martes, 14 de diciembre de 2010

Uno hace la diferencia

Son las cinco de la tarde y la chica está por la estación de Once con su mano derecha llena de tarjetitas para repartir. La gente pasa a su lado sin prestarle atención, ni a su ropa sucia ni a su cara triste y de cansancio. Hay muchas personas en el andén, como es habitual a esa hora. Muchos vuelven del trabajo, otros van rumbo a sus casas y muchos a trabajar de vagón a vagón.
La chica no tiene más de quince años; espera a que llegue el tren para poder asegurarse unas monedas. Tal vez para comprarse algo que calme un poco su hambre, tal vez alguien esté esperando el dinero recolectado. Frente a ella viene caminando distraídamente una joven que al pasar a su lado saca algo de su bolsillo. Inmediatamente la chica nota que del mismo bolsillo se le cae un billete. La joven no se da cuenta. Una señora que estaba a unos pasos, lo advierte.
Sin levantar el dinero la chica se acerca a la joven y toca su hombro: “perdiste plata, se te cayó del bolsillo”.
Lo que parecía algo simple y de solución rápida se complica. El billete, que era de cinco pesos, ahora estaba en la mano de la señora. Esta guarda la plata en su billetera y se queda esperando a que llegue por fin el tren, como si nada hubiese ocurrido. Nadie advierte nada.
- Señora esa plata es mía, se me acaba de caer del bolsillo- le dice la joven
- De ninguna manera, querida – responde la señora – esta plata es mía, se me acaba de caer de la billetera recién.
- Pero señora, yo tenía esos cinco pesos en mi bolsillo y ahora no los tengo, son míos – le dice la joven con un tono de impotencia.
- Mirá, querida, acá no dice que sean tuyos así que cortala.
La nena mira discutir a las dos mujeres con una expresión de desconcierto.
La joven no recuperó el dinero pero encontró la honestidad en la persona que, quizá, menos hubiera esperado. Ahora ella y la joven comen juntas una porción de torta con una gran taza de café con leche en el bar de la estación. El incidente parece haber quedado en el olvido y juntas pasan una buena tarde, tal vez una de las mejores e inolvidables de sus vidas.
Mariana Marufo Correia Nanín

“¡Semiótica, Fernández! ¡Árbol seis!”

Es viernes por la tarde, fuera de la facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, entre las calles de Ramos Mejìa y Franklin.
Por Ramos no se ven autos estacionados, solo se ven los bancos verdes ubicados sobre toda la extensión de la calle. Jóvenes y no tan jóvenes con las más variadas vestimentas, pero todos con un cuaderno y lapicera en mano, van y vienen.
Algunas personas, que sólo están de paso por esa calle, miran extrañados. Otras con cara de desaprobación, de enojo o de risa. Algunos, bajan la velocidad de su paso para observar mejor el panorama. No hay quien pase sin mirar.
En la esquina, una señora mayor se queja con una estudiante.
¡Pero estos pendejos de mierda! ¡Que vayan a estudiar querida! Tienen ganas de joder a aquellos que realmente quieren dedicarse a su carrera.
-Tampoco es tan así - se le escucha decir a la estudiante, mientras una compañera la llama porque su clase ya había comenzado.
Sí. Lo acababan de anunciar por el micrófono.
¡Semiótica, Fernández! ¡Árbol seis!
Enseguida, el chiste de algún gracioso - ¿Mi clase en qué árbol está? ¿Y en qué rama me siento?- Su risa es la única que se escucha.
En el árbol seis, el profesor espera a algunos alumnos que se ven llegar por la esquina de Franklin.
Ya están todos. Eran unos quince estudiantes.
Miren chicos, la cátedra determinó que no se puede seguir dictando clases en estas circunstancias ¡Esto es insalubre! No contamos con las condiciones de higiene y seguridad básicas para poder seguir. Por esto, yo lo lamento pero, hasta que no vuelva todo a la normalidad, no se dictarán clases ni se tomarán los exámenes.
Murmullos, barullos, algunos insultos en voz baja. Los alumnos se quejan.
¡Uh loco! ¡No es justo! Son unos hijos de puta ¡Lo normal para ellos es estar en un aula donde se te cae el techo en la cabeza!
Algunos no dicen nada y se van.
Del árbol cinco la profesora pide que bajen la voz porque interrumpen la clase que está dictando a los alumnos sentados en las sillas frente a ella.
El sol esta más fuerte que días anteriores. Algunos de los jóvenes sentados, corren su silla cada dos por tres hacia un rincón de sombra. Otros se abanican con alguna hoja o cuadernillo de apuntes. Uno o dos alumnos por árbol, sacan algún pucho y se ponen a fumar mientras intentan escuchar a su profesor entre el ruido del tráfico y los bocinazos.
Ya son las siete. La mayoría de las clases terminan. Los estudiantes se levantan y se van por Franklin o siguen derecho por Ramos. Algunos pocos se quedan charlando en la vereda.
Otra vez el micrófono.
¡Compañeros! ¡Les recordamos que mañana marchamos todos juntos hasta el Ministerio de Educación a las siete de la tarde, para la lucha por el edificio único! ¡Los esperamos!
Ah, me olvidaba, ¡Antropología, Rodríguez! ¡¡Árbol seis!!
Florencia Paula Sánchez Gomis

