayoría de los proverbios, una muletilla de las clases populares, un frase de aliento, un empujoncito coloquial y servil al mantenimiento cotidiano de las condiciones precarias de existencia. Un cantito milenario, proveniente del interior de las familias, impuesto por las viejas comadronas que antaño se erguían encorvadas con las manos rígidas siempre descansando sobre sus caderas dolientes de tantos sacos cargar.
Y de tanto repetirse se vuelve una verdad cristalizada, un discurso que atraviesa y tranquiliza a los nadies, una semilla de palo borracho que germina en el interior de las tripas vacías, atraviesa con sus púas los pulmones oxidados y brota raspando una garganta irritada por toser tantas gripes. Una flor blanca y rosa que se mastica bien bajito, entre las muelas y la coca, y tranquiliza por bella, el semblante del abatido. Logra que el excluido, relegado en esta sociedad injusta y desigual mantenga su rol social con pasividad. Funciona como consuelo ante la miseria presente y como promesa eterna de un devenir más esperanzador, remoto, pero probable.
Siempre pienso en esto cuando me cruzo en el tren a Máximo, un pibe de mi edad, que recorre los vagones del Mitre repartiendo un papel, pidiendo colaboración, un empujón, una ayuda para aportar a su familia, cuidarlos. Al principio me ponía a pensar cuánto teníamos en común, cuán semejantes éramos, aunque su mirada marcaba una distancia brutal entre nosotros, cuadras y cuadras de frío, asfalto y golpes. Ilusamente, se me había ocurrido invitarlo a tomar algo, a charlar, a que me cuente de su vida y sus problemas. Plantearle que había otro camino para transitar, que seguramente lo ayudaría más a transformar su realidad y la de su familia: laburar, formarse, etc. Pero mis ideales de élite universitaria que pujaban por mostrarle otra alternativa eran estúpidos. Pequeño detalle: Máximo era, para la mayoría de la gente que le esquivaba la mirada en la formación, un negro de mierda.

Manuel Guirao

Ensayando el ensayo: Mejor cien volando


¿Vale más tener un pajarito atrapado que cien pajaritos libres, haciendo de las suyas, desplegando sus necesidades fisiológicas sobre cualquier transeúnte que camine por, o se mantenga detenido en, la vía pública? Valdría mucho, sí, si ese pajarito fuera el mismo que me embarró el hombro mientras esperaba el noventa y seis a la vuelta de la facultad –si cagara barro, claro, pero no fue barro lo que me cayó encima precisamente-. ¡Y menos mal que fue uno solo! ¿Se imagina si fueran cien? Creo que esto grafica lo conveniente de que más vale pájaro en mano que cien volando. Aunque, si no mal recuerdo, las veces que fui utilizado de inodoro por pajaritos no estaban volando, sino bien estacionados sobre alguna rama, cornisa o cable, como si supieran que uno está ahí abajo, a modo de depósito especialmente colocado para sus excrementos. Entonces, ¿quién puede asegurarme que el que tengo en la mano no me la va a usar de sanitario? Ahora se ilumina más la cuestión: este refrán, si lo tomamos como consejo axiomático, dice de manera subyacente que es mejor que te caguen en la mano y no en el hombro o en la cabeza. Es decir, que sea en un lugar de nuestro cuerpo que mejor podamos dominar y limpiar, y que el maldito plumífero esté a nuestro alcance en vez de mantenerse impune, para poder cobrarle venganza; pero por sobre todo y antes de castigar, tener la certeza de que fue ese, y no la incertidumbre de cuál habrá sido de los cien que están volando dentro del radio de alcance de sus mal olientes proyectiles.
Explicitado esto, abandonaré la metáfora pero sin antes mencionar que no conozco la antítesis en el mismo nivel discursivo. No sé cuál sería el refrán que se le oponga en significado. Muchos refranes tienen su opuesto, como más vale tarde que nunca discute con al que madruga Dios lo ayuda y más vale malo conocido que bueno por conocer reniega de más vale sólo que mal acompañado. El pájaro en mano parece ser innegable, infalsable, indiscutible.
Ahora sí, en el plano de la práctica, de los intentos de llevarlo a la práctica –al refrán del pajarito-, voy a remitirme a una anécdota (considerando que la escritura es posterior al hecho) en la cual se aplica la metáfora para poder darle una lectura útil, que valide el axioma.
Me sucede ahora mismo, como cada vez que debo producir alguna escritura bajo una consigna y con un límite de tiempo, que no sé cual de las cien ideas que se me ocurren (modestia aparte) es la mejor o la más óptima para cumplir con los requisitos de dicha consigna. Y más allá de que en este caso me ocurrió una paradoja con suerte, aprendí a darle prioridad a todo menos a la elección. Entonces meto la mano en el torbellino de ideas y me quedo con la primera que cae en ella, sin importar si es la que más me gusta, pues el objetivo es escribir ahora, ya.
Creo pertinente agregar algo más a este divague: si bien no encuentro refrán opuesto, bien podría tomar como semejante al dicho el que mucho abarca poco aprieta, donde el consejo se vuelve ya una regla lógica. Imagínese usted a los cien pájaros en mano.
Emiliano Cazanetz Dick


