lunes, 31 de octubre de 2011

Cuento: Cuando nos mudamos

Lluvia torrencial, humedad, picaduras de mosquitos, peleas, gritos, objetos olvidados en Buenos Aires y otros perdidos en el camino. Una casa nueva en la mejor parte de la zona residencial de Posadas, un enorme jardín repleto de árboles de aspecto ancestral y la tan famosa tierra colorada que aparecía en cada lugarcito en que el pasto no crecía.

Cuando nuestros padres nos dijeron que nos íbamos a mudar, mi casa se convirtió en un verdadero campo de batalla: portazos, gritos y discusiones comenzaron a ser cosas de todos los días. Que nos cambien de barrio era una cosa, pero mudarnos a otra provincia era algo totalmente distinto. Al único que parecía no afectarle esta situación era a Pedro, le daba los mismo irse a Misiones o al Congo Belga, total en donde fuera su actitud de rebelde iba a ser la misma. Desde que mis padres lo habían obligado a terminar con su noviazgo, la relación entre ellos ya no era la misma. En su mirada podía notarse una mezcla entre resentimiento y angustia. Por suerte, era poco el tiempo que le faltaba para irse a vivir solo.

Muchísimas estrategias fueron las que utilizaron mamá y papá para convencernos de que la mudanza iba resultar un cambio positivo para todos. Conmigo no tuvieron problemas, solo bastó que me dijeran que iba a tener una vecina de mi edad para poder jugar a diario. Pero persuadir a mis hermanos les resultó bastante más complicado hasta que a papá se le ocurrió decirles que allá iban a poder usar el auto cuando quisieran ya que el tránsito es mucho más tranquilo que Buenos Aires y que, además, una vez por mes cada uno iba a tener la posibilidad de pasar un fin de semana en Capital Federal. Eso sí, ese viaje no lo iba a poder hacer en auto.

Finalmente, dejamos de entrar y salir de la casa llevando y trayendo cosas. Cerramos la puerta y cada uno eligió su cuarto: Pedro y Manuel, mis hermanos más grandes, eligieron el más alejado de la habitación de mamá y papá, y Alejo y Guillermo se instalaron en el que estaba al lado del mío.

Saqué todas las cosas que tenía embaladas y las ordené en mi nueva habitación. Esta vez, no iba a poner los osos en la repisa, ya me sentía grande. Los guardé, en el ropero. Pero cuando corrí las cortinas para ventilar el penetrante olor a humedad vi que, posado sobre el marco de la ventana, había un horrible pájaro de plumas negras, un poco más chico que una paloma, con ojos grandes, muy grandes y un pico que aparentaba ser tremendamente filoso. Me asusté pero no grité, mis hermanos siempre me dicen que soy una llorona, entonces últimamente me propongo no llorar ni gritar por cualquier cosa. Miré a mi alrededor y le tiré con lo primero que encontré para que se fuera. Lo hizo, sin embargo su presencia me había dejado una horrible sensación. Logró que no pudiera dormir bien.

Me desperté a la mañana siguiente y al levantar la persiana para que entrara el radiante sol, el horrendo animal del día anterior se me apareció. Me estremecí, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Le pegué a la ventana para asustarlo. Se fue.

Angustiada, bajé las escaleras para desayunar. Sorprendentemente mis hermanos ya estaban sentados a la mesa. Mamá me sirvió el café con leche y me dijo que me apurara y fuera a vestirme porque íbamos a conocer a los vecinos. Hice todo muy rápido, ansiaba conocer a mi nueva vecina y, seguramente, futura amiga. Subí a mi cuarto, me cambié y bajé enseguida.

Como todas las mañanas mamá y Pedro comenzaron a discutir. Ella estaba completamente desencajada, todos sus movimientos eran exagerados y el color de su piel había llegado a un tono que jamás había visto. Él, furioso, le gritaba que no tenía ganas de hacer “sociales” y que le importaba un bledo el “qué dirán”. Los dos se dijeron muchas malas palabras, las cuales no puedo repetir, hasta que llegó papá a la cocina y con su grave voz le gritó a Pedro que sus pensamientos no entraban en juego, que hiciera lo que mamá le ordenaba y que si a él no le interesaba lo que pudieran pensar los vecinos, a ellos sí porque eran una familia de clase alta a la que querían causarle una buena primera impresión. Mamá, se calmó, Pedro puso su mejor cara de enojo y finalmente, salimos todos juntos. A mí, lo único que realmente me importaba era que el tétrico animal no se me apareciera frente a mis hermanos.

