miércoles, 17 de octubre de 2007

Otro buen cuento: Las estrellas no hablan

[1]

Por fin volví, no estoy seguro por qué, pero estoy acá, pasé por lo de mi madre, pobre, ya ni me escucha, parece como si no estuviera ahí. Aunque nos mantenemos en contacto, lo cierto es que la extraño y la necesito como nunca. Llegué ayer, pienso salir a dar vueltas por ahí, como antes, aunque no sea como antes.
Estoy dispuesto a caminar las cuadras que de chico colmaban mis días. Ya tengo el recorrido en la cabeza, la meta es llegar a la plaza donde jugaba de niño, quizá allí encuentre a alguno de mis viejos camaradas, quizá con sus hijos, quizá con sus esposas. El día me sonríe, el sol de las tardes de abril calienta el aire fresco que corre en esta época e ilumina las copas de los árboles, delineando en la vereda el contorno de las hojas. Por ese simple pero digno paisaje comienzo a andar.
Suelto mis pasos y llego a la primera esquina. Aunque no pueda creerlo, todo sigue igual que el último día que estuve acá: Silvia barre las hojas de su vereda y charla con Mabel. Me ven, no me saludan, quizá no me reconocen, les pregunto por sus hijos, no responden, continúan su tarea. Cuando me alejo, las escucho hablar mal de la Bichi, definitivamente son las mismas que hace cinco años. Todo me es tan familiar, que ni siquiera necesito prestarle atención al camino. Continúo, dejándome llevar por los recuerdos de la infancia: cuando recién llegamos al barrio y las vecinas no dejaban que sus hijos jugaran a la pelota conmigo, solo Héctor le desobedecía a su madre con tal de no dejarme solo. Siempre me pregunté por qué lo hacía, y como ya no lo veo, no sé dónde vive y no puedo preguntárselo a él, me respondo que fue un empujón más que nos dio el destino, aunque luego el mismo destino haya sido dividido en dos.
Así, viéndome crecer en cada calle y permitiéndole al cuerpo caminar por sí solo, sin ninguna indicación de mi relajada mente, continúo mi acotado viaje. Me llama la atención esa lujosa casa, que rompe con el común de las construcciones del barrio, no la recuerdo, y es porque cuando yo estaba aquí, eran cuatro paredes de cemento, que habían sido abandonadas y clavadas en ese terreno, antes de tener su propio techo. Me veo allí, tras uno de los muros, escondiéndome entre los yuyos para fumar mi primer cigarrillo, que era para entonces como el doceavo de Héctor, estamos nerviosos, su encendedor falla, aparece su mamá, corro, pero él no me sigue, todavía intenta hacer funcionar el encendedor. Desde la esquina veo cómo su madre le grita y usa su oreja derecha como correa, mejor olvidarlo.
Ya caminé varias cuadras, debo admitir que me siento algo agitado, no sé si será el recuerdo del cigarrillo, de la corrida o que mi estado físico no es el mismo que cuando chico. Trato de no preocuparme, pero el agotamiento empieza a crecer, como si las cuadras fueran más largas, me resulta extraño no haber llegado aún. Temo estar perdido, pero dudo haberme equivocado, conozco el recorrido de punta a punta, a pesar de que no lo haya transitado últimamente. Por las dudas levanto la mirada, observo las casas, no las reconozco, aquí no hay ninguna Silvia o Mabel que limpie veredas, la calle está tan llena de gente, y tan vacía de sentido que me pregunto por qué estaré yo acá.
El sol se escondió, tengo frío y no veo las copas de los árboles dibujadas en el suelo. De repente lo veo a Héctor caminando bastante cerca de mí, pero no puedo hablarle, no puede verme, ni oírme.
Llega un auto, estaciona a mi lado, me intimida: vidrios polarizados, un color negro casi lúgubre, algo no me gusta, pero me quedo inmóvil cuando se abre la puerta y veo apoyar, lenta pero firmemente, sobre el liso asfalto unos zapatos brillantes, que parecen ser estrenados en este momento. No sé por qué pero siento miedo. Mientras tanto Héctor frena para prenderse un cigarrillo, está parado un metro más adelante del fin del capó pero de espaldas al auto, su encendedor no funciona, hace rodar una y otra vez la piedra, pero es inútil, me acerco a ofrecerle mi ayuda, nuevamente: no me escucha. Está saliendo el hombre, pero no es cualquier hombre, lo cierto es que me intimida más que su auto y sus nuevos zapatos. Camina junto a mí, él sí me ve, me sonríe sádico. Héctor no nos percibe, ni a mí, ni al auto, ni a él, ni a sus zapatos, ni a su raya al medio marcada con regla, ni... Todavía intenta encender el cigarrillo, cabeza dura como siempre, no va a dejar que ese cacho de plástico lleno de gas le impida saciar su apetito. El hombre se acerca a Héctor, grito todo lo que puedo, la gente en la calle desaparece, tengo los pies clavados al piso. Cierro los ojos, no quiero ver esto, huele a nafta o querosene. Comprendo por qué estoy acá. Se escucha un estruendo seguido de largos pasos de zapatos nuevos, el portazo y la huida de la parca, en su rocinante auto negro. Los abro, Héctor me ve, se emociona, nos abrazamos y sabemos que nuestro destino ha vuelto a ser uno, quién sabe esta vez por cuánto tiempo.


