viernes, 22 de junio de 2012

Un reflejo en el espejo


Sentado en el borde de un cantero fumaba un cigarrillo; el humo se fundía con la luz de la luna en el corazón de aquel burdel. La puerta entreabierta de una de las habitaciones me dejó ver en un espejo el reflejo de una mujer cuya belleza podía dejar idiotizado a cualquiera, y yo no fui la excepción.
El maquillaje corrido de su rostro y su cabello despeinado señalaban el final de la noche para ella. Luego de servirse una copa de vino, comenzó a quitarse el arsenal de joyas que sólo ella lucía con tanta elegancia. Comenzó por el collar de perlas, siguiendo por sus aros, anillos y pulseras de fantasía con imitaciones de las piedras más preciadas.
Su cuerpo casi desnudo, delicado y atractivo, era la perfección misma. Un corsé rojo con encajes en color negro era la única prenda que cubría su silueta, comenzaba por encima de su busto y terminaba en su cadera. Este parecía estar pintado en su piel.  
Luego de colocarse de espalda al espejo y girar su cuello de forma que pudiera verse en él, estiró su brazo pasando su mano por encima de los hombros para tirar de la lazada y así quitarse el corsé. El primer intento fue inútil, pues sólo la punta de su dedo índice logró rozar el lazo. La mujer repitió la acción una y otra vez y cuando parecía rendirse, tomó impulso y estirándose tanto como sus músculos lo permitieron, con la yema de sus dedos alcanzó la lazada, pero cuando tiró de ella el nudo permaneció intacto. Sus esfuerzos continuaron y el cansancio ya podía notarse en su expresión y en las gotas de sudor que caían sobre su cara.  Con la mano que le quedaba libre se tomaba el abdomen, por momentos apretándolo, como si intentara calmar algún dolor. Aquel corsé que acentuaba sus curvas la había vuelto su prisionera, la lazada era la cadena de aquella cárcel.
Desde las penumbras mi cuerpo paralizado y excitado no hacía más que desearla. El brillo de su encanto refractado en el espejo me había dejado ciego y totalmente perdido.
El lazo se anudaba cada vez más; la muchacha pálida por la presión cayó desplomada en el piso. Al verla, sentí el impacto con la realidad y mi cuerpo entumecido reaccionó; arrojé el cigarrillo en el cantero y corrí a socorrerla. Apoyé mi mano en su pecho y esta se ahogó en un mar de sangre; su corazón ya no latía. Corté la lazada con mi navaja, y allí debajo del corsé, ese fino metal que es disimulado en el tejido, esta vez  atravesaba su abdomen.
Los primeros rayos de sol entraban por las ventanitas de la puerta que me había convertido en el único testigo y cómplice silencioso de esta muerte. 

Magalí Váttolo

domingo, 3 de junio de 2012

La minifalda negra


En un vestuario lleno de perfume de rosas, de un ir y venir de tacones, de mejillas sonrosadas artificialmente, de volumen en las pestañas y boquitas de pescado, la bailarina tomó una de las prendas de su vestuario. Era una minifalda negra. Se la probó y al subir el cierre notó que se ajustaba demasiado a su figura y que era exageradamente corta para su performance. No quería dejar a “Los mareados” aún más mareados, así que probaría con otra.
Llevó sus brazos hacia atrás y bajó la cremallera, pero esta se detuvo un centímetro más abajo.  Giró con dificultad la pollera llevando el cierre hacia el frente, pero sus intentos fueron inútiles. Pidió ayuda. Intentaron bajarla por las piernas, pero la cintura de la pollera no avanzaba más allá de sus caderas. Probaron sacarla por arriba, pero su obstinación por conservar sus costillas, hizo infructuosa esta tarea. Con cada forcejeo la minifalda parecía volverse cada vez más chica. Se podría decir que se había vuelto una prenda íntima, intimísima, expuesta a una multitud de mujeres que, con bríos, tiraban de la tela, y de todo lo que cabía debajo.
“Se tiene que abrir”, la alentó, ofuscada, una de las muchachas, y con una delicadeza y gracia propia de un luchador de sumo, tomó cada uno de los extremos del cierre, mientras que con la cabeza sostenía a su amortajada amiga, para que no se cayera hacia delante.
Para alivio de la sofocada joven portadora del cinturón gástrico de tela, aparecieron unas tijeras.
Había que tener mucho cuidado. Al fin y al cabo, no querían dañar la preciosa minifalda negra.

La encapsulada joven respiró profundo y contuvo el aire. El frío metal rozaba su piel.
El corte fue certero. La pollera se deslizó por sus piernas sana y salva. Lamentablemente la falda estaba empapada en sangre pero nada que un buen lavado no solucionara.