Caminamos, intentando no pisar el barro del día anterior, los pocos metros que separaban ambas casas. Antes de tocar el timbre, como siempre, mamá nos pidió que, por Dios y no sé cuántos santos más, fuéramos educados. La vecina abrió la puerta con una gran sonrisa y nos invitó a pasar al living. Adentro estaban sentadas sus cinco hermosas y rubias hijas. Mis hermanos no lo podían creer, estaban anonadados, aunque por otro lado hubieran preferido que fueran hombres para poder ir a jugar al fútbol. Durante toda la visita Pedro y la más grande de ellas no pararon de mirarse.

Cuando estábamos por irnos, Irina, la más chica de las hermanas, me tomó del brazo y me invitó a que conociera su jardín. Pasé todo el día con ella, hamacándonos, saltando la soga y jugando al elástico. Desde su patio se podía ver mi ventana y la de los cuartos de mis hermanos. En la mía estaba, nuevamente, el maldito pájaro mirándome desde allí arriba - ¡qué miedo me daba!- y en la del cuarto de los chicos, se asomaba Pedro. No sé qué andaba buscando, pero sorprendentemente no tenía la expresión de enojo que lleva a diario.

Volví a mi casa a la hora de cenar, estábamos todos menos mi hermano más grande. Pregunté por él pero ninguno de los chicos me quiso contestar, me dijeron que era una chusma y que deje de hablar porque sino papá y mamá iban a empezar a pelarse por el mismo tema de siempre: la rebeldía de Pedro.

Durante toda la comida, mamá no paró de repetir, con el tono más angustiado que encontró, que esperaba que ninguno de los chicos tuviera algún tipo de relación con las vecinas porque eso le traería muchos problemas con su madre ya que era la esposa del intendente de Posadas, parecía ser muy prejuiciosa, chusma y escandalosa, por lo cual cualquier inconveniente que surgiera entre alguna de sus cuidadas y preciadas hijas y alguno de mis salvajes hermanos iba a causar un tremendo problema. Prácticamente les prohibió acercárseles, sólo yo podía interactuar con la más pequeña.

Terminamos de comer. Me fui a mi cuarto y mientras subía las escaleras comencé a oír un extraño ruido. Entré a la habitación y temblando corrí las cortinas. Allí estaba, picoteando el vidrio mientras me clavaba la mirada. Mordí mi labio para no gritar y le pegué a la ventana logrando que se fuera. Se fue, pero la imagen del pájaro venía constantemente a mi cabeza, de nuevo no podía dormirme.

Eran las tres de la mañana y los escalones empezaron a rechinar. Con miedo me asomé por la puerta para ver, era Pedro. De dónde vendría, no lo sé.

A causa de mis desvelos nocturnos los días siguientes me desperté muy tarde, sin embargo, volví a ir una y otra vez a lo de la vecina. Casi siempre jugábamos adentro, ya que afuera no queríamos estar para no molestar a su hermana mayor quien se la pasaba todo el día buscando excusas para estar en el jardín. En realidad yo intentaba no estar en mi casa porque de sólo pensar en el pájaro que todas las mañanas y noches estaba en mi ventana se me erizaba la piel.

Regresé, de nuevo, para la hora de cenar. Esta vez, Pedro estaba, pero comió rápido y mientras levantaba su plato y lo dejaba en la cocina gritó:- Me voy, vuelvo tarde. De pronto, había comenzado preocuparse por lo que se ponía y se afeitaba a diario, la última vez que lo había visto así fue cuando salía con Beca. Su relación terminó el mismo día que todos no enteramos de que existía. Rebecca, era judía y sus padres, al igual que los míos, no permitieron que se siguieran viendo. Ni siquiera en el colegio. Pedro quedó destrozado y desde ese día cambió completamente de actitud. Comenzó a discutir con mis papás a diario. Supongo que no podría perdonarlos.