jueves, 30 de agosto de 2012

Galpón Colibrí


Parado frente al Galpón Colibrí, siento el frío húmedo y la herrumbe en la orejas. Casi como si el colibrí oxidado del cartel que decoraba la entrada del galpón hubiese movido las alas para que me entrara por la nariz el olor tierra mojada y chapa podrida de casa, aunque allá no había tanto olor a mierda como acá junto al río, o había, pero era diferente. Me acuerdo que Núñez casi se atraganta de la risa cuando le comenté lo de la mierda. Cuando le agarraban las carcajadas, uno creía que finalmente iba a morir atascado en sus babas. Se agitaba echándose hacia atrás con los ojos en blanco, y la boca de escuerzo que se abría buscando oxígeno y chillando como un chancho de los que papá solía asfixiar con un alambre en casa. Lucía decía que eso era porque Nuñez tenía la lengua muy larga y que cuando se arrojaba hacia atrás de una risotada, se le retorcía como una lombriz atorada en la laringe y que por eso berreaba como guarro. Aunque yo no estuviera del todo seguro de esto, lo cierto es que la lengua de Nuñez era de verdad muy larga, tanto así que podía sacarse los mocos con la punta y hasta entre nosotros, le decíamos el Sapo.
De golpe comienza a lloviznar con fuerza, como empujándome a entrar de una buena vez. Tengo la garganta seca, la navaja del Laucha en la manga derecha del buzo y los noventa y siete pesos en la mano izquierda. Todo se repetiría tal cual Lucía me contó antes de marcharse para siempre a Constitución. “Va a contar la plata y te va a decir lo de redondear.”, dijo. “Tenemos que redondear, Oreja.” va a decir. ¿Vos querés seguir durmiendo acá, pá?” “Tienen que llegar a los cien acá, ¿Sabés?”, va a decir. “Bajándose el cierre, lo va a decir”.
Apretando el rollito de guita, cruzo la calle. Empujo el portón de entrada sin preguntar, como todos los días. Están los dos en el sillón, de espaladas a mí, viendo las carreras de autos. El Sapo y La Dominicana. Doy un portazo y el voltea para verme, dos ojos de batracio. Le veo el brillito entre los labios, la lengua que se le asoma un poco, floja. Sin hablar, me acerco y le doy el rollito en la mano. Lo abre y comienza a contar pasándole los dedos de morcilla a los billetes uno por uno. Termina, con un falso resoplido, mastica:-“Vamos a tener que redondear, Oreja…”-, bajándose de a poquito la cremallera. Tiemblo mucho, pero el sudor deja deslizar bien la navaja por la manga hasta que mi mano la rodea por completo. Me agacho, decidido a cobrársela, la punta que entra y sale, y la corrida hasta el tren a Constitución. De pronto siento un golpazo de costado, el tacón de la Dominicana se me hunde en las costillas y el filo que se me resbala de la mano, cayendo seco entre los pies del Sapo, que me mira desde arriba y comienza a ahogarse en uno de esos ataques de risa que tan a menudo le agarraban. 

Manuel Guirao Pietranera

viernes, 22 de junio de 2012

Un reflejo en el espejo


Sentado en el borde de un cantero fumaba un cigarrillo; el humo se fundía con la luz de la luna en el corazón de aquel burdel. La puerta entreabierta de una de las habitaciones me dejó ver en un espejo el reflejo de una mujer cuya belleza podía dejar idiotizado a cualquiera, y yo no fui la excepción.
El maquillaje corrido de su rostro y su cabello despeinado señalaban el final de la noche para ella. Luego de servirse una copa de vino, comenzó a quitarse el arsenal de joyas que sólo ella lucía con tanta elegancia. Comenzó por el collar de perlas, siguiendo por sus aros, anillos y pulseras de fantasía con imitaciones de las piedras más preciadas.
Su cuerpo casi desnudo, delicado y atractivo, era la perfección misma. Un corsé rojo con encajes en color negro era la única prenda que cubría su silueta, comenzaba por encima de su busto y terminaba en su cadera. Este parecía estar pintado en su piel.  
Luego de colocarse de espalda al espejo y girar su cuello de forma que pudiera verse en él, estiró su brazo pasando su mano por encima de los hombros para tirar de la lazada y así quitarse el corsé. El primer intento fue inútil, pues sólo la punta de su dedo índice logró rozar el lazo. La mujer repitió la acción una y otra vez y cuando parecía rendirse, tomó impulso y estirándose tanto como sus músculos lo permitieron, con la yema de sus dedos alcanzó la lazada, pero cuando tiró de ella el nudo permaneció intacto. Sus esfuerzos continuaron y el cansancio ya podía notarse en su expresión y en las gotas de sudor que caían sobre su cara.  Con la mano que le quedaba libre se tomaba el abdomen, por momentos apretándolo, como si intentara calmar algún dolor. Aquel corsé que acentuaba sus curvas la había vuelto su prisionera, la lazada era la cadena de aquella cárcel.
Desde las penumbras mi cuerpo paralizado y excitado no hacía más que desearla. El brillo de su encanto refractado en el espejo me había dejado ciego y totalmente perdido.
El lazo se anudaba cada vez más; la muchacha pálida por la presión cayó desplomada en el piso. Al verla, sentí el impacto con la realidad y mi cuerpo entumecido reaccionó; arrojé el cigarrillo en el cantero y corrí a socorrerla. Apoyé mi mano en su pecho y esta se ahogó en un mar de sangre; su corazón ya no latía. Corté la lazada con mi navaja, y allí debajo del corsé, ese fino metal que es disimulado en el tejido, esta vez  atravesaba su abdomen.
Los primeros rayos de sol entraban por las ventanitas de la puerta que me había convertido en el único testigo y cómplice silencioso de esta muerte. 

