sábado, 17 de noviembre de 2012

A la salida del supermercado


Cinco de la tarde, Avenida Santa Fe y Scalabrini Ortiz. El cielo cubierto de nubes, es un domingo fresco y ventoso. Como siempre la niña del supermercado duerme en  la calle entre  cartones y mantas junto a su madre, ubicada del lado derecho de la puerta de salida, por donde la gente circula con sus bolsas de compras. Algunos se detienen, introducen su mano en uno de sus bolsillos del pantalón o del saco y sacan las pocas monedas que les quedaron del cambio para dárselas a la mujer que pide si le pueden dar algo para comprarle comida a su hija. Otros con paso ligero siguen su camino.
Luego de dos horas de atender a unos pocos clientes, el cielo oscurece y el frío de la noche despierta a la niña del supermercado. Desde mi kiosco, a unos metros de allí, puedo observar a la madre: que cubre la mitad de sus piernas con una parte de la manta, apoya su cabeza sobre la pared del supermercado y cierra los ojos. La niña se levanta de la calle entre los cartones de su cama y camina hacia el tacho de basura más cercano. Con sus pequeños dedos abre una de las bolsas, introduce sus manos y revuelve todo lo que hay adentro, hasta el fondo. Desde la puerta del kiosco veo entonces que saca algo, parece ser un juguete o una muñeca de tela. La niña regresa a donde está su madre y la despierta para mostrarle lo que encontró en la basura. La madre la mira sin decir nada y vuelve a cerrar los ojos. La nena juega en la calle, mientras, ve pasar a la gente apurada, sostiene con una de sus manos la muñeca y con la otra pide una moneda o algo para comer. Ha estado así más de media hora, hasta que detiene su mirada en la cuadra de enfrente.
Una mujer de mediana edad que camina de la mano de su hijo de cinco años hasta que el semáforo se pone en rojo y cruzan la calle. Luego se introducen en el supermercado. Pasa un tiempo largo hasta que se escuchan gritos a la salida, es la misma mujer que discute con su hijo.
-         ¡Marcos te comés lo que te compré porque todavía no vamos a volver a casa!-grita la madre.
-         ¡No! Mamá, quiero volver a casa ahora, o comprame otra cosa porque ¡no me gusta eso!
-         Marcos venís ya para acá. ¿A dónde pensás que vas?
El niño se suelta de la mano de su madre y sale corriendo por la calle, hasta que ella logra alcanzarlo. Lo sujeta fuerte del brazo con el sándwich en la mano, obliga sin éxito a Marcos a que se lo coma. El pequeño con miedo, lo mira  como si estuviera viendo una película de terror. Los ojos de la niña del supermercado no se desprenden de la escena, atenta a la situación. Tras gritos, llantos y un juego de pases entre la madre y su hijo, el sándwich se le resbala de la mano a Marcos y cae al piso. Luego de unos segundos la madre agarra a su hijo bruscamente del brazo y se van para el otro lado de la calle. Es el momento que la niña con ansias tanto esperó. Suelta la muñeca, corre unos metros, lo garra, lo limpia un poco y se lo lleva hasta la salida del supermercado para compartir la mitad del sándwich con su madre.
Larisa Zozaya