Después de comer, subí a mi cuarto con desconfianza. Abrí las cortinas de un tirón, rezando para que el tétrico animal no estuviera allí observándome con sus enormes ojos, pero ahí se encontraba, esperándome. Mantuve mis ojos sobre él, no dejaba de mirarme, estaba aterrada. Golpeé fuertemente el vidrio para ahuyentarlo. Cada vez que lo veía me quedaba con una amarga sensación. Ya no podía soportarlo, tenía que encontrarle una solución urgente.

Pasaron las semanas, ya todos estábamos acostumbrándonos a la vida en Misiones. A mamá le encantaba la casa, papá estaba contentísimo con su nuevo trabajo, Manuel, Alejo y Guillermo iban al club todos los días, a Pedro, al menos yo, lo veía un poco más relajado y feliz aunque con mi padres seguía en la misma posición, salía todas las noches a hacer quién sabe qué y yo tenía a Irina. Mi único problema era el pájaro, me aterraba, hacía días que no dormía bien y no sabía cómo decir que un estúpido animal me generaba tal miedo (mi hermanos iban a volver a decirme maricona y llorona, y eso era lo que menos quería)

Un día tuve una genial idea. A Manuel siempre le había gustado cazar (cosa que en Buenos Aires no podía hacer mucho). Estuvimos dando vueltas por el jardín (era muy grande, seis veces más grande que el de mi antigua casa), pero no encontrábamos nada, hasta que en un momento al fondo de todo comenzamos a oír unos ruidos extraños, fuimos a ver qué era. Allí, sobre un gran arbusto estaba posado el único inconveniente que yo tenía en Misiones, lo único que podía hacer que mis hermanos volvieran a burlarse de mí. Rápidamente se lo señalé. Tomó la escopeta, apuntó y disparó. Al mismo tiempo que el pájaro caía desplomado al pasto, oímos un agudísimo y fuerte grito. Corrimos el arbusto, alcancé a ver un gran charco rojo, el cuerpo semidesnudo de una chica rubia y junto a él a mi hermano que buscaba por algún lugar algo con que taparlo. Manuel me cubrió los ojos y me llevó corriendo a casa.
Mi problema se había resuelto, pero tras él llegó uno que nos afectó a todos. Esa misma noche tuvimos que mudarnos de vuelta, esta vez de país. Nadie protestó.


Agustina Arias

miércoles, 26 de octubre de 2011

Tarde-noche en el Once

Rita y su novio caminan lentamente por Avenida Pueyrredón. Algo inusual en la constante prisa de sus horarios. Hoy, van con tiempo y sin apuros porque Rita interrumpió su siesta temprano, y además el sesenta y ocho venía con poca gente y rápido.

Caminan sin hablarse, con las manos apenas agarradas, lo suficiente como para generar la habitual impresión de una pareja paseando. Se detienen un momento, ella mira unas lámparas en una vidriera y siguen hasta la esquina de Córdoba.

-Bueno, linda, si me desocupo temprano voy por tu casa, y hacemos algo– dice él.

-Dale, estaría bueno que vengas, sin vos ahí me es imposible soportarlas- contesta ella.

-Me encantaría ir, pero no te enojes si no puedo- dijo él, como ensayando una excusa para evitar el encuentro con su suegra y su cuñada que vendrían desde Chivilcoy.

-Ok, amor, pero hacé un esfuerzo, si estás vos por lo menos me ahorro que se metan con mi vida amorosa-

-Ya sé, linda, pero esto ya lo hablamos. Tenés veintiocho años, no sé cómo dejás que tu familia se siga metiendo en tus cosas. Además ponete en mi lugar, no está bueno ver cómo intentan sacarle plata a tu novia. Y ni hablar de que la forreen por su laburo- dice él, con tanto énfasis como para enrojecerse.

-Vos sabés como son, ¿qué querés que haga?-

-Nada, cuidá esa pancita, y que te mejores- dijo él interrumpiendo secamente la conversación y apurando la despedida.

Se dieron un beso, o más bien un “piquito” prolongado y se separaron.

Él tomará Córdoba, hará dos cuadras hasta Ecuador e ingresará a un edificio alto y blanco. Allí dentro, en el segundo “A”, lo espera la rubia que conoció hace unos meses y que prometió recibirlo está vez en ropa interior.

Rita va hasta la entrada del Florida, que todavía está cerrado.

Antes de entrar mira el cielo casi oscuro, ya con pocos resabios de claridad, los autos que se detienen sobre el semáforo y los peatones que cruzan sobre el asfalto de una Buenos Aires húmeda que poco a poco despide la tarde.

