domingo, 29 de abril de 2012

Escena de lectura: La hora del encuentro había llegado


Cuando lo conocí me di cuenta de que fue amor a primera vista. Era intenso. Era un encuentro íntimo que no quería que se terminara nunca. Quería tenerlo cerca siempre. Me atrapó su forma de ver las cosas, su manera de analizar todo con tanta obsesión y tantas vueltas como lo solía hacer yo. Me identifiqué con su forma de hablar, de razonar. Esas paranoias compartidas, como él solía poner en palabras - “es por mi maldita costumbre de querer justificar cada uno de mis actos.”-
 Y no me importaba nada más que él y lo que él tenía para decir. No fue el primero, pero fue diferente, lo supe desde el principio hasta el final. Y fue en el preciso momento en que todo parecía llegar a su fin que cambié mi mirada hacia él, empezaba a comprender muchas cosas que no podía ver antes, me las replanteé, lo extrañé, y al tiempo lo volví a buscar. Sabía que eso iba a pasar en algún momento. O tal vez, siempre lo supe. Siempre supe que volvería a buscarlo cuando lo extrañara y él estaría allí, como esperándome para volver a contarme su historia, o para volver a mostrarme aquello que yo quería ver en él. Sabía que no sería sencillo ignorarlo u olvidarlo.
Pero esa vez, todo fue diferente. Yo sabía con qué me iba a encontrar, sabía que él era culpable de todo, y a su vez víctima. Conocía su forma de encarar la vida, su pesimismo y su minuciosidad. Pero yo había cambiado, y mucho. Ya nada era lo mismo, percibí cosas que no había podido ver en nuestro amor a primera vista. Ahora nos conocíamos mucho, o tal vez nada. Sentía una seguridad en mí misma que él venía a cuestionar, a poner en una cuerda floja e inestable. A demostrarme que algo en mí seguía siendo igual, o a quebrantar la sensibilidad que tenía, que su amor me había generado y me lo seguía haciendo.
Por fin, tuve la leve sensación de que lo olvidaría, o que quedaría allí en algún remoto lugar de mi mente  llenándose de polvo. Pero no fue así, años después la vida hizo que nos reencontráramos, que me volviera a contar las mismas historias que yo creía que conocía muy bien pero había olvidado casi por completo. Sentí una mezcla de nostalgia y alegría por reavivar un amor que no se había terminado. Quise entender por qué yo creía que nuestra historia se había olvidado, cuando en realidad continuaba viva en mí. Como siempre supe qué iba a ser. Decidí anotar aquello que no quería olvidar de él, como lo que él solía decir - “La experiencia me ha demostrado que lo que a mí me parece claro y evidente casi nunca lo es para el resto de mis semejantes.” – o lo que provocaba en mí – “Lejos de tranquilizarme,… me perturbó más, trajo nuevas y torturantes dudas, dolorosas escenas de  incomprensión”.-
Así me acompañó siempre, una y otra vez volvió a mi vida, trasformado y transformándome. Yo lo miraba cada vez desde un lugar completamente diferente. Recuerdo cuando lo conocí, fue gracias a un suplemento que venía con el diario Página/12, amarillo por los años, que encontré de niña en una biblioteca de mis abuelos y hace años está entre mis cosas. Está en mí. Aunque debo confesar que llegué a dudar de mi amor: ¿realmente yo había estado enamorada de Juan Pablo Castel y sus cuadros y fantasías? ¿O era en verdad el amor por Sábato y su pluma? ¿o era lo que ellos dos juntos podían provocar en mí cada vez que volvía a tener un encuentro íntimo por medio de ese papel de diario amarillento y empolvado, con marcas de lágrimas en él? ¿Sería el hecho de que yo vivía, como mi enamorado, en un túnel? "...en todo caso, había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío".