Magalí Váttolo

domingo, 3 de junio de 2012

La minifalda negra


En un vestuario lleno de perfume de rosas, de un ir y venir de tacones, de mejillas sonrosadas artificialmente, de volumen en las pestañas y boquitas de pescado, la bailarina tomó una de las prendas de su vestuario. Era una minifalda negra. Se la probó y al subir el cierre notó que se ajustaba demasiado a su figura y que era exageradamente corta para su performance. No quería dejar a “Los mareados” aún más mareados, así que probaría con otra.
Llevó sus brazos hacia atrás y bajó la cremallera, pero esta se detuvo un centímetro más abajo.  Giró con dificultad la pollera llevando el cierre hacia el frente, pero sus intentos fueron inútiles. Pidió ayuda. Intentaron bajarla por las piernas, pero la cintura de la pollera no avanzaba más allá de sus caderas. Probaron sacarla por arriba, pero su obstinación por conservar sus costillas, hizo infructuosa esta tarea. Con cada forcejeo la minifalda parecía volverse cada vez más chica. Se podría decir que se había vuelto una prenda íntima, intimísima, expuesta a una multitud de mujeres que, con bríos, tiraban de la tela, y de todo lo que cabía debajo.
“Se tiene que abrir”, la alentó, ofuscada, una de las muchachas, y con una delicadeza y gracia propia de un luchador de sumo, tomó cada uno de los extremos del cierre, mientras que con la cabeza sostenía a su amortajada amiga, para que no se cayera hacia delante.
Para alivio de la sofocada joven portadora del cinturón gástrico de tela, aparecieron unas tijeras.
Había que tener mucho cuidado. Al fin y al cabo, no querían dañar la preciosa minifalda negra.

La encapsulada joven respiró profundo y contuvo el aire. El frío metal rozaba su piel.
El corte fue certero. La pollera se deslizó por sus piernas sana y salva. Lamentablemente la falda estaba empapada en sangre pero nada que un buen lavado no solucionara.

Cintia Gabriela Paz

La perfección tiene su precio


Tenía que ser perfecto. Ni una mínima arruga, ni una manchita. El día siguiente sería su primer día como gerente de planeamiento. Todo listo en la percha dentro del estuche porta traje, desde la tarde anterior. Tardó cinco horas en conciliar el sueño: se durmió a las tres de la madrugada. Igualmente se despertó y saltó de la cama a las siete de la mañana. Antes de salir, el último paso del proceso: la corbata. Elegida al tono del traje, en combinación con esa camisa blanca de seda; perfecto nudo corazón y la punta delantera sobrepasa en su caída a la de atrás.
Mezclando ansiedad y altanería, sale a paso acelerado en busca del colectivo -¡Tanto detalle y minuciosidad para que te salgas!- Las puntas de su corbata se escapan de su pecho, saliéndose de entre las solapas de su traje de etiqueta, como en una rebelión ante la estética que se le imponía. Llega el colectivo y hay mucha gente detrás suyo. No hay tiempo de acomodar esta prenda, hay que buscar monedas en el bolsillo para sacar el boleto -¿Cómo se me escapó ese detalle? ¡Debí haberlo previsto anoche!- Pasa al centro del colectivo, lleno de forma tal que cualquier movimiento afectaría el perfecto planchado de treinta minutos de la camisa. La corbata tendrá que esperar hasta que se baje más gente que la que sube o, en su defecto, hasta que él se baje. No tiene que preocuparse. En algún momento, antes de entrar a trabajar, se acomodará la cinta de tela que pende de su cuello para que vuelva a ser una corbata elegante.
Su paciencia lo hizo sufrir hasta que llegó a destino. Llegaría el alivio, ya se bajaría del vehículo y podría alinearse, pero la desinhibición fue prematura: entre su desesperación por atravesar el pasillo hasta el fondo y el apuro del chofer por finalizar su recorrido, baja y queda enganchado por la punta de ambos extremos de la rebelde prenda cuando se termina de cerrar la puerta. Ni él ni el colectivero se dieron cuenta hasta que el perfecto nudo corazón comenzó a apretar. La perfección limita el accionar del novato gerente. Piensa que aún puede ser perfecto si atina a darse vuelta a favor del tirón, aprovechando que el colectivo se mueve lentamente en el caos de tránsito, y sostiene fuertemente con la punta de sus dedos la parte prisionera de la puerta para sacarla de una vez sin arrugarla. Pero tropieza en un bache que lo deja colgando cual horca. Tal vez hubiera sido perfecto si hubiese preparado las monedas la noche anterior.
 Emiliano Cazanetz Dick

Golpe fatal


La sujetaron con fuerza para que no se escape, la tironearon violentamente intentando que cediera y así lograr de ella lo que estaban buscando. Con las manos le abrieron la boca e introdujeron contra su voluntad todo lo que se les antojó. Ella sabía cómo funcionaba aquello, tensa y a punto de explotar resistió sin desembuchar hasta el golpe fatal.
Con las ropas estiradas, los niños desde el suelo, atraparon en el aire las golosinas y el papel picado.