-¡Epa!, mirá quién se cayó de la cama- la interpela Paula, su “colega” como irónicamente se llaman, como no creyendo que un término así pueda aplicarse sobre unas strippers.

Se saludan con un beso y van hasta la barra, donde el barman ultima los detalles antes de que el bar abra sus puertas al público. Comparten un cigarrillo y hablan trivialidades.

-Che, estás un poco rara, ¿qué te anda pasando?-

-No sé, un poco de fiaca capaz-

-¿No será lo del hígado?-

-Puede ser, no le estoy dando mucha bola al tratamiento-

-No seas boluda- le dice Paula, mientras Rita se levanta para ir al cuarto, donde se visten y preparan para cada función.

-Trajeron una carta para vos, te la dejé sobre la mesita- agrega Paula, mientras apaga su Philip Morris en un cenicero de la barra.

Rita va hacia el cuarto expectante pero tranquila. Se sienta sobre el escritorio chico, suelta su pelo, se mira un momento en el espejo y agarra el sobre. Es blanco y en el dorso solamente dice: “Para Rita Marzi”. Comienza a leer.

“Rita: puede ser que al principio haya sido como vos decís “un capricho de pendejo” pero es obvio que lo que me pasa con vos trasciende eso. También está la edad, pero si te pones a pensar, lo que cuenta es la relación con el otro, no lo que digan las matemáticas.

No es que quiera jugar al “héroe” cambiando la realidad de una “chica perdida”. Es que me gustás demasiado y eso me molesta. También el que uses como excusa que no te animás, que es un salto muy brusco.

El martes me voy y por las dudas saqué dos pasajes, tenés hasta el fin de semana para pensarlo, pero sería genial que vinieras. Un beso”

La nota no está firmada. Rita toma el sobre, lo estruja entre sus manos y lo tira dentro del tacho que está debajo del escritorio.

Sale al salón vacío y con una espesa oscuridad atenuada por luces rojas que se proyectan desde las paredes. Va hasta la caja, que está en la punta de la barra.

-¡Sergio, ya fue! Trabajo el viernes y el sábado es mi último día, así que ahí arreglamos lo de la liquidación. Para la semana que viene ya no cuentes conmigo.

Carlos Torres Moraes

martes, 25 de octubre de 2011

Las Luces de la Ciudad

Es sábado por la madrugada, en el cruce de la Avenida Casares y Sarmiento, por los arcos de Palermo, hace tres semanas. Un joven, con buen aspecto, de zapatos y camisa, viene a ingresar a un boliche .Es mayor de edad, tiene documento y un bastón fino, blanco, desarmable, en la mano. Se pone en la fila, cierra la varilla y espera, como todos, mientras los guardias hacen pasar a los de adelante.

El boliche se reserva al derecho de admisión. Los guardias te revisan la cartera, te palpan y está prohibido usar gorra.

Llega el turno del muchacho. Le cierran camino; camino que no ve pero siente a los patovicas en frente, y frena.

-Vos no, pibe- le dicen sin explicación.

Las personas que están detrás de él se inquietan; sacan sus identificaciones. No hay tribunal ni abogado que intervenga, sólo el resto de una fila de jóvenes. Y un amigo que en defensa de él, reclama el porqué. Él prefiere el silencio.

-¡Porque no!- exclaman y se miran entre ellos.

El amigo, también bien vestido, insiste -¡Pero no está borracho y tiene veintitrés años!

-¿No entendiste, flaquito?- le contestan. La gente detrás de ellos empieza a quejarse. El joven persiste. Pide hablar con el dueño del boliche, pero tampoco lo dejan entrar.