lunes, 13 de diciembre de 2010

La suerte está echada

Juan, 19 años, pelo desprolijo, jeans gastados que caen sobre sus caderas con un cinturón que intenta sujetarlos y la remera de La Renga que lleva casi impregnada a la piel, caminaba tranquilo a la casa de su novia por el barrio de San Telmo. Disfrutaba la noche cálida del sábado, el vientito en la cara, el sonido de los árboles del parque, el empedrado de las calles, que siempre le produce la sensación de vivir en el pasado. Piensa, el contexto lo envuelve y se acuerda cómo lo ayudaba venir y sentarse en el medio de la plaza cuando estaba enojado, angustiado, entonces se entregaba, se relajaba. A veces lloraba horas y después volvía a casa como nuevo. Se distrajo escuchando las conversaciones de un grupito que estaba por cruzar la calle Defensa, tenía la costumbre de jugar a adivinar a donde iban, relacionando palabras, la ropa que llevaban. Conocía bastante, sabía dónde quedaban los lugares. Los chicos cruzaron hacia Uspallata, y tenía la impresión, de que iban a la calle Piedras, ahí hay un bar donde siempre tocan bandas rockeras. El rock era una expresión de amistad, podía viajar horas para seguir a esas bandas que lo hacían cantar con todas sus fuerzas, abrazarse, divertirse, la emoción se le inyectaba en la sangre hacia todo el cuerpo. Desde los diez años pasaba las noches entre los ruidos y los rituales de los amigos de su tío, de ahí lo había heredado y era toda una forma de vida. Pero hoy estaba contento por otra cosa, iba a visitar a su chica. Eso lo hizo pensar que sería lindo llevarle algo a Juli. Paró en el quiosco a comprar unos chocolates, quería sorprenderla, hacerla sonreír, no había nada que le gustara más, y se encontró sonriendo enfrente del quiosco. La hora lo hizo volver a la realidad, todavía estaba lejos de la casa y si había algo que no la iba a hacer sonreír era que llegara tarde. Compró los chocolates y sin pensarlo se encontraba corriendo.

Ramiro estaba de guardia el sábado a la noche en el barrio e San Telmo, viendo cómo todos se divertían, caminando hacia algún lugar a disfrutar de la noche. Él sabía que era su trabajo, pero no podía evitar sentir una gran envidia, que mezclada con el aburrimiento lo irritaba mucho. Se sentía responsable de cuidar la ciudad, esa había sido su elección, su motivación desde chico. Diferenciarse de los demás, de su familia, de su barrio, demostrar que podía ser diferente. Sentía un poder especial que lo hacía sentir mejor, era un policía, lo había logrado y cada uno que lo veía sabía de su poder.. Desde ese día en que con la estación llena de gente logró agarrar al raterito que se escapaba con un celular, lo llenaba de orgullo hacer el bien y que todos lo vieran. Pero no podía olvidar que tenía veintitrés años y que hoy todos sus amigos estaban en alguna casa haciendo la previa para salir a bailar y ya hacía varios fines de semana que él estaba de guardia. Intentó sentirse mejor y distraerse un poco pensando en todos los que estaban trabajando ese sábado a la noche, el quiosquero, los que atienden los bares, los mozos, eran muchos e indudablemente su trabajo era mucho mejor. Trató de disfrutar su trabajo, dio unas vueltas por la plaza, para ver si encontraba algún grupito de chicos fumando o algún menor tomando, pero estaba todo muy tranquilo y los superiores ya le habían recomendado que no complicara las cosas y menos un sábado, pero estaba tan aburrido y todavía era temprano. En ese momento ve a un chico salir corriendo de un quiosco, solo, le grito y lo empezó a perseguir. Sentía una adrenalina espectacular, tenía ganas de gritar, no era él el que se escapaba, sentía seguridad. La gente se corría a su alrededor y él era el bueno. No estaban más las miradas de desconfianza, él ahora era la seguridad que la gente pedía. Pensaba en las carreras que jugaba de chico por los pasillos de tierra, una de las pocas cosas que disfrutaba, siempre fue uno de los más rápidos. Pero ya no quería volver, ni siquiera pensar en esos chicos que entonces jugaban con él, ahora estaban perdidos. Después de correr unas cuadras se empezó a preocupar, el chico se le perdía en la multitud, corría rápido, él ya no sentía las piernas. Pero tenía que agarrarlo, no tenía alternativa, no podía perder, él era un policía.

Juan no entendía por qué corría. Salió del quiosco corriendo, después había escuchado el grito pero no se había dado cuenta de que se trataba de un policía, para cuando entendió la situación ya se encontraba corriendo a toda velocidad y escapando sin quererlo. Sintió cómo su cuerpo se calentaba y el viento helado le rozaba la cara, ¿Por qué no frenar y enfrentar la situación? ¿Por qué seguía? Cuando se decidió a frenar, se acordó que llevaba marihuana para fumar con Juli y el policía, que ya lo veía como sospechoso, le haría problemas y hasta tendría que ir a la comisaría. Sentía mucha bronca e impotencia de tener que estar escapando, él sabía cómo eran los canas, les gustaba molestar a los pibes y si lo encontraba con eso seguramente no podría darle una explicación para que lo dejara irse rápido. Ya una vez se lo habían llevado, todo por fumar un porrito con amigos. Pero eso porque el bocón de Pedro no era de quedarse callado, porque si los dejás que te basureen un rato y se lleven la droga te dejan ir. Pero ahora se estaba escapando, la situación empeoraba. No podía frenar, tenía que escapar llegar a lo de Juli y todo se solucionaría. Tenía que perderlo, miró para atrás para ver a cuánto venía, pero fue un error, porque notó que el policía también lo miró y eso no era bueno. Prestó atención a donde estaba y se dio cuenta de que a la vuelta había un bar que estaría bastante lleno, corrió hasta la calle paralela y entró en el lugar.

