domingo, 20 de mayo de 2012

Microrrelato: Las caras del amor


Bajo el cálido sol y sobre la arena blanca de una playa caribeña, los enamorados celebran su reconciliación; el amor entre ellos se expande a lo largo de la orilla. La pasión entre ellos converge con la temperatura; se abrazan y aman como si el mundo alrededor no existiera, ansiosos por el comienzo de su nueva historia. En un hotel, en el extremo Norte de América, la pareja intenta, desganadamente salvar la relación, el odio, la traición, la desilusión y la desconfianza inundan el ambiente, se ven como si fueran extraños. A pesar de que la estufa se encuentra encendida, el frío que congela los autos en el exterior parece filtrarse por las paredes, el regreso a casa será eterno, y el final que acecha inevitable. 

Melody Rico

Felicidad clandestina: cambio de narrador


No me gusta recordar mi infancia, las cosas que para cualquier niña de mi edad eran motivo de alegría, para mí resultaban ser un martirio.
Fui la primera de mi clase en tener pechos, y mientras esto no resultó en mi beneficio pues era gordita, cuando les tocó el turno a las demás chicas, fueron admiradas por los varones de la clase, ¡cómo quise al menos ese mínimo de atención hacia mí!
Siempre me gustaba llevar caramelos a la escuela, pensaba que si los hacía visibles en el bolsillo de mi camisa, tal vez alguien se animaba a pedirme uno y así por fin iba a hacer un amigo. Pero no fue así, más bien resultó ser un motivo más de burla.
La única razón por la que se acercaban a mí, era por la librería de papá, y cuando alguna de ellas estaba por cumplir años comenzaban a lanzarme indirectas de libros que les interesaban.
¿Y qué podía hacer yo si hace años que el tema de conversación a la hora de la cena era lo cerca que estaba la librería de entrar en quiebra? No les podía regalar libros, y papá lo único que me daba eran unas postales de Recife, que con mucha vergüenza entregaba en cada festividad.
Hablaban mal de mí, yo le contaba a mis papás pero nunca nadie me creía, y es que estas chicas eran tan lindas que era casi imposible desconfiar de ellas.
Un día intenté darles una lección, en especial a una de las chicas, que sólo me buscaba para ver qué libro podía conseguir de mí. Recuerdo que la escuché hablar de El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato, un libro que jamás quise leer, pero que estuvo siempre en casa.
Entonces le dije que lo tenía y que podía pasar a buscarlo por casa, cuando vino le dije que se lo había prestado a otra de nuestras compañeras, y que regresara al día siguiente. Se me ocurrió que tal vez si venía seguido, en algún momento me iba a pedir pasar a casa y así podríamos jugar, pero no fue así, en cuanto le traía la falsa noticia se iba saltando alegremente. ¿Acaso no había forma de darle una lección a esta niña?
Pero, un día mamá notó algo extraño, y justo cuando terminaba de decirle a la chica que aún no le podía prestar el libro, mamá vino y  nos preguntó que qué pasaba; yo me puse fría, no contesté, pues sabía que sería malinterpretada.
Después de un largo e incómodo silencio en el que la chica ni siquiera trató de inventar una historia para salvarnos, mamá supo lo que pasaba y no sólo me delató al decir que ese libro jamás había salido de casa, sino que también me hizo prestárselo, frustrando así cualquier posibilidad de establecer una amistad con la chica. 

