martes, 24 de noviembre de 2009

Ciudad y Ficción: Horizontes catalejísticos

No es lo mismo, cinco millones de habitantes por ciudad;
que cinco millones de ciudades por habitante.


“Es de creer que la humanidad ha querido recompensar a Colón por haber completado el mundo, dedicándole otro mundo de papel y de tinta”. Marqués de Cinchelat
La ficción ha sido siempre la obstetra de la pujante realidad.
Inicialmente, todo origen, por más sangre involucrada (porque la sangre también es inicio), es prestado a cuidado de la ficción. Cabría preguntarse se existe principio que no contenga indicios de haber sido más o menos criteriosamente tratado por el obrar de la ficción. Todo nos hace pensar que la alborante rúbrica de ésta construye parcialmente, en la medida en que no lo hace de forma totalizante, modos de presentar tal o cual concepción que por lo general se transmiten inconcientemente.
Son estas modalidades inconscientes las que dibujan soberanos mapas culturales, que en decisión y consigna poseen usualmente límites inexplorados.
Asimismo, la ficción hace lo propio con la ciudad, ese quiste urbano donde residen conjuntamente un grupo considerable de colonos.
Cuando se piensa en un mapa de la ciudad, en una descripción de la ciudad, se nos aparece una disposición estructurada en basamentos culturales, de impresionante solidez; por ejemplo, la imagen geométrica con la división de planos donde figuran calles y alturas sobre una superficie completamente plana.
Sin embargo, estas acepciones ligadas a los mapas de las ciudades no son inamovibles e impertérritas, sino que sufren, como todos los conceptos, cambios radicales o no ante los golpeteos del ariete de la ficción.
Llegar a desmantelar, transformar, levantar(si es que no a destruir) nuevas ciudades a través de la ficción es de hecho dedicar, cual Cristóbal Colón, un nuevo y gigantesco mundo de papel y tinta, más amplio, más expandido del que conocemos, pero no por ello más realista, sino simplemente, más ficcional.
Hacer desde luego hincapié en esta discriminación es entender en efecto que la ficción no se construye única e invariablemente del mismo modo en que lo hace la realidad empírica, ni siquiera respeta, estima o se formula bajo las mismas leyes espacio temporales que esta. Así, por ejemplo, el sentimiento de lo fantástico, según hace uso de él Cortazar, se filtra en la llovida cotidianidad de Todo puede suceder de Palo Ramos conforme un zapato es la inquietante hendidura por la que se desplaza el extrañamiento y el propio relato.
Entonces, a partir de un zapato, medio par de zapatos, una leyenda casi de fábula, casi cenicienta, una condensación entre la ficción y la ciudad perceptible, entre una ciudad que llega y otra que es devuelta entre premisas de una broma y rastros de anhelos poéticos; se deduce la propuesta ficcional de toda ciudad.
Una ficción propone recetas, incluso una ciudad puede entenderse por un platillo, pero sin lugar a dudas, cada preparación (cada relato) constituye, como afirmaría Paul Ricouer, una resignificación constante del espacio urbano.
Siguiendo esta idea, toda ciudad es objeto de relato (existen casos en que la misma urbe es sujeto o personaje del relato). Lo es, en sumo modo, en tanto, sin mayores aspiraciones, una ciudad, lo mismo que todo un pueblo, puede encontrarse en el relato simbólico de una moneda. La expresividad de la ciudad, depende enteramente del cuidado ficcional sobre la realidad dada. “Crónicas del Ángel Gris” un libro de Alejandro Dolina, que más allá de ser la antología de muchos de sus cuentos es un extraño compilado en forma de monografía, quizás nos permita reubicar esta idea de cuidado ficcional. Dolina escribe sobre su barrio, el barrio de Flores, pero de un modo maravilloso. Negándose a respirar los humos de lo ortodoxo, diseña un Atlas de Flores totalmente impensado, rompiendo con los mapeos más convencionales y previsibles, aquellos que señalan avenidas o vías de ferrocarril. Confiado de que la cartografía es exactamente una falsedad y más un elemento de desorientación que de orientación, el autor menciona que existió tiempo atrás en Flores la preocupación de dar noticias más profundas y ecuánimes sobre el barrio. Aquellos prodigiosos conocedores, dibujantes, viajeros, fotógrafos, cronistas, que no son otra cosa que colonizadores, hombres de ficción, aunaron fuerzas para ilustrar el barrio en toda su “realidad”. Empezaron entonces por consignarlo todo: el curso y la dirección del agua podrida junto a los cordones, la altura de los timbres, el itinerario de los vendedores ambulantes, las verjas con perros repentinos, la ubicación de las casas embrujadas, las entradas al infierno, los sitios más propicios para la siesta del día 6 de febrero, y numerosas otras particularidades que por respeto a la humildad sintáctica no podemos mencionar. Sin embargo, parece ser que el punto está claro. Como vemos, la búsqueda de los personajes es impulsada, a través del padre creador, por vientos de ficción casi irrisorios que nos dejan a merced del descubrimiento de un nuevo mundo totalmente extraño y diferente de aquel que conocemos, pero constituido en base a los mismos materiales. Es la fuerza de percepción la que aquí funciona como una brújula que nos encamina hacia nuevas significaciones de lo ya conocido.
Seguro es saber que la ficción no puede abordar toda la dimensión de lo real, pero si puede supeditar buena parte de ella a sus ordenamientos y caprichos. Con esto no se trata de decir, que la ficción utilice avasalladoramente sus estrategias y tópicos más allá de lo que las cualidades de lo real le permitan, porque de ser así, perdería toda coherencia lógica, toda relación con su materia prima. Esto es pauta válida para todo proceso fantástico.
Ahora bien, ¿cuáles son las estrategias, o más bien los modos con las que cuenta la ficción para permitirnos ampliar los consabidos horizontes urbanos? ¿Más valdría pensar qué la ficción no trabaja de forma afásica- aunque particularmente en el cine mudo este caso se dé- sino que posiblemente opera de modo tal que las implicaciones de su funcionamiento revelen en el enunciatario (para no errar en decir solo lector) transmutaciones de lo posible? De ser así, nos inclinaríamos a pensar que, valiéndose de rótulos o rubros genérico/temáticos como pueden ser el resguardo en el hogar del mundo o la concatenación de hechos insólitos que traspasan estos mundos, la ficción, en Todo puede suceder, nos muestra una ciudad difícilmente asimilable a la imagen de simple planos con calles. La posibilidad entonces, vuelve creíble lo impensable, desata prejuicios culturales y levanta nuevas categorías o ejemplos de ciudades “colonizadas”.


Ciudad y Pluma
La pluma redescubre a la ciudad. Para hacerlo, omite, arrebata, transforma, dilata, devela, recopila fragmentos de ciudades encasillados con anterioridad, haciendo uso de visiones subyugadas a temas específicos, por ejemplo, la violencia, o la inmundicia. De la noche a la mañana, la pluma teje un capullo que permite a la ciudad perfeccionarse (sin entrar en figurativos) y arremolinarse en un proceso de metamorfosis cuántica que depende enormemente de esta perspectiva de orientación. Llegado al caso, una ciudad puede ser sinónimo del tema que se propone tratarla; en “Lydia en el canal”, de Marcelo Cohen, la ciudad nos huele tanto a un basural como a un epílogo de un destino que no se haya geométrica ni potencialmente muy lejos de él.
Para llegar a comprender la fortaleza de las escenografías producidas por la ficción debemos embarcarnos en la experiencia misma que nos permita integrarnos a esa realidad que se nos muestra. No hace falta ser escritor ni mucho menos, solamente se requiere el libre desenvolvimiento de la imaginación que permita perturbar la herrumbre de lo arcaico para reformarlo en un sentido reconstitutivo y abarcativo. De otro modo, las concepciones respecto de la ciudad con las que miremos nuestros alrededores impedirán la transcendencia de los horizontes urbanos que tanto se precia de ofrecernos la ficción, sea en literatura o en otro arte. Navegar fue para Colón descifrar aquellas conjeturas que empañaban los lentes de un catalejo, aún cuando él mismo no haya sido, en realidad no lo sabemos, quien esgrimiese la pluma del descubrimiento.
Pedro Galmes