Magdalena Sofia Pascucci

domingo, 23 de octubre de 2011

Diciembre de 2001: Anécdota ficcionalizada

En la oficina no atendía nadie. Encima, ese celular de porquería nuevo que le habían dado no llamaba ni recibía llamadas. Además de todo, hacía calor y el centro era un quilombo. Igual él los viernes trabajaba desde casa, así que esta semana era corta.Apagó la tele del cuarto, estaba harto de escuchar a los escandalosos periodistas hablar de saqueos. También apagó la de la cocina, y la del cuarto de su hijo. Hacía años que no pasaba algo así, pero era de esperarse. Diciembre había sido un mes complicado desde el principio. “Encima ahora los chicos están todo el día en casa”, pensó, mientras su hijo menor le hacía gestos con las manos de que tenía hambre. “Los mandas todo el año a un colegio bilingüe doble turno y en las vacaciones están todo el día en casa y se desorientan, pobres”

Igualmente, estaba tranquilo. Muchos como él lo estaban, lo sabía. En cinco días se iban de vacaciones y su mujer tenía todas las valijas hechas. “¿Habrá lío en los aeropuertos?” pensó. Después se convenció de que no. Estaba comenzando a pensar que pasar año nuevo en Disney iba a ser un despelote, pero el año pasado los chicos se habían divertido tanto que valía la pena. Además, medio mes en Miami después cura todo.

Sonó el teléfono, pero no llegó a atender. El único problema que tenían ahora eran los inversores, porque los europeos se ponen muy sensibles por todo, viven escandalizados. Igual el panorama era alentador, sobre todo por algunos rumores sobre el dólar que habían empezado a circular.

Descubrió que tenía ganas de ir al gimnasio. “¿Habrá quilombos en la quinta presidencial? ¿Habrán llegado hasta ahí?” se preguntó. Le preguntó a su mujer si iba a usar la camioneta, porque si llevaba su auto tenía miedo de que se lo rayen. “Pobre gente...” murmuró.

La calle estaba tranquila, un par de carteles por ahí, pero nada más. El tránsito, como siempre. “Martínez es como otro mundo”, concluyó. Pero se equivocó. Unas cuadras más tarde, los autos dejaron de avanzar y divisó a lo lejos luces azules. Suspiró con malhumor. La calle cortada, el tránsito parado. Quince minutos después, logró retomar por una calle y emprendió el camino de regreso a casa. Volvió a suspirar y se dijo a sí mismo que no era tan terrible, que en unos días, iba a estar en el gimnasio del hotel de Miami bajo el sol radiante y el agua cristalina y que esto no iba a pasar.

Florencia Elizalde


sábado, 8 de octubre de 2011

Verano

Como todo verano, estábamos en Córdoba, en la casa de la abuela. Las cosas no habían cambiado mucho. Los cuartos llenos de camas con los mismos acolchados floreados de cuando mi abuela era chica. Los ventiladores tan ruidosos como siempre pero que refrescaban apenas. Abuela sentada como todas las mañanas en el sillón del living contemplando, por el ventanal, el verde campo.

Juani, mi hermana menor, con sus dedos arrugados y bien blanquitos como solía tenerlos durante el verano, la salpicaba a mamá mientras tomaba sol boca arriba en el borde de la pileta. Un enorme sombrero de paja le tapaba la cara. Papá y yo andábamos a caballo, algo que a los dos nos apasionaba. Desde las monturas hasta los pelajes, las razas y los andares. A veces Tomás nos acompañaba y nos mostraba nuevos caminos, nadie conocía mejor el campo que él.

Mientras la tarde avanzaba, el zumbido de los mosquitos se volvía cada vez más fuerte y amenazante. El viento acariciaba mi rostro mientras galopaba y evitaba las picaduras.

De regreso, puse mi pie izquierdo sobre el estribo, el otro lo pasé por arriba del caballo y llegué de un saltito al suelo. Hacía mucho calor, camino a la pileta me saqué la remera y el short. Estaba despeinada, y aunque Tomás me estaba mirando, no me peiné, sabía que me quedaba bien. Mis dedos casi tocaban el agua, estiré mis brazos en dirección al cielo, flexioné mis rodillas y di un salto al agua cayendo perfectamente de cabeza y sin salpicar. Quedé boca arriba mirando las nubes mutar, mientras el sol pegaba en mi cara.

Los mosquitos ese día molestaban más que de costumbre. Los podía sentir entre el viento caluroso y la pegajosa humedad. Abrí los ojos y entre las pestañas mojadas lo vi, me traía una coca-cola con mucho hielo, él conoce en detalle mis gustos.

-Tené cuidado, no te vayas a insolar- me dijo acercando el vaso.

Ese día bien temprano habíamos tomado el desayuno con la familia, frente al gran ventanal del living mirando el amanecer. La abuela siempre con las mismas preguntas, ¿de nuevo anduviste a caballo, hoy? Yo le contestaba de poca gana y papá me miraba con cara de resignado. Juana, siempre tan inquieta, tiró el frasco de vidrio, con la mermelada de ciruela tradicional que hacía la abuela, al piso.