LOS COLORES DE LA PASIÓN


Hace más de cuatro horas que el cielo no da tregua. La lluvia vino para quedarse, y para darle un condimento especial a la noche del domingo. Un domingo que se carga de una especial aura rockera, ya que hoy hay festival, esta noche, es el último día del Pepsi Music.
Unos jóvenes estacionan el auto casi en la puerta, tuvieron mucha suerte, el trapito se les acerca, “Son cincuenta, jefe”. Ellos lo miran, dicen que no son turistas y consiguen la rebaja a treinta pesos. Parecen entusiasmados, apagan el auto, y comienzan a cambiarse las ropas, pues están vestidos con unas camisetas de fútbol blancas con una doble raya verde y roja,  seguramente vienen de un partido, juntos deben jugar en un equipo amateur. Se ponen unos impermeables y encima de los mismos, la camiseta blanca. En el fondo, se escucha el comienzo de una canción y la tierra tiembla con los bajos y el bombo de Carajo.
Los dos chicos de blanco pasan la primera barrera de seguridad, están bajo un paraguas azul que parece estar roto, atrás de ellos, otro grupo de adolescentes de pelos largos y, rizados apresuran el paso. La lluvia y la música invitan al apuro.
Hay olor a tierra mojada, se siente la presencia del río, después de todo están a metros de él, es Puerto Madero.  Los oportunistas vendedores guardaron ya las camisetas, los afiches y el merchandising de las bandas, para vender en cambio, paraguas chinos, y pilotos de colores. Una chica de pelo violeta y otra con una mochila con tachas, preguntan precios, les responden con el mismo número que el trapito.
“Están todos locos”,  dice una esquivando los charcos.
El camino hasta la entrada para el campo regular, es muy largo, y a medida que se van acercando al último control de seguridad, el lodo comienza a ganarle la pulseada al asfalto, pero aunque ambos llevan zapatillas Converse (es sabido que estas son los peores amigos en situaciones de diluvios),  no parecen estar frustrados, todo lo contrario, a medida que se van acercando,  los jóvenes empiezan a acelerar el paso.
Una vez adentro del recinto, se puede ver con toda claridad los escenarios armados. En el fondo un monstruo de acero, frente al mismo, uno más pequeño pero igualmente imponente. Las luces, violetas, verdes y amarillas, iluminan la torre de sonido levantada en el medio de ambos escenarios y alrededor de la misma, un mar de personas vestidas de negro aplauden el final del último tema de la banda Carajo.
Para llegar ahí, primero hay que pasar debajo de un puente, que sirve de techo para cientos de personas. Sin embargo los chicos de la doble raya no lo atraviesan.
En cambio se dirigen a un tercer escenario, totalmente alejado del resto, y que es considerablemente más pequeño que los otros dos colosos. En él un cantante de rizada cabellera canta acerca del rock y la pasión.  El público es muy escaso, debe haber apenas veinte personas en total, de entre los cuales se pueden adivinar padres, esposas, hijos y amigos. Más retrasados, una segunda camada de gente comienza a saludarse con besos y abrazos.
Todos tienen camisetas blancas con una doble raya verde y roja.
Se mentalizan para ver a Caperucita Coya en su primer presentación en un festival importante, y al consultar los celulares y los relojes, la emoción va en alza, pues faltan solo cinco minutos para el comienzo.
Finalmente termina la banda del rockero, con un “Yeah” de ultratumba, que busca llegar desde los tonos más graves hasta los más agudos, agradecen al público, y dejan todo para que Caperuza comience a armar sus equipos.
Sigue diluviando, las zapatillas rojas ahora están marrones por el barro, una chica de buzo negro, a pesar del silencio, sigue bailando. Así se conserva el calor en cualquier recital de rock.
Pasan diez minutos y de repente se apagan las luces del escenario más pequeño, los hombres gritan y las mujeres aún más.
 “Ahí esta Pla” grita uno de los chicos del auto. Comienzan los aplausos y los alientos, Pla toma su guitarra y con un acorde demoledor da comienzo al show.
El batero y el bajista se miran y sonríen, su hinchada está de fiesta, cantando, saltando, agitando ese viejo paraguas azul.
El cantante besa su bufanda blanca, roja y verde, Pla le sonríe al público y hace llorar a la guitarra.
Debajo del puente cientos de personas de negro quedan inmóviles tratando de no mojarse. Pero en el escenario tres, once amigos de blanco pierden la voz y mojan sus rostros tratando de demostrar lo que la pasión y la amistad impone.