Mayra Arenzón 

Escena de lectura: Semillas de cambio


Es probable que lo primero que me cautivó haya sido la portada del libro, una hermosa fotografía de un bosque húmedo, y claro, que en el título tuviese la palabra ‘semilla’ era crucial a mis siete años; recién había aprendido a sembrar semillas.
Aún no lo había tocado, olido ni hojeado bien, me quedé un rato viéndolo desde la ventana, se veía caro, pero con esa foto del bosque húmedo en la portada seguro que convencía a dos biólogos a que lo compraran.
Recuerdo haberlo sostenido y pensado lo enorme que era. Mientras intentaba hojearlo, con un poco de dificultad por el peso, me iba sorprendiendo más.
El libro era acerca de los intercambios de animales, plantas y culturas entre el nuevo y el viejo mundo, y había sido publicado en 1992, conmemorando los 500 años del descubrimiento de América.
Claro, yo aún no sabía todo eso, por lo que mi metodología para leerlo tenía un orden particular: primero lo hojeaba, y cuando encontraba una fotografía que me atrajera, leía la descripción y si realmente me interesaba leía todo el texto de la sección; por eso las más leídas eran, una que tenía una foto con maíz de todos los colores, y otra en la que aparecía un calendario maya.
No lo leí todo, y algunas cosas ya no son las mismas: mi comprensión del texto, por ejemplo. Pero cuando regreso a casa y lo vuelvo a sostener, soy una vez más la niña de siete años que con dificultad le hace espacio en la mesita de noche. 
Dominique Galeano

sábado, 21 de abril de 2012

Escena de lectura: Dimensión Horacio


Regresar a una primera situación de lectura, significó para mí, una parada previa por la casucha de madera (alzamiento precario de machimbres enclenques, una viga bichada y un chapón herrumbroso) para buscar provisiones. Subir al monte requiere ciertos recaudos, o al menos llevar lo indispensable: repelente, cajetilla de cigarros y machete. Con el primer Parisiens de la mañana, me senté en la pila de troncos dispuestos junto a la entrada de la casilla y me calcé lo borceguíes, pensando en cuánto (¿Días, quizás?) podría tomarle a una tortuga gigante llegar hasta la cima. Me divertía pensar en ello, al menos le daba ánimos a mi fuelle de pleura oxidado. Morral cruzado, emprendí la subida. Siempre una pendiente encrespada, tallada con huellas, pozos y cantos rodados multiformes, aunque la mayoría de las veces eran rostros para mí. Me sentía bien acompañado por las piedras, tantos ojos gustosos devolviéndome las miradas desde abajo. La primer parte era relativamente simple (relativamente, en referencia a los 36º de sensación térmica, un porcentaje de humedad superior al 80% y una pendiente de 37º de inclinación y 6 kilómetros de largo): seguir la ruta trazada por las máquinas  hasta llegar al sauce llorón. Cosa extraña, hallar un sauce llorón tan alto, tan lejos de la costa del río. Sin embargo había crecido allí, meciendo levemente sus ramas, como un velo enigmático. Irresistible tentación pasar a través del velo, sumergirse en medio de ese cortinaje, esa quietud de hojas muertas. Entrar al sauce para cruzar al otro lado, e ingresar a la dimensión Horacio, donde entraba en acción el machete y aproximadamente dos horas después de abrirse paso pisando la hojarasca, entre juncos, cardos, helechos, ramas y arbustos espinosos, se alcanzaba un punto estratégico de la ladera (¿Este u Oeste?) del monte, desde donde se veía bien toda la selva, la Mal-esa. Una vez allí, bastaba simplemente con clavar hondo el machete en la tierra, quitarse la camisa, fumar otro pucho y sentarse a contemplar, exhalando e inhalando hondo ese aire húmedo, con olor a río. Así, uno podía ver las imágenes (imagen en un sentido amplio, no meramente visual) una y otra vez sin que se desgasten: el ejército de yacarés intentando frenar el paso de un buque, los flamencos que bailaban vistiendo de estreno, sus medias rayadas, coloradas, blancas y negras, una abeja y una culebra contemplando una capsula de semillas de eucalipto girando como un trompito, un loro pelado escondido sufriente, añorando una taza de té con leche, dos niños bautizando a un coatí, la batalla campal entre las rayas y los tigres, mamá gama desesperada, pidiendo auxilio al oso hormiguero y una tortuga gigante cargando a paso cansino, el cuerpo doliente de un hombre moribundo.

                                                                                                                         Manuel Guirao Pietranera

jueves, 19 de abril de 2012

Fotos: lo que cuentan, lo que callan

Sombreros
¿Por qué me gustan tanto los sombreros? Esta fotografía parece hacer algo más que mostrar lo que muestra, parece explicarlo. Según mi madre, desde pequeña me encantaba usar mil sombreros, de colores y formas diferentes. Aquí se ve una niña, me veo yo, con un vestido bonito de colores pastel y un sombrero de paja con bordes rojos. Esta foto mostraba ese algo más. Me veo en brazos de mi mamá, no logro recordar con claridad el momento pero, debo de tener un año y medio, o dos. Mi mamá sonríe, yo por mi parte estoy distraída mirando entretenida un papagayo. Un ave que se ve muy colorida, posada en una rama. Sus plumas son brillantes, llenas de colores, azul, amarillo, verdes, un poco de marrón. De fondo se ven unos arbustos frondosos, unos pinos, verdes. Por el tipo de vestimenta que llevábamos y el color del follaje parecía verano. La foto fue tomada por alguien, ¿mi padre estaría allí? No recuerdo si mi hermana ya había nacido. Al notar edificaciones, un cartel que parece decir ‘no pisar el césped’, esta foto devela un paseo, una tarde en un zoológico.