Mirem Pérez Diez

Sepultura en Balneario Hemingway


El sólo sentir el aire húmedo del mar besándome la frente me hacía reconocer que la expedición no había sido en vano. Escuchar el agua incesante y hermosa justificaba haber rumiado toda la ruta once con el aval del día de la independencia. Casi una lástima saber que ese instante de alegría era efímero debido al Montgomery gris que estaba enterrándome poco a poco en la arena mojada. Hundiéndome por su peso, caí en la cuenta de que efectivamente yo era un rinoceronte, por lo cual tenía sentido que el suelo arenoso no pudiera sostenerme en la superficie.
Con la arena cubriéndome las rodillas y ya ensuciando el paño del saco, divertía pensar en que al día siguiente quizá un niño se toparía con la punta de mi cuerno y que, después de horas de trabajo de balde y  palita, terminaría descubriendo el cuerpo frío y seco de un rinoceronte africano en plena Costa Atlántica. Como mínimo un cuadrito en la portada del periódico local, una pequeña fotografía del paleontólogo infante junto a mi cuerpo inerte. Luego las teorías: los científicos se las verían en figurillas intentando explicar el desfasaje ecológico de semejante hallazgo al final de la Avenida Espora, en contraste con la versión de los lugareños, la señora Iturbe narrando la historia del rinoceronte del Balneario Hemingway que aparentemente había ido todas las noches a llorarle su amor a la luna y que se habría muerto de tristeza, enterrado por su propio peso al cerrar su ciclo la luna nueva y no reconocer en la inmensidad del firmamento, el rostro de su amada Cintia.
Pensando en todo eso, me daba cuenta de que la fuerza sofocante del Montgomery ya había conseguido que la arena cubriera mi cadera dejando ambas manos completamente inutilizadas. Me asombraba la poca resistencia que ejercían mis hombros para impedir el entierro, aunque probablemente la parte inferior del saco estuviera haciendo el mayor esfuerzo con la impunidad que le brindaba trabajar bajo tierra. Qué fría se sentía la arena de abajo, más aun cuando todo mi tórax se encontraba irremediablemente cubierto. Me había equivocado al creer que mi piel de rinoceronte sería invulnerable a lo helado y húmedo del mar argentino.
Con la arena rozándome la pera, noté que el Montgomery había dejado de tirar hacia abajo y que ahora eran las puntas de mis pezuñas las que buscaban el descenso abriéndose paso entre el suelo poroso. Más perceptivas, se habían dado cuenta de que Cintia estuvo danzando al compás de mi sepultura. Ahora la espuma me lamía la punta de la nariz. La primera bocanada fue más salada de lo que imaginé.
 Manuel Guirao Pietranera

domingo, 20 de mayo de 2012

Microrrelato: Las caras del amor


Bajo el cálido sol y sobre la arena blanca de una playa caribeña, los enamorados celebran su reconciliación; el amor entre ellos se expande a lo largo de la orilla. La pasión entre ellos converge con la temperatura; se abrazan y aman como si el mundo alrededor no existiera, ansiosos por el comienzo de su nueva historia. En un hotel, en el extremo Norte de América, la pareja intenta, desganadamente salvar la relación, el odio, la traición, la desilusión y la desconfianza inundan el ambiente, se ven como si fueran extraños. A pesar de que la estufa se encuentra encendida, el frío que congela los autos en el exterior parece filtrarse por las paredes, el regreso a casa será eterno, y el final que acecha inevitable. 