domingo, 22 de noviembre de 2009

Ensayo: La ciudad de las telarañas

Me vi sumergida en una escena de película hollywodense. Sería algo así: La joven sintió un escozor cuando reconoció, en el libro que llevaba en sus manos, los lugares que su rutina le hacía recorrer diariamente. Aun más extrañada se sintió cuando el personaje del relato alcanzó el tren que va de Retiro a Tigre, el mismo en el que iba ella en ese momento. La concentración a la que la tenía sumida la lectura del cuento, sin embargo, no le permitió detenerse demasiado en la coincidencia. Pero el sobresalto fue inevitable cuando, tras leer las tres últimas líneas, que contenían el trágico final del protagonista muerto debajo del tren en la estación Olivos, la joven levantó la cabeza y vio, como una risa del destino, las palabras, la estación que acababa de pasar: Olivos.
Podríamos elevar la discusión y decir que me vi sumergida en un cuento de Cortázar, como “La continuidad de los parques”, en el cual un hombre es alcanzado por la acción de la novela que está leyendo. Efectivamente, lo que narro en el párrafo anterior me sucedió mientras leía “La segunda vez”, de Edgardo Cozarinsky. En mi caso, sería algo así como la continuidad de los trenes. Sin embargo, mi falsa modestia no me permite concebirme como un personaje cortaziano. Aunque sí me voy a permitir usar al autor de Rayuela para buscarle una explicación al hecho o, en realidad, para dejar de buscarla. En su texto “El sentimiento de lo fantástico[1]”, Cortázar propone pensar a lo fantástico, “esas llamadas coincidencias en que de golpe nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad tienen la impresión de que las leyes, a que obedecemos habitualmente, no se cumplen o se están cumpliendo sólo de manera parcial, o están dando su lugar a la excepción”, esos “paréntesis de la realidad”, como algo que está presente en nosotros mismos, que “no se da solamente en la literatura, sino que se proyecta de una manera perfectamente natural” en nuestra vida propia.
Entonces, me pregunto, ¿cuál es la relación entre lo ficcional, lo metafórico, y lo real, lo figurativo? ¿Son la misma cosa, como, a lo mejor, sugiere Cortázar? ¿Dónde está el límite entre ambos? Si yo leo que el tren está pasando por la estación Olivos, ¿el tren efectivamente está pasando por la estación Olivos?
De acuerdo a Paul Ricoeur, existen tres mímesis en el proceso que va desde la vida en acción al acto de lectura, entre el antes del texto y después del texto. Las dos primeras no nos ocupan para estos interrogantes, comprenden el momento previo a la escritura, cuando el sujeto reconoce en la realidad aquellos elementos y establece significaciones simbólicas que luego volcará en el texto, y el proceso de escritura propiamente dicho, cuando el autor configura la trama y establece una refiguración metafórica del campo de acción. La tercera, por su parte, consiste en el momento del acto de lectura, cuando el lector toma la experiencia remitida por el escritor y la refigura según su propia experiencia, la hace confluir con su propia existencia. Temiendo haber caído en tecnicismos y en aproximaciones teóricas para las que mejor resultaría leer al propio Ricoeur, me explico: el tren pasando por la misma estación en la realidad que estaba pasando en el papel y en la realidad que estaba pasando en mi vida no es otra cosa que la confluencia entre dos experiencias, la mía y la de Cozarinsky -buen día Cozarinsky, un gusto conocerlo y cruzarlo por acá, en este tercer mundo que creamos entre sus mímesis 1 y 2 y mi mímesis 3, curiosa confluencia la de nuestras respectivas reconfiguraciones de la realidad, ¿no le parece?-.
La casualidad me explicó de la mejor manera a qué se refiere Ricoeur cuando habla de un tercer tiempo posible en la ficción. El tiempo real es desordenado y muchas cosas ocurren en simultáneo, sin embargo existe una relación de anterioridad y posterioridad que no puede revertirse. El tiempo de la narración debe ser lineal, simplemente porque unas palabras no pueden superponerse a otras y aún así ser inteligibles. La ficción da lugar a un sistema de tiempo con reglas propias, donde el narrador y los personajes pueden ir y venir y, a la vez, se encuentran con el lector. El tren de la ficción pasa por la estación en el instante justo en el que el lector lee que el tren pasa por la estación. Que ese momento coincida con el tren del lector, el tren real, no es más que una invitación, o una cachetada, del universo para comprender lo metafórico de nuestra existencia, lo fantástico de la realidad, a lo Cortázar.
Voy a usar por tercera vez la palabra “confluencia”, es que me gusta pensar a lo metafórico y lo figurativo en un mismo plano. Es así como viendo una foto de Rafael Calviño, en la que un indigente duerme junto a una publicidad gráfica, en la cual dos personas le dan la espalda -y acá ya introduje la confluencia, porque establecí una relación entre eso simbólico (la publicidad) y eso real (la persona que duerme)- yo puedo pensar que lo que estoy viendo existe, y no por ser una fotografía es no real.
Capaz que verdaderamente hay un hombre que duerme usando un cartón de frazada y al lado, justo al lado, dos personas que les dan la espalda y miran una pared. Porque está bien que es una publicidad, y está bien que es una publicidad adentro de una foto, ¿pero no está ya la publicidad, la imagen, inserta en nosotros? ¿No estamos ya formateados? ¿Podemos distinguir, vale la pena distinguir, a esta áltura, la mentira de la verdad? La verdad: un mecanismo extraño para mí reprodujo lo que se vio por la lente de una cámara en un pedazo de papel, papel virtual o real. La mentira: un hombre duerme tapado con cartón al lado de dos personas en un museo de arte banalizado que le dan la espalda. Y ya no sé cual es cual.
Y justamente porque me gusta ese momento en que, congnositivamente, como en lo que acabo de plantear respecto a la foto de Calviño, y de manera más tangible en la anécdota del tren y Cozarinsky, la metáfora coincide con lo real, es que me gusta la ciudad. Porque es, justamente, es el escenario perfecto para la creación de la metáfora, para la resignificación de esa gran bola de realidades que nos arroja permanentemente Buenos Aires, como otras ciudades, en su constante movimiento y sobreabundancia de elementos y lecturas que marean al ojo curioso, al ojo desautomatizado. Acepto esto último como máxima pero no termino de entender por qué. ¿Qué es lo que lleva a la ficción a ocuparse tanto de la ciudad? ¿O qué es lo que lleva a la ciudad a estar tan ocupada por la ficción?
Quizás la anécdota que remito en el primer párrafo sea el ejemplo de cómo y por qué la ciudad da trama a la ficción. Tal vez sea esa sobreabundancia de elementos, de contrastes, la que incita a la literatura a acercarse a la ciudad, o quizás no sea una elección voluntaria, sino que ambas quedaron entrelazadas en una maraña de significados. Porque, justamente, eso tienen en común, son una gran telaraña. ¿Tejida por quién? ¿Será el capitalismo desenfrenado, que encuentra su más (im)perfecta expresión en la ciudad, la araña que teje y da por resultado esa red de la que lo más humano de los humanos quiere escapar y por eso recurre a esa realidad/no realidad que es la ficción para hacerlo?
Por otro lado, la literatura no puede tocar a la ciudad sin marcarla, sin llenarla de su materialidad intangible. En este punto, voy a caer en la irreverencia de citar una obra que no leí. Afortunadamente, Carlos Gamerro, a través de su ensayo “Pérdidos en la ciudad[2]” disimula un poco mi ignorancia y me permite hablar del Ulises de James Joyce. De acuerdo a Gamerro, la Dublín que construyó Joyce, y por cómo lo hizo, en su novela se mantiene exacta en el tiempo. “Como Dublín ha cambiado poco en cien años, el viajero puede tomarse el trabajo, Ulises en mano, de comprobar por sí mismo la exactitud de sus construcciones urbanas, y donde ya no esté el edificio original probablemente encontrará una plaqueta de bronce con la figura de Leopold Bloom y la cita del Ulises correspondiente: es decir, Joyce no sólo ha puesto a Dublin en un libro, sino que ha logrado que Dublín se convierta en uno: al recorrer las calles de la ciudad la vamos leyendo en las palabras que el autor eligió para ella”, explica el escritor. Y si desconfío de que la fotografía de Calviño sea la verdad y un hombre durmiendo junto a dos personas que le dan la espalda la mentira, ¿por qué no puedo suponer que la Dublín tangible es menos real que esa formación paralela que creó Joyce, y hoy se mantiene a fuerza de placas de bronce, como esos juegos en los que uniendo puntos se forma un dibujo?
Ciudad y ficción se hayan en una relación de reciprocidad. Una le da su elemento a la otra y viceversa. La ciudad le da trama a la ficción y la segunda entrama a la primera, de la misma manera en que lo real le da su sustancia a la metáfora para que esta juege irrespetuosa con ella y la metáfora resignifica a la realidad para que no paresca tan absurda, para unir significados y tranquilizarnos un poco, sentir que estamos presos en algo más profundo que el azar, que ese maraña, esa tela de araña, es una red donde caer, que es más suave que el piso, que el golpe duele menos y que la red está, que no es un abismo.