Milagros García




Juntas 
La primera sensación que podría causar cuando alguien ve esta foto, es risa o ternura. Estamos las dos ahí, firmemente paradas, posando. Bueno, mi hermana no parece tener muchas ganas de posar. Puedo entender su motivo: tiene una pierna enyesada. No se la ve triste, pero sí ida. Tiene la piernita flexionada porque el yeso le pesa. No llora. Está callada. Está cansada. Es verano de hace unos quince años atrás. Las dos estamos con nuestras mallas puestas. Victoria no puede disfrutar a pleno de las tardes veraniegas. Otra toma  se reproduce en mi mente cuando me acuerdo de ese momento en que alguien nos sacaba la foto: mi hermana sentada en el borde de la pileta, con un pie en el escalón, y el otro afuera, apoyado arriba de dos ladrillos y envuelta en una bolsa de supermercado para que no se le moje. Ambas fotos son del mismo día. Pero yo miro ahora aquella en la que se nos ve a las dos. A las dos juntas. Con ese carré que mamá adoraba hacernos. Parecíamos mellizas. Siempre iguales. Siempre juntas.
                    Sofía Pereyra

domingo, 15 de abril de 2012

Recuerdo: Mundos

Luces, música, colores, murmullos y el olor a purpurina atravesando el ambiente. Detrás del telón ya estaba cambiada y maquillada, lista para salir a escena. Amaba el teatro y actuar me provocaba una felicidad enorme. Sí, era una obrita de colegio, pero yo me sentía en Broadway a punto de estrenar el espectáculo del año. Diez años después todavía se hace presente la emoción de ese día.

Caos. No existe una palabra mejor que describa el momento previo a salir a escena. Chicos de todas las edades repasando la letra y dando los últimos retoques a sus vestuarios. Algunos tenían una cara de querer huir en ese instante hacia África y otros, como yo, estábamos expectantes, pero más que nada deseosos de interpretar nuestro papel. No había lugar para los nervios, para mí todo era un juego. El juego de ser otra, de contar una historia. Adrenalina pura, como si me estuviese por tirar de una montaña, eso sentía.

Mientras las luces disminuían y las voces del público se iban apagando, atrás reinaba la locura. Con mis compañeros queríamos gritar pero sabíamos que los micrófonos nos delatarían, entonces nos tomamos fuerte de las manos y cerramos los ojos. En ese instante pasaron por mi mente todos los ensayos, de los primeros a los últimos, incluidas las pruebas de vestuario y el armado de la escenografía. Los abrí y me encontré ahí atrás parada junto a ellos a punto de mostrar de lo que éramos capaces, nos miramos y no fue necesario decir nada más. Estábamos listos.

Recuerdo que entre los bastidores y el escenario habían pegado una cinta de papel para dividir los ambientes. Le decíamos “La línea”. De repente oscuridad total, silencio. Solamente quedó iluminado el escenario. Crucé “La línea” y la que salió al escenario no era yo, era mi personaje. No sé qué pasó en el público ni qué pasó entre bambalinas. Terminó el acto, crucé la línea nuevamente y volví a ser yo. Así fue cómo entre aplausos y cambio de luces descubrí la magia de contar una historia. La magia de cruzar una línea imaginaria y ser otra persona en otro mundo tan lejano y a la vez tan cercano al del público.

Tiara Nadia Toribio

Conservatorio


Saxos, atriles, partituras, cañas, boquillas, libros, apuntes, carpetas, lápices, fotocopias, un piano. Un alumno prepara su instrumento, otros entran, se sientan y se disponen a escuchar. Yo ya terminé pero tengo que hacer tiempo, por eso me quedo sentada y miro, escucho, pienso, disfruto.

Agudos, armónicos, desafinaciones, negras, blancas, corcheas, compás, adagio, lento, andante, andantino, sonata, sonatina, movimientos, Jazz, Barroco, Clásico, adornos, trino, grupeto, mordente, ejercicios, escalas, pentagrama, sostenidos, bemoles, clave de Sol, armadura de clave.

