martes, 25 de noviembre de 2008

Un cuento: Caleidoscopio

Un sol brillante imponente en el cielo. Ni una sola nube. Tres de la tarde de algún día de verano. De un momento a otro me encuentro en el medio de una calle cubierta de adoquines. Miro alrededor. Hasta hace un segundo estaba en el subte, contemplando la pared gris a través de la ventana, sintiendo la calurosa brisa en la cara y viajando a cierta velocidad ¿y ahora qué? Comienzo a caminar muy despacio. A los costados se levantan hileras de casas hermosas, de fachadas rosa, lavanda, celestes... una al lado de la otra, con jardines delanteros y flores. Sigo caminando y por algún motivo un susurro me indica que siga por allí, que no suba a la vereda de la fila de casas. Yo sigo adelante, mirando hacia todas partes. El calor de los adoquines al sol traspasa la tela de mis alpargatas y comienza a quemarme de a poco. No hay nadie, sólo silencio. Un silencio tan raro como la ausencia. La ausencia de estar y no estar, de desligarme de mi propio cuerpo. Comienzo a sentirme cada vez más liviana. Siento que me elevo de una manera extraña: mi conciencia, mi alma cada vez más alto y mi cuerpo bien sujeto en la tierra caliente. Es así como de allá arriba puedo verme caminando, la cara cansada y la mirada confundida. Esa abstracción me libera. Entiendo. Ella se apoderó de mi cuerpo. Entonces el miedo aparece, la angustia de no saber, de sentir que nadie puede acompañarme.
— ¿Quién querría acompañarte?
El susurro se hizo más fuerte. Otra vez esa voz en mi cabeza.
¡Basta!
Me desespero. No quiero escucharla más. Pero más desesperada estoy, más siento que la voz se apodera de todo. Ella aparece cuando me pongo nerviosa.
— ¿Qué hacés? ¿Qué vas a hacer?
— Qué te importa.
— No ves que estás sentada sola.
— Andate.
— Si me voy, vas a quedar más sola aún.
— Lo prefiero.
— Yo te voy a ayudar.