Ramiro corría y corría mirando la espalda de aquel chico flaquito, el fin ya no era cuidar la ciudad, es más no recordaba por qué seguía a aquel chico, solo quería alcanzarlo, pensaba en sus hermanos, escapando, por culpa de ellos él había sido juzgado por la sociedad, pero no todos salimos iguales, pensó, ahora la gente lo veía diferente y estaba demostrando serlo, tenía que atrapar a ese delincuente. Concentrado en la espalda vio que se daba vuelta, esto le dio seguridad, ya conocía su cara. Aunque no sabía por dónde estaba yendo, igualmente todavía había grupos caminando por la calle. En ese momento ve que el pibe dobla en la Av. Juan de Garay, se desespera por llegar a la esquina rápido antes de perderlo, llega y ve un boliche con gente en la puerta.
Fue como un balde de agua helada, lo había perdido y empezaba a sentir el cansancio en el cuerpo, pensó un rato y decidió entrar. Ahora es como jugar a las escondidas, pensó.

Juan se tranquilizó una vez adentro, miró la hora en el celular, tenía que estar en lo de Juli hace diez minutos, le mandó un mensaje que se había retrasado pero que llevaba una sorpresa. Tenía que salir ya, pasara lo que pasara, se puso una campera que tenía en la mochila, se lavó la cara en el baño y salió con todas sus fuerzas, decidido. La suerte estaba de su lado.
Paula Abal

Que arroje la primera piedra

Es viernes después del mediodía, el sol fuerte y solo en el cielo calienta a las personas que habitan calles y medios de transporte. A las 13hs. salgo de la facultad y en el trayecto a mi casa, decido pasar por la sucursal de una importante cadena de supermercados que queda a la vuelta de mi departamento. En la puerta, una mujer pide monedas rodeada de muchos niños de diferentes edades. Entro al supermercado.Tomo un canasto y mientras me refresco con el frío aire del lugar, voy escogiendo cosas que necesito. De repente, a mi derecha veo que uno de los niños que acompañaba a la mujer de la puerta estaba haciendo uso del dinero recaudado. Sigo mi camino.Termino de juntar las cosas, detecto que el niño también había realizado lo suyo y se dirige a una de las cajas preparadas para compras de pocos productos. Mientras espero el turno en la caja que había escogido, él, después de pagar, se dirige a la salida. Ahí mismo, se encuentra con una mujer de alta edad que también se dirigía a la salida. El niño apurado por darle a su familia lo que había comprado, pasa por el detector de metales que quedaba libre. Puerta doble, cada uno por un carril.Casi de manera sincronizada, pasan los dos a la vez. La sirena suena. Todo el supermercado gira su cabeza hacia el lugar que llama la atención, incluido yo. Las dos personas involucradas quedan inmóviles del otro lado de los censores. Las personas de seguridad, además de imitar la acción de todos, se ponen en movimiento e increpan al niño. Lo desvalijan como si fuera a entrar de visitas a una cárcel. Lo pasan por el censor sin bolsas, pasan las bolsas, vuelven a pasarlo a él. La noble mujer, espera del lado de afuera del local para ser revisada de la misma manera. Pero la atención de los custodios está puesta en el niño. Se acerca la madre.Una vez que revisaron a la criatura desde todas las aristas posibles y lo dejan en libertad, la mujer sosteniendo la puerta con su cuerpo y enviando con el codo casi de manera disimulada la cartera hacia atrás, ofrece su peculiar carrito para que lo observen, la gente de seguridad lo pasa por los censores. La sirena no se activa. Liberan a la señora también.Más de uno de los que quedaron en las cajas, esbozan comentarios referidos a la acción de la gente de seguridad. Se acerca el gerente hacia el puesto de seguridad y comienzan a charlar. Discuten. Por lo visto, no le gustó la actitud de sus subordinados, hecho que por lo visto puso en situación incómoda a más de uno de los que habitábamos el local.
Realmente su comportamiento no había sido el adecuado. Solo guiarnos por la apariencia no nos va a llevar hacia ningún lugar. Y después de todo, quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra.
Sebastián Hollmann