Cintia Gabriela Paz

La perfección tiene su precio


Tenía que ser perfecto. Ni una mínima arruga, ni una manchita. El día siguiente sería su primer día como gerente de planeamiento. Todo listo en la percha dentro del estuche porta traje, desde la tarde anterior. Tardó cinco horas en conciliar el sueño: se durmió a las tres de la madrugada. Igualmente se despertó y saltó de la cama a las siete de la mañana. Antes de salir, el último paso del proceso: la corbata. Elegida al tono del traje, en combinación con esa camisa blanca de seda; perfecto nudo corazón y la punta delantera sobrepasa en su caída a la de atrás.
Mezclando ansiedad y altanería, sale a paso acelerado en busca del colectivo -¡Tanto detalle y minuciosidad para que te salgas!- Las puntas de su corbata se escapan de su pecho, saliéndose de entre las solapas de su traje de etiqueta, como en una rebelión ante la estética que se le imponía. Llega el colectivo y hay mucha gente detrás suyo. No hay tiempo de acomodar esta prenda, hay que buscar monedas en el bolsillo para sacar el boleto -¿Cómo se me escapó ese detalle? ¡Debí haberlo previsto anoche!- Pasa al centro del colectivo, lleno de forma tal que cualquier movimiento afectaría el perfecto planchado de treinta minutos de la camisa. La corbata tendrá que esperar hasta que se baje más gente que la que sube o, en su defecto, hasta que él se baje. No tiene que preocuparse. En algún momento, antes de entrar a trabajar, se acomodará la cinta de tela que pende de su cuello para que vuelva a ser una corbata elegante.
Su paciencia lo hizo sufrir hasta que llegó a destino. Llegaría el alivio, ya se bajaría del vehículo y podría alinearse, pero la desinhibición fue prematura: entre su desesperación por atravesar el pasillo hasta el fondo y el apuro del chofer por finalizar su recorrido, baja y queda enganchado por la punta de ambos extremos de la rebelde prenda cuando se termina de cerrar la puerta. Ni él ni el colectivero se dieron cuenta hasta que el perfecto nudo corazón comenzó a apretar. La perfección limita el accionar del novato gerente. Piensa que aún puede ser perfecto si atina a darse vuelta a favor del tirón, aprovechando que el colectivo se mueve lentamente en el caos de tránsito, y sostiene fuertemente con la punta de sus dedos la parte prisionera de la puerta para sacarla de una vez sin arrugarla. Pero tropieza en un bache que lo deja colgando cual horca. Tal vez hubiera sido perfecto si hubiese preparado las monedas la noche anterior.
 Emiliano Cazanetz Dick

Golpe fatal


La sujetaron con fuerza para que no se escape, la tironearon violentamente intentando que cediera y así lograr de ella lo que estaban buscando. Con las manos le abrieron la boca e introdujeron contra su voluntad todo lo que se les antojó. Ella sabía cómo funcionaba aquello, tensa y a punto de explotar resistió sin desembuchar hasta el golpe fatal.
Con las ropas estiradas, los niños desde el suelo, atraparon en el aire las golosinas y el papel picado.

Mirem Pérez Diez

Sepultura en Balneario Hemingway


El sólo sentir el aire húmedo del mar besándome la frente me hacía reconocer que la expedición no había sido en vano. Escuchar el agua incesante y hermosa justificaba haber rumiado toda la ruta once con el aval del día de la independencia. Casi una lástima saber que ese instante de alegría era efímero debido al Montgomery gris que estaba enterrándome poco a poco en la arena mojada. Hundiéndome por su peso, caí en la cuenta de que efectivamente yo era un rinoceronte, por lo cual tenía sentido que el suelo arenoso no pudiera sostenerme en la superficie.
Con la arena cubriéndome las rodillas y ya ensuciando el paño del saco, divertía pensar en que al día siguiente quizá un niño se toparía con la punta de mi cuerno y que, después de horas de trabajo de balde y  palita, terminaría descubriendo el cuerpo frío y seco de un rinoceronte africano en plena Costa Atlántica. Como mínimo un cuadrito en la portada del periódico local, una pequeña fotografía del paleontólogo infante junto a mi cuerpo inerte. Luego las teorías: los científicos se las verían en figurillas intentando explicar el desfasaje ecológico de semejante hallazgo al final de la Avenida Espora, en contraste con la versión de los lugareños, la señora Iturbe narrando la historia del rinoceronte del Balneario Hemingway que aparentemente había ido todas las noches a llorarle su amor a la luna y que se habría muerto de tristeza, enterrado por su propio peso al cerrar su ciclo la luna nueva y no reconocer en la inmensidad del firmamento, el rostro de su amada Cintia.
Pensando en todo eso, me daba cuenta de que la fuerza sofocante del Montgomery ya había conseguido que la arena cubriera mi cadera dejando ambas manos completamente inutilizadas. Me asombraba la poca resistencia que ejercían mis hombros para impedir el entierro, aunque probablemente la parte inferior del saco estuviera haciendo el mayor esfuerzo con la impunidad que le brindaba trabajar bajo tierra. Qué fría se sentía la arena de abajo, más aun cuando todo mi tórax se encontraba irremediablemente cubierto. Me había equivocado al creer que mi piel de rinoceronte sería invulnerable a lo helado y húmedo del mar argentino.
Con la arena rozándome la pera, noté que el Montgomery había dejado de tirar hacia abajo y que ahora eran las puntas de mis pezuñas las que buscaban el descenso abriéndose paso entre el suelo poroso. Más perceptivas, se habían dado cuenta de que Cintia estuvo danzando al compás de mi sepultura. Ahora la espuma me lamía la punta de la nariz. La primera bocanada fue más salada de lo que imaginé.
 Manuel Guirao Pietranera