Lucila Pinto

[1] “El sentimiento de lo fantástico”, Julio Cortázar, www.ciudadseva.com
[2] Carlos Gamerro; “Pérdidos en la ciudad”;Ciudades de papel

viernes, 20 de noviembre de 2009

Ensayo: Algo más que pasión

Sólo vives por esa partícula de ensueño que te sobrepone a lo real[1]
José Ingenieros


Por Erica Casarin Novak


El bar de la esquina está lleno, de repente como si algo los pinchara a todos a la vez, se levantan de sus sillas con los brazos hacia arriba y la expresión de mayor felicidad que puede expresar un cuerpo completo y gritan al unísono ¡GOL! Nada parece comparable a ese sentir y eso me lleva a preguntarme si alguna vez se trató de explicar el por qué de ese sentimiento, pienso si a través de algún tipo de discurso se ha reinterpretado y tratado de entender todo esto, y así, de alguna manera poder comprendernos a nosotros mismos. Confluyo en un interrogante que me da vueltas todo el tiempo, ¿cómo ve la ficción esto que diviso en el fútbol? Primero debería tener en claro lo que veo y eso no es lo que me pasa, percibo algo, pero no se qué es, noto como se moviliza la gente hacia un lugar que deja de ser físico, un lugar que desconoce y se le despierta el alma, como si algo atravesara transversalmente la idea del mundo. No puedo decir que es la pasión lo que moviliza las multitudes, pero si, quizás que hay algo que los transforma, algo que despierta un ser que se desconoce, como en “Asterix, el encargado”[2] cuando se pierde el personaje en el otro personaje, cuando en el fragor de la pelea se le revela su incógnita y logra entender en la pérdida de si mismo su propia esencia. Pienso en el fútbol, en lo que genera, en lo que moviliza y me meto en el descampado del cuento, en donde se sitúa la kermés que al protagonista lo hará tener su revelación, su satori, y en ese lugar, que describe como Una kermés de la edad de piedra, una multitud de hombres y mujeres de diversas edades se movía, pero allí mismo, como si no pudiera dejar de estar en cualquier mundo que se figurase, en cualquier ciudad que hubiera dentro de otra ciudad, aparecen los arcos de fútbol mal puestos y semihundidos, pero están. Es como si el fútbol no pudiera escaparse de nuestra realidad y Fabián Casas no lo deja irse, porque pareciera que lo mecha en cada oportunidad que tiene, paseando por barrios futboleros, haciendo alusión a una analogía de unos vendedores de anillos cumpliendo el rol de un cafetero en la cancha. El autor no deja escapar aquello que para la ciudad y para muchos es tan común, compara la preparación para ir a la guerra con los preparativos para patear un penal. Me pregunto, ¿por qué? ¿Por qué es necesario mechar analogías futbolísticas cuando se está hablando de cualquier otra cosa? Me pregunto, ¿qué es lo que genera que todos sepamos a lo que se refiere cuando se expresa de esa manera? Quizás sea por esa necesidad de no sentir miedo, de ser parte de un todo mucho más grande que uno mismo, quizás sea como lo que relata el protagonista del cuento que le pasa cuando se metió en esa pelea que tanto lo movilizó, sentir que por un motivo inexplicable ya era un miembro de esa tribu. Pareciera que el fútbol nos invade a tal punto que se nos hace más fácil describir a una persona si sabemos de que cuadro es hincha, un morochón con la camiseta de un club de fútbol se me vino encima, él no sabe nada de ese hombre, pero sí que tiene un vínculo con algo que él también conoce, y es en ese instante que ese personaje descubre que tiene un don y se transforma, se convierte en su compañero y se hace nadie y con eso se redescubre, como cuando leemos algo y luego, o a medida que lo hacemos, nuestra mente se va a otro lugar, y aquello que creíamos olvidado vuelve, pero ahora diferente y volvemos la mirada al texto y repetimos el párrafo que ya leímos porque hay algo que nos hizo perdernos, pero en ese perdernos quizás nos encontramos, desde otro lugar, desde otra óptica, pero nos encontramos.
El mundo que genera el fútbol en esta ciudad que individualiza tanto, con uniformes, con rejas, sin miradas, hasta el punto de no saber quienes somos, quizás como les pasa a los que participan de esa fiesta en el cráter, les permite soñar despiertos, o como dice la canción de PEZ, les enciende el alma, la pelota manda[3], pero no es la pelota, es otra cosa, que no podemos descubrir, que no podemos descifrar, por eso intentamos explicarla de mil maneras distintas, llegando siempre a conclusiones diferentes.
Caminando por la calles de nuestra Buenos Aires, se puede ver que el fútbol es inherente a la ciudad, que ella mama de él sus pasiones, sus gritos, sus colores, de la misma manera que se puede apreciar que el fútbol crece a la vez que crecen los edificios rápidamente hacia arriba, van casi de la mano, caminando juntos, pero no podemos distinguir bien el por qué, es como si a la ciudad también la pincharan para saltar y gritar al unísono el gol de la victoria y se levantara con las camisetas, con los afiches, las banderas, y ese algo, que hace que hasta sea turísticamente atractivo visitar todo lo referido a eso que no podemos explicar tan fácilmente.
Entonces me pregunto nuevamente, ¿qué tiene el fútbol que hace que no podamos escapar de él?, que si queremos explicar algo hablemos de equipos, de bandos, de barras, de hinchadas, ¿qué tiene el fútbol que si logramos explicar cualquier realidad desde una metaforización fútbolísitica cualquier persona nos puede entender? Me pregunto el porqué de la necesidad de crear tantas canciones, películas, tantos cuentos, tanta ficción para contar lo que hoy en día se puede ver de manera masiva, ¿acaso ficcionalizamos tanto el hecho de ir al supermercado? Creo que no, parece que necesitamos entender ese misterio que tiene y por eso aparece en tantos lugares, por eso vemos “El secreto de sus ojos” y lo único que puede delatar a alguien inencontrable, totalmente críptico y ya dejado de lado, habiendo pasado por todas las opciones posibles, es el fútbol, pero no el deporte en si, porque no creo que sea el juego deportivo y reglamentado lo que moviliza tanto, parece que hay otra cosa detrás, algunos le colocan el nombre de pasión otros de unidad, de madre de los desamparados, de lógica dentro de lo que es ilógico, pero lo cierto es que en ese film, el hombre más buscado y que genera tanto sentimiento negativo, lo encuentran en una cancha. Ninguna parte de la ciudad le dio amparo y no pudo escapar a eso que lo llamaba desde adentro, eso mismo que lo delató, como si esa cosa que desconocemos no pudiera despegarse de su ser a tal punto de obnubilarse y no sentir que se deja vencer, sino que da la fuerza para pararse de golpe, como lo hace el amigo de Asterix en la pelea, aunque nos hayan pisoteado y pegado por todos lados. Pareciera que en el ir y venir de la vida ciudadana, los colectivos, las colas, los impuestos y las protestas, el fútbol otorgara esa especie de paz, que a través de una actitud que aparenta ser agresiva, les permite comprender, como al protagonista del cuento, eso que es incompresible. O en el film que mencioné antes, hasta el hombre del cual menos se esperaba, por haberse perdido en el alcohol, se ve valorizado y encuentra las respuestas en su sapiencia sobre el fútbol. Me pregunto, ¿por qué Campanella elige esa salida? ¿Por qué le da la gloria al personaje de Francella a través del fútbol y por qué le da la perdición a través del mismo eje al asesino? Quizás sea porque no sabemos qué nos da o qué nos quita o qué es, quizás no tenemos las respuestas, pero sabemos que algo pasa, que podes sentirte triunfador o perdedor, que podes ganar o perder, que podes no sentir más miedo o que podes sentirte parte en donde como dice Casas en su cuento, cuando apenas llegan a esa fiesta, ni siquiera nos percibían. Asterix, que tenía el perfil exacto para engramparle los crímenes, porque no tenía familia y nadie iba a salir a defenderlo, en esa riña, forma parte del todo, quizás como el hincha, que nada tiene, más que esperar que se le encienda el alma al ver rodar la pelota.

