domingo, 24 de abril de 2011

Caligramas patafísicos














lunes, 4 de abril de 2011

Desde el mar

El ruido de las olas golpeando en las rocas cuando apenas se asomaba el sol. La arena mojada bajo sus pies y la calma que le producía correr y sentir el viento en su pelo, acariciándola tan suave y lento…Esa imagen, ese sonido, incluso el olor perduraban en su cabeza como el recuerdo de algo inolvidable. Pero Ana no conocía el mar, tan sólo lo imaginaba una y otra vez. A veces creía sentirlo tan de cerca como si fuera real, como si estuviera allí, jugando con las olas.

Era la tercera de siete hermanos. Todos dormían en el mismo cuarto, al menos cuando dormían ahí. Ella compartía su cama con sus dos hermanas porque sólo tenían tres y apenas entraban.

Recordaba a su madre gritándole por todo, por nada. Ya había olvidado cómo era su risa.

- Si querés comer traé la plata ¡Ya sos grande, nena!- le decía una y otra vez- Desde que murió tu papá yo tengo que hacerme cargo de todo, de ustedes, de la casa y lo único que pretendo es un poco de colaboración, nada más.

Ella lo sabía, hasta se lo repetía incesantemente y la culpa era una mochila difícil de llevar. Al igual que sus hermanos Ana vendía tarjetitas en el subte, en el tren, en cada lugar que pudiera. Pasaba días enteros sin volver, muchas veces por miedo a que su madre la moliera a palos, otras porque sentía que la calle ya era su lugar. De todas maneras nadie le impediría que se fuera si eso era lo que quería. Nadie la iría a buscar. Lo que sí sabía era que no quería terminar como Marcos, su hermano mayor, porque el paco se había llevado lo mejor de él. Ana ya ni lo reconocía y lo extrañaba. Cómo lo extrañaba. Todavía estaba fresco el recuerdo de las noches de verano junto a él, sentados en las hamacas de la plaza mientras miraban los autos pasar. Ella estaba segura de que algún día volvería. Tarde o temprano aparecería para hamacarse junto a ella.

El frío congelaba los huesos pero Ana no pensaba en otra cosa que en su madre, en sus hermanos, en que hubiese pasado si su padre aún viviera. La plata nunca alcanzaba y hacía mucho que la única entrada era la que llevaban ellos. Todo dependía de lo que juntaran en el tren. Cada uno tenía un lugar diferente y sabían muy bien qué paliza les esperaba si no conseguían algo.

A ella le dolía el hambre pero también la humillación, los golpes físicos y psicológicos y aunque era algo frecuente nunca se acostumbraba. Apoyada en la puerta del subte esperaba a que se bajaran todos. Tenía el pantalón un poco gastado y la panza apenas se le asomaba debajo del saco que parecía, al menos, un poco más abrigado. Hacía rato que estaba levantada y recién empezaba a amanecer. La calle estaba un poco inundada porque un rato antes había llovido y el viento soplaba tan fuerte que molestaba ya. En Once la gente iba y venía en un desfile de caras. Muchas le resultaban familiares, otras no tanto. Cuando pasaban frente a ella notaba el desprecio, o al menos eso sentía, pero ya no le daba importancia.

A esa hora era inevitable el amontonamiento, incluso en un día tan horrible como ese. Gente en las paradas del colectivo, en la estación, en cada esquina, los autos a mil, ruido y más ruido. De pronto la calma. Junto a las escaleras de la estación estaba Santi, ella sabía que lo iba a ver seguro porque al colegio iba recién a la una. Ese día había sido uno de los mejores para él, no eran las nueve y ya había tenido cuatro clientes. Ana se acercó mientras él acomodaba las pomadas negras y marrones en su caja. Con una sonrisa le dibujó el sol a ese día gris de agosto

- ¿Tenés hambre?-le dijo Ana mientras se acomodaba el pelo.

- No, recién Horacio me dio un poco café. Estaba re calentito y muy rico. Te dejé un poco porque sabía que ya venías. Toma, todavía está caliente.