domingo, 12 de diciembre de 2010

Haciendo historia

Que mejor que el estacionamiento de Marcelo T. recuperado por la lucha de los estudiantes, convertido en un comedor estudiantil, para juntar a todos los estudiantes que hoy luchan por una mejor educación para todos, dice uno de los primeros oradores de la gran asamblea Inter estudiantil, y el lugar estalla en aplausos y festejos. Los grupos se empiezan a acomodar y los chicos siguen entrando, se paran en puntitas de pie para admirar la gran cantidad de estudiantes que están hoy acá reunidos. Se complica lograr el silencio, son muchas las experiencias para compartir, el ruido es salud. Se respira unión, solidaridad, compañerismo, más allá de que cada uno que sube a hablar saluda emocionado la gran asamblea y reivindica la lucha de todos por todos, no se marcan las diferencias, estamos todos por lo mismo y no deja de sorprender a los que se van sumando. El lugar lo provoca, las paredes pintadas transmiten las experiencias de este movimiento que va creciendo.
Estos chicos son unos vagos, no quieren estudiar, se juntan para hacer fiestas y consumir drogas, decía una vecina del barrio de capital cuando los medios fueron a entrevistarla. Si estuviera hoy acá. Si todos estuvieran hoy acá y pudieran ver. Faltan los profesores de Historia que dicen que esto es minoritario, “estamos a punto de perder el cuatrimestre” decía subrayado el mail que mandaron. No importa porque estamos construyendo historia, se dicen los chicos para transmitirse energía, para sentirse parte, buscando en el otro el consentimiento de que esta sintiendo lo mismo. Se sienten capaces de todo, confían en esto que ellos mismos están construyendo y eso les da la fuerza para seguir, sus sonrisas lo demuestran. “Ya ganamos porque esta organización, este aprendizaje no se puede derrotar” son las palabras que hacen estallar en aplausos la asamblea. Algunos pueden decir que la juventud está perdida pero acá parece haber un camino que está buscando sus metas.
En las calles parece que la tierra gira al revés, pero cada uno que sale de acá se lleva una parte, sigue construyendo, expandiendo algo que se siente imparable.
Paula Abal

Solidaridad por un recital

Ya se vislumbra la llegada de la noche porteña. Es 8 de octubre y se cumplen cuatro años de la tragedia vial de los nueve alumnos y la profesora de un colegio de Villa Crespo. Hoy, como cada aniversario, los allegados lo celebran con un recital benéfico para concientizar a jóvenes y adultos sobre la prevención de accidentes de tránsito en las rutas argentinas. Para otros, es la oportunidad de ver a sus artistitas preferidos por primera vez. Las entradas que siempre son costosas, hoy son gratis. Pero siempre y cuando obtengas un ticket para ingresar. El problema era conseguirlas: padres y estudiantes de esa escuela secundaria eran los encargados de distribuirlas entre sus conocidos. Dos adolescentes recién atraviesan los molinetes de la estación Leandro N. Alem. Un pibe de unos escasos veinte años, con unos de pantalones verdes musgo gastados, una remera de Divididos holgada por su pequeña contextura física y zapatillas con una vasta experiencia callejera se les acerca.
– Amigo, disculpame. ¿Ustedes están yendo para el recital?- pregunta mientras exhibe una entrada junto al folleto con los packs sugeridos por los organizadores del evento para las donaciones.
La pareja se detiene, atemorizada ante la posibilidad de ser víctima de algún robo.
– Sí – responden, a dúo y con cierta timidez.
– ¿No te sobra una entrada? Porque se me salió esta parte de la entrada y no me quieren dejar entrar – explica mostrando un ticket sin el troquelado.
– No, maestro, no tengo – contesta el joven de pelo negro mientras le indica a su novia cuál de las dos bocas del subte es la que sale al Estado Luna Park.
El muchacho de aspecto desprolijo da media vuelta en busca de otros jóvenes, posibles poseedores de entradas excedentes. Repite la estrategia sin obtener un resultado positivo. Su rostro muestra su impotencia ante la falta de respuesta de aquellos que transitan frente a la boletería de la estación. Prueba con las personas que suben por la escalera mecánica y también por la “común”, pero la contestación no se altera: siempre es un “no” seco, tajante. Aunque nadie lo perciba, la negativa es una puñalada para un muchacho que ha esperado la oportunidad de ver a sus ídolos desde hace largo tiempo. Días atrás había escuchado a Matías Martin en la radio informando sobre la fecha y los artistas que participarían del recital. Tras dirigirse al lugar desde donde emiten el programa y escuchar “Ya no quedan más entradas por sortear” sus ilusiones se desvanecieron. Sólo le quedaba aguardad al día del recital en las cercanías del estadio.
A los pocos minutos se aleja de la escena pero intenta obtener de cualquier manera el pedazo de papel que lo alejase por unas horas de su triste realidad. Se dirige hacia la entrada del estadio. Camina despacio, mirando al piberío que lo mira con hostilidad, con desconfianza. Se siente incómodo, observado. Ya se encuentra ante una valla de ingreso sobre la calle Bouchard. El de seguridad, de pechera naranja chillón, con un gesto adusto le dice: “Sin entrada no podés pasar, haceme el favor de correrte”. Intenta alejarse del patovica pero no pierde las esperanzas. Habla con una mujer de unos 40 años que está recibiendo las donaciones y diferenciándolas para luego empaquetarlas.
– ¿Señora, puedo hablar un toque con uste´?
– Sí, decime –responde amablemente
– Mire, le cuento. Yo vivo en la calle y no tengo como para pagar una entrada para escuchar a estos grosos. ¿No me conseguiría una entrada? De corazón se lo pido, no le vengo con caretajes sino que voy de frente.
La señora conversa con otra voluntaria que se encuentra a su lado. No parecen muy convencidas de dejarlo ingresar. En las anteriores ediciones algunos jóvenes habían denunciado hurtos durante los espectáculos. La repartija de entradas en los días previos a este nuevo show conmemorativo había estado mejor organizada para evitar que esos lamentables hechos se volvieran a ocurrir. La gente que espera a sus amigos para entrar todos juntos observa la insistencia del muchacho. Necesita saciar las ansias de estar cara a cara con sus referentes de la música. El murmullo comienza a oírse. Poco a poco van insinuándose aplausos. Las dos voluntarias abandonan transitoriamente su tarea y le comunican al hombre fornido su veredicto: permitirle la entrada al joven.
No obstante, una mujer, de rojizos rulos recién teñidos, se frena delante de las vallas de ingreso. Se niega rotundamente a que ese joven sea parte del evento solidario. “¡De ninguna manera! Todos los años nos piden lo mismo estos purretes y después adentro comienzan a afanarles a los chicos que vienen a apoyar la causa”, lanza la anciana. En ese instante empiezan los primeros abucheos y gritos. “No seas gorra, dejalo entrar al pobre pibe”, se escucha. Pero, ella mueve su cabeza de un lado hacia el otro. Nada parece cambiar de opinión a la señora. Se posa sobre la vaya para certificar quién entra al estadio. El joven cada vez tiene menos esperanzas, los gritos habían producido un brillo en sus ojos que ya no estaba. Parecía condenado a escuchar a sus ídolos a través de un disco.
Unos minutos más tarde algunas allegados a la anciana son notificados de la situación y se le acercan para que cambie de parecer. El cántitico “Que entre, que entre” se hace presente en la escena. Le cuenta cuánto a esperado este chico por ver a su banda y la abuela abre, por un segundo, su corazón. Sonríe y le dice: “Perdón Cielo, jamás te olvidarás de este día”.
El público presente se funde en un gran aplauso y griterío general. Con una sonrisa tan amplia como sus ilusiones y sus ojos llenos de luminosidad ingresó en el Palacio del Boxeo a la espera de encontrarse con los suyos. Sin dudas, el recital fue solidario.
Martín Waisman