[1] Ingenieros, José, El hombre mediocre, Editorial Losada, 1961.pp 9.
[2] Casas, Fabián, Los Lemmings y otros, “Asterix, el encargado”
[3] Disponible en http://www.rock.com.ar/letras/6/6080.shtml

La ciudad tras bambalinas

La música, los estados de la felicidad, la mitología,
las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos
y ciertos lugares, quieren decirnos algo[…] esta
inminencia de una revelación, que no se
produce, es, quizá, el hecho estético.

J.L. Borges


Por Noelí Juliá


La ciudad construye espacios, espacios urbanos, y ubica en esos escenarios figuras centrales y figuras secundarias. Pero lo increíble es que todos los habitantes los aceptamos, aceptamos esa disposición de los personajes, que la ciudad nos diga qué mirar, qué escuchar, qué hacer; dejamos que la urbanidad nos oriente sin cuestionamientos.
Sin embargo, hay un actor de esta sociedad que se encarga de abrir la mirada, de ver lo que no se ve, lo que queda tras las cortinas del teatro que propone la ciudad. Ese actor es el arte, la ficción en particular. Son las novelas, la literatura, las obras de teatro las que ponen en el centro lo que la ciudad conserva a los costados. ¿Por qué será que es sólo la ficción la que logra desorganizar la organización urbana? Es la necesidad de encontrar relatos, son las ganas de contar historias las que llevan a un escritor a fijarse en lo que está tras las cortinas.
Hace algunos meses empecé a trabajar en microcentro (no es que no lo hubiera hecho antes, pero nunca había permanecido tanto tiempo en un empleo). Pasada la euforia inicial supe que ese trabajo no me traería nada bueno, que había tomado la peor decisión posible, que nunca debería haber dicho que sí. Me molestaba no poder dedicarle tiempo a la facultad, pero más me fastidiaba no tener tiempo para escribir. De todas maneras, y reafirmando la filosofía china, con el tiempo encontré el yin dentro de mi yan.
Por suerte (ahora digo que fue suerte) tuve que correr por Florida y Lavalle, afortunadamente me estrujaron en el subte tantas mañanas. Fue bueno, y creo firmemente que fue bueno no porque quiera autoconvencerme de que no perdí el tiempo, sino porque vi y viví situaciones desconocidas, porque pensé, porque me transformé. Fui otra, me desdoblé y entendí posturas opuestas.
Fui una oficinista que “vuela” por Corrientes sin ver ni el Obelisco, caminé chocando gente porque llegaba tarde, aún cuando no tuviera ningún horario para llegar a ningún lado, simplemente porque, ya lo dice Fito Páez, siempre se hace tarde en la ciudad.
También y al mismo tiempo fui (un proyecto de) escritora, de artista. Gracias (y nunca mejor usada la palabra “gracias”) a tener que escribir ficción tuve que encontrar algo distinto en mi rutina, me tuve que obligar a ver más allá. Se desprendió de mí una segunda yo, una que se detiene a ver el Obelisco (aunque sea de reojo) cuando está llegando a la oficina, una que ve el color de la manta que tapa al señor que duerme en la parada del colectivo, una que sonríe sola en el subte cuando el saxofonista hace su show.
Esa segunda parte mía se reveló ante las imposiciones de la ciudad, le dijo “no” a los protagonistas sobre los que la urbanidad focaliza su atención; espió, miró a los costados y descubrió que detrás de las bambalinas hay millones de cosas tanto o más interesantes que las que brillan bajo el foco principal.
Oscar Wilde dice que ningún artista ve las cosas como son en realidad, ya que si lo hiciera dejaría de ser artista, pero yo no creo que sea así. El artista ve la realidad, sólo que no es la realidad iluminada por la ciudad. Es la realidad de los márgenes, la realidad en la que la ciudad no pone el foco, la más difícil de ver. Eso convierte al artista un artista, la capacidad de inclinar la cabeza y mirar más allá, de ver mucho más que la realidad establecida. Es por esto que es la ficción la única que rompe con los estereotipos urbanos establecidos, esos que nos orientan la mirada.

Hay un factor fundamental que ayuda a la ciudad a organizar el escenario, a decidir quién recibe las miradas y quién se queda tras el pesado paño rojo: los medios de comunicación. Como lo establece Eliseo Verón[1], vivimos en una sociedad en vías de mediatización, es decir, gran parte de las prácticas cotidianas no sólo aparecen en los medios sino que se estructuran a partir de ellos. Esto hace que, como plantea Carlos Gamerro en Perdidos en la Ciudad, la ciudad ya no se conozca recorriéndola sino viéndola por televisión, la variedad del recorrido urbano, cuyo equivalente discursivo o textual podía encontrarse antes en la página de un diario, hoy se recrea mejor en el zapping o en un surfeo por la web, reflexiona.
Con todo esto lo que quiero decir es que si explota una bomba en Zimbagüe, para mí y para el resto de los habitantes, esa bomba no explotó si la televisión o la radio no lo contaron. Sin ir más lejos, si un árbol mata a un perro a la vuelta de mi casa y un vecino me lo dice yo dudo de la veracidad del hecho, aunque las dudas no son tantas cuando el que me lo transmite es el conductor del noticiero del mediodía.
Las personas confiamos mucho más en una institución que en una persona. No creemos en el resto de los ciudadanos, ¿será que somos concientes de que la ciudad nos miente?, no lo sé, no estoy segura. Sí estoy segura de que no creemos en la gente, y cuando estamos solos, nos sentimos mejor cuando ese conductor, esa figura detrás de la pantalla de la televisión o del parlante de la radio nos acompaña en la soledad. Nos acompaña y le creemos, más que al que está al lado nuestro.
Afuera, la ciudad está repleta de gente, de música, de movimiento, de ruido; pero nadie ve, nadie siente, nadie escucha; como dice Joaquín Sabina tanto ruido y al final la soledad. Hay tanto que no hay nada, tenemos tanto que no tenemos nada, queremos tanto que no queremos nada. La soledad es la razón principal por la que no vemos a nuestro alrededor, el motivo por el que vivimos concentrados en nuestros problemas y no miramos más allá. Corremos por las calles para llegar a nuestros hogares, escapamos del ruido de los autos, de las charlas ajenas o de las publicidades, queremos “estar solos”, “tranquilidad”, aunque nunca supe exactamente a qué llamamos “tranquilidad”, porque finalmente cuando alcanzamos nuestros sillones prendemos la televisión, y volvemos a llenar de ruido el ambiente.
En una escena de la película Nueve Reinas Marcos, Ricardo Darín, le explica a Juan, Gastón Pauls, por qué los “chorros comunes son aprovechadores de descuidos”, allí se ven las actitudes indiferentes de la gente hacia las distintas cosas que pueden existir o suceder alrededor de ellos. Mientras Marcos habla se suceden una serie de imágenes en las que se observan diferentes personas caminando por el centro de Buenos Aires y cada uno de ellos está atendiendo a sus cosas, acomodando papeles, hablando por celular, nadie mira “más allá de sus narices”. En la foto de Rafael Calviño que ilustra este ensayo se puede ver esto mismo, personas caminando solas por la calle sin atender a lo que pasa a su alrededor, van hacia su destino final viendo únicamente lo evidente, lo que la ciudad les pone en frente.

