domingo, 18 de septiembre de 2011

Sudestada

Hace nueve años que vivo en este departamento. El quince de este pálido marzo es el exacto aniversario de nuestra mudanza aquí, sin embargo el hecho no me conduce a la típica reflexión melancólica sobre el paso del tiempo. Más bien, y gracias a un minucioso análisis introspectivo, resuelvo dividir por etapas mi convivencia con Laura y mi vida en este lugar.

La primera, abarca los dos primeros años, cuando todavía éramos adolescentes, la plata no era un problema y la vida era para nosotros una fiesta prolongada. ¡Dos pendejos de dieciocho, sin la más puta idea de lo que es trabajar, conviviendo como pareja en Buenos Aires!, no hay chances de que eso funcione. Entendelo!” Ladró mi viejo. Mamá, cauta, pareció comprenderme.

Los días se dividían entre: sexo, películas (las alquilábamos o íbamos al Cinemark de Palermo, que nos quedaba a tres cuadras), paseos por la ciudad, el Tigre, y charlas. Muchas charlas. De estudiar nada, o solo lo suficiente como para arañar un cuatro.

Para la segunda etapa, las cosas cambiaron muchísimo. Creo que si el “nosotros” del noventa y cuatro se confrontara con el del noventa y dos (año en que dejamos Corrientes) seríamos para estos últimos, dos extraños. Me pregunto dónde quedará esa parte esencial de uno, qué pasará con ella cuando el orden y la rutina se alteran.

Nuestros caminos empezaron a separarse cuando ambos atravesamos el primer año de carrera.

Ya más suelta, sintiéndose segura con cursar en Derecho (me acuerdo cómo la angustiaban sus dudas y lo mucho que me gustaba consolarla), Laura empezó a buscar trabajo, ganó muchas amistades en la facultad, y emprendió proyectos alternativos.

Me molestaba advertir estos cambios, aguardaba en estricto sosiego que las cosas se encauzaran y transcurrieran tal como antes

Fui atrasándome en la carrera y me costó meses aprobar materias del primer año. Empecé a buscar trabajo cuando Laura ya llevaba un año como camarera en el bar “Annie Hall”. Lo de hacer nuevas amistades no me interesaba mucho, y pasaba mucho tiempo en casa o simplemente vagando por la ciudad. Estudiaba poco.

Empezaron las discusiones, que iban desde trivialidades de la vida cotidiana, hasta las decisiones electorales de cada uno. Cuando en tu pareja el amor se desvanece, hasta la reelección de Menem, o la limpieza del piso pueden convertirse en una excusa para ver en el otro todo lo malo del mundo.

Los cambios se notaban en el departamento. Cuando llegamos era hermoso, ahora lo notaba sombrío y sucio. En el baño aparecieron algunas cucarachas chiquitas, pensaba que era más culpa de la mugre del vecino que de nuestra inercia. Creo que ni me molestaba en darles un chancletazo.

El noventa y siete, año de transición entre la segunda y tercera etapa, fue para mí un desastre. Volvía de trabajar en la cocina del café los lunes a la tardecita, iba al segundo “B”, le compraba al vecino una bolsita de cien gramos, a veces doscientos, y me pasaba la semana fumando. A veces con el Gordo, otras con Nicky y Fabricio, o simplemente solo. Me despertaba a cualquier hora y nunca lo suficientemente temprano como para abrirle al fumigador. En ese estado, en que la vida se vive en calidad de espectador pasivo y sin importar lo que te suceda, el aumento demográfico de unos bichitos marrones no es una preocupación.

Si Laura venía con sus amigas, mi actitud era quedarme de mala gana o inventar una excusa para irme.

Cerca de ese fin de año las cosas empezaron a cambiar y comenzó definitivamente la tercera etapa. Dediqué más tiempo a los apuntes, salí a la calle a conocer gente y a buscarme lugares para crecer.

En enero del noventa y ocho conseguí un trabajo estable en la redacción de “El Cronista”. Noté que esos cambios que se producen al interior de uno repercuten inmediatamente en la relación con el exterior. O en otras palabras, las chicas de la redacción, y las de los boliches, parecían más dispuestas a conocerme que en mis primeros años en Buenos Aires.

Con Laura nos veíamos cada vez menos y en realidad no me importaba mucho. Tampoco la casa y el que las cucarachas hicieran de la cocina su bastión. “Un día de estos, vamos a tener que negociar con una líder cucaracha, para poder hacernos un sándwich”, ironizó Laura, sobre el papelito de la heladera.

Los dos pasábamos cada vez menos tiempo en el departamento, y era previsible el modo en que terminarían las cosas.

Para cuando le dije a Laura que había decidido mudarme, ya llevaba tres años en el Cronista. Le dije que era mejor seguir separados, y que nuestras vidas tenían pocos puntos en común. Si bien fue difícil, acordamos en pagar en marzo el último alquiler e irnos cada uno por su lado. Es el comienzo de la cuarta y última etapa de esta parte de mi vida. Todo parecía indicar que este año, sería el de un cambio radical, aquel que aguardaba hace años.

Sin embargo, no fue así.

El dos de marzo de este dos mil uno, hace apenas unas semanas, volvía de buscar unas cajas para la mudanza, cuando encontré a Laura tirada en la cocina. Vi algunas cucarachas, grandes y chicas, sobre su cuerpo inmóvil. La recosté sobre el sofá del living y llamé a emergencias. Noté que respiraba fuerte y tenía el cuerpo tibio. Los médicos vinieron en seguida y se la llevaron al Fernández. Cuando llegué al hospital me tranquilizaron inmediatamente.