Dominique Galeano

miércoles, 9 de mayo de 2012

La NO-biografía


No me gustan las biografías. La verdad nunca me gustaron.
Y ni que hablar de tener que escribir una AUTO-biografía. Las encuentro demasiado vacías y ajenas. No hay nada peor que le puedan pedir a uno, de la nada, así como así, saque a relucir (como los trapitos al sol) sus más profundas intimidades.
Eso de andar desnudándose frente a una multitud mostrando hasta el último pedacito del ser no es para mí.
Me rehúso a ponerme a contar cosas, tales como que nací el 26 de Septiembre de 1992 en un lugar que mi mamá siempre me dice y yo nunca me acuerdo pero que estoy segura, quedaba en la ciudad de Buenos Aires. O que después de la tercér mudanza la ratita Rosita y yo nos hicimos compañeras del desasosiego y el desconcierto que representaba tener que cambiar de lugar como quien se cambia los zapatos. O que la colección “Tengo celos”, “Tengo miedo” y muchos otros “Tengo” y yo nos sentimos tan identificados y tan unidos que llegamos a aprender juntos que nos faltaban todavía muchísimos “Tengo” por aprender.
Incluso no voy a contar que luego de haber empezado el colegio, me agarró una enfermedad que duró varios meses y que hacía que mi estómago comenzara a revolverse, girar y girar cada vez que veía uno de esos cuadrados que tienen muchas hojas y palabras adentro (¡PUAJ!). por suerte el Doctor Papirofobia hizo que me recuperara y pude salir adelante. Sin embargo, debo admitir que fue uno de esos casos en los que la cura es peor que la enfermedad porque si bien las descomposturas cesaron, comencé con una adicción. Adicción por esas cosas que antes me hacían tan mal.
Tampoco que una vez cuando estaba en sexto grado me di cuenta de que tenía un monstruo en el bolsillo pero no se lo podía contar a nadie porque tenía miedo que creyeran que estaba loca. O peor, que me dijeran que estaba mintiendo. Así que tuve que enfrentarme yo solita con mi monstruo y hacer que se fuera. Al fin y al cabo uno no puede andar por la vida con una bola de pelos tibia y suavecita que por momentos se hacia grande y por otros volvía a ser chiquita.
¡Lo que no voy a contar a toda costa (aunque mi vida dependa de ello) es de cómo me convertí en varias mujercitas! ¿Qué acaso se piensan que uno va por la vida gritando a los cuatro vientos sus privacidades más importantes y significativas?. ¡Nunca!. Ese es un secreto que sólo sabemos Jo y yo y que jamás revelaremos.
Ni que hablar de contar sobre las cosas que aprendí sobre el clima y sus inclemencias. Que las noches de lluvia escuchando las gotas sobre el techo de policarbonato son especialmente ideales y que (según un tipo con un apellido muy hogareño) está prohibido suicidarse en primavera.
Lo digo de verdad. No voy a contar absolutamente nada sobre mí.

Marina Duro Darino

martes, 1 de mayo de 2012

Autobiografía: Detalles difusos


Mientras escribo me impregna el temor de que esto se convierta en una cronología. Confieso que pensé mucho en cómo comenzar esta autobiografía y por más que quise darle un giro concluí que lo mejor es empezar por el principio, es decir contando que llegué al mundo un viernes lluvioso de septiembre hace alrededor de veinte años. Sin embargo, detallar todo lo que sigue no me resulta tan sencillo.
Mi vida estuvo y está atravesada por otras personas, por los libros, mis fieles compañeros, por música y al mismo tiempo, por silencios. Tuve una infancia feliz, aunque crecí deseando una hermana mayor. En mi adolescencia primaron las  inseguridades y los miedos, pero las fiestas, los amigos y los viajes también tuvieron su lugar en aquellos años. El tiempo me ayudó a madurar y a aceptarme con mis defectos y virtudes. Y así, después de algunos contratiempos, por fin encontré mi vocación, que en realidad siempre había estado en mí.
Sin embargo, debo aclarar que con las vivencias me pasa como un soñador con sus sueños. Sólo recuerdo la energía del momento y al querer ponerle palabras y buscarle una lógica, termino agregando detalles que no sé si realmente sucedieron. Se mezclan cosas que tengo en mi memoria y cosas que me contaron sobre esos momentos. Es por eso que mis primeros años de vida están construidos a partir de relatos de otros, me parece ajena la niña que a los tres años de vida volvía del jardín cantando Mariposa Tecnicolor; aunque hoy en día comparta con ella el gusto por Fito.
Con las experiencias de más grande tengo una contradicción, cuando las cuento o simplemente las recuerdo, trato de ser lo más fiel posible a los hechos, pero al mismo tiempo mi gran pasión por narrar historias me dificulta esa tarea. Será porque leí mucho o por mi fanatismo por las telenovelas. No lo sé realmente. Como dije, me gustaba contar historias. Entonces, con frecuencia manchaba con algunos tintes de ficción mis relatos. Deseo plasmar parte de mi vida, pero dudo si yo patinaba como los dioses, o simplemente eso pasaba por mi cabeza cuando tomaba las clases. Vacilo al describir mi viaje de egresados, sé que la pasé bien pero no estoy completamente segura de si yo guiaba al grupo con mis ocurrencias o solamente seguía a mis amigas. Puedo afirmar que la mayor parte de mis recuerdos son felices y que disfruté mi infancia, pero no puedo evitar preguntarme si mi pasado fue tan divertido como lo suelo contar. Creo que no hubo tantas fiestas y sí más lecturas solitarias sobre personajes que para mí tenían una vida más interesante que la mía.
Siempre estuve rodeada de realidad y ficción y hasta a veces llegué a pensar que estaba hecha de ambas cosas. Leí por ahí que el sentido de la autobiografía es definir quiénes somos, capaz soy eso, una mezcla de ficción y realidad. Es en este punto de la escritura cuando llego a la conclusión de que me resulta imposible narrar las cosas como realmente sucedieron. Prefiero quedarme con las enseñanzas y las emociones que las experiencias me dejaron, esas sensaciones que temo perder si las plasmo en un papel. Por eso, hoy elijo enfocarme en estos aspectos, quizá algún día miraré con otros ojos mi vida. Pero en ese momento será otra Tiara la que se siente a escribirla.
Tiara Nadia Toribio 