Melody Rico

Felicidad clandestina: cambio de narrador


No me gusta recordar mi infancia, las cosas que para cualquier niña de mi edad eran motivo de alegría, para mí resultaban ser un martirio.
Fui la primera de mi clase en tener pechos, y mientras esto no resultó en mi beneficio pues era gordita, cuando les tocó el turno a las demás chicas, fueron admiradas por los varones de la clase, ¡cómo quise al menos ese mínimo de atención hacia mí!
Siempre me gustaba llevar caramelos a la escuela, pensaba que si los hacía visibles en el bolsillo de mi camisa, tal vez alguien se animaba a pedirme uno y así por fin iba a hacer un amigo. Pero no fue así, más bien resultó ser un motivo más de burla.
La única razón por la que se acercaban a mí, era por la librería de papá, y cuando alguna de ellas estaba por cumplir años comenzaban a lanzarme indirectas de libros que les interesaban.
¿Y qué podía hacer yo si hace años que el tema de conversación a la hora de la cena era lo cerca que estaba la librería de entrar en quiebra? No les podía regalar libros, y papá lo único que me daba eran unas postales de Recife, que con mucha vergüenza entregaba en cada festividad.
Hablaban mal de mí, yo le contaba a mis papás pero nunca nadie me creía, y es que estas chicas eran tan lindas que era casi imposible desconfiar de ellas.
Un día intenté darles una lección, en especial a una de las chicas, que sólo me buscaba para ver qué libro podía conseguir de mí. Recuerdo que la escuché hablar de El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato, un libro que jamás quise leer, pero que estuvo siempre en casa.
Entonces le dije que lo tenía y que podía pasar a buscarlo por casa, cuando vino le dije que se lo había prestado a otra de nuestras compañeras, y que regresara al día siguiente. Se me ocurrió que tal vez si venía seguido, en algún momento me iba a pedir pasar a casa y así podríamos jugar, pero no fue así, en cuanto le traía la falsa noticia se iba saltando alegremente. ¿Acaso no había forma de darle una lección a esta niña?
Pero, un día mamá notó algo extraño, y justo cuando terminaba de decirle a la chica que aún no le podía prestar el libro, mamá vino y  nos preguntó que qué pasaba; yo me puse fría, no contesté, pues sabía que sería malinterpretada.
Después de un largo e incómodo silencio en el que la chica ni siquiera trató de inventar una historia para salvarnos, mamá supo lo que pasaba y no sólo me delató al decir que ese libro jamás había salido de casa, sino que también me hizo prestárselo, frustrando así cualquier posibilidad de establecer una amistad con la chica. 

Dominique Galeano

miércoles, 9 de mayo de 2012

La NO-biografía


No me gustan las biografías. La verdad nunca me gustaron.
Y ni que hablar de tener que escribir una AUTO-biografía. Las encuentro demasiado vacías y ajenas. No hay nada peor que le puedan pedir a uno, de la nada, así como así, saque a relucir (como los trapitos al sol) sus más profundas intimidades.
Eso de andar desnudándose frente a una multitud mostrando hasta el último pedacito del ser no es para mí.
Me rehúso a ponerme a contar cosas, tales como que nací el 26 de Septiembre de 1992 en un lugar que mi mamá siempre me dice y yo nunca me acuerdo pero que estoy segura, quedaba en la ciudad de Buenos Aires. O que después de la tercér mudanza la ratita Rosita y yo nos hicimos compañeras del desasosiego y el desconcierto que representaba tener que cambiar de lugar como quien se cambia los zapatos. O que la colección “Tengo celos”, “Tengo miedo” y muchos otros “Tengo” y yo nos sentimos tan identificados y tan unidos que llegamos a aprender juntos que nos faltaban todavía muchísimos “Tengo” por aprender.
Incluso no voy a contar que luego de haber empezado el colegio, me agarró una enfermedad que duró varios meses y que hacía que mi estómago comenzara a revolverse, girar y girar cada vez que veía uno de esos cuadrados que tienen muchas hojas y palabras adentro (¡PUAJ!). por suerte el Doctor Papirofobia hizo que me recuperara y pude salir adelante. Sin embargo, debo admitir que fue uno de esos casos en los que la cura es peor que la enfermedad porque si bien las descomposturas cesaron, comencé con una adicción. Adicción por esas cosas que antes me hacían tan mal.
Tampoco que una vez cuando estaba en sexto grado me di cuenta de que tenía un monstruo en el bolsillo pero no se lo podía contar a nadie porque tenía miedo que creyeran que estaba loca. O peor, que me dijeran que estaba mintiendo. Así que tuve que enfrentarme yo solita con mi monstruo y hacer que se fuera. Al fin y al cabo uno no puede andar por la vida con una bola de pelos tibia y suavecita que por momentos se hacia grande y por otros volvía a ser chiquita.
¡Lo que no voy a contar a toda costa (aunque mi vida dependa de ello) es de cómo me convertí en varias mujercitas! ¿Qué acaso se piensan que uno va por la vida gritando a los cuatro vientos sus privacidades más importantes y significativas?. ¡Nunca!. Ese es un secreto que sólo sabemos Jo y yo y que jamás revelaremos.
Ni que hablar de contar sobre las cosas que aprendí sobre el clima y sus inclemencias. Que las noches de lluvia escuchando las gotas sobre el techo de policarbonato son especialmente ideales y que (según un tipo con un apellido muy hogareño) está prohibido suicidarse en primavera.
Lo digo de verdad. No voy a contar absolutamente nada sobre mí.