Cuando habíamos terminado, quedé sola contemplando el anaranjado amanecer que se apoderaba del campo. Mientras que una nube de mosquitos se golpeaba contra el vidrio, queriendo entrar. Tomás entró silenciosamente al living, para levantar la mesa, y me preguntó ¿Todo en orden?, me asusté al escuchar su voz, lo miré sorprendida, no supe qué contestarle. Con su mano izquierda acarició mi espalda, como hacía mi papá cuando era chica y me daba el beso de las buenas noches, luego se fue.

-¿Querés algo más?- me preguntó

-No, con la Coca cola estoy bárbara- le respondí con una sonrisa,

Yo tomaba la Coca con una pajita mirando al cielo, haciéndome la distraída mientras percibía su miraba. Con una mano sostenía el vaso, la otra quedó flotando en el agua. Él estiró la suya hasta alcanzar la mía, y dejándome apenas tiempo para apoyar el vaso, tironeó dulcemente mi mano hacia él, tratándome con la misma fragilidad que una copa de cristal. Nos sumergimos en el agua, a salvo de los mosquitos, a salvo de todo.

Me acarició la cabeza mezclando sus dedos con mi pelo con suavidad, y su otra mano lentamente fue desde mi mejilla hasta mi nuca. Mi cabeza quedó entre sus manos como si estuviera sosteniendo con delicadeza una taza de café bien caliente. Sus labios se acercaron a los míos y quedaron separados simplemente por una fina capa de agua. Bajo el agua nos miramos, era la misma mirada de los juegos en las hamacas, o la que me regalaba en las cabalgatas por el campo. Esa mirada que me garantizaba protección y seguridad, que me hacía sentir que con él a mi lado nada malo podía pasarme.

-¡¡Caro!! Te vas a morir allí afuera -gritó mamá- ¡Los mosquitos se apoderarán de vos!

El beso se esfumó. Me mordí el labio y entré. Los mosquitos volvían a interponerse, sacándome de ese goce inexplicable. El grito de mamá había terminado con la imagen más perfecta.

Esa tarde los mosquitos eran muchos más que de costumbre, parecían querer entrar a la casa por cada pequeño espacio, ya ni siquiera se podía estar afuera. Su presencia nos incomodaba a todos.

Esa tarde, tan particular, algo que no debía suceder, sucedió.

Carolina Escudero

jueves, 6 de octubre de 2011

Crónica urbana: Ni una migaja

Parejas, niños, ancianos, bebés, cajeras, repositores, gerentes, personal de seguridad y de limpieza, promotoras, carniceros, fiambreros, gente por doquier.

Compre, consuma, pague, le devolvemos el cincuenta por ciento del valor, páguelo en doce cuotas, lleve tres por dos, diez por ciento de descuento con débito, quince con crédito, consuma, pague, consuma.

En el Jumbo de Unicenter como en tantos otros supermercados, la gente entra, agarra su changuito, saca la listita de compras y apurados como si el lugar cerrara en media hora compran todo al galope.

Un niño pasa corriendo y riendo, su madre lo sigue a los gritos, con su cartera colgando y luchando con un chango repleto de mercadería, le pide que deje de correr y tocar todo. Un hombre de traje habla por celular mientras revuelve la mercadería y se pone furioso al no encontrar lo que vino a buscar, aleja su celular un momento, maldice al repositor y sigue su camino retomando la conversación telefónica, el joven ordena resignado el desastre que el tipo dejó en la góndola, qué le va a decir, el cliente siempre tiene la razón.