Me di cuenta de que ya me estaba ayudando cuando su voz se apoderó de mi cuerpo, de mis manos, de mis acciones. Yo veía —desde algún lugar del aire, el cielo, el viento— cómo se movía a su antojo.
No es la primera vez que allí aparece, queriendo corregir mi rumbo, dispuesta a expulsarme, a controlar mis movimientos, a decirme por dónde andar. Camino por aquel extraño lugar, pero las piernas ya no son mías, las veo moverse al antojo de Ella. De a poco se fueron sumando los dedos de las manos, los antebrazos, los hombros, el torso. Hacía avanzar a mi cuerpo ligero mientras yo observaba, en esta abstracción que me libera de sus culpas y sus gritos. Sin aviso dobla hacia la izquierda. La calle ahora es de tierra y las casas van desapareciendo de a poco para dejar paso a terrenos descampados. Parece un sueño, pero sé que es la realidad misma. Esta realidad de la que Ella se apodera porque con la suya no le es suficiente. Y entonces Yo me convierto en una simple espectadora que ve más que lo que Ella jamás podrá ver. El sol brilla con furia y me miro los pies pensando que seguramente estarán a esta altura rojos del roce con la tierra y el calor. Mi cuerpo se mueve a un ritmo constante por aquella calle que se pierde en el horizonte. Me siento incómoda. Me siento ajena. Además ese silencio. Ese silencio me desespera. Ella aligera la marcha mientras mueve los brazos de un lado al otro. Dobla hacia la izquierda y toma un sendero oculto entre los yuyos, que comienzan a hacerse cada vez más altos. El camino ya no es de tierra sino que está lleno de piedras angulosas y miles de árboles rodean la zona. Me siento esclava de sus deseos. No tengo idea de lo que quiere hacer. Tropieza con una piedra particularmente grande y se levanta en el instante. La rodilla izquierda comienza a sangrarle. Yo no siento el dolor, y sé que ella sí pero no parece importarle. Ella piensa que es más fuerte que la soledad y la angustia. Yo sé que quiere terminar con esto pronto, a fin y al cabo a Ella tampoco le gusta mi presencia. El camino se hace cada vez más irregular, pero está empecinada en seguir avanzando, apartando ramas a su paso y clavándose espinas, dejando el dolor para después como si fuera algo que pudiera esperar. Pienso que tal vez su deseo es deshacerse de mí en este oscuro lugar. Parece que conoce el bosque muy bien, porque no vacila al caminar. Un arroyo de aguas turbias aparece en el camino el cual cruza sin pensarlo, mojándose hasta las rodillas. Entonces, detrás del gran árbol la vio. Creo que Ella la estaba esperando. Pude ver sus ojos abiertos del miedo y la emoción en el temblor de sus manos. La Otra de espaldas con el pelo castaño que caía recto hasta la cintura la esperaba. En el medio del bosque —¿acaso esto era un bosque?—, en el medio del silencio y de la búsqueda, ahí estaba. Ella se acerca lentamente hacia La Otra, extiende el brazo izquierdo en lo que supongo que es un intento de llamar a su hombro. Ahora comprendo. Siento —si esto se puede llamar “sentir”—una sensación de angustia, de terrible desesperación. Me acerco al oído, intento susurrarle que es una locura, que no queremos a nadie más, que me perdone, que no se acerque. Pero Ella es muy testaruda y La Otra esperaba paciente. No iba a poder, no tenía que poder. Un paso más y llega tan cerca que puedo sentir el olor a perfume de rosa. Con un brusco movimiento quedan Ella y la Otra mirándose de frente, con sus caras alargadas, sus ojos agudos y sus miedos a cuestas. El sol se apaga y ya no se escucha el ruido del agua del arroyo, y sé que nadie puede sentir ni el calor, ni el tacto de las piedras en los pies. Lo sé porque yo las siento desde donde estoy, porque la oscuridad no me impide ver la fusión de sus almas. El silencio le ganó a todo. La Otra ya no era La Otra. La Otra era yo, al igual que Ella. Ya no éramos dos, sino tres. Volví a sentir el calor en los pies y me toqué la cara porque la sentía distinta. Al abrir los ojos de golpe, estaba otra vez en el subte. Me incorporé un poco mareada y tambaleante, pero ningún pasajero lo notó. La gente no suele notar lo que hago, y está bien. Por lo menos (pienso mientras me bajo en la estación), y a pesar Mío, de Ella y de la Otra, ahora somos tres contra todos ellos.
Victoria Sayago

