miércoles, 28 de noviembre de 2007

Vida y muerte: una dicotomía inseparable

La muerte es parte de la vida, pero la segunda exige inevitablemente continuidad, destino, y engendra siempre una esperanza de algún tipo. La escena última de la vida es posiblemente la enfermedad, el agotamiento que conlleva la fatiga de los años encima, o posiblemente ambas cosas a la vez. La escena primera de la muerte es con frecuencia un velatorio. Una especie de adiós, que nunca tendrá retorno, que nunca tendrá respuesta.
En aquel espacio una muerte reúne varias vidas que se acercan acongojadas, tristes, vulnerables, ante aquella escena que le pone coto a la continuidad, al destino, a la vida misma. Se presenta así, contundente, soberbia, irremediable. Los seres humanos sabemos, sin embargo, que la vida es esto. Y siempre que hay encuentros hay despedidas.
Podemos concurrir con más o menos dolor, según la solidez de los vínculos que hayamos establecido, y que acaban de romperse, por imposición, por arrebato. Sin embargo, una rareza, algo poco habitual, sucedió en el último que asistí, más por compromiso que por sentimientos. En el medio del dolor, y de un clima cada vez más denso con el pasar de las horas, mi atención se centró en una de las mujeres que más lloraba, no con intensidad, pero si de manera incesante. No quise preguntar quién era la mujer embarazada que no podía dejar de observar, pero poco más tarde me di cuenta que era la empleada de la casa de sepelios. Cada vez que alguien ingresaba a la sala, ella se encargaba de ofrecerles un café, que la mayoría rechazaba, tal como ella tenía previsto.
Tal vez, su embarazo, profundizaba su sensibilidad. Pude ver en ella, entonces, un sufrimiento interior, que exteriormente sólo era sutil, expresado en lágrimas contenidas. Qué difícil resultaba para ella, engendrar vida, alrededor de tanta muerte, de tanto dolor, de tanto llanto que terminaba por contagiarla. Caminaba rondando la sala dejando un alo de soledad, en un lugar donde la tristeza ajena se le hacía propia, y a diferencia de cualquier otro no esperaba de nadie un consuelo, una palabra de aliento, un abrazo que aplacara al menos por un instante esa angustia que ni siquiera le pertenecía.
El tiempo paso, pero hoy volví a recordar aquel velorio, aquella mujer embarazada. Cada semana, atiendo en mi consultorio, a un niño de seis años con problemas psicológicos, que padece de fantasías continuas con la muerte. Sueña con ella, estima que todo su entorno morirá en un instante, como en un abrir y cerrar de ojos. No es habitual semejante patología en niños tan pequeños.
La tía se encarga de traerlo a mis sesiones desde que comenzó el tratamiento. Pero hoy conocí a su madre. Invadió mi consultorio para preguntar acerca de la evolución de su hijo. Al verla recordé el velorio, aquella mujer, aquella noche que se me hacia más presente cuanto más miraba la miraba a los ojos. Entendí entonces la patología. Entendí que Lautaro, no podía contarme de cosas que ni siquiera él había visto. En aquella época era demasiado temprano para asimilar sentimientos, que en definitiva, invadían su ser, sin que nadie les de el permiso.
Leonardo D. Figlioli