En una góndola del supermercado veo a una joven promotora que ofrece para degustar los bocaditos nuevos de Campo Austral, me acerco, me convida uno, es muy amable, la bandeja con nuggets recién horneados está llena pero ni pasan cinco minutos mientras estoy hablando allí con ella que uno tras otro se los devoran, la gente se amontona alrededor del stand como si la pobre chica estuviera regalando viajes a Brasil, la aturden, le manosean la bandeja, le desparraman las servilletas, no dejan ni las miguitas. Me quedo un rato allí charlando con ella, se llama Flavia, estudia medicina pero trabaja de promotora para cubrir sus gastos, son pocos días pocas horas, le deja tiempo para estudiar. Me cuenta que parada allí tantas horas observa el comportamiento de los clientes y a veces no sabe si reír o llorar. Me comenta: “Hay una clienta, Anita, una señora de unos ochenta y pico que viene al supermercado todos los días a la misma hora, después de la siesta. No lleva muchas cosas: unas galletitas, una yerba, un paquete de fideos y a veces hasta se da el lujo de una agua saborizada. Más que mirar precios y hacer cuentas, se detiene a hablar con cada persona que trabaja en el super. Todos la conocen, es la dulce Anita, viuda, perdió un hijo hace unos años, los otros dos no la visitan mucho, cada uno tiene su vida según dice. Es una más entre tantos otros que buscan que alguien los escuche un rato, les preste atención, los miren a los ojos, les sonrían, los hagan sentir parte de algo, buscan en definitiva sentirse menos solos en un lugar lleno de gente”.

Noto que se pone nerviosa, guarda rápidamente la bandeja, se agacha y se esconde detrás del stand. Le pregunto si le pasa algo. No me contesta. Veo que se acerca un hombre, es muy delgado y alto, tiene la mirada perdida, los pantalones no le tapan los tobillos, los bolsillos de la chaqueta están descocidos, tiene el pelo grasoso y las manos sucias. Se para a mi lado, me sonríe con timidez y se queda allí esperando. La promotora sigue agachada como si no estuviera enterada de su presencia. El hombre no se va. Mira para todos lados, como escapando de algo o de alguien. Veo a lo lejos un señor de seguridad hablando por el handy, el hombre también lo ve, sin decir nada me mira, agacha la cabeza y se va. Flavia sale de su “escondite” y me explica: “Él es uno de esos tantos que van de promotora en promotora buscando algo para comer. Es un tipo amable y educado, nunca nos faltó el respeto, pero usted sabe cómo es esto, acá se viene a comprar, a consumir, no a pasear y vagabundear mendigando comida. A mí me da no se qué, pobre tipo, no le hace mal a nadie, y la degustación no la paga el supermercado, pero bueno hay que conservar las apariencia ¿Me entiende? Yo cuando tengo algo listo y lo veo venir le doy lo que tengo pero ahora que no tengo nada se me queda esperando y en seguida lo ve uno de seguridad y lo echa”.

Suena el timbre del hornito, sale la otra tanda, no pasan ni diez segundos que aquel hombre alto y delgado se para enfrente de nosotros, mira con prudencia a la promotora, como pidiendo permiso, agarra todos los bocados que le entran en la mano, prueba uno y los demás los guarda en sus bolsillos. Flavia lo mira con compasión. En seguida, como por arte de magia, aparecen dos de seguridad, ni le hablan, lo agarra cada uno de un brazo y lo llevan a rastras hacia la salida, en el camino se van cayendo uno a uno los bocaditos calentitos de sus descocidos bolsillos. El hombre no se resiste pero igual lo llevan como si hubiera acabado de robar un vino de cien pesos.

Me despido de Flavia, le agradezco su tiempo, veo la fila que se forma al costado del stand, paso por las cajas, gente abriendo sus billeteras, sacando plata, tarjetas de crédito, otros hacen la cola para pagar y se escucha el murmullo, no tienen tiempo que perder, qué lenta es la cajera, no llego a pilates, la tendrían que echar, no toques eso, cómo que no tiene fondos la tarjeta, cómo doscientos pesos si llevo cinco pavadas.

Me alejo del supermercado, el aire fresco me anima, la luz tenue del atardecer me alivia los ojos cansados de la luz artificial del mercado. Me subo al auto, mientras busco las llaves veo sentado en el cordón de la vereda a aquel hombre alto y delgado, sigue con la mirada perdida, mira la gente que pasa a su alrededor, una señora con dos chiquitos lo ve y cruza la calle, él se queda allí inmóvil, busca algo en sus bolsillos, saca una servilleta arrugada y vacía, se queda mirándola fijamente, la huele y la vuelve a guardar. Luego se para, me ve, esboza una tímida sonrisa y se va caminando por la transitada avenida.