La soledad en la ficción
La soledad es uno de los temas que trabaja Pablo Ramos en el cuento Todo puede suceder, su mímesis I, diría Ricoeur, el foco en tu comprensión de la cotideaneidad. La soledad y la obsesión se tejen, se configuran en la relación entre un hombre y un zapato, dos elementos heterogéneos que se conectan en una trama determinada, completando el proceso de mímesis II. Esa relación genera un cuestionamiento, en el lector, de su propia soledad o sus propias obsesiones. A este momento Ricoeur lo llama mímesis III, es el momento en el que el lector reactualiza la obra, es cuando la narración hace al lector re-significar su pre-significado, cuando el narrador transforma al lector en su visión del mundo[2].
La soledad está trabajada desde esa cotidianeidad en la que todos vivimos inmersos. Miro los autos estacionados, la gente, que camina distraída; miro los negocios, los restos del verano en las vidrieras desordenadas. Todo es igual que siempre: una postal que se mueve, que perdura en el tiempo.
En este cuento Ramos hace a su personaje realizar una acción diferente a la esperable. El protagonista observa desde su balcón el desmayo de una chica en el medio de la calle luego de que casi la atropella una moto y toda la movilización que eso provoca hasta que finalmente se la lleva la policía. Sin embargo, el problema del personaje comienza cuando ve, en la misma calle en la que había caído la chica, un zapato tirado. El hombre, construido como una persona solitaria y obsesiva, baja a buscarlo, se lo queda, se lo prueba, lo analiza y finalmente, tras descubrir un papel con una dirección, lo devuelve. Una vez sin el zapato en su poder vuelve a sentir el vacío interior que lo impulsó a buscarlo en un primer momento.
Mediante este relato Ramos logra que el lector se cuestione sus propias obsesiones, su soledad. Sin embargo, en Todo puede suceder el personaje solitario es el mismo que ve lo que nadie ve. Ramos construye un personaje que gracias a su soledad y su obsesión logra ver lo que otros no. Quizás la soledad no sea solo causa de ceguera urbana, tal vez también sea la causante del poder de ver tras bambalinas.
El artista se ocupa de alumbrar esos elementos que suelen quedar al margen. Ya sea desde la soledad o desde la compañía, la ficción logra hacer brillar eso que la urbanidad opaca. Y no solo desde el under, si bien dije que la mediatización colabora con mantener ciertas cosas atrás, no se puede negar que algunas producciones sacan a la luz temáticas y las instalan en el centro del escenario. Vidas Robadas, por ejemplo, novela emitida por Telefe, corrió la cortina que mantenía a la trata de personas fuera de los ojos de la sociedad.
Tal vez el artista esté tan solo como cualquier otro ciudadano y la diferencia pase por lo que hace con esa soledad. Mientras muchos se hunden en la velocidad de la rutina, otros prefieren la embriaguez ficcional; porque la obra antes de ser un producto terminado es un proceso caótico, lleno de grandes y originales ideas desordenadas. Algunos eligen perderse en una perspectiva distinta del mundo, ser juzgados, ser (más veces de las que deberían) mal vistos, prefieren correrse del lugar común y (tal vez) pasar por locos.
Como un chico que va al teatro y ríe cuando alguna mano se le escapa al actor que espera para salir a escena; con esa inocencia de alguien que no se obnubila con lo que brilla, con esa pureza del turista, del que es nuevo en un lugar; el artista ve, el escritor cuenta lo que la ciudad no quiere mostrar.
[1] Verón, Eliseo; El living y sus dobles: arquitecturas en la pantalla chica en El cuerpo de las imágenes, Grupo Editorial Norma, 2001.
[2] Ricoeur, Paul; Configuración del texto en el relato histórico en Tiempo y narración; Editorial Siglo XXI.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Cuento: Un hilo de verdad

Escuché un grito y corrí. Mi oído me sugirió que venía de la pieza de mis padres, quizás mamá se había tropezado con algo. Cuando llegué al cuarto, después de recorrer el extenso pasillo, solo vi la cama con las sábanas desarregladas. Nadie sobre ella. Me quedé pensando qué podría haber pasado para que ellos no estuvieran allí. Tal vez habían escuchado lo mismo que yo y estaban buscando al dueño de esa voz en otra habitación.
Nunca, jamás me gustó que la casa fuera tan grande y ahora las preguntas volvían a mi mente. ¿Para qué necesitamos tantos baños?, ¿para qué tantos dormitorios? Mi mamá siempre me dijo que son por si viene alguien a quedarse unos días, pero nunca le encontré demasiado sentido a la explicación. Para mí solo servía para que los vecinos no se quejaran tanto cuando mi papá se juntaba con sus amigos a ensayar.
Otro grito me hizo reaccionar de repente, pero esta vez lo sentí mucho más fuerte que el anterior. Definitivamente estaba cerca. Un hilo de luz provenía del baño, y por eso fui hasta allí.
La puerta estaba entreabierta y, no sé por qué razón, decidí que lo mejor era mantenerla así. Desde mi lugar sólo pude ver una mujer arrodillada, doblada para adelante como si le doliera la panza. Apenas la vi supuse que era mi mamá, no lo sabía porque estaba dándome la espalda casi por completo. Después razoné que no podía ser ella, las mamás no se enferman.
También alcancé a notar que alguien le estaba agarrando el pelo, se lo sostenía muy fuerte. Parecía como si quisiera levantarla del piso. Reconocí esa mano. No muchas personas tienen una cicatriz sobre los nudillos. No muchas personas tienen un anillo con forma de dragón.
La mujer se quejaba, pero parecía hacerlo en silencio, como si respetara las horas de sueño de los que todavía podían dormir; como arrepentida del grito proferido anteriormente.
No quería ver pero tampoco podía irme de ese lugar. Algo me mantenía ahí, inmóvil, escuchando los quejidos que se prolongaron durante algunos minutos Cerré los ojos y, de repente, no escuché nada más. Cuando los abrí, lo primero que vi fue un hilo rojo, parecía sangre la que corría desde adentro del baño, pero no sé. Ese líquido espeso recorrió libremente el parquet y se detuvo cuando la delicada alfombra persa lo frenó con sus largos pelos blancos. Una mancha color bermellón la arruinaba para siempre.
De repente tuve miedo, mucho miedo, más que todas las otras veces que creí tener mucho miedo, más que todas esas veces en que me porté mal y mi papá me castigó. Mi papá se enojaba mucho, no solo conmigo, también con mi mamá.
Unos días atrás se había puesto peor que nunca. No sé por qué, parecía que quería que mi mamá se quedara todo el tiempo dentro de casa, le decía algo así como que ese era su lugar y después la insultaba, gritaba palabrotas feas, de esas que a veces escucho en la tele y que no me dejan decir. La pelea había empezado porque mi mamá había salido con una amiga a tomar algo, pero yo no sé que tiene eso de malo, ella no sale nunca, al menos no me acuerdo de haberla visto salir jamás. No sé por qué mi papá quiere que esté adentro todo el día, ya no soy tan cuiquito, puede cuidarme otra persona por un ratito.
Ese día me había escondido en mi cuarto mientras escuchaba a mi papá gritar, pero esta vez no supe qué hacer, me descubrí temblando. Decidí salir corriendo antes de hacer algún ruido que denunciara mi presencia en el cuarto. Corrí muy rápido, tan rápido que casi me caigo varias veces mientras atravesaba el largísimo corredor. Sentía que las coloridas guitarras que colgaban de las paredes me miraban, me delataban.
Llegué a mi pieza y me metí de un salto en la cama. Me quedé bajo la colcha azul de autitos y pensé que todo nada de esto podría haber pasado, que mamá me iba a traer la chocolatada dentro de unas horas y me iba a despertar con un beso en la frente. Sí, seguramente, sólo tenía que cerrar los ojos y dormir.
Noelí Juliá Rodríguez

Ensayo: Identidades y efecto mariposa

“Todo lo que pienso es parte de mi mundo mental.
Y sin embargo aquí me encuentro teniendo un pensamiento
que pertenece manifiestamente a otro mundo mental,
que está siendo pensado en mí tal y como si yo no existiera.”
Poulet, en El proceso de lectura: enfoque fenomenológico (Wolfgang Iser)