Crónica de un recuerdo


Año nuevo, festejando en la vereda, calor insoportable, apenas se soportaba el mundo sin aire acondicionado. (Irónico que aliviamos el momento y preparamos un verano más caliente para el próximo año). Santos Lugares no es la capital de la pirotecnia, pero igualmente pensamos que iba a estar más entretenida la noche en la vereda antes que en la casa. No era mi familia, pero el anillo en el dedo de mi padre me forzaba a hacerme amiga. –Por acá cerca vive Sábato, ¿sabés? – y ellos se esmeraban por amigarse. No es que no fueran agradables, pero los rosarios en el living de la casa y los techos altos color pastel me intimidaban.
Todos señalaban el cielo, gritaban entusiasmados. –¡Mirá ese de allá! – ¡Uy! – Otro globo.–
Señalaban el cielo en distintas direcciones y yo sin disimular me entretenía más buscando formas familiares en las manchas de transpiración en las axilas, que en las luces de colores.
–A mí sólo me gustan los de color violeta–, dije cuando me percaté de que mi hermano me miraba serio. Nos reímos los dos con una mueca que reservaba complicidad. Se les iluminaba la cara, por los fuegos artificiales y porque estaban felices, al menos así parecían. El rasgo peculiar en la familia los marcaba, las narices protuberantes brillaban en la punta con cada destello en el cielo. Sus ojos también cobraban vida, al igual que los de mi padre. Por pequeños segundos parecía de día, y luego todo se turbaba y ese barrio extraño volvía a darme miedo.
365 me parece un número muy impreciso, no es de confiar y mucho menos si cambia de vez en cuando a 366. Desde hacía tiempo que no me parecía claro qué se festejaba, sería más lógico y divertido festejar cada día, o cada eclipse lunar, por lo menos. Y ahí parada en el cordón de la vereda, mintiéndome, como quien se ríe en una reunión de un chiste que no comprende, miraba el cielo y fingía. Y, de pronto, tengo ganas de reír, creo que empiezo a comprender, siento un cosquilleo en los pies y es probable que la víspera me haya contagiado. Miré hacia abajo y me percaté de que un tren de carga infinito de hormigas me pasaba por encima. Yo no era un obstáculo para su trabajo, y el feriado del primero de enero tampoco. Sacudí el pie, tambaleé y caí a la calle –¿Estás bien Laurita?– (Sólo mi mamá y mis abuelas me llaman así) –Sí, estoy bien. Creo que me picó una hormiga, nada más.–
Se preocupaba por mí. Sin caricias ni abrazos, sólo con gestos disfrazados me demostraba afecto, afecto que no estaba preparada para recibir. Y lo peor todavía no llegaba. No podía dejar de pensar que en quince días partiríamos mi prima, mi papá, ella y yo a las Cataratas. Mi hermano no iba porque decía que ya estaba grande para vacaciones en familia. ¿Familia? Pero si yo lo vi mirando el cielo, sin sonreír, con la carita seca y pálida, y me confirmaba su falsedad.
No tenía miedo de que resultara una mala persona, porque sabía que no lo era (aunque su perfil de bruja me confundía). A lo que le temía, y aún temo es que me agrade tanto, que termine queriéndola. De sólo pensar que en el hotel iban a compartir el cuarto, la cama y que yo iba a estar a metros nomás… Ya estoy grande para comprender que estas cosas son normales. Es normal que mi compañero de banco, Pablo, tenga ya una hermanastra. Pero mi papá ya está viejo para pañales. Ella no tiene hijos, ¿y si los quiere? No sé que es más escalofriante, la idea de un nuevo hermanito o que ella termine sintiéndose mi madre. Este temor me produce nauseas.
Poco a poco las cañitas voladoras empezaron a escasear. Los segundos oscuros y el olor a pólvora se combinaron de una manera horrible, obligándome a hablar. –¿Y si entramos a comer el turrón con ostia que trajimos?– Todos asintieron con la cabeza y uno a uno fuimos entrando a través del portón oxidado. Me sentí bien en ese momento. Era como cuando, años atrás, después de las doce en navidad, decía: ¡Ya están los regalos! ¡Vamos a abrirlos! Mientras corría hacia el living y todos me seguían. Aunque recién empezaba a leer me dejaban repartir los regalos. Hasta que encontraba uno para mí, lo abría y me escapaba de nuevo al patio.
Pero una vez adentro, los techos altos, las fotos viejas en las paredes y los rosarios me molestaron de nuevo. Papá destapó unas sidras más y recordé el momento en que me había enterado de que existía, hace como un año. Discutía con mamá, y encolerizada me lo gritó, me escupió la verdad con una crueldad tal que no podía creer que esa mujer que me partía el mundo, era la persona que más me amaba. Tomé la bicicleta y fui a visitarlo, furiosa. Como una mujer que se entera de que su marido le es infiel, llorando y casi sin poder respirar de la agitación, le exigí explicaciones. Y ahí estaba ella, con un cuchillo en la mano partiendo un turrón. –¿Querés un pedacito?– me guiñó el ojo y me dio el trozo más grande. Y mientras trago el duro confite, me percato de que más difícil de tragar es la realidad. Que las vacaciones iban a ser más difíciles de digerir aún y que el enigma de si algún día querré a esta mujer, es algo que el tiempo me develará. Despacito, muy despacito, para que no me espante. Pero yo impaciente, hambrienta de intriga y consuelo, le ruego al tiempo que se apure. Para saber lo antes posible en qué va a acabar todo esto.
Flavia Yanucci