martes, 18 de noviembre de 2008

Ensayo: Mensajes urbanos

“Las paredes son la imprenta de los pueblos”.
Rodolfo Walsh


Las ciudades tienen vida propia. Respiran y luchan. Dicen y callan. En ellas converge lo múltiple y distinto. En ellas viven y sobreviven diversos individuos. Coexisten culturas y subculturas. Religiones que se toleran, se enfrentan, se repulsan.
¿Qué es una ciudad? Piedra, cemento y asfalto. Luces y colores. Autos y transeúntes. Velocidad. Misterio. Cielo e infierno. En ella hay personas que la sufren y disfrutan. Por eso está viva; aunque podría morir, quedar en la ruina, desaparecer. Pero seguramente de sus cenizas resurgiría una nueva. Mejor y peor. Diferente.
En la ciudad confluyen distintas formas de expresión. Manifestaciones a favor y en contra de lo racional, esto es, de aquello que es considerado correcto dentro de las normas establecidas por la sociedad y de aquello que es considerado incorrecto, que va en contra de lo convencional y aceptable.
“Las ciudades están llenas de sorpresas, llenas de lo inesperado, de extraños encuentros, llenas de respuestas que no esperabas a tus preguntas”[1]. Y de preguntas que no esperabas a tus certezas. En ellas hay ruidos, manchas de pinturas, gritos silenciosos. Las paredes preguntan, ironizan, susurran.
Desde la antigüedad, el hombre comenzó a expresarse en las paredes. Apenas erguido, el Homo Sapiens registró su existencia en las cuevas de Altamira. Luego fue el turno de los “pasquines” o carteles artesanales, a veces injuriantes o políticamente subversivos. Siempre anónimos. En la actualidad, los graffitis constituyen la nueva forma de manifestación no oficial. La necesidad de transmitir símbolos o mensajes parece ser inherente a la especie humana.
Fue quizás el Mayo francés, el que marcó a nivel mundial el punto de giro: el graffiti fue un arma privilegiada de combate de lo nuevo contra lo viejo. Lo que había que decir, necesitó de una nueva manera de decirlo.
Pero, ¿qué significado tienen estos mensajes en la ciudad?, ¿cómo vive la gente su presencia?, ¿constituyen una forma de expresión o un simple hecho vandálico?
El graffiti parece ser el referente de una generación que no está dispuesta a mantenerse sumisa frente a políticos y militares en los que ya no cree. Sus ideas breves e impactantes pueden ser quizás una especie de filosofía y hasta un modo de vida para los más jóvenes.
Las paredes suponen defender la intimidad y la propiedad privada. Pero los graffitis la transgreden y desnudan. Irónicos, lúdicos o futboleros, son una expresión efímera cuya esencia podría ser marcar la ciudad con un nombre propio y dejar impresa una identidad.
Tal vez constituyan una exhibición de la lucha ideológica, de las heterogeneidades existentes en la ciudad. Tal vez, sólo “ensucien” el paisaje urbano y sean pruebas de la incultura, el vandalismo y de la degradación edilicia, como sostienen muchos.
Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de graffitis?


Su aparición en América data del período posterior a la conquista de México-Tenochtitlan. En Argentina, se desarrollaron vertiginosamente entre los años ’60 y ’70; pero la sangrienta dictadura del ’76 fue aplacando sus voces. Ya con la restauración democrática reaparecieron e ironizaron sobre lo sucedido durante esos años. En las calles se dejaban leer frases como “Vos no desapareciste, por algo será” o “Los argentinos somos desechos humanos”.
Sin embargo, los mensajes políticos e ideológicos no son los únicos que suelen verse. Existen los denominados “tags” que consisten en firmas estilizadas, las “bombas” que son una especie de letras rellenas y los “sténcil” que son los clásicos moldes. Últimamente han crecido en cantidad los “murales” que son los más elaborados y creativos. Los mensajes de amor no suelen ser la excepción. Como se ve hay para todos los gustos, y disgustos. La expresión a través del graffiti es un comportamiento social, político, artístico, plástico y creativo, en el que se intentan plasmar mensajes urbanos.
Pero, ¿qué quieren decir?
Generalmente la “lectura” de estas expresiones requiere de un esfuerzo importante de interpretación, esto se debe a que además de una fuerte carga simbólica, refieren a procesos históricos y políticos puntuales e incluso utilizan lenguajes muy específicos.

Calle Guemes,
Bs As.
Si como sostiene Mario Margulis, la ciudad es un jeroglífico, un enigma a descifrar y preguntarse por su cultura es indagar en los sistemas significativos y expresivos, los graffitis quizás permitan detectar las tensiones existentes entre los habitantes de las megalópolis modernas.
¿Cómo reaccionan los ciudadanos ante ellos? Muchos deciden ignorarlos. Tal vez esta conducta responda a un mecanismo de defensa para centrar la atención sólo en lo socialmente permitido. O tal vez, estas personas son tan estructuradas y autómatas que no los pueden ver; sus ojos sólo son capaces de leer lo oficial y sus cerebros se mantienen entumecidos.
Un porcentaje importante de la gente considera que sólo ensucian las paredes. Idea estimulada usualmente por los miembros del gobierno de turno