¿Quiénes somos? ¿Qué es el hombre? A lo largo de la historia de la humanidad el hombre se ha cuestionado sobre su origen, sobre su ser. Su racionalidad lo ha llevado a formular toda clase de teoremas, formulas, sistemas, dogmas, historias, leyendas, mitos, ha creado dioses y hasta se ha elevado él mismo como el ser supremo, amo y señor de este mundo. Sin embargo hay algo que lo sigue aquejando desde aquellos tiempos inmemorables, su “piedra en el zapato”, aún cuando sus pies pisaban la tierra sin intermediarios: la identidad, su identidad. Que pertenecemos a la misma especie, que cada uno es alguien único, que tenemos las mismas necesidades, que nuestros anhelos y deseos pueden ser tan distintos como un átomo y una molécula, ¿o nos complementamos?, que el colectivismo o el individualismo, la libertad o la solidaridad, que somos malos o buenos por naturaleza, hijos de Dios o del diablo, ¿Quiénes somos en realidad? Leí por ahí, en algún cuento cuyo nombre mi memoria no puede recordar que los escribas estaban siendo asesinados para que dejaran de escribir porque ya no cabían más libros en el planeta. Pilas, mejor dicho, montañas de libros se amontonaban a los costados de las calles de todo el mundo, montones y montones de libros formaban islas en los océanos, no alcanzaba una Tierra para tantos libros. Quizás su autor, que tampoco puedo recordar, haya leído la Teoría de la recepción de Paul Ricoeur, quien se cuestiona qué es el hombre, y sentencia que el sujeto se piensa y reflexiona a sí mismo a partir de un distanciamiento de su yo, a través del lenguaje. Tal vez aquel autor que escapa a mis recuerdos lo leyó y pensó : “si el hombre lo que verdaderamente necesita es saberse alguien, y si un filósofo como Ricoeur se ha visto invadido en tal incertidumbre para formular una teoría, entonces los hombres no dejarán de producir y producir textos hasta que no hallen la respuesta”. Aunque no solo se refería al lenguaje escrito, sino también a los símbolos y comportamientos, las formas de expresión que van más allá de las palabras.
“Todas las cosas quieren persistir en su ser” cita Borges en su ensayo “La muralla y los libros” a Baruch Spinoza. He aquí la paradoja, ya que para Ricoeur el objetivo de una obra literaria no es denotar sino transformar la cosa denotada, y esta transformación supone para Iser una autotransformación del lector pues en el acto de lectura se vive una suerte de bifurcación por la cual a la vez que experimenta el objeto profundiza en la experimentación de sí mismo. Entonces el hombre escribe y lee para encontrarse, pero no se encuentra más que como algo totalmente distinto de lo que era antes, y al volver a leer algo para hallarse vuelve a transformarse, convirtiéndose la existencia en un espiral hermenéutico sin final.
Tal vez haya que adherir a la teoría de las matemáticas y la física llamada Caos. El cuento de Fabián Casas, “Asterix, el encargado”, es una digna postal del caos en el que estamos inmersos, naufragando a la deriva en busca de algo que ni siquiera sabemos con exactitud que es, y que él bautiza satori. Carlos Gamerro dice que quizás la experiencia fundamental de la ciudad se logre al perderse en ella, que nunca está lejos la idea de laberinto. En “Asterix”,…la ciudad es representada como caótica, sentimiento que es vivido a través de los lugares que frecuenta, como la fiesta donde se presenta una revista de poesía “En un escenario improvisado, Rodolfo Lamadrid, el crédito local, recitaba sus poemas con el tono de un presentador de boxeo. La gente aplaudía y se reía a rabiar porque los poemas eran muy graciosos. Después empezó a tocar una banda heavy.” Cuando se mete en el sótano del edificio “Había unos caños inmensos que se perdían por un pasillo. Los caños venían desde el techo, muy alto y se conectaban con la caldera (...) Colgados de los caños y por todos lados, como si fueran la vegetación del lugar, se amontonaban trapos de piso, baldes de plástico, secadores y otros instrumentos de limpieza. Me resulta difícil describir el lugar por donde Asterix me llevaba.” Las vías del tren, hasta llegar al Bajo Flores “a nuestro alrededor crecía un laberinto de casas, con pasadizos pequeños que se abrían a izquierda y derecha. Cruzados por cables y sogas de lavar ropa. En unos tachos de hierro, desperdigados al tuntún, algo se quemaba. Y esa era nuestra única iluminación.” Caótico también es el texto por su disposición de los hechos, como si el narrador se estuviera buscando todo el tiempo. Es interesante que cuando el narrador obtiene su primer sueldo lo primero que hace es comprar un libro en Parque Centenario (Las sirenas de Titán, de Vonnegut). Tal vez sea el indicio de la búsqueda de sí mismo por parte del ser humano, y no un simple pasatiempo. Ricoeur dice que en los textos el sujeto se reinterpreta a sí mismo, se reconoce y refigura su experiencia de vida.
Edward Lorenz en su Teoría del Caos postula que el término caos se refiere a una interconexión subyacente que se manifiesta en acontecimientos aparentemente aleatorios. Acaso en esta vida nada sea casualidad. En “Asterix,…”el narrador llega a un barrio boliviano acompañado por el encargado, espacio caótico al aire libre donde hombres y mujeres bebían, hablaban en voz alta, cada uno en su propio mundo, otros tirados por el piso, riéndose, y había quien lloraba y le hablaba al cielo. Hasta que de la nada todos empezaron a pegarse con todos, “era todos contra todos, palo y palo, mujeres y hombres sin distinción.” Hasta que ya no sintió ningún miedo físico, se sintió uno más de esa tribu. “Un verdadero veterano del pánico. Sentí que además del licor, tenía lágrimas en los ojos (…) No me dolían los golpes, no sentía el cuerpo. Yo era Asterix, era yo, era nadie. Y comprendí que en esa noche extraña bajo las estrellas de una barriada remota se me había otorgado el don de la invisibilidad. Y tuve satori.” Este cuento es una metáfora de la búsqueda de identidad por parte del hombre que vive en la ciudad, como dice Gamerro: “En el pueblo, el espacio del anonimato es el de la intimidad, apenas uno sale a la calle se hace visible y queda atrapado en una ineludible red de relaciones sociales. En la ciudad es al revés: la identidad existe en los espacios cerrados, ya basta asomarse a la vereda para convertirse en nadie. La búsqueda de identidad es caótica, el mundo es caótico, y nosotros somos parte de él. Tal vez nuestra identidad en la ciudad sea el caos, y necesitemos de todo aquello que nos rodea, de las personas y de los objetos. Lorenz dice que en la turbulencia de un arroyo es imposible predecir la trayectoria de una partícula de agua. Sin embargo, este sistema es, a la vez, continuamente cambiante y siempre estable. Si tiramos una piedra al agua este sistema no se desestabilizará, cosa que sí ocurriría en un sistema no caótico. Esto es una metáfora de nosotros mismos: somos la misma persona que hace diez años, y sin embargo hace diez años estábamos formados por unos átomos diferentes, y psicológicamente también éramos diferentes. La creatividad es algo inherente al caos, entonces la identidad es eso, es el arte de combinar nuestra imaginación con aquellos signos, símbolos, textos, comportamientos que nos rodean. La creatividad puede aparecer, y de hecho aparece, en cualquier momento de nuestras vidas. Si, por ejemplo, al contemplar un árbol, hacemos una abstracción de nuestro conocimiento sobre los árboles y vemos un árbol absolutamente nuevo, las desviaciones únicas de sus ramas, sus nudos y retorcimientos, los juegos de aire y de la luz entre sus hojas, en ese momento estamos contemplando la identidad del árbol. Así en la vida como en la literatura. Wolfgang Iser afirma que “sin la formación de ilusiones, el mundo desconocido del texto seguirá siendo desconocido; mediante las ilusiones, la experiencia ofrecida por el texto se nos vuelve accesible, pues es sólo la ilusión, en sus diferentes niveles de coherencia, la que hace que la experiencia sea legible.”
Entonces, el hombre, es también parte de lo que son los demás hombres, es ese párrafo de un cuento que lo hizo reír o llorar, es esa oración o ese texto que escribió alguna vez en algún lugar, es la inspiración que recibió de esa canción, de ese paisaje o lugar, es los rostros que recuerda del pasado y los que nunca conoció pero sin embargo allí están, en los sueños. Los hombres son lo que imaginan y lo que sueñan, lo que piensan y que acaso ya fue pensado por algún filósofo chino llamado Lao Tsé, en un lejano ayer, “La existencia está más allá del poder de las palabras para definirla. Pueden usarse términos, pero ninguno de ellos es absoluto”.
Cuando terminé de leer el cuento de Fabián Casas, yo también obtuve satori. Ahora me doy cuenta, en la ciudad todos somos invisibles. Sin embargo, me seduce más pensarme en términos del “efecto mariposa”, mientras aquí bato mis alas, del otro lado del mundo se está produciendo un tornado.
Juan Manuel Almeida