Laura Pomilio

martes, 4 de octubre de 2011

Boca abajo

Siempre la misma rutina odiosa. Aparte de madrugar, tengo que cumplir con la odisea de lograr ponerme las zapatillas en un tiempo relativamente normal. No importa qué tan temprano me levante; siempre los cordones hacen que me retrase. Desde chica, tengo la costumbre de llegar a casa y quedarme descalza. Es obvio que gracias al apuro por sentir la libertad de mis pies, se me hizo costumbre empujar el calzado con fuerza, sin necesidad de desatar los cordones (así también me ahorraba una tediosa tarea a la mañana siguiente). Todo aquel que haga esto, sabe que después de unos cuantos usos, el nudo queda tan compacto que se hace indispensable aflojarlo y es entonces cuando los malditos cordones se empeñan en desenredarse completamente, para dejar a su dueño dos opciones: buscar otro par de zapatillas atadas o volver a unirlos, tratando de no morir en el intento. Esta última opción fue la única que tuve, de cuya elección estaré arrepentida mientras dure mi tiempo.

Hice el nudo que me enseñaron hace años, con una facilidad que me dejó sorprendida. Me dispuse entonces a levantarme para buscar el abrigo y salir de casa. La tranquilidad duró poco: al querer dar el primer paso, caí. Quise levantarme pero no pude, dado que mis pies parecían atados entre sí. Me di cuenta de que, mientras yo disfrutaba de mi falsa victoria, había permanecido sentada en la cama el tiempo suficiente como para que los cordones cobraran su venganza. Ahora ya nada podía hacer, aunque sí podía intentar zafarme de la mortal trampa. Me incorporé con gran esfuerzo, utilizando como nunca los músculos de mis piernas que, ayudados por los brazos, me permitieron alcanzar la altura necesaria para ver que – de una manera extremadamente lúgubre – las tiras que salían de los agujeros de mis zapatillas crecían a un ritmo desaforado, sin pausa. Traté de librarme del calzado, pero la fuerza a la que me oponía me superaba ampliamente. Mientras yo me cansaba de tanto forcejeo, las ataduras continuaban subiendo por mis piernas, entrelazadas siempre, como una especie de enredadera macabra, demasiado veloz y demasiado fuerte. Logré mantener los brazos alejados del cuerpo, para que no me aprisionaran las manos. Esa era mi única ventaja, porque podía defender mi cuello de los hilos (todo el mundo sabe que una vez que los complotados lleguen allí, será el fin).

Después de unas horas, viendo la fuerza con la que presionaban mi cuerpo, decidí rendirme. Fue entonces cuando vinieron a mi memoria las noches frías, y el cuento que me leían antes de acomodar la frazada y apagar la luz. Había uno particularmente que siempre me dejaba perdida en pensamientos vagos. Fue entonces que la desesperación y el desconcierto del viajero se me hicieron propios de nuevo, como me sucedía en ese entonces. No había mejor modo de graficarlo: era como si unos cuantos liliputienses invisibles me hubieran aprisionado con sus mejores cuerdas y la cosa fuera a terminar mal. Por burla del destino, ahora me arropaba algo mucho menos amoroso y, por un instante, añoré entrañablemente los abrazos que en tantas ocasiones rechacé.

Cuando finalmente, aterrorizada, asumí mi situación, pensé en llamar a alguien por teléfono (las ventanas o la puerta ya eran inaccesibles para mí). Pero de un modo malicioso, el aparato había quedado en mi cuarto el cual se encuentra lo suficientemente lejos del comedor, como para ser alcanzado por alguien con movilidad casi nula. Luego de meditar unos minutos, traté de recordar dónde había una lapicera que funcionara y un papel en blanco. Por suerte, encontré ambos objetos a centímetros de mi maniatado cuerpo, sobre un banquito que, más de una vez, me había salvado la vida. Mi desordenado hermano no pierde la costumbre de dejar todo en cualquier lado y yo, que tantas veces le recriminé esa manía, no podía sino dejarle unas palabras de perdón. De cualquier modo, nada podían hacer el banco o mi hermano por mi existencia, más que proporcionarme sin saber, las herramientas que precisaba. Me acomodé un poco y, boca abajo, me puse a escribir la que seguramente será mi última experiencia. No es un dato menor que, a pesar de la insistencia de los cordones y del hecho de que mi persona no tiene ya escapatoria alguna, la asfixia se produce con extrema lentitud.

María Eva González