Marina Duro Darino

martes, 1 de mayo de 2012

Autobiografía: Detalles difusos


Mientras escribo me impregna el temor de que esto se convierta en una cronología. Confieso que pensé mucho en cómo comenzar esta autobiografía y por más que quise darle un giro concluí que lo mejor es empezar por el principio, es decir contando que llegué al mundo un viernes lluvioso de septiembre hace alrededor de veinte años. Sin embargo, detallar todo lo que sigue no me resulta tan sencillo.
Mi vida estuvo y está atravesada por otras personas, por los libros, mis fieles compañeros, por música y al mismo tiempo, por silencios. Tuve una infancia feliz, aunque crecí deseando una hermana mayor. En mi adolescencia primaron las  inseguridades y los miedos, pero las fiestas, los amigos y los viajes también tuvieron su lugar en aquellos años. El tiempo me ayudó a madurar y a aceptarme con mis defectos y virtudes. Y así, después de algunos contratiempos, por fin encontré mi vocación, que en realidad siempre había estado en mí.
Sin embargo, debo aclarar que con las vivencias me pasa como un soñador con sus sueños. Sólo recuerdo la energía del momento y al querer ponerle palabras y buscarle una lógica, termino agregando detalles que no sé si realmente sucedieron. Se mezclan cosas que tengo en mi memoria y cosas que me contaron sobre esos momentos. Es por eso que mis primeros años de vida están construidos a partir de relatos de otros, me parece ajena la niña que a los tres años de vida volvía del jardín cantando Mariposa Tecnicolor; aunque hoy en día comparta con ella el gusto por Fito.
Con las experiencias de más grande tengo una contradicción, cuando las cuento o simplemente las recuerdo, trato de ser lo más fiel posible a los hechos, pero al mismo tiempo mi gran pasión por narrar historias me dificulta esa tarea. Será porque leí mucho o por mi fanatismo por las telenovelas. No lo sé realmente. Como dije, me gustaba contar historias. Entonces, con frecuencia manchaba con algunos tintes de ficción mis relatos. Deseo plasmar parte de mi vida, pero dudo si yo patinaba como los dioses, o simplemente eso pasaba por mi cabeza cuando tomaba las clases. Vacilo al describir mi viaje de egresados, sé que la pasé bien pero no estoy completamente segura de si yo guiaba al grupo con mis ocurrencias o solamente seguía a mis amigas. Puedo afirmar que la mayor parte de mis recuerdos son felices y que disfruté mi infancia, pero no puedo evitar preguntarme si mi pasado fue tan divertido como lo suelo contar. Creo que no hubo tantas fiestas y sí más lecturas solitarias sobre personajes que para mí tenían una vida más interesante que la mía.
Siempre estuve rodeada de realidad y ficción y hasta a veces llegué a pensar que estaba hecha de ambas cosas. Leí por ahí que el sentido de la autobiografía es definir quiénes somos, capaz soy eso, una mezcla de ficción y realidad. Es en este punto de la escritura cuando llego a la conclusión de que me resulta imposible narrar las cosas como realmente sucedieron. Prefiero quedarme con las enseñanzas y las emociones que las experiencias me dejaron, esas sensaciones que temo perder si las plasmo en un papel. Por eso, hoy elijo enfocarme en estos aspectos, quizá algún día miraré con otros ojos mi vida. Pero en ese momento será otra Tiara la que se siente a escribirla.
Tiara Nadia Toribio 

Autobiografía: Sentidos


Nací un 25 de noviembre, o tal vez un 24, como afirma fervientemente mi hermana mayor. No es un detalle menor. De ser cierta la segunda hipótesis estaría usted frente a una persona distinta de la que creo ser. Si le cuento esto es porque no quiero engañarlo, no quisiera que me considere una impostora.
¿Cómo resolver este dilema?
¿Dónde están los astrólogos cuando más se los necesita? Seguramente podría decirme si mi personalidad corresponde a los nacidos con luna en sagitario, virgo o luna de valencia.
Esta cuestión  es la que signa mi vida. Siempre me confundieron con otra.
Ya en jardín de infantes se equivocaron entregándome una medalla en educación física ¡justo a mí! que nunca fui de demostrar el movimiento andando, filosofía de vida que en el curso de los años me encargué de que quedara bien en claro. También me confundían con mis hermanas: ¿Sos la menor? ¿La mayor? Me hubiera gustado decirles que era la escala musical completa, pero no puedo mentir y tampoco tengo gracia para los chistes. Por suerte no me confundían con el varoncito, eso me hubiera ofendido un poco, pero solo un poco, porque lo admiro mucho. Se confundían también las maestras  cuando me decían: ¡qué calladita, siempre prestando atención! Y no se daban cuenta de que si actuaba así era porque mi cabeza estaba siempre volando vaya a saber sobre qué mundo. Incluso me sorprendí muchísimo cuando en tercer grado me eligieron mejor alumna, porque de ese año el único momento en que recuerdo haber estado realmente allí, fue el día en que el maestro Pepe nos enseñó a leer la hora ¡¿Justo ese día tenía que prestar atención?!
Todavía no me explico cómo es que nadie llega a conocerme completamente. Pero por supuesto el error es todo suyo.
En cambio, yo los conozco perfectamente. Los capto con todos mis sentidos. Aunque esto último es solo un decir, porque sobre el tacto y el gusto, bueno… se hace lo que se puede. En cuanto al olfato, por alguna extraña conexión cerebral disminuye cuando mis oídos reciben mucha información. La audición sí se me da bien. Soy toda oídos. Tuve que desarrollarla cuando la visión comenzó a fallar, o sea, desde siempre, pero eso no me molestó, ya que como se sabe la visión es engañosa. Además durante mucho tiempo no la necesité.
Viví toda mi vida en un barrio chico. Siempre veía a las mismas personas: mis vecinos, mis amigas, la gente del colegio, mi familia. Allí donde la visión no llegaba, a fuerza de costumbre terminaba de conocerlos. Cada día tenía la oportunidad de percibir un nuevo rasgo. El tiempo jugaba a mi favor. Pero después, aunque el barrio era el mismo, tuve cada vez menos tiempo para ellos, a algunos, incluso, los dejé de ver. Conocí nuevas personas, mucho más efímeras la mayoría. En los trenes, en los colectivos, en los cafés, en las aulas de la facultad, caminando por la calle. Mas como ya no contaba con el tiempo como aliado, cuando las responsabilidades empezaron a abrumarme, busqué otras estrategias. En un momento pensé que esa estrategia podía ser la psiquiatría, pero fui yo la que casi enloquece en el camino. Todavía sigo buscando.
Pero no quiero irme por las ramas una vez más. Creo que la pregunta inicial era, quién soy yo realmente, o algo parecido. Tal vez debería preguntarle a mi madre. Al parecer ella lo sabía, o al menos sabía quién no era, porque cuando yo le decía: “Fulanita hace las cosas así” ella me respondía “¿Vos sos Fulanita?” Seguramente mi madre tenga la respuesta y tendré que creerle, porque lo que ella dice es “palabra santa”.
Por mi parte no creo que pueda dar una respuesta definitiva. Aparentemente todavía estoy escrita en borrador con una letra inentendible, llena de aclaraciones, notas al margen y palabras tachadas o borroneadas. Lo que sí tengo es un certero comienzo: Nací un 25 de noviembre, o tal vez un 24.
Cintia Gabriela Paz