domingo, 8 de noviembre de 2009

Volvemos a la ciudad: Lágrimas de Cabernet

Fueron un par de días, volvimos a fingir... decía la canción que sonaba desde un auto mientras caminaba por Palermo. La melodía siguió dentro mío hasta cruzar la avenida que divide el barrio con Almagro. Era un día que según Canal 7 sería soleado, pero no, no fue así... El sol quería ver las calles pero sacó platea alta, quedando tapado por las nubes grises. La lluvia no tardaría en salir a tocar. El reloj marcaba las diecinueve de un sábado que no tenía buenos planes. Menos si en quince minuos Dios se pondría a llorar. Terminé en el Abasto, ese mercado de frutas y verduras transformado en shopping. Miré vidrieras, gente, lo de siempre: bolsas llenas y billeteras vaciándose. Mi apetito se estaba despertando, por lo que decidí ir terminando el tour, encarando las escaleras mecánicas. El sol se había ido, salió de la cancha por una lesión y en su lugar apareció la luna al cincuenta por ciento. Un semáforo en rojo me hizo observar que la lluvia caía de arriba hacia abajo, pero con mayor atención me dediqué a mirar a un vagabundo. Esos "sincasa" que son dueños de la calle, los de la barba larga que vemos descansar sobre la entrada de cualquier banco, como si cuidaran nuestros ahorros. No era el primero ni el último que iba a ver, pero me pregunté: ¿por qué todos están de traje? ¿Coquetería, tal vez? ¿O será que fue la última prenda que les quedaba en el ropero antes de perderlo todo? Las llaves salieron de mi bolsillo para abrir la puerta. La ducha y la cena me esperaban. Empapado, dejé la ropa en la silla cerca del calefactor para que se secara. Me cambié, descorché un vino y la comida pasó a segundo plano. Seguí pensando en tratar de entender cómo un hombre puede terminar en esa situación. Se me cruzó la comparación con los edificios antiguos, esos que nos miran con los ojos medio cerrados, con sueño, con tristeza. ¿Por qué el edificio de Marcelo T. y Pueyrredón parece que me habla? Hay días donde siento que quiere que ni lo mire. En otros lo veo mal, como invadido por ocupas, pidiendo que alguien lo ayude. Oscuro, pero con una arquitectura envidiable, siempre está allí, en la esquina que más miro de las cuatro. Sus ventanas abiertas me provocan intriga, siempre... La zona es muy linda y el movimiento de gente es continuo, pero él está vacío, abandonado y descuidado por los años. Igual a los empresarios de las veredas, que piden monedas para comprar pan. Me gustaría levantarme mañana y verlos juntos, cuando el edificio abra sus puertas, esas que nunca me importó saber dónde están. Esas que alguien quiere abrir para no bañarse con las lágrimas del Barba.
Y otra noche se fue con mis lágrimas de Cabernet, escondiéndome en la imaginación, creyendo que ella por sí sola lo puede resolver.
Juan Ignacio Caballero

miércoles, 4 de noviembre de 2009

En medio de tanto bullicio ciudadano dos cuentos para disfrutar:

Y sin embargo


– Martín Bustelo: ¿Acepta a Gabriela Mónaco como esposa para amarla, respetarla, en la salud y en la enfermedad hasta que la muerte los separe?
– Sí, quiero.
Intento no estar triste pero no puedo. Resuena en mi cabeza ese “sí, quiero” que dijiste. Aceptaste amarme, respetarme, en la salud y en la enfermedad hasta que la muerte nos separe. Me amás con locura, y yo a vos también. Nos cuidamos el uno al otro con dientes y garras. Tenemos los hijos y nietos que soñamos toda la vida. Y sin embargo todo esto no alcanza. No basta para que te quedes conmigo. Para que no llegues del trabajo cada día con la mirada baja. Y aunque me repitas lo mucho que me amás y lo que significo en tu vida, el dolor no se va.
Antes no eras así. Y yo tampoco. Cada semana me pregunto qué hago acá, a tu lado. Por qué no puedo sacarme ese anillo dorado que viste mi dedo anular izquierdo. Intento y no lo logro. Cuando no estás recorro la casa a oscuras y no hay nada. Amago con llenar las valijas, pero es en vano. Al agarrarlas pienso que vas a cambiar y las regreso. Pero no es más que eso, un pensamiento. No puedo ni quiero seguir así. Y sin embargo continúo.
Eras tan diferente. No pretendo que sigas igual, sería imposible. La gente cambia, y más en treinta años. Pero por qué cambiar tanto. Cuál es la necesidad de buscar en sábanas ajenas alguna respuesta. Cuál es el hechizo que te hace recaer en este círculo de dolor para ambos. Porque sé que a vos también te duele. Y mucho. Sé que soñás conmigo cuando estás con ellas. Pero hay algo. Algo que te hace pensar en ellas cuando dormís a mi lado. Y por más que te envenenen los besos que les das, lo seguís haciendo.
Lo peor es que regresás cada noche. Cuanto más fácil sería si huyeras con alguna y me dejaras definitivamente. No necesitaría escuchar todas esas palabras de arrepentimiento y dolor. No necesitaría oírte decir que soy tu vida, la razón por la que te levantás cada mañana. Tu hidalguía de volver me destruye el alma. Hace que mi corazón se desgarre una y mil veces. Ya no entiendo cómo se puede sufrir tanto. Dónde cabe este inmenso dolor.
Hubo tiempos mejores y otros peores. Días en los que no te veía. El trayecto de la oficina a la casa nunca terminaba. Jornadas en que tu celular permanecía sin batería o la señal nunca era buena. Los días buenos fueron los menos. Pero no los cambio por nada. Eran un idilio. Llegabas y tu mirada me decía que lo habías logrado. Ahora eso no es más que una utopía. Tus ojos se vuelven opacos cuando llegás. Los míos se recubren de lágrimas y dolor. Otra vez dolor. Se me hace imposible volver a soñar con ese viaje que una vez hicimos. Esa huida de tus malas costumbres que tuvimos juntos. ¿Te acordás? Dos semanas que nos refugiamos en la cabaña más remota que encontramos en la Patagonia. No había celular que sonara a la hora de la cena. Éramos sólo vos y yo. Nos acostábamos y despertábamos uno al lado del otro. No nos separábamos ni por un segundo. En esos catorce días fue cuando más vi brillar tus ojos. Y fue cuando vos me hiciste más feliz del mundo. Y sin embargo nada cambió luego. Bastó con que pongamos un pie nuevamente en la cuidad para que vuelvas a tus andadas.
Hoy siento que vivo en la canción que aquel cantautor español que tanto te gusta compuso. No es por echarle la culpa, pero seguís al pie de la letra lo que Joaquín escribió. Vos me lo hacés sentir así. Y me hacés sentir que soy culpable. No es tu intención, pero lo lográs. Es mi culpa que yo esté acá esperándote cada tardecita. Es mi culpa que no pueda amenazarte con irme si nada cambia. Aunque la mayor responsabilidad es tuya. Sos el responsable del vacío que siento en mi alma, del sollozo que se me escapa cuando veo que son las cuatro y media de la tarde y no estás cruzando la puerta.
Realmente ya no puedo continuar de este modo. Quiero hacer que todo cambie y no puedo. Tengo ganas de esperarte sentada para hablarte, pero no sé si pueda. Seguir sin reprocharte nada me hace sentir muerta en vida. Que nos separemos puede ser lo mejor y lo peor al mismo tiempo. El no verte cruzar la puerta con esa mirada puede salvarme y matarme. Estás tan dentro de mí que no sé qué hacer.
Ya debés haber salido de la oficina. Tu destino va a ser el de siempre, supongo. Escucho un auto que se detiene y pienso que sos vos. Pero me equivoco. Es un comisario que pregunta si soy tu mujer y me pide que me siente.
Me dejaste de la forma que no quería. En tu afán de inmiscuirte en sábanas alquiladas apretaste de más el acelerador. Tal vez, inconscientemente, querías librarme de esto. Quizás esta era la única manera en que podías hacerlo.
Pensaba que estando lejos de ti el vacío de mi alma iba a desaparecer. Y sin embargo me equivoqué una vez más. Ahora daría mi vida y todo lo que tengo por volver a verte llegar de la oficina.
Luciana Marchetti
Sabrosa despedida