Alejandro Saporiti

Destino marchito


Barrancas de Belgrano, una parte pintoresca de la ciudad;  hombres trajeados de pies a cabeza se suben a sus autos de alta gama; universitarios cansados y señoras coquetas caminan las callejuelas. Las luces de neón del Barrio Chino decoran majestuosamente el panorama; la medianoche se acerca, persianas se cierran y una patrulla ronda las cuadras lentamente.
Me encuentro en  Libertador y Mendoza, el frío es realmente intenso, parada en esa esquina espero impaciente el taxi que me llevará de vuelta a casa. El tiempo transcurre, y comienzo a quedarme sola.
De la vereda de enfrente provienen unos gritos que llaman mi atención; con dificultad puedo ver dos personas forcejeando. Mis manos comienzan a sudar y mi corazón se acelera, solo se me ocurre tomar el celular y llamar al 911. Nadie contesta mi llamado.
En dirección contraria sale corriendo un joven de aproximadamente treinta años. La mujer queda tirada en el suelo, cruzo Libertador para ayudarla.
Al llegar me encuentro con una joven de pelo platinado, cuando comienza a incorporarse veo que luce un vestido estrecho de modal, sandalias doradas de taco cuadrado, cejas tatuadas y una boca exageradamente pintada.
Me acerco para preguntarle cómo se siente, miro sus pies, el azulado de sus dedos da cuenta de la temperatura bajo cero que registra el termómetro hace varias horas.
-         Disculpame ¿Estás bien?- le pregunto.
-         ¡Tomatelás loca! ¡Dejame!
Sigo intentando comunicarme con el 911, todavía sin éxito. Busco en mi cartera un pañuelo para contener la sangre que sale de su nariz.
-         ¿A quién llamas? No será a la cana, ¿no?
-         Si no querés que llame a la Policía, decime vos a quién puedo llamar. ¿Qué puedo hacer para ayudarte?
-         No hay nadie a quien puedas llamar, estoy sola.
-         ¿Te robaron algo?
Mientras tomo una de sus manos, frías como un témpano, comienza a llorar acongojada, y me dice:
-         Nadie vino a robarme.
-         ¿Qué te pasó?
-         Ramón, mi novio, viajó de Paraguay para verme y me encontró en “éstas”.
-         ¿Vos también sos de allá?
-         Sí, soy de Guayaibí, allá en el campo era diferente, la plata no alcanzaba para nada y tuve que venir a Buenos Aires, para mandarle algo a mi familia.
-         ¿Dónde vivís? ¿Hay alguien que pueda venir a buscarte?
-         No tengo casa. Vivo con la dueña del lugar donde trabajo, que si se entera de esto me echa.
Mientras termina de levantarse, saca un Lucky Strike del paquete, lo pone entre sus labios y lo enciende. Comienza a alejarse lentamente murmurando:

-         Gracias, piba.
Mientras la veo irse caigo en la cuenta que no le pregunté su nombre.
     Alcanzo a gritarle.
-         ¿Cómo te llamás?
-         Irupé…
De fondo el zumbido de los autos, en el semáforo se detiene un taxi. Corro para alcanzarlo, mientras indico mi destino, la veo allí parada en otra esquina, tiritando frágil como una alegoría viviente de su propio nombre, en medio de la inmensidad, acechada por lo desconocido; esperando abrir sus pétalos al mejor postor.  