Ya son las seis de la tarde, todos guardamos nuestras cosas, nos despedimos y salimos. El profesor apaga la luz y cierra la puerta del aula.

Así pasó otra tarde de martes, rodeada de música, de vida, de gente, de amigos, de alegría.


Julieta Belén

martes, 10 de abril de 2012

Escena de lectura


El libro era enorme, desde muy pequeña me deleitaba husmeando sus imágenes, hasta que un día, alguien me leyó uno de los cuentos. Es extraño, pero por más que lo intento solo llega hasta mí la fuerza de las palabras, no la voz que me las acercaba. La niña que tantas veces había mirado sentada en el umbral tuvo entonces un nombre, se llamó Anita. Vendía fósforos. Era de noche y la niña dibujada tenía frío, mucho frío. Fue en medio de tanto frío que sucedió la magia. O quizá fueron los fósforos encendidos los que lograron el sortilegio… la niña dibujada y la niña que la contemplaba comenzaron a vibrar juntas, en medio de la nieve, iluminadas por cada una de las llamas, convencidas ambas de la promesa efímera del fuego.
“Anita, la fosforera” fue el cuento que, en mi recuerdo, inauguró mi oficio de lectora. Andersen no me obsequió un hermoso relato, me regaló la posibilidad de vivir, de sufrir, de gozar, la vida de Anita.

Escena de lectura:


“Empecé mi vida como sin duda la acabaré: en medio de los libros. En el despacho de mi abuelo había libros en todas partes; estaba prohibido limpiarles el polvo salvo una vez por año, en octubre, antes del comienzo de las clases. No sabía leer aún y ya reverenciaba esas piedras levantadas: derechas o inclinadas, apretadas como ladrillos en los estantes de la biblioteca o noblemente espaciados formando avenidas de menhires; sentía que la prosperidad de nuestra familia dependía de ellas. (pag.30)

[…] Anne-Marie me hizo sentar frente a ella, en mi sillita; se inclinó, bajó los párpados, se durmió. De esa cara de estatua salió una voz de yeso. Yo perdí la cabeza: ¿quién contaba, qué y a quién? […] Al cabo de un instante había entendido: el que hablaba era el libro. Salían de él unas frases que me asustaban; eran verdaderos ciempiés, hormigueaban de sílabas y de letras, estiraban los diptongos, hacían vibrar a las consonantes dobles; cantarinas, nasales, cortadas por pausas y por suspiros, ricas de palabras desconocidas, se encantaban con ellas y con sus meandros sin preocuparse por mí. A veces desaparecían antes de que pudiera comprenderlas, otras había comprendido por adelantado y seguían rodando noblemente hacia su terminación sin hacerme la merced de una coma. […] En cuanto a la historia, se había endomingado: el leñador, su mujer y sus hijos, el hada, toda la gentecilla, nuestros semejantes, habían adquirido majestad; se hablaba de sus harapos con magnificencia, las palabras se desteñían sobre las cosas, transformando las acciones en ritos y los acontecimientos en ceremonias”. (pag.33/34) Jean-Paul Sartre, Las palabras.

miércoles, 4 de abril de 2012

Rutas neuquinas

La gente los mira pasar y se pregunta quiénes son. Qué hacen esas personas caminando detrás de un camión por el medio de la estepa patagónica. La gente se pregunta qué habrán hecho para andar bajo el sol, cortando en tajos la tarde y las madrugadas. Qué cosa extraña los lleva a seguir adelante ahora que llueve y se tapan con una larga lona y lo que es más extraño, ríen.

¿De qué se ríen?, ¿por qué bailan?, ¿por qué el camión lleva la música en lugar de llevarlos a ellos?
Son maestras y maestros que han decidido trasladar al tranquito su protesta, convencidos que esa ruta es la correcta, seguros de estar en este viaje con las cosas necesarias.

Caminan detrás del camión que podría cargarlos, pero en lugar de subir ellos han puesto otras cosas importantes como la música o el agua, y un micrófono que irán agarrando Chato o Cali desde el que avisarán que el futuro tiene un dulce nombre y que estamos a tiempo.
Van sobre una delgada capa de desierto que recubre apenas un gigantesco inframundo de petróleo.

Recién me doy cuenta: la mayoría de los camiones que cruzan a este otro tan descamionado, son de los que transportan justamente los fluidos del subsuelo.
Van los caminantes armando una rastrillada que se hace pequeña zanja al principio. Pasando las horas los pies se vienen negros, de a poco se van hundiendo en este suelo todo un pozo, hasta quedarse sucios.
Los caminantes son trabajadores de la educación de Neuquén del sindicato Aten, que van sobre un campo de petróleo a pedir que las escuelas puedan funcionar, a exigir escuela pública en condiciones para todos, a pedir salarios dignos.