lunes, 5 de noviembre de 2007

Una mujer decide abandonar a un hombre con el que vivió mucho tiempo


Desde que Esther se fue, sólo gasto existencia. No te aguanto más, me dijo, agarró su bolso, que ya lo tenía armado, cruzo la puerta y nunca más la volví a ver. La he llamado a la casa de su hermana, pero me dicen que no está.
Todo empezó cuando conseguí trabajo en el cementerio de la Chacarita como enterrador. Recuerdo el primer día, el jefe me dijo –Carlos tu tarea consistirá en abrir esta fosa, desenterrar el cajón, sacar al fiambre y llevarlo en la carretilla hasta la cámara de cremaciones, luego llevar el cajón hasta aquel galpón y con la ayuda de José limpiarlo lo más posible. Nunca pensé que alguien podía trabajar en algo tan asqueroso como esto, pero necesitábamos tanto la guita con Esther que no me importó. Agarré la pala y comencé a cavar, debo haber estado cuatro horas hasta llegar al cajón, cuando golpeó la pala contra el ataúd paré a fumar un cigarro. El tiempo en el cementerio parece estar detenido, todo se mueve como en cámara lenta. Terminé el pucho y me fui a buscar a José, él siempre estaba en la cámara de cremaciones.
- ¿Usted es José, no? Yo soy Carlos, el nuevo.
- Sí, me dijo el trompa. ¿Cómo va el primer día?
- Bien, ya llegué al cajón, ahora tendríamos que sacar al muerto de ahí.
- Dale, vamos. Che, te voy a pedir un favor, no vomites cuando traslademos el cadáver a la cámara.
- No te preocupes José.
Cuando empezamos a forzar el cajón con las barretas, comenzó a salir un olor nauseabundo, así que empecé a respirar por la boca. Luego de forcejear media hora, logramos despegar la tapa. José me dijo – Pará, no saqués la tapa, respira hondo y a la cuenta de tres la tiramos arriba de la tierra. Contamos uno, me invadió el terror, contamos dos, me empezaron a temblar las piernas, cuando José dijo tres, tiramos la tapa, y frente a mis ojos se encontraba el cadáver, su color era gris verdoso y de sus ojos chorreaba un liquido rosado, comencé a sudar frío, mi cabeza estaba siendo atacada por mil puñales, no aguanté más y vomité sobre el muerto. Carlos y la puta que te parió, escuché como a lo lejos, era José y estaba gritando casi en mi oreja, pero yo lo oía lejano, como si alguien me gritara desde el fondo de un pozo muy profundo, de golpe se me aflojaron las piernas, la vista se me nubló y ya no supe más nada.
Al otro día volví, necesitábamos mucho la guita con Esther, si no fuera porque la amo, no volvería nunca más. Entré en la oficina del jefe, le pedí disculpas y que por favor me deje seguir trabajando. –No te hagas dramas- me dijo – el primer día a todos nos pasó los mismo. Me convidó un mate, y me mandó a desenterrar la tumba 9 de la fila 14. Mientras caminaba hacia la tumba, me pesaban los pies, estaba bastante nervioso, no quería perder el trabajo, tampoco quería pasar aquella situación de asco de nuevo. En la cámara estaba José, me acerqué a saludarlo y advertí que estaba tomando vino, lo saludé y me pregunto comó estaba hoy. Se dio cuenta de que no estaba nada bien y me convido unos tragos. Ya te vas a acostumbrar, me dijo. Me dio la pala y me acompañó hasta el lugar donde iba a trabajar ese día. Avísame cuando llegues al jonca, dijo y se fue.
Mientras estaba cavando, recordé a Esther y todo se me hizo más llevadero, recordé sus sueños de perfumes y vestidos caros, su monedero vacio, y su olor. Esto que hago – me dije- es por los dos, y ya no importa cuanto asco tenga que tragar. Luego de tres horas de palear la tierra, choqué contra el ataúd. Me fumé un pucho, como quien fuma antes de que lo fusilen. A lo lejos veo que se acerca José.
- Bueno – me dice- vamos a sacar al muertito. Por favor contrólate esta vez. El de ayer entiendo que te haya dado asco, porque estaba fresquito, no hacía ni una semana que lo habían enterrado al desgraciado.
