lunes, 13 de abril de 2009

Las nenas bien no dicen culo

-¡Culo!-, dije mirando a mi mamá, demostrando mi adquisisión, la nueva palabra aprendida. -Las nenas bien no dicen culo-, fue la respuesta.
Creo que le salió bastante bien, desde entonces me dediqué a ser una nena bien. Aunque tal vez mi papá no pensó lo mismo el día que, a mis 17 años, me habló de las ventajas de estudiar ingeniería industrial. -No, pa. Quiero ser periodista.-
Si alguna vez digerió la idea, o está en camino de hacerlo, debe ser porque responde al patrón familiar. Abuela paterna: filósofa, abuelo paterno: médico. Abuela materna: pianista, abuelo materno: médico. Madre: bailarina, padre: ingeniero agrónomo devenido en empresario. Está bien, que la nena estudie Comunicación, ya tenemos al nene arquitecto.
Dicotomías existen en mi desde el 23 de noviembre de 1989, desde que nací. Por un lado, la familia de los libros, de la música, de la cultura. Mi abuela materna me enseñaba a tocar el piano mientras mi abuela paterna me regalaba El principito con una promesa: algún día lo vas a entender. Crecí sin nunca haber visto menos de dos libros en la mesa de luz de mi papá, a pesar de la ingeniería industrial.
La otra parte, la familia de los números, tardó más en llegar. En mis primeros años de vida en Tucumán, donde mi papá tenía un campo de limones, no estuvieron presentes el diario La Nación, la imperiosa necesidad de una casa más grande y un auto más nuevo y los uniformes de colegios privados. Eramos “pobres, pero pobres de verdad”, según mi mamá. Quedan de esa época fotos donde lusco mis rodillas llenas de tierra y una temible cara de mala que evidencia que estaba jugando a Rambo con mi hermano. Todavía no era una nena bien.
Me acerqué más cuando me convertí en una chica de departamento. De los 3 a los 9. Seis años entre paredes y bajo un techo. Buenos Aires, donde nos habíamos mudado, ya había dejado de ser un lugar donde se podía jugar en las plazas. Fue en esa época cuando declaré que quería ser escritora, ¡no!, mejor escultora, ¡no!, mejor tenista número uno del mundo. A lo mejor en ese punto empezó la transición, que se vió finalizada cuando me decidí por bióloga marina. Fue también en esta etapa cuando aprendí que las nenas bien no dicen culo.
Dato que, cuando me mude a Trenque Lauquen, provincia de Buenos Aires, ya tenía bien interiorizado. En los seis años siguientes descubrí todo una serie de novedades: se puede ir en bicicleta a la escuela; la calle no es un lugar que sólo se transita para ir de un colectivo a otro; existe un placer sin causa aparente en sentarse en la vereda durante horas; convivimos con unos seres denominados vecinos a los que se les dice “buen día” a la mañana y se los invita a comer asados eventualmente; la cantidad de ázucar que se le pone al mate es inversamente proporcional a la edad que se tiene; pasar las siete tardes que tiene una semana durante las cuatro semanas que tiene un mes con amigas es una regla incuestionable, inamovible, un mandato divino.
Un día, de repente, me encontré tomando mate amargo, la azucarera ya no estaba presente en la mesa. Desde entonces, los momentos compartidos con esas dos chicas que hoy considero como lo más incondicional en mi vida consistieron en menos juego y más conversación. Conversación cuyo eje cambió radicalmente. Ahora, las tardes en la vereda tenián como objetivo ver a aquel vecino mio que le gustaba a Sofi, o a aquel vecino de Sofi que me gustaba a mi. Ahora, los debates consistían en qué nos ibamos a poner para una fiesta de quince para la que todavía faltaban meses.
Mientras tanto, ya no eramos “pobres, pero pobres de verdad”. Y yo tenía que actuar en consecuencia. El deseo familiar se creía en vías de ser cumplido: quería estudiar medicina. Sin embargo, el momento de la nena bien por excelencia llegó cuando cumplí 15 años. -Pero te vas a hacer un montón de amigas nuevas y vas a seguir en contacto con las de acá-, la frase de consuelo pre-mudanza más trillada en la historia iba dirigida a mi. Pasó el verano y llegó San Isidro.
Hoy miro esos tres años en los que usaba pollera escocesa cinco días a la semana como si se tratase de otra persona, con otras prioridades a las que luego entendí que siempre tuve pero eclipsadas durante un tiempo. Uno de esos momentos considerados “situaciones límites” me hicieron dar varios pasos hacia atrás, a esas tardes eternas de mate y a toda la carga de valores que conllevan. El problema es que la familia de los números ya estaba consolidada y coincidía con la pollera escocesa.
Mi segundo año de facultad me encuentra en una encrucijada. Quizás mañana lea estas palabras y las considere aún más ingenuas de lo que las veo hoy, como la visión que tenía de mi misma cuando recién estaba llegando a los 20 años y todavía no me había dado cuenta de las ventajas de estudiar ingeniería industrial. O, tal vez, reconosca en ellas el germen de lo que seré en ese momento, y busque entre mis cosas “El principito” para regalárselo a mis hijos con la promesa de que algún día lo van a entender.

Lucila Pinto