María Belén Spadavecchia

sábado, 3 de noviembre de 2012

El buen café


No todo mal día tiene que ser completo. No todo mal comienzo tiene que tener un final malo. Un mal día no tiene por qué terminar peor. Por eso, cuando necesita remontar, para ella no hay nada mejor que un café. Pero no cualquier café, sino eso a lo que llama: “un buen café”. No tanto por lo “buen” café que sea, siempre más bien aludiendo al tamaño (en Starbucks sirven vasos de medio litro de café, generosos).
En uno de sus días malos, pero remontables, se dirige al Starbucks más cercano.
Es miércoles. Ese día que no se sabe si está más cerca del fin de semana, o tan en la mitad de la semana que más bien está lejos, un día malo. Tras una mañana agitada de estudio, tránsito y ruidos que sobresaltan, caras tintadas de mal humor que parece transmitirse a uno con solo mirarlas, ella va a Starbucks.
A unos metros de llegar ya siente ese olor a café que parece despertarle los sentidos, relajarle los músculos. Al entrar, las buenas vibraciones. En el lugar, en casi todos los casos, suena música ambiental. Se siente transportada por todo eso y más. Hacia un lugar vacío, tranquilo. El sol alumbra con rayos suaves y uno puede quedarse dormido sin enterarse,  sobre el mullido pasto verde. Lejos. Muy lejos de la ciudad.
Elige lo de siempre, se dirige a su lugar. “Su” porque siempre suele buscar una mesa contra alguna ventana, para ver a la gente pasar. Y así es.
Las personas desfilan apuradas por las calles. Se atropellan sin pedir disculpas. Se echan malas miradas. Se transmiten malos pensamientos. Pero ella ya es ajena, está en otro mundo.
Desde la vereda de enfrente, ve cruzar a un niño de unos cinco años. No lleva ropa limpia, está descuidado. En lugares como ese siempre hay gente de seguridad, un policía parado en la puerta, a veces adentro deambulando, depende del día y su ánimo. Pero esta vez no parece notar que el niño entra.
Empieza a pedir monedas por las mesas. Las señoras refinadas comentan: “Pobre chico, nadie lo educó como corresponde”, “A estos hay que encerrarlos a todos”, “Pobrecito, su padre debe ser un drogadicto y tal vez su madre una prostituta”. Hablan pero lo ignoran. Las madres que traen a sus hijos a merendar luego del colegio también hablan: “No tengo”, y entre dientes “Pobrecito… alguien debería ayudarlo”. Ese hombre que se está volviendo loco con el celular, tratando de arreglar una reunión que perdió, ni siquiera lo ve pasar. Antes de terminar el camino por todas las mesas, es interceptado por uno de los empleados.
- Nene, te tenés que ir.
- ¿Por qué? – dice el niño con timidez – no estoy haciendo nada.
- No tenés que estar acá, no podés estar acá, molestás a los clientes – le replica el empleado mientras lo agarra de la ropa para poder sacarlo.
- ¡Qué me agarrás, gil! Soltame querés – le grita al empleado ya con un tono de voz alto.
En ese momento llega el efectivo de seguridad que estaba custodiando la puerta. Este obliga al niño a salir. Lo lleva hasta la puerta a la rastra, el niño se resiste, lo golpea, forcejean, gritos. Por un momento todo el lugar los está observando, todos le prestan atención. Cuando logra llevarlo hasta la puerta, el niño se “despide” escupiendo al oficial en la cara. Luego se va corriendo.
Dura segundos el asombro de las personas que están observando. Se escuchan algunos cortos comentarios sobre la situación, pero eso es todo. En segundos, todos están en donde empezaron. Nada pasa. Como las personas que caminan por la calle, que se chocan sin preocuparse, son todos unos desconocidos. Cada uno está en su mundo.
Y así seguía ella. Tomando su “buen café”, sentada frente a la ventana viendo a la gente pasar, desconectada, en su propio mundo lo suficientemente alejado del real.

Milagros García

¡Que demuestre Antonio!