La gente que conoce a estos gobernantes tiene dudas de que su reclamo sea escuchado, pero comienzan a entender de a poco todo, incluso la risa y la alegría. Estos trabajadores van riendo y cantando porque tienen razón.
Tienen razón.

Merecen que el salario les alcance y caminan sobre la capita de suelo que apenas tapa el petróleo pero no tapa la injusticia.

Como educadores saben que la mejor manera de enseñar es sembrando una pregunta, y ellos todos son una pregunta caminando por el desierto picado de pueblo. Por Cutral Có, del mapuzungún Kitral Có es decir fuego y agua, o petróleo como venga mejor.
En la época del email y los mensajitos por teléfono, para hacer escuchar un reclamo nada ha cambiado. Las injusticias se avisan caminando como en el choconazo, o saliendo a la ruta como en las puebladas.
Está buena la ruta.

En apenas cinco días recorren los doscientos kilómetros y aunque son 15.000 los compañeros entrando a Neuquén, el gobierno no atiende a la visita, le da vuelta la cara con desprecio y mala educación.
Unos días mas tarde comienzan los piquetes. Entre los viajeros que ven interrumpido su camino hay algunos decididamente solidarios, otros que ponen en marcha sus preguntas sobre este país tan vasto y cruzado de problemas, y otros que no encuentran entre las categorías de pensamiento que manejan, nombre para lo que ven. Estos últimos acomodan la situación hasta convertirla en algo que es para ellos un asunto posible: "ustedes no son profesores", afirma una joven que baja de un auto que parece un ovni, y eligiendo a uno le busca los ojos y dice "vos sos un cabeza que está aquí por un chorizo".

El "cabeza", un profesor de literatura de Zapala, la mira y recuerda de ese libro de Salinger que le gusta leer con sus alumnos, la parte que el profesor se esfuerza por hacer entender algunas cosas al muchacho que lo visita en su casa y que mientras le habla y le habla, el otro que ve desde la ventana el lago congelado piensa: "donde irán los patos en invierno".

El ovni, aunque no se lleve con su raza, espera las dos horas detrás de la barricada de gomas y palos, y levanta vuelo bastante más torpe que el chevrolet 400 cuyos ocupantes chacareros, supieron compartir este mismo rato los mates y el afecto.
Pasó la caminata, pasan los piquetes pero no hay ningún modo de entenderse.

Cuando las maestras y maestros hablan de sus sueños, del lado del gobierno hablan de negocios. Entonces aunque el tema sea el mismo, el tratamiento que le da cada uno los vuelve asuntos diferentes.

Para el gobierno la escuela y la política toda, es una PYME; un boliche que todavía y mientras duren colgados, les dará ganancias.
Vuelven los piquetes, porque el que tiene razón lo asiste la serena convicción y alegría de estar haciendo lo correcto, pero ahora algo en el negocio de los eternos candidatos comienza a romperse y entonces, contra los que caminan y esperan, arrancan los gases y los tiros.

Un proyectil del tamaño de una cartuchera explota contra la cabeza de Carlos Fuentealba, un querido profesor de química que en un segundo desparrama sus conocimientos junto a la alegría de lo bien que van los pibes de tercero, sobre el asfalto de Senillosa.

La radio ahora exagera diciendo que el compañero se debate entre la vida y la muerte, aunque todos sabemos que en un debate se escuchan las dos partes y aquí el proyectil que estalló en el cráneo, tiene la palabra.
Cuando hay un crimen hay un criminal, aunque las responsabilidades intenten disolverse entre voces de mando y obediencias debidas. Otra vez.
Che, Sobisch, asesino, cobarde, ¿a cuántos más de nosotros pensás chuntarle un tiro?

¿Cuántos muertos te parece que hacen falta para que tengas razón de alguna cosa?
La gente que los mira pasar ya sabe quienes son. Los nombres de algunos van a pintar la casa de gobierno pidiendo audiencia a la justicia.

Así como un día apareció escrito el nombre de Teresa, "Teresa Rodríguez, culpable de estar ahí".

Esto va a ser así todas las veces, todo el tiempo, siempre.

Hasta que haya justicia.

Porque como nos dice Freire reflexionando sobre la fatalidad: las cosas no son así, están así (y las vamos a cambiar).



Rafael Urretabizkaya
Maestro de Neuquén