sábado, 3 de noviembre de 2012

El buen café


No todo mal día tiene que ser completo. No todo mal comienzo tiene que tener un final malo. Un mal día no tiene por qué terminar peor. Por eso, cuando necesita remontar, para ella no hay nada mejor que un café. Pero no cualquier café, sino eso a lo que llama: “un buen café”. No tanto por lo “buen” café que sea, siempre más bien aludiendo al tamaño (en Starbucks sirven vasos de medio litro de café, generosos).
En uno de sus días malos, pero remontables, se dirige al Starbucks más cercano.
Es miércoles. Ese día que no se sabe si está más cerca del fin de semana, o tan en la mitad de la semana que más bien está lejos, un día malo. Tras una mañana agitada de estudio, tránsito y ruidos que sobresaltan, caras tintadas de mal humor que parece transmitirse a uno con solo mirarlas, ella va a Starbucks.
A unos metros de llegar ya siente ese olor a café que parece despertarle los sentidos, relajarle los músculos. Al entrar, las buenas vibraciones. En el lugar, en casi todos los casos, suena música ambiental. Se siente transportada por todo eso y más. Hacia un lugar vacío, tranquilo. El sol alumbra con rayos suaves y uno puede quedarse dormido sin enterarse,  sobre el mullido pasto verde. Lejos. Muy lejos de la ciudad.
Elige lo de siempre, se dirige a su lugar. “Su” porque siempre suele buscar una mesa contra alguna ventana, para ver a la gente pasar. Y así es.
Las personas desfilan apuradas por las calles. Se atropellan sin pedir disculpas. Se echan malas miradas. Se transmiten malos pensamientos. Pero ella ya es ajena, está en otro mundo.
Desde la vereda de enfrente, ve cruzar a un niño de unos cinco años. No lleva ropa limpia, está descuidado. En lugares como ese siempre hay gente de seguridad, un policía parado en la puerta, a veces adentro deambulando, depende del día y su ánimo. Pero esta vez no parece notar que el niño entra.
Empieza a pedir monedas por las mesas. Las señoras refinadas comentan: “Pobre chico, nadie lo educó como corresponde”, “A estos hay que encerrarlos a todos”, “Pobrecito, su padre debe ser un drogadicto y tal vez su madre una prostituta”. Hablan pero lo ignoran. Las madres que traen a sus hijos a merendar luego del colegio también hablan: “No tengo”, y entre dientes “Pobrecito… alguien debería ayudarlo”. Ese hombre que se está volviendo loco con el celular, tratando de arreglar una reunión que perdió, ni siquiera lo ve pasar. Antes de terminar el camino por todas las mesas, es interceptado por uno de los empleados.
- Nene, te tenés que ir.
- ¿Por qué? – dice el niño con timidez – no estoy haciendo nada.
- No tenés que estar acá, no podés estar acá, molestás a los clientes – le replica el empleado mientras lo agarra de la ropa para poder sacarlo.
- ¡Qué me agarrás, gil! Soltame querés – le grita al empleado ya con un tono de voz alto.
En ese momento llega el efectivo de seguridad que estaba custodiando la puerta. Este obliga al niño a salir. Lo lleva hasta la puerta a la rastra, el niño se resiste, lo golpea, forcejean, gritos. Por un momento todo el lugar los está observando, todos le prestan atención. Cuando logra llevarlo hasta la puerta, el niño se “despide” escupiendo al oficial en la cara. Luego se va corriendo.
Dura segundos el asombro de las personas que están observando. Se escuchan algunos cortos comentarios sobre la situación, pero eso es todo. En segundos, todos están en donde empezaron. Nada pasa. Como las personas que caminan por la calle, que se chocan sin preocuparse, son todos unos desconocidos. Cada uno está en su mundo.
Y así seguía ella. Tomando su “buen café”, sentada frente a la ventana viendo a la gente pasar, desconectada, en su propio mundo lo suficientemente alejado del real.

Milagros García

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