Otra noche de primavera que el invierno arrebató aún no decidido a retirarse, la baja temperatura parece no importar en los confines del Parque Avellaneda, que se viste de verano o al menos de carnaval.
Arañando las once estaciona el primer micro escolar que anuncia su llegada con el toque de bombo con platillo, por las ventanas salen banderas de los colores de la murga que se acerca, se ven caras pintadas y levitas ansiosas por escaparse de la percha que las aprisiona.
Desde Directorio atraviesan el parque los primeros espectadores que de a poco se van apostando frente al portón del viejo tambo a la espera del comienzo del viaje a febrero. Los más desorientados siguen el camino de banderines, otros se guían por el ruido de los bombos y el resto cruza el parque de memoria.
Mientras estaciona un segundo micro escolar, las miradas de los presentes cambian de horizonte desde Olivera un hombre se acerca pateando cuanta piedrita encuentra, gambetea a lo diez y en una corrida eterna, le amaga a un par de árboles y es víctima de un paso torpe que no puede esconder.
Los pibes arrancan con un tibio “Antonio, Antonio” que pronto se hace masivo, la atmósfera roza lo futbolístico, entre palmas y silbatos le dan la bienvenida a quien parece ser una figura infaltable de los viernes de tambo.
Ya está más cerca del playón y la arenga toma más fuerza, Antonio parece ser un hombre de cuarenta y largos, un tanto desalineado y con la piel gastada, que sólo trae una remera casi sin color de Los Viciosos de Almagro, un pantalón de River y tres pelotitas de diferentes colores. Su paso es interrumpido por un grupo de chicos que se acercan a saludarlo, devuelve el afecto con unas cuantas sonrisas y agita sus brazos para saludar al resto de los presentes.
Se abre el portón, el sonido y la primera murga ya están listos. El numeroso público va ingresando mientras deja en un changuito de supermercado los alimentos no perecederos que hacen de valor de la entrada.
Anécdotas que rompen en carcajadas, las primeras vueltas de fernet, colores que se funden en abrazos eternos, y una cumbia de fondo que algunos se atreven a bailar.
La llamada de los bombos estalla y los bailarines ingresan desde el parque al interior del tambo provocando la interrupción de todas las actividades, atrás de la murga y como un polizón ingresa también Antonio. Con algo de timidez saca las tres pelotitas del bolsillo comienza a hacer malabares e intenta bailar al compás de la percusión, sacude el esqueleto, pasos circulares y pequeños saltitos que le arrancan algunas sonrisas a quienes miran el espectáculo. No logra acoplarse al ritmo del bombo pero a él parece no importarle sigue con sus malabares y ahora las pelotitas encienden luces de todos colores.
Mientras la murga se acomoda en el escenario, Antonio busca por el piso lo único que trae a cuestas, encuentra dos de las tres pelotitas, la tercera se la alcanza el director de la murga de turno que le pasa el brazo detrás del hombro y lo acompaña al playón. Antonio se queda fuera mirando por el pequeño espacio que separa al portón de la pared, le pide un pucho a los últimos en entrar, sigue bailando a su ritmo, con su tiempo, mueve la cadera, canta alguna canción de las murgas de antaño y deja caer alguna que otra lágrima.
Se refugia en los rincones de la plaza, sube-baja y hamaca, se pinta la cara con el rocío de las ramas, arma en el arenero el escenario, alza su viejo telón imaginario, se pone a jugar y va a disfrutar de su propio show, larga una carcajada y vuelve a bailar.
Los murgueros que vieron cómo lo sacaban del tambo, regresan, lo van a buscar por el parque entonando la misma canción que cuando lo vieron llegar y en cuestión de minutos casi todos están en el arenero bailando con él y cantando la canción que, según ellos, una murga le escribió “los bombos se enloquecen, los pibes hacen lugar y piden demuestre Antonio y que siga el carnaval” la fiesta se traslada por lo menos por un rato a aquel lugar.
Entre abrazos y copas de más la multitud y Antonio vuelven al interior del tambo a disfrutar de la murga que está por salir, un poco retrasada por lo ocurrido. Cerca de las tres de la mañana comienza a sonar la segunda agrupación. El mal trago ya ha sido olvidado y Antonio seguirá robando sonrisas hasta vaya a saber qué hora de la madrugada.