Autobiografía: Sentidos


Nací un 25 de noviembre, o tal vez un 24, como afirma fervientemente mi hermana mayor. No es un detalle menor. De ser cierta la segunda hipótesis estaría usted frente a una persona distinta de la que creo ser. Si le cuento esto es porque no quiero engañarlo, no quisiera que me considere una impostora.
¿Cómo resolver este dilema?
¿Dónde están los astrólogos cuando más se los necesita? Seguramente podría decirme si mi personalidad corresponde a los nacidos con luna en sagitario, virgo o luna de valencia.
Esta cuestión  es la que signa mi vida. Siempre me confundieron con otra.
Ya en jardín de infantes se equivocaron entregándome una medalla en educación física ¡justo a mí! que nunca fui de demostrar el movimiento andando, filosofía de vida que en el curso de los años me encargué de que quedara bien en claro. También me confundían con mis hermanas: ¿Sos la menor? ¿La mayor? Me hubiera gustado decirles que era la escala musical completa, pero no puedo mentir y tampoco tengo gracia para los chistes. Por suerte no me confundían con el varoncito, eso me hubiera ofendido un poco, pero solo un poco, porque lo admiro mucho. Se confundían también las maestras  cuando me decían: ¡qué calladita, siempre prestando atención! Y no se daban cuenta de que si actuaba así era porque mi cabeza estaba siempre volando vaya a saber sobre qué mundo. Incluso me sorprendí muchísimo cuando en tercer grado me eligieron mejor alumna, porque de ese año el único momento en que recuerdo haber estado realmente allí, fue el día en que el maestro Pepe nos enseñó a leer la hora ¡¿Justo ese día tenía que prestar atención?!
Todavía no me explico cómo es que nadie llega a conocerme completamente. Pero por supuesto el error es todo suyo.
En cambio, yo los conozco perfectamente. Los capto con todos mis sentidos. Aunque esto último es solo un decir, porque sobre el tacto y el gusto, bueno… se hace lo que se puede. En cuanto al olfato, por alguna extraña conexión cerebral disminuye cuando mis oídos reciben mucha información. La audición sí se me da bien. Soy toda oídos. Tuve que desarrollarla cuando la visión comenzó a fallar, o sea, desde siempre, pero eso no me molestó, ya que como se sabe la visión es engañosa. Además durante mucho tiempo no la necesité.
Viví toda mi vida en un barrio chico. Siempre veía a las mismas personas: mis vecinos, mis amigas, la gente del colegio, mi familia. Allí donde la visión no llegaba, a fuerza de costumbre terminaba de conocerlos. Cada día tenía la oportunidad de percibir un nuevo rasgo. El tiempo jugaba a mi favor. Pero después, aunque el barrio era el mismo, tuve cada vez menos tiempo para ellos, a algunos, incluso, los dejé de ver. Conocí nuevas personas, mucho más efímeras la mayoría. En los trenes, en los colectivos, en los cafés, en las aulas de la facultad, caminando por la calle. Mas como ya no contaba con el tiempo como aliado, cuando las responsabilidades empezaron a abrumarme, busqué otras estrategias. En un momento pensé que esa estrategia podía ser la psiquiatría, pero fui yo la que casi enloquece en el camino. Todavía sigo buscando.
Pero no quiero irme por las ramas una vez más. Creo que la pregunta inicial era, quién soy yo realmente, o algo parecido. Tal vez debería preguntarle a mi madre. Al parecer ella lo sabía, o al menos sabía quién no era, porque cuando yo le decía: “Fulanita hace las cosas así” ella me respondía “¿Vos sos Fulanita?” Seguramente mi madre tenga la respuesta y tendré que creerle, porque lo que ella dice es “palabra santa”.
Por mi parte no creo que pueda dar una respuesta definitiva. Aparentemente todavía estoy escrita en borrador con una letra inentendible, llena de aclaraciones, notas al margen y palabras tachadas o borroneadas. Lo que sí tengo es un certero comienzo: Nací un 25 de noviembre, o tal vez un 24.
Cintia Gabriela Paz