domingo, 28 de octubre de 2012

Ensayando el ensayo: No hay mal que por bien no venga



“No hay mal que por bien no venga” es, al igual que la mayoría de los proverbios, una muletilla de las clases populares, un frase de aliento, un empujoncito coloquial y servil al mantenimiento cotidiano de las condiciones precarias de existencia. Un cantito milenario, proveniente del interior de las familias, impuesto por las viejas comadronas que antaño se erguían encorvadas con las manos rígidas siempre descansando sobre sus caderas dolientes de tantos sacos cargar.
Y de tanto repetirse se vuelve una verdad cristalizada, un discurso que atraviesa y tranquiliza a los nadies, una semilla de palo borracho que germina en el interior de las tripas vacías, atraviesa con sus púas los pulmones oxidados y brota raspando una garganta irritada por toser tantas gripes. Una flor blanca y rosa que se mastica bien bajito, entre las muelas y la coca, y tranquiliza por bella, el semblante del abatido. Logra que el excluido, relegado en esta sociedad injusta y desigual mantenga su rol social con pasividad. Funciona como consuelo ante la miseria presente y como promesa eterna de un devenir más esperanzador, remoto, pero probable.
Siempre pienso en esto cuando me cruzo en el tren a Máximo, un pibe de mi edad, que recorre los vagones del Mitre repartiendo un papel, pidiendo colaboración, un empujón, una ayuda para aportar a su familia, cuidarlos. Al principio me ponía a pensar cuánto teníamos en común, cuán semejantes éramos, aunque su mirada marcaba una distancia brutal entre nosotros, cuadras y cuadras de frío, asfalto y golpes. Ilusamente, se me había ocurrido invitarlo a tomar algo, a charlar, a que me cuente de su vida y sus problemas. Plantearle que había otro camino para transitar, que seguramente lo ayudaría más a transformar su realidad y la de su familia: laburar, formarse, etc. Pero mis ideales de élite universitaria que pujaban por mostrarle otra alternativa eran estúpidos. Pequeño detalle: Máximo era, para la mayoría de la gente que le esquivaba la mirada en la formación, un negro de mierda.

Manuel Guirao

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