Escribiendo la historia

Un chico pisa la calle, la madre lo reta y lo arrastra hacia la vereda hasta que el semáforo les permite cruzar Callao. Una agrupación con banderas rojas y la cara de Evita pasa al lado de la señora ocupando el carril izquierdo de la calle Callao. De fondo la música es de bombos y bocinas.
El semáforo cambia a rojo y la agrupación cruza de vereda. Se unen con la JP (Juventud Peronista) que tiene banderas negras con la cara de Perón. En la vereda de enfrente, casualidad o no, se encuentran los partidos de izquierda. Callao es cortada, hay un leve cruces de palabras entre las vertientes peronistas y las de la izquierda, pero todo se tranquiliza cuando llegan los estudiantes del IUNA que se roban las miradas. Chicas y chicos con narices de payaso, con lápices gigantes, haciendo pompas de jabón, algunos vestidos de estatuas.
Hoy 16 de septiembre, hace 34 años fueron torturados y asesinados diez chicos por reclamar un boleto estudiantil. En la marcha hay más de 25 colegios de la Ciudad de Buenos Aires, algunas facultades nacionales, trabajadores de varias fábricas, agrupaciones piqueteras y aborígenes.
Desde un camión con varias torres de parlantes suena un tema de León Gieco, mientras que del otro lado de la Plaza del Congreso los fuegos artificiales que explotan en el cielo le hacen la percusión. El cielo nublado se empieza a abrir desde el sur. Siguen llegando agrupaciones, centros de trabajadores. El olor a choripán se hace presente, un chico se acerca a una chica y trata de besarla, al principio ella se resiste, pero luego se besan. Atrás de ellos una bandera del Che que sonríe. Hay gente que observa, una jubilada le pregunta a un chico:
-¿Por qué es la marcha?
- Hoy se cumple un año más de la noche de los lápices, noche en que fueron torturados y asesinados diez chicos. Además hay una crisis educativa en la ciudad de Buenos Aires. Marchamos también por una mejor educación.
- Entonces yo los apoyo.
Los grupos se acomodan sobre la Rivadavia y sobre Irigoyen. Mientras que en la Avenida suena el Indio Solari, los grupos de la vereda de enfrente cantan la marcha Peronista. El sol se retira y da paso a las luces de la ciudad.
Un hombre pasa en medio de la plaza y dice:
-Voy a llegar a las diez de la noche, pendejos de mierda.
La movilización comienza, empiezan a marcha por la Avenida de Mayo, desde la Plaza del Congreso se dirigen hasta la Plaza de Mayo, ahí se hará el acto central. En el camino hay batucadas, bombos y cantos. Unos carteles del subte incentivan la violencia: “Piedras a Plaza de Mayo”. Sin embargo, la marcha sigue tranquila, un chico habla con otro:
-Lo único que falta, que alguien tire una piedra y salga en la televisión como los violentos de siempre.
Llegan a la Plaza, enfrente, la casa Rosada, está iluminada de rojo sangre. Se ordenan, se reagrupan y cada uno toma su lugar en la plaza. Ya está todo listo para que el acto central empiece.
Llegaron los discursos y mientras miles escuchan atentos, en el fondo un grupo de quince chicos prenden fuego un muñeco, eso será lo que transmita la televisión.
Hernán Viscellino

Las vías del tren San Martín

Hoy, las vías del tren San Martín, son el lugar de los hechos. El tramo que une la estación Paternal con el barrio de Villa del Parque, se transforma en la definición más clara de marginalidad. La falta de oportunidades y el instinto de supervivencia, han hecho de las vías del tren, una pasarela formada por viviendas precarias que decoran la vista de los pasajeros.