Daba vueltas y vueltas en el escueto espacio de la cocina, quizás el único lugar donde se sentía segura, importante, grande, única y hasta a veces audaz. Su cabeza viajaba cada vez que decidía cocinar un plato nuevo o colocar alguna especia diferente en los platos diarios; los olores, los aromas, las texturas, los colores de todas las verduras, las frutas, las carnes…eran su único viaje más allá de las cuatro paredes combinadas con habitaciones y puertas en la cual vivía los trescientos sesenta y cinco días de todos los años desde que decidió irse a vivir con el padre de su hijo, que lamentablemente nunca pudo nacer. Aunque la angustia la invadía a diario, y sosteniéndose con los dos brazos de la gris mesada, bajaba la cabeza y hasta se colocaba en cuclillas para derramar las lágrimas que secaría sin dudarlo antes de que él la viera, había aprendido a manejar las hierbas, tes y especias para que sean paliativos de algunos de sus males. Muchas veces se preguntaba por qué aceptaba esta manera de vivir, por qué no buscaba salir; lo intentaba diciéndole que ella podría ir sin problema al supermercado de la esquina, que podía confiar en ella y dejarle la llave de la casa, pero nunca obtenía una respuesta positiva. Ella debía hacerle una detallada lista de los productos que se tenían que comprar y él se encargaba de dársela al portero del edificio para que realizara la compra y lo esperara con los productos hasta que él volviera de trabajar. Siempre tenía todo lo que necesitaba para hacer las comidas más sabrosas, todos los meses le traía de regalo un nuevo libro de cocina. Podía mirar televisión el tiempo que quisiera, mientras que al horario de la cena estuviera todo preparado, pero el decodificador de canales sólo permitía que viera los canales de gourmet, de cocina, de postres y alguno de manualidades.
Manuel, su marido, la trataba muy bien, siempre le traía flores, la llenaba de besos, la peinaba antes de irse a la cama, a veces traía alguna película para que vieran juntos y saboreaba sus comidas como si fueran el manjar más exquisito, que de hecho lo eran. No hablaban mucho, no hacía falta, tampoco compartían mucho tiempo ya que él trabajaba todos los días de la semana, pero nunca, desde que viven juntos faltó a dormir una noche.
Hace quince años que duermen juntos, en la misma cama, todos los días Liliana se levanta cuando el sol está saliendo para prepararle el más delicioso de los desayunos, todo hecho de manera casera, medialunas, panes, mermeladas, dulces, tortas, todo lo que a uno se le puede ocurrir para saborear antes de empezar el día, ella lo preparaba y lo despertaba con suaves caricias para que su amanecer fuera dichoso.
En la casa no había teléfono y Manuel mantenía su celular siempre con él, hasta cuando se iba a bañar, no había radio, nada que informara algo del mundo exterior. De lo único que estaba al tanto ella era de las cosas nuevas para cocinar.
Aquella noche, ella hizo la lista que hacía cada dos días de las cosas para comprar en el supermercado, la dejó sobre la mesa y se fue a la cama a recibir por última vez los cariños de su marido. A la mañana siguiente hizo lo mismo de siempre, con el mismo esmero y a la tarde pasó por la casa Manuel a dejarle el pedido del supermercado.
Ella preparó un banquete muy especial, como lo hacía los trescientos sesenta y cinco días de los quince años, cenaron juntos y cuando Manuel se fue a la cama, ella limpió todo como hacía habitualmente. Se asomó a la pieza, se acercó a él, lo tocó, lo movió y nada. Desenganchó las llaves que llevaba él colgando de su cintura, abrió la caja fuerte, sacó el celular de su marido y todo el efectivo que había, armó un bolso, se puso la campera de él, fue a la cocina, guardó en su bolso la caja con especias, dejó una lágrima sobre la hornalla, se dirigió a la puerta de entrada, la abrió y se fue.
Erica Casarin Novak

lunes, 2 de noviembre de 2009

Otra mirada sobre la ciudad

El amor es el rotundo fracaso del egoísmo

Se podría decir que la mayoría de las personas, me corrijo, todas, caminan por la vida persiguiendo un sueño. Ese anhelo es inseparable de la condición humana. La capacidad de soñar, de desear, son la llama que los pone en marcha, son la luz que les ilumina el camino, el “fuego sagrado”, como diría un cuervo hacedor de frases del mundo del fútbol, que posee cada uno. En la ciudad, en el barrio, en sus calles se pueden ver jóvenes en estado de indigencia, con la ropa sucia, el rostro perdido y bolsita en mano. No sólo jóvenes, también gente grande, y niños, que es lo que más duele. Escucho por radio que dicen no hay que caerles con toda la responsabilidad y la bronca a aquellos menores que cometen delitos a diario, esos que se ven con frecuencia en los noticieros. Ellos son sólo la consecuencia del devastador sistema económico de los noventa (neoliberalismo que le dicen). Pues tienen razón, pero no son la única consecuencia. El ser humano es un ser social y para desarrollarse, para obtener satori como dice el personaje del cuento “Ásterix, el encargado”, necesita de los demás, de vivir en comunidad. ¿Será que el sentido de comunidad se perdió? Caminando por la calle, no muy de prisa, y siempre mirando a los ojos, uno se da cuenta, o percibe (tal vez es sólo una inquietud propia), que las personas están buscando algo, algo valioso, algo que les dé esperanzas. Tal vez lo que se perdió es el sentido de pertenecer, de ser parte, de apoyarnos. Algún poeta escribió alguna vez: “Pintando sobre el muro, o sea, la pared, fuimos descubriendo por casualidad pura que varias paredes forman una vivienda y varias viviendas una vecindad, y que varias vecindades una manzana y varias manzanas forman las calles y que todo junto forma el barrio”. El barrio es una arquitectura para humanos, un espacio que en lugar de separar y aislar comunica e integra: la casa con la calle, la familia con la vecindad, la cultura con la vida. Es un modo de ser, de vivir y de morir. Quizás haya que recuperarlo. Caminando un poco más, tratando de parar un poco la pelota y pensar, me doy cuenta de que la calle no es puro espacio de paso, sino lugar de encuentro, de trabajo y de juego (aunque esta última ya les fue robada a los chicos). Puede que no todo esté perdido, sólo es cuestión de recobrar estas costumbres de antaño que prevalecen y expandirlas, y comprometernos. Pertenecer al barrio, para las personas, tiene que volver a significar el poder ser reconocido en cualquier circunstancia. En reconocimiento del otro como un igual está la base de la solidaridad. Lo observo todo, siento que el tiempo no me alcanza para captar tanta belleza en la ciudad, y todo a pesar de tantas penas. Allí está la esencia de lo perdido, en la creatividad estética de la ciudad, los graffitis o pintadas, las decoraciones de los autobuses, el arreglo de las fachadas, los chistes y hasta la escenografía de las vitrinas en los locales de ropa. Lo que la gente busca está allí, lo cotidiano es velo en donde se esconde la maravilla. Jorge Luis Borges en su ensayo “La muralla y los libros” dice: “La música, los estados de la felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético”. La belleza está en el barrio, y, en el barrio, el egoísmo pierde por goleada.
Juan Manuel Almeida