Ella no tardó en sonrojarse y eso era algo que se le notaba de inmediato. Se sentó junto a él y tomó el vaso con las dos manos para que se le calentaran un poco. Realmente estaba colorada, ella lo sabía pero no podía disimularlo. Y así, entre risas y miradas de juego y complicidad, la mañana se pasó volando. Pero, un rato más tarde, Ana tuvo que seguir. Juntó las tarjetitas que había dejado apiladas en el suelo y se levantó. Ahora tenía que probar suerte en el tren. Siempre hacía lo mismo porque esa rutina le daba seguridad, empezaba por el subte de Constitución a Congreso y terminaba el recorrido en Once. Cuando podía se quedaba de charla con Julia, la señora que cuidaba los baños de la estación.

- Parece que va a llover hoy así qué cuidate, Anita – le decía- ¡No tomes frío!

“Cuídate Anita”, cómo disfrutaba que le dijera eso. Era la frase que siempre esperaba escuchar y nunca salía de la boca que ella quería.

Caminó hacia el andén cinco que, como siempre a esa hora, estaba lleno. No era fácil subir y, para colmo, un hombre robusto puso su bolso justo en el medio del pasillo por lo que Ana tuvo que pedir permiso más de una vez para poder pasar.

En uno de los últimos asientos viajaba una mujer de unos cuarenta años, muy delgada y de pelo cano hasta los hombros. Junto a ella una nena de nos más de cinco años, vestida de punta en blanco. Su cara era tan hermosa que la gente al pasar no podía evitar mirarla. Iba comiendo un yogurt que dejó caer sin querer en su ropa ensuciándola por completo. Su madre la zamarreó entre insultos y gritos que no cesaban. Ana no pudo evitar sentirse mal por la nena que lloraba sin consuelo. Recordó el día que volcó un poco de jugo en la mesa cuando apenas tenía cuatro años: “¡te das cuenta que siempre hacés cagadas! No puede ser que seas tan tarada, nena”. Ese grito todavía retumbaba en su cabeza. Sin duda no era una buena hija.

Miró a la mujer con odio, como si quisiera escupirle en la cara todo lo que pensaba en ese momento, gritarle que así no era la forma de enseñarle nada a su hija, sacudirla hasta hacerla entrar en razones, pero no pudo. Siguió recorriendo el vagón como si nada.

Tuvo que atarse los cordones que ya estaban completamente negros de tanto pisárselos y mientras dejaba en cada pierna de los pasajeros una tarjetita junto a un papel que decía: “Señores pasajeros me podrían ayudar con lo que puedan para el pan y la leche de mis hermanitos. Ojala Dios los bendiga” pensaba en Santi, en lo calentito que estaba el café que le había dado. Así ella olvidaba un poco todo.

La suerte de la mañana no fue la misma a la tarde, entonces, decidió no volver esa noche. Durmió en el tren, acomodándose en los últimos asientos mientras se tapaba con la campera los pies porque era donde más frío tenía. Eran pocos los que viajaban, así que voces ni había. La mujer del asiento contiguo no paraba de mirarla, parecía como si quisiera taparla un poco más, pero no se movió de su asiento, sólo miraba.

Ana se acurrucaba cada vez más, buscando que su campera pudiera cubrirla de pies a cabeza. Con sus brazos delgados se agarraba las rodillas mientras apoyaba la cabeza entre la pared y la ventanilla. Se durmió rápido, soñando ese mar tan deseado. Su corazón comenzó a latir fuerte, y otra vez el rojo de su rostro, otra vez se le cortaba la respiración y se le estremecía la panza. Y ahí estaba Santi, con su sonrisa perfecta mirándola mientras ella se acomodaba el pelo. Entonces ya no sintió los gritos de su madre aturdiéndola, ni la voz de su hermano despidiéndose de ella. Sólo escuchó el sonido de las olas y el viento acariciándola. Y por un instante fue perfecto. Así supo que todo podía cambiar, que dependía de ella. Para cuando despertó ya había amanecido.

Mariana Marufo Correia Nanín