- Voy a tratar, José- le dije, no muy convencido.
Abrimos la tapa y había un esqueleto, me dio un poco de impresión, pero traté de recordar las clases de biología del secundario y como nos hacían manipular huesos. Mientras llevábamos el esqueleto a la cámara de cremaciones, empecé a hablarle de unas vacaciones en San Clemente del Tuyú, a donde fuimos con Esther, y como todo estaba tan caro, y la poca vida nocturna que tenía el lugar. José me miró con una sonrisa, como entendiendo mi necesidad de hablar cualquier tontería para no pensar en lo que estábamos trasladando. Tiramos el cadáver dentro de la cámara, y fuimos a llevar el cajón al galpón, lo pusimos sobre una mesa de hierro, José encendió la aspiradora para limpiar el interior forrado y yo me encargué de la madera, primero con un trapo húmedo, luego con el lustra muebles y una franela, le sacaba brillo.
Al final del día, tomábamos unos mates, y me iba a casa. Esther me esperaba con la cena. Ella me hablaba de lo que había visto en la tele y yo permanecía en silencio. Por la noches no podía dormir a causa de las pesadillas, cuando cerraba los ojos, se me aparecían las horribles caras de aquellos cadáveres y la risa macabra de José. Esther me miraba asustada mientras yo lloraba dormido. La situación no mejoró, gradualmente todo se iba haciendo más desagradable, la casa de noche parecía un manicomio aterrador, yo me despertaba gritando, llorando, o tiraba puñetazos dormido. Esther me aguanto unos meses y se fue, no me dijo nada, creo que el último tiempo que estuvo a mi lado, me tenía miedo. Algo extraño me estaba pasando, y esto acentuaba la inquietud de Esther, comencé a tener alucinaciones. Rostros desconocidos me asediaban, desde las ventanas, cuando abría el horno o la tapa del inodoro. Sentía la presencia de mucha gente, estaba completamente solo, y oía rumores que a veces se convertían en gemidos.
La noche pasó, pero fue eterna, no amanecía más, deseaba que se hiciera de día, mientras me lo pasaba leyendo el diario, tomando café, o mirando en la tele a los pastores brasileros, cualquier cosa, menos dormir. La mañana aparecía lenta, como una mala noticia que uno amigo te da a cuenta gotas. Salí de casa, y me fui al trabajo. El jefe, como siempre hablaba por teléfono, seguramente con su socio, con el que revendían los ataúdes usados por nuevos, terminó la conversación y me mandó a desenterrar un cajón nuevo. Lo miré extrañado, ya que solo desenterrábamos a aquellos que estaban abandonados. Me miró fijo y me dijo –Está todo bien, a mí no me tenés que decir nada-. No comprendí, pero estaba en un mal día, así que no me importó. Fui hasta la parcela, y comencé a cavar, ya estaba un poco más acostumbrado al trabajo, pero igual tenía una sensación rara, como de deja vú o algo así, seguí con el mismo ejercicio de siempre, cavar, forcejear con la tapa, pero mientras estaba forzándola, el corazón empezó a golpear con fuerza mi pecho, yo ese cajón ya lo había visto antes, paré y salí corriendo a buscar a José. Corrí por todo el cementerio, no había nadie, ni José, ni el jefe, tampoco visitantes. Volví al pozo, quise leer la lapida, pero ya se la habían llevado, estas ratas no dejan nada, hasta las cenizas son capaces de vender. Junté valor y como si el tiempo se hubiera detenido, y no existiera aire que respirar, abrí la tapa. Cada músculo de mi cuerpo se convirtió en un sola masa de roca, y mi estómago se redujo en un fracción de segundo al tamaño de una nuez. Frente a mí, se encontraba Esther, mi querida Esther, con un gesto relajado, cubierta con un bello vestido y junto a un monedero, de colores brillantes, lleno de dinero.
Nicolás Oscar Blanco