Es lunes por la mañana, los vagones se encuentran colmados de gente rumbo a sus puestos de trabajo. ¡Este vagón es un hormiguero! ¡Esperen, no empujen!, reprocha una mujer al ingresar al último furgón. Parece no haberse percatado del paisaje. Las casillas de techos bajos, construidas con un poco de chapa y cartón, tropiezan ante sus narices. Acompañan el alma de cada uno de los presentes desde hace bastante tiempo. Hoy no debería ser un día fuera de lo normal. ¡¿Qué es ese olor por favor?! , exclama un hombre de los tantos con traje gris. Los demás pasajeros asienten con la cabeza. La indiferencia ante los hechos más crudos de la realidad deberían presentarse nuevamente, visitando cada uno de los andenes, cada una de las estaciones, corrompiendo a cada uno de los pasajeros. Hoy debería ser un día normal, pero no lo es.

Las fallas en las máquinas de la locomotora ya comenzaron a sentirse estaciones atrás. El trayecto se torna pesado debido a la gran humedad y el hacinamiento que se sufre en cada uno de los vagones. Típico karma de los servicios públicos, dice al pasar entre dientes una mujer con un niño en sus brazos y otro aferrado a su pollera. Suben los últimos viajantes en la zona de paternal. Parece indestructible semejante monstruo, pero esta vez el tren dice basta.

El humo que sale de los engranajes inunda todo el paisaje formando una neblina espesa. Unos segundos de ceguera confunden a la multitud. ¿Qué esta pasando? ¡Siempre lo mismo, nunca hacen mantenimiento! Los gritos de los viajantes parecen hacerse un solo sonido. Solo unos instantes alcanzan para que las nubes de humo se dispersen, dejando a la vista lo que nadie hasta entonces ha querido ver. De los escombros se ven salir figuras sombrías que se acercan lentamente al tranvía. No es el efecto de la neblina reflejada en el sol, no es la imaginación de un chico la que forma semejante escenario.

El tren se ha detenido, y parece que con esto se ha logrado llegar a un hallazgo. A las cercanías del mismo, donde la luz de la energía no llega, donde el agua potable no se hace presente, donde la suciedad y las enfermedades no tienen barreras; viven personas. Personas que en este momento se encuentran a unos pocos metros del andén, presentes. Las fallas técnicas han dejado frente a frente dos realidades completamente diferentes, que conviven en la cotidianidad de sus acciones. La mirada consternada de los pasajeros parece dar la bienvenida a un entorno al cual nunca más serán ajenos. Mañana, lamentablemente, no cambiarán las cosas. Las casillas de chapa, se mantendrán como monumentos de la marginalidad, como prueba de algo que esta latente. No obstante, ellos permanecerán ahí, presentes. Ante la mirada de ciento de personas, que ya no podrán hacer caso omiso a una realidad que los tiene como testigos concientes.
Gonzalo Cortés