Valeria Ponse

Cuestión de barrigones


Al que nace barrigón, es al ñudo que lo fajen”. Desde chica me gustaron los refranes, pero este en particular, constituía para mí, un pequeño enigma.
Como los refranes suelen transmitirse oralmente, y como todavía no había leído el Martín Fierro, por mucho tiempo creí que “al ñudo” era una sola palabra: “alñudo”. Imaginaba que era un adjetivo cualquiera. Este refrán aludía, para mí, a un tipo de barrigón. Uno alñudo (lo que fuera que significara), así como otros podían aludir a barrigones corajudos, confianzudos, o cornudos. Es cierto que la frase, con el sentido que yo le adjudicaba no tenía coherencia gramatical (“Al que nace barrigón, es alñudo que lo fajen”), pero quién era yo para para juzgar la sintaxis de la cultura popular de mi sociedad. Sobre todo, cuando acepté  de buen grado que Andrés Ciro nos cantara “ando ganas de encontrarte/ cuánto lejos que estás acá/ ando ganas de encontrarte/ ando lejos, más no me da”.
Pero esto no era lo que más me impresionaba del refrán, sino la crueldad que encerraba. Según lo que yo entendía, a aquel que tenía la desgracia de nacer barrigón (lo que aparentemente era inaceptable), y para colmo, alñudo, había que fajarlo. Y para mí, pegarle a un gordito era inconcebible. Y más aún porque, como explica claramente el refrán, el gordo había nacido así. 
Con el tiempo entendí que “alñudo”, no era “alñudo”. Y lo de fajarse lo comprendí cuando tuve que ir al casamiento de mi prima con cinco kilos de más.
Pero los que parecen haber tenido esta misma confusión son los de “cuestión de peso” (CDP). Pero ellos, más astutos, decidieron confundirse en el momento en que la salud está de moda, al igual que los reality shows, la crueldad televisiva, el minuto a minuto, y otras menudencias (que los gorditos tendrán que comerse si quieren permanecer en el programa).
El semiólogo español Jesús González Requena decía que lo característico de un espectáculo es la relación a distancia entre un cuerpo negado (porque se reduce a la mirada) de un espectador, y la de un cuerpo que se exhibe plenamente. Este es un cuerpo afirmado. Señala, además que en el espectáculo televisivo, ese cuerpo, al llegar como una imagen, también desaparece. Es, de esta manera, un cuerpo negado. Pero, para los participantes de CDP, esta negación se convierte en una condena, como el voto “no positivo” de Julio Cleto Cobos.
Estos saben que, al ingresar, tendrán un tratamiento que incluirá viandas, ejercitación física, educación nutricional, seguimiento médico, incluso cirugías. Pero el combo también incluye humillación pública si no hicieron el registro de comidas, que los graben mientras se bañan, o baile del caño. Creo que también incluye escuchar un disco entero de Arjona cada vez que se pasan con los permitidos.
El programa se basa en una premisa: La obesidad es una enfermedad. Justamente el programa es supervisado por médicos. Pero, qué clase de tratamiento incluye sentar a los pacientes ante una mesa atiborrada de comida para luego humillarlos y sancionarlos cuando los excesos fueron cometidos. Se dice que los medios reflejan lo que pasa en la vida cotidiana. Espero que no sea cierto. Me alarma que esta lógica pueda estar repitiéndose en tratamientos no televisados. Que, por ejemplo, a los alcohólicos se los lleve a festejar San Patricio;  o, tal vez, que a una paciente con enfisema le arreglen una cita con Lanata: o que a los depresivos los pongan a escuchar The Cure, o peor aún, Montaner.
También me preocupa el futuro del programa. No porque me estén por contratar como productora del ciclo o porque tenga acciones en “tostadas Riera”, sino porque me atemoriza hasta dónde puede llegar. Porque como dijo el poeta, primero vinieron por “la Chechu” para hacerle un doping sorpresa de diuréticos y no dije nada porque yo no había consumido diuréticos. Después vinieron por Luisito para que corra en una cinta a espaldas de una piscina prendida fuego, a riesgo de caer en ella, y no dije nada, porque yo tenía un traje ignífugo. Ahora vienen por mí, y aquí me van a encontrar, viendo cómo Claribel Medina pasa de ser una simpática actriz de aires caribeños,  a Cruella de Vil.  (Y Verón, a ser el policía que persigue a Terminator).
A fin de cuentas, aún no me queda claro si a los que nacen barrigones, es en vano o no que los fajen. Pero que los están fajando, no me cabe ninguna duda.

Cintia Paz