Al parecer la combinación entre picos de stress, calmantes, alcohol y un cuerpo mal alimentado, puede ser fatal. Pero tuvo suerte. Si bien los dos días que pasamos en el hospital fueron una muestra de lo que alguna vez fuimos, nada cambió. Más bien fueron como esas conexiones cálidas que anteceden a todas las despedidas.

Vinieron sus padres y se quedaron con ella en el departamento, hasta el momento de la entrega a la inmobiliaria. Nos reprendieron a ambos por el estado en que lo teníamos. El último almuerzo allí lo compartimos entre los cuatro. El departamento estaba impecable; “al fin y al cabo, lindo nidito era este, ¿no?”, espetó su padre.

Nunca más volví a pisar ese lugar.

Carlos Torres Moraes

viernes, 16 de septiembre de 2011

Moscas hay en todos lados

Muriel pensaba que las manchas de humedad del techo variaban constantemente. No crecían, sino que solo mutaban su forma. A veces pasaba muchas horas encerrada, sobre el colchón, escuchando los gritos de su hermana y su cuñado y se sorprendía al divisar las más emocionantes figuras. Muriel esperaba la calma, la ansiaba paciente, queriendo intervenir, diciéndole a su hermana que no fuera tan dura, que Carlos era bueno, quizás hasta tomarlo de la mano y salir a caminar juntos un rato mientras su hermana calmaba su ataque de histeria con alguno de los pocos platos que quedaban en la cocina, pero eso nunca sucedía y Muriel seguía mirando el techo, buscando algo, aunque no sabía qué. Pobre Carlos, él era tan bueno..

La búsqueda de figuras estaba acompañada generalmente con la caza de moscas. En el pequeño departamento de dos ambientes en el que vivían los tres, abundaban. Habían tratado de erradicarlas de las más diversas y creativas maneras, pero junto con la humedad del edificio, eran constantes. Los días de lluvia, Muriel juraba que el ruido de ellas era más fuerte que los gritos de su hermana, y las miraba con miedo, pero en el fondo un poco agradecida. Muriel sabía que Carlos era bueno, demasiado bueno, y que no iba a dejar a su hermana. Se lo había dicho en silencio, con esos ojos cansados pero expresivos esa noche en la que ambos compartieron un cigarrillo a la luz de la luna.

Las moscas y Muriel sabían qué era lo que estaba pasando, aunque hicieran como que no. Primero había sido la pérdida del bebé, después el embargo de la casa y más tarde, cualquier excusa banal era suficiente para pelear. El malestar era tan evidente y difícil de ignorar como el zumbido de sus alas, pegajosas e incesantes. Pero Carlos vivía con ese malestar todos los días, como una espina encarnada que no sale, porque Carlos era tan bueno..

La voz de su hermana sonaba como un zumbido, agudo e irritante. Como un zumbido en una calurosa noche de verano que atormenta al hombre dormido, que después de varios manotazos relaja los músculos, convencido de haber erradicado al insecto molesto que en el momento menos esperado aparece otra vez, zumbando y burlándose de él.

Ellas ocupaban la casa con una impunidad que asustaba. Como si el simple hecho de ser invertebradas y escurridizas les diera total libertad de acción. No se cansaban nunca. Su hermana tampoco. Muriel sabía que su hermana era como las manchas de humedad, como las moscas, como el zumbido, como el olor a podrido que salía del papel los días de lluvia: eterna. Y Carlos también lo sabía, por eso estaba tan cansado. A veces Muriel lo miraba y no entendía por qué se había casado con su hermana. A veces contenía sus ganas de abrazarlo, las ganas de huir, porque sabía que no había escapatoria: Moscas hay en todos lados. Entonces resignada lo miraba rondar la casa como un condenado a cadena perpetua, como un muerto en vida. Y su hermana rondaba alrededor de él como las moscas lo hacen alrededor de las heces, incansables.

Florencia Elizalde

lunes, 5 de septiembre de 2011

El viaje

Prefirió el camino más largo. Lo único que a esta altura le molestaba, era la indiferencia cómoda. Es fácil criticar al mundo, llenarse la boca hablando de la revolución. Lo difícil es lo que viene después. Ya sabía eso, un loco lo había dicho tiempo atrás y ella pudo verificarlo.

Recorrió el camino de siempre: atravesó la plaza, frenó en el centro, aceptó un café y se unió a alguna charla. Tantos días, tantos años, soportando injusticias y oídos sordos, y durante esa noche, eran dueñas del lugar. Había muchos acompañando y, por suerte, podía ver en esos ojos libres los mismos sueños de aquellos años. Era cada vez más complicado: los huesos, los músculos, la piel y el pulso se le habían debilitado, culpa del tiempo. Pero, buena suerte para unos, mala para otros, seguía ahí firme como siempre, por más doloroso que fuera. Incluso una noche fría como esa, justo en la época del año en que los grados empiezan a descender.

Los jóvenes la admiran, se lo dicen y ella no se lo cree pero igualmente les agradece; es obvio que lo ve en ellos, aunque ellos no lo sepan completamente. Algunos la abrazan, otros lloran, otros la graban, y ella los deja. Es la costumbre, piensa. Qué bueno ser un poco útil, piensa. Y comienza la caminata, con paso lento y tembloroso, pero firme.

La frente le pesa, le duele, pero no le importa. Sí en cambio las banderas, los cantos, el apoyo de quienes están y quienes no. El recuerdo le alcanza, le devuelve la juventud y las ganas, por más que ya tenga asumido no volverlo a ver en esta vida y aunque sepa bien que sus pasos la van a devolver exactamente al mismo lugar de donde partió.

Horas y horas más tarde vuelve a su casa, como todos los años, agotada y cargando con su más insoportable y amada posesión; acaso lo único palpable que llevara de él.

María Eva González