La decisión

De repente la idea pasó por su cabeza como un rayo, destruyéndolo todo. Las peleas, los insultos y el dolor hechos pedazos, mezclándose con los trozos de alegría, sonrisas, abrazos y reconciliaciones. Todo hecho trizas en su mente tan solo por el poder de la idea.
Un sonido agudo la hizo volver en sí. Se levantó rápidamente, puso un saquito de té de tilo en la taza que él le había regalado. Percibió el calor del agua caliente a través del objeto. Se sentía bien en sus manos heladas. Acercó su nariz para calentarse con el cálido vapor que despedía. Sólo eso le sirvió para volver a perderse en sus pensamientos.
Una taza, una taza… ¡Qué regalo romántico! Años de conocerlo (¿y amarlo?) le habían enseñado que él no entendía el concepto de romanticismo.
Ahora estaba caminando por el parque. Millones de hojas crujían debajo de sus botas. Ella trataba de acercar su rostro al apático sol de otoño para sentir al menos una falsa caricia, mientras intentaba recordar cuando fue la última vez que Marcos había tenido un gesto cariñoso para con ella. Mientras tanto las hojas que antes habían sido jóvenes y fuertes morían a sus pies, una triste analogía de su relación.
Tenía que tomar una decisión. Aceptaría a Marcos (en lo que se había convertido) o lo dejaría para siempre… pero no podía esperar más tiempo. Sentía que la vida se le iba lenta y dolorosamente.
Marcos y ella caminaban por el parque, cabizbajos. Las risas de los niños tenían consistencia, eran pesadas e invasivas, como un monstruo que quería destrozarlos desde adentro hacia afuera.
-No aguanto más- dijo él mirándola a los ojos. Ella movió la cabeza hacia la derecha para intentar evitar la mirada imaginaria. Imposible. Del otro lado estaban ella y Marcos corriendo alrededor de la pileta de su casa, mucho más jóvenes. Era un juego en el que ella corría para no ser atrapada. Quería ser atrapada. Fue atrapada.
Marcos volvía en una hora y ella tenía que tomar una decisión para entonces.
Llegó a su casa y abrió la puerta con la mayor velocidad posible para poder atender el teléfono que sonaba insistentemente.
-Camila.
-Es 25 de abril. ¿Cómo estás?
Sintió no poder responder a tan simple pregunta. Aunque en realidad lo hizo, se largó a llorar.
-Te llamo más tarde- dijo, y cortó. Extraña llamada, pero entre amigas se manejan ciertos códigos.
En cuanto colgó se largó a llorar con mayor fuerza. Marcos la miraba desde la silla que estaba frente a ella:-¿Cómo pudiste?
-Lo hice porque temía perderte- respondió ella a la nada misma. Era demasiado joven.
El más doloroso de los recuerdos la golpeó en la cara. Un oso de peluche y una nota de Marcos que decía:-Camila me contó todo. ¿Cuándo pensabas darme la sorpresa? Estoy muy feliz. Te amo.
Recordó haber pensado que Camila no le podía haber contado todo, porque en ese entonces todavía no lo sabía TODO.
-Marcos, tenemos que hablar.- frase profética que se utiliza sólo para dar aviso de que las palabras que siguen serán demasiado dolorosas. Nada fue lo mismo desde entonces.
La confesión la dejó desnuda ante la mirada enjuiciadora de Marcos. Él la amaba, la amaba demasiado, pero lo que ella había hecho fue asesinar el amor que juntos habían construido.
Lo que sucedió después sólo se puede comprender como un temor absoluto y determinante de Marcos por salir de lo conocido, de lo cotidiano. Sólo se le puede llamar inercia. Se había acostumbrado a la vida en pareja, y la soledad lo aterraba.
Ella sabía que Marcos la odiaba con la misma intensidad con la que la amaba, y temía que en algún momento se diera cuenta.
No pudo evitar sentir nauseas (Dios, las mismas que había sentido varias veces en aquella época) y corrió al baño. Una gota de sudor recorrió su frente. La imagen del osito la perseguía:- No puedo dejarlo, esta vez tengo que hacer bien las cosas. Si estoy embarazada se lo voy a contar.
Marcos abrió la puerta. Había algo extraño en su mirada, la miró a los ojos, le dio un beso y entonces le dijo:- Estuve pensando y… tenemos que hablar.
Paola Siles