domingo, 29 de abril de 2012

Escena de lectura: La hora del encuentro había llegado


Cuando lo conocí me di cuenta de que fue amor a primera vista. Era intenso. Era un encuentro íntimo que no quería que se terminara nunca. Quería tenerlo cerca siempre. Me atrapó su forma de ver las cosas, su manera de analizar todo con tanta obsesión y tantas vueltas como lo solía hacer yo. Me identifiqué con su forma de hablar, de razonar. Esas paranoias compartidas, como él solía poner en palabras - “es por mi maldita costumbre de querer justificar cada uno de mis actos.”-
 Y no me importaba nada más que él y lo que él tenía para decir. No fue el primero, pero fue diferente, lo supe desde el principio hasta el final. Y fue en el preciso momento en que todo parecía llegar a su fin que cambié mi mirada hacia él, empezaba a comprender muchas cosas que no podía ver antes, me las replanteé, lo extrañé, y al tiempo lo volví a buscar. Sabía que eso iba a pasar en algún momento. O tal vez, siempre lo supe. Siempre supe que volvería a buscarlo cuando lo extrañara y él estaría allí, como esperándome para volver a contarme su historia, o para volver a mostrarme aquello que yo quería ver en él. Sabía que no sería sencillo ignorarlo u olvidarlo.
Pero esa vez, todo fue diferente. Yo sabía con qué me iba a encontrar, sabía que él era culpable de todo, y a su vez víctima. Conocía su forma de encarar la vida, su pesimismo y su minuciosidad. Pero yo había cambiado, y mucho. Ya nada era lo mismo, percibí cosas que no había podido ver en nuestro amor a primera vista. Ahora nos conocíamos mucho, o tal vez nada. Sentía una seguridad en mí misma que él venía a cuestionar, a poner en una cuerda floja e inestable. A demostrarme que algo en mí seguía siendo igual, o a quebrantar la sensibilidad que tenía, que su amor me había generado y me lo seguía haciendo.
Por fin, tuve la leve sensación de que lo olvidaría, o que quedaría allí en algún remoto lugar de mi mente  llenándose de polvo. Pero no fue así, años después la vida hizo que nos reencontráramos, que me volviera a contar las mismas historias que yo creía que conocía muy bien pero había olvidado casi por completo. Sentí una mezcla de nostalgia y alegría por reavivar un amor que no se había terminado. Quise entender por qué yo creía que nuestra historia se había olvidado, cuando en realidad continuaba viva en mí. Como siempre supe qué iba a ser. Decidí anotar aquello que no quería olvidar de él, como lo que él solía decir - “La experiencia me ha demostrado que lo que a mí me parece claro y evidente casi nunca lo es para el resto de mis semejantes.” – o lo que provocaba en mí – “Lejos de tranquilizarme,… me perturbó más, trajo nuevas y torturantes dudas, dolorosas escenas de  incomprensión”.-
Así me acompañó siempre, una y otra vez volvió a mi vida, trasformado y transformándome. Yo lo miraba cada vez desde un lugar completamente diferente. Recuerdo cuando lo conocí, fue gracias a un suplemento que venía con el diario Página/12, amarillo por los años, que encontré de niña en una biblioteca de mis abuelos y hace años está entre mis cosas. Está en mí. Aunque debo confesar que llegué a dudar de mi amor: ¿realmente yo había estado enamorada de Juan Pablo Castel y sus cuadros y fantasías? ¿O era en verdad el amor por Sábato y su pluma? ¿o era lo que ellos dos juntos podían provocar en mí cada vez que volvía a tener un encuentro íntimo por medio de ese papel de diario amarillento y empolvado, con marcas de lágrimas en él? ¿Sería el hecho de que yo vivía, como mi enamorado, en un túnel? "...en todo caso, había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío".