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Somos nadie

“Nuestro principal objetivo es larenovación
y recuperación del ferrocarrilcomo el medio
de transporte públicomás eficiente y práctico.
Avanzamos.”Brochure publicitario de TBA
Las puertas automáticas se cierran hasta la mitad y vuelven a abrirse como advertencia de la inminente continuación del recorrido del tren. Las personas se arriman unos a otros para dar espacio a los que aún forcejean para subir. Sin embargo, es inevitable que algunos queden en el andén refunfuñando, mirando sus relojes y maldiciendo la tardanza. La puerta vuelve a cerrarse, esta vez ya no como una advertencia, aunque tampoco llega a hacerlo por completo: el cuerpo de un joven de campera celeste la detiene para que quepa más gente en el vagón. Es una mañana laborable más, de un día laborable más, de cualquier mes laborable de cualquier año, en la estación de Castelar, rumbo a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
El tren continúa su rumbo con una de sus puertas abierta. El chico de campera celeste sigue reteniéndola. Frente a él, otro joven con un perro en brazos sostiene la otra mitad de la compuerta. Algunas personas sentadas miran a los osados muchachos con desaprobación, pero la mayoría los ignora. Otro ferrocarril pasa por la vía paralela y una señora asustada por la perturbación del silencio se aleja, provocando que la multitud de hacine aún más contra la compuerta que sí permanece cerrada. El reordenamiento de los pasajeros, sumado al cambio de velocidad de la locomotora que está por llegar a la siguiente estación, desestabiliza a aquellos peor parados. Un hombre exclama de dolor porque la muchacha que estaba delante suyo le clavó el taco en su pié. Una mujer embarazada sentada cerca de las puertas insulta a un adolescente que la golpeó involuntariamente con su bolso.
El coche se detiene, pero lo peor está por venir.
La gente más próxima al andén desciende para permitir el paso de aquellos aprisionados en las entrañas del vagón. Mientras, otros debajo del tren pretenden ascender. Un hombre con una niña de unos cuatro años en brazos trata de abrirse paso en nombre de su hija, y una señora a su lado grita injurias a los “brutos” que los empujan. Pide prudencia por el bienestar de la niña y de una anciana, que silenciosamente se abre paso golpeando tobillos con su bastón. El maquinista advierte del mismo modo que en estaciones anteriores la continuación del recorrido, y la gente se lanza unos sobre otros a fin de no perder el transporte. Entre el murmullo se impone una voz femenina que atraviesa el éter: “Se informa que el servicio se encuentra reducido Moreno-Liniers, Liniers-Moreno debido a un accidente en las cercanías de caballito”. Se oyen algunas quejas aplacadas entre la gente a bordo y se reanuda el servicio dejando a otras personas en el andén.
“Ahora nos vamos a tener que tomar el micro” le dice un chico a otro, entre los privilegiados que van sentados. “Salimos dos horas antes y vamos a llegar una hora tarde”, continúa irritado. “¿Qué pasó? ¿Qué dijo la chica?”, le pregunta la anciana a la chica de los tacos que ahora está muy ocupada tratando de sacar su celular de su cartera. “Qué llega hasta Liniers”, le responde el adolescente del bolso en medio de la confusión. Otros pasajeros se consultan entre ellos los medios alternativos para llegar a destino. Algunos van a Caballito, otros a Once, muy pocos van sólo hasta Liniers. No les queda otra opción que bajarse y tomar un colectivo, cuando mucho un taxi, quiénes sólo van hasta Villa Luro. “Hola, ¿cómo estás?... No, nada, el tren no llega” comenta la muchacha de los tacos a alguien través de su teléfono. “No sé, un accidente. No importa, cuando mucho me bajo ahora en Haedo, me tomo un café espero una horita y volvemos en el mismo tren para casa”
El tren continúa su recorrido y en la siguiente estación vuelve a repetirse lo que había sucedido en las anteriores. Mientras algunos no se resignan a perder su espacio y otros pujan para ingresar, la voz de un hombre irrumpe desde los parlantes de la estación: “Se informa que el servicio se encuentra reducido Moreno-Liniers, Liniers-Moreno, por reparaciones en las vías a la altura de Liniers.” Sólo algunos captan la incoherencia y protestan, otros preguntan; la mayoría calla.
En la estación de Liniers el tren se detiene definitivamente y los sobrevivientes descienden. Cada uno busca la forma alternativa de llegar al trabajo, o a la facultad, o a donde sea que se dirige. Las hordas de gente cruzan la avenida Rivadavia cada vez que el semáforo lo permite (y pequeños grupos lo hacen cuando no lo permite, simplemente esperan que no haya autos) y en seguida sobre-pueblan las paradas de los colectivos. Todos los ex pasajeros de la línea Sarmiento resuelven el trastorno a su manera, aunque sin saber nunca cuál fue exactamente su causa. Todos siguen con su vida, parecen estar acostumbrados, nadie se lo pregunta.
Tampoco nadie se acerca a la boletería a hacer un reclamo. Nadie pide que le devuelvan los centavos que le corresponden por la reducción del recorrido. Todos se van a seguir con sus días y todo sigue igual. Nadie le pide a TBA una solución; ni siquiera piden que les devuelvan sus centavos, los millones de centavos que la compañía se queda culpa del accidente... o de las reparaciones, nadie sabe....
Juan Lojo

¡Ante todo, las voces!

-¡Ojos de cielo, ojos de cielo!- Cantaban los muchachos en aquella noche de verano.
Entonaban contentos, más allá del calor agobiante que humedecía las oxidadas paredes del tren. Por las ventanas, algunas abiertas, otras rotas, entraba una leve brisa que parecía secar los rostros transpirados de esos hombres.
Nosotros no sufríamos el calor intenso. Veníamos de tomar cerveza y las 12 de la noche eran apenas el comienzo de nuestros días.
Los muchachos guitarreaban las notas de la canción de Víctor. Y nos cantaban, felices de hacerlo. Contentos de ejercer ese trabajo, de tener aquel empleo para algunos “indigno”, para otros, fascinante.
-¡Ojos de cielo, ojos de cielo, toda mi vida por ese sueño! Se podían oír las estrofas de Heredia por todo el vagón. Y nosotros estábamos contentos y con la panza llena.
Y también nos gustaba la canción.
Cuando aquellos hombres, trabajadores de la noche, en vagones oscuros y olvidados, se acercaron, también nos arrimamos a ellos. Algunos sabíamos la letra, otros inventaban, claro que nada importaba. Esos hombres con sus guitarras inauguraban una fiesta de tren, en su pleno horario laboral. Todos comenzábamos a saltar eufóricos, y las personas que viajaban, fatigadas de extensos y arduos días, también tarareaban. Todos saltábamos. No importaba el destino, ni el origen de ninguno de todos los viajantes. No se distinguían aquellos que trabajaban, entre la multitud que se abrazaba, festejando la nada. Cantándole a la brisa.
Porque esos hombres, “laburantes” de un mundo hostil, del sur de un continente en llamas, embarraban de alegría la noche triste del resto, el típico viaje amargado de la mayoría.
Esos obreros embellecían la noche del capitalismo salvaje que allí los depositó, para llenar de risas, aunque sea una vez, a los viajantes nocturnos.
-¡Tus ojos de cielo me iluminarían, tus ojos sinceros, mi camino y guía!
Julieta Pros

