El sólo sentir el aire húmedo del mar besándome
la frente me hacía reconocer que la expedición no había sido en vano. Escuchar
el agua incesante y hermosa justificaba haber rumiado toda la ruta once con el
aval del día de la independencia. Casi una lástima saber que ese instante de
alegría era efímero debido al Montgomery gris que estaba enterrándome poco a
poco en la arena mojada. Hundiéndome por su peso, caí en la cuenta de que
efectivamente yo era un rinoceronte, por lo cual tenía sentido que el suelo
arenoso no pudiera sostenerme en la superficie.
Con la arena cubriéndome las rodillas
y ya ensuciando el paño del saco, divertía pensar en que al día siguiente quizá
un niño se toparía con la punta de mi cuerno y que, después de horas de trabajo
de balde y palita, terminaría
descubriendo el cuerpo frío y seco de un rinoceronte africano en plena Costa
Atlántica. Como mínimo un cuadrito en la portada del periódico local, una
pequeña fotografía del paleontólogo infante junto a mi cuerpo inerte. Luego las
teorías: los científicos se las verían en figurillas intentando explicar el
desfasaje ecológico de semejante hallazgo al final de la Avenida Espora , en
contraste con la versión de los lugareños, la señora Iturbe narrando la
historia del rinoceronte del Balneario Hemingway que aparentemente había ido
todas las noches a llorarle su amor a la luna y que se habría muerto de tristeza,
enterrado por su propio peso al cerrar su ciclo la luna nueva y no reconocer en
la inmensidad del firmamento, el rostro de su amada Cintia.
Pensando en todo eso, me daba cuenta
de que la fuerza sofocante del Montgomery ya había conseguido que la arena
cubriera mi cadera dejando ambas manos completamente inutilizadas. Me asombraba
la poca resistencia que ejercían mis hombros para impedir el entierro, aunque probablemente la parte inferior del
saco estuviera haciendo el mayor esfuerzo con la impunidad que le brindaba
trabajar bajo tierra. Qué fría se sentía la arena de abajo, más aun cuando todo
mi tórax se encontraba irremediablemente cubierto. Me había equivocado al creer
que mi piel de rinoceronte sería invulnerable a lo helado y húmedo del mar
argentino.
Con la arena rozándome la pera, noté
que el Montgomery había dejado de tirar hacia abajo y que ahora eran las puntas
de mis pezuñas las que buscaban el descenso abriéndose paso entre el suelo
poroso. Más perceptivas, se habían dado cuenta de que Cintia estuvo danzando al
compás de mi sepultura. Ahora la espuma me lamía la punta de la nariz. La
primera bocanada fue más salada de lo que imaginé.
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