Mayra Arenzón 

Escena de lectura: Semillas de cambio


Es probable que lo primero que me cautivó haya sido la portada del libro, una hermosa fotografía de un bosque húmedo, y claro, que en el título tuviese la palabra ‘semilla’ era crucial a mis siete años; recién había aprendido a sembrar semillas.
Aún no lo había tocado, olido ni hojeado bien, me quedé un rato viéndolo desde la ventana, se veía caro, pero con esa foto del bosque húmedo en la portada seguro que convencía a dos biólogos a que lo compraran.
Recuerdo haberlo sostenido y pensado lo enorme que era. Mientras intentaba hojearlo, con un poco de dificultad por el peso, me iba sorprendiendo más.
El libro era acerca de los intercambios de animales, plantas y culturas entre el nuevo y el viejo mundo, y había sido publicado en 1992, conmemorando los 500 años del descubrimiento de América.
Claro, yo aún no sabía todo eso, por lo que mi metodología para leerlo tenía un orden particular: primero lo hojeaba, y cuando encontraba una fotografía que me atrajera, leía la descripción y si realmente me interesaba leía todo el texto de la sección; por eso las más leídas eran, una que tenía una foto con maíz de todos los colores, y otra en la que aparecía un calendario maya.
No lo leí todo, y algunas cosas ya no son las mismas: mi comprensión del texto, por ejemplo. Pero cuando regreso a casa y lo vuelvo a sostener, soy una vez más la niña de siete años que con dificultad le hace espacio en la mesita de noche. 
Dominique Galeano

sábado, 21 de abril de 2012

Escena de lectura: Dimensión Horacio


Regresar a una primera situación de lectura, significó para mí, una parada previa por la casucha de madera (alzamiento precario de machimbres enclenques, una viga bichada y un chapón herrumbroso) para buscar provisiones. Subir al monte requiere ciertos recaudos, o al menos llevar lo indispensable: repelente, cajetilla de cigarros y machete. Con el primer Parisiens de la mañana, me senté en la pila de troncos dispuestos junto a la entrada de la casilla y me calcé lo borceguíes, pensando en cuánto (¿Días, quizás?) podría tomarle a una tortuga gigante llegar hasta la cima. Me divertía pensar en ello, al menos le daba ánimos a mi fuelle de pleura oxidado. Morral cruzado, emprendí la subida. Siempre una pendiente encrespada, tallada con huellas, pozos y cantos rodados multiformes, aunque la mayoría de las veces eran rostros para mí. Me sentía bien acompañado por las piedras, tantos ojos gustosos devolviéndome las miradas desde abajo. La primer parte era relativamente simple (relativamente, en referencia a los 36º de sensación térmica, un porcentaje de humedad superior al 80% y una pendiente de 37º de inclinación y 6 kilómetros de largo): seguir la ruta trazada por las máquinas  hasta llegar al sauce llorón. Cosa extraña, hallar un sauce llorón tan alto, tan lejos de la costa del río. Sin embargo había crecido allí, meciendo levemente sus ramas, como un velo enigmático. Irresistible tentación pasar a través del velo, sumergirse en medio de ese cortinaje, esa quietud de hojas muertas. Entrar al sauce para cruzar al otro lado, e ingresar a la dimensión Horacio, donde entraba en acción el machete y aproximadamente dos horas después de abrirse paso pisando la hojarasca, entre juncos, cardos, helechos, ramas y arbustos espinosos, se alcanzaba un punto estratégico de la ladera (¿Este u Oeste?) del monte, desde donde se veía bien toda la selva, la Mal-esa. Una vez allí, bastaba simplemente con clavar hondo el machete en la tierra, quitarse la camisa, fumar otro pucho y sentarse a contemplar, exhalando e inhalando hondo ese aire húmedo, con olor a río. Así, uno podía ver las imágenes (imagen en un sentido amplio, no meramente visual) una y otra vez sin que se desgasten: el ejército de yacarés intentando frenar el paso de un buque, los flamencos que bailaban vistiendo de estreno, sus medias rayadas, coloradas, blancas y negras, una abeja y una culebra contemplando una capsula de semillas de eucalipto girando como un trompito, un loro pelado escondido sufriente, añorando una taza de té con leche, dos niños bautizando a un coatí, la batalla campal entre las rayas y los tigres, mamá gama desesperada, pidiendo auxilio al oso hormiguero y una tortuga gigante cargando a paso cansino, el cuerpo doliente de un hombre moribundo.

                                                                                                                         Manuel Guirao Pietranera