domingo, 5 de diciembre de 2010

No muy buenas noches

Me estaba helando antes de que viniera el colectivo. Ya eran las cinco de la mañana y no había nadie en la calle. Estaba en Junín y Santa Fe y recuerdo pocos momentos tan felices como cuando vi el cartel con el número 60 a lo lejos.
Apenas subí al colectivo vi al chofer y luego las caras de los otros pasajeros, que no eran más de cinco o seis. Cuando iba a poner las monedas, el chofer movió la mano extendida de izquierda a derecha indicándome que pasara sin pagar. Me detuve a mirar de nuevo a los otros que viajaban. En el primer asiento a la derecha, se ubicaba un hombre joven de no más de 25 años que le hacia compañía al conductor; en el medio se ubicaban tres hombres de menos de treinta años aproximadamente, dos sentados en los asientos dobles y uno a la misma altura, en el asiento individual. El que estaba en el asiento doble, contra la ventana dormía. Por último, en el fondo a la derecha también, pasando la puerta, estaba recostado contra la ventana un hombre de unos 60 años.
Apenas me vieron, los que estaban en el medio me miraron y si rieron, sin importarles que yo me diera cuenta. Bajé la mirada y caminé rápido hasta el fondo. Me dejé caer en el extremo opuesto al tipo que dormía, que emanaba un olor a vino asqueroso. Los que se sentaban en el medio volvieron la vista para mirarme y siguieron riéndose un poco más. A todo esto el colectivo iba cada vez más rápido. A mi derecha, el hombre que dormía se despertó, me miró y se mantuvo despierto.
El que estaba sentado en el asiento doble del medio, del lado del pasillo codeó al que estaba del lado de la ventana, que se levantó con fastidio, pasó por encima de su compañero y vino a sentarse delante mió; el que estaba sentado solo se paró y fue a hablar con el chofer, que ya no frenaba en las bocacalles y pasaba algunos semáforos en rojo.
El que se sentaba delante de mí le pidió fuego al hombre que estaba a mi derecha, quien para dárselo se corrió dos asientos hacia mí, dejándome casi encerrado.
Divisé un palo de escoba partido al medio, que estaba incrustado en una varilla que estaba a una altura un poco más baja que mi rodilla. Lo saqué lo más disimuladamente que pude, y lo mantuve con la mano izquierda al lado de mi pierna. Me costó bastante hacerlo sin llamar la atención, más que nada por la manera ridícula en la que dominaba mi pulso.
Estábamos por Constitución y el colectivo iba más rápido que nunca, hasta que en un momento frenó mucho para doblar, saliéndose del recorrido. Me puse de pie de un salto dejando caer el palo, me paré frente a la puerta y toqué el timbre sostenidamente. Ahí fue cuando ocurrió lo que tanto temía: escuché una voz ronca y grave: “Pibe”. Me di vuelta como resignado; sabía que me hablaba a mí. “Se te cayeron las llaves”. Me di vuelta y vi el manojo en el piso. Me incliné lo más rápido que pude para buscarlas, esperando un movimiento sorpresa mediante el cual me intentaran sujetar por la campera o una patada directa a mi mandíbula. Me paré y muy serio dije gracias. El colectivo frenó en medio de una cuadra en la que no tenía parada, sin arrimarse ni un centímetro a la vereda, y ya estaba arrancando antes de que yo pusiera un pie sobre el asfalto. Salté del colectivo en movimiento. La calle estaba completamente vacía.
Santiago Kinbaum Puccio Posse

Los colores del arco iris

Eran las siete de la mañana. Ariadna ya estaba despierta, casi lista para ir al colegio. El que todavía dormía era su papá, que había vuelto tarde a la casa, cuando ella descansaba profundamente. Tanto, que no se había despertado con los ruidos de la puerta, el agua corriendo en el baño, ni con el sonido del lavarropas. Después de algunos golpes y gritos (que él no pudo distinguir si eran parte del sueño o reiteración de la realidad), la niña consiguió despertarlo, se estaba haciendo tarde para entrar a clase.
Desganado, cumplió con su tarea de padre y se encaminó al café de la esquina. Revolviendo el cortado, hojeó el diario con el orden de siempre: obituarios, políticas, deportes, espectáculos. El sonido de la televisión lo desconcentró: por alguna razón alguien había subido el volumen, y la cortina del noticiero inundaba el lugar. Generalmente evitaba mirarlo, salvo para ver la temperatura y enterarse de alguna que otra cosa, pero no le veía el sentido a un programa que no sólo mostraba la realidad de una manera errónea, sino que nunca le informaba sobre lo que realmente necesitaba saber.
Sin embargo, esa vez fue distinta. Al escuchar la noticia, se quedó atónito. Miles de pensamientos pasaron por su cabeza, incapacitándolo a actuar. Cuando finalmente reaccionó, sacó a Ariadna de la escuela, y la llevó para su casa. “Nos vamos de viaje mi amor”.
Mientras él revolvía cajones y placares hablaba por celular constantemente, interrumpiendo el desorden para secarse el sudor de la frente. Su hija estaba acostada en el piso, resignada a no tener información sobre el repentino viaje, ya que ninguna de sus preguntas había sido respuesta. No le dio demasiada importancia, hacía bastante tiempo que su papá estaba actuando raro, aunque quizás un poco más que de costumbre. Agarró las pinturas y comenzó a dibujar un extenso arco iris, pero notó que le faltaba un color, por lo que empezó a recorrer el departamento buscándolo. Estaba tan concentrada en su búsqueda que no reparó en los golpes en la puerta, ni en los pasos de los hombres vestidos de negro, ni en el grito ahogado del final. Solo volvió en sí al ver el río de tinta que asomaba por la puerta, contenta de haber encontrado el rojo para terminar de pintar.
Lucía Czernichowsky