María Tatiana Rojo

[1] Tema “La vida, las mismas calles” de La Renga, álbum “La esquina del infinito” (2000)

martes, 16 de octubre de 2007

Otro buen cuento: Mensaje


Nada fue igual después de aquel 28 de octubre de 1977 para Augusto Peñalba. Desde ese miércoles primaveral en el cual su mujer dejó de estar a su lado, todo careció de sentido en su vida.
Habían sido quince años los que Augusto Peñalba vivió junto a Mercedes hasta aquel día de octubre. Ni una carta, ni un mensaje dejó Mercedes. Sin embargo, Augusto no sintió la necesidad de buscar nada. Nada encontraría en la radio. Nada encontraría en la televisión. Nadie escribiría sobre ella en los diarios.
La casa en donde vivieron tanto tiempo permaneció intacta a lo largo de los años. Augusto Peñalba había tomado la decisión de dejarla tal cual estaba aquel día. “No sea cosa de que Mercedes vuelva y se enoje porque le toqué las cosas” fue el pensamiento que acompañó a Augusto Peñalba con el correr de los años.
La habitación matrimonial conservaba los muebles en su lugar. El ropero aun resguardaba la ropa de ella en el mismo lugar en el cual lo había acomodado. En la mesita de luz, sobre la tapa de El Capital, todavía descansaban los anteojos que utilizaba Mercedes para leer por la noche. La persiana de la ventana permaneció baja y sin ningún síntoma de querer ser levantada alguna vez. Hasta el mantelito tejido por Mercedes, percudido y amarillento, reposaba sobre el mueble del televisor blanco y negro.
Sin inquietudes ni autointerrogatorios Augusto Peñalba se autoencerró y aceptó que el miedo subterráneo lo dominara. Dejó pasar los años y las etapas. Jamás pudo salir de sí mismo. Nunca logró mover las cosas del dormitorio ni levantar la persiana. Ni los vientos más alentadores pudieron empujarlo al compromiso. Así vivió hasta ayer. Veinticinco años pasaron. Veinticinco los que cumpliré mañana. Solo una vez pude decirle padre a Augusto Peñalba. Sólo una vez. El miedo que lo acompañó hasta ayer fue el mismo miedo que paró su corazón al conocerme.
Soy el número 76, y no es sólo un número. Lamento que augusto Peñalba haya entendido y aceptado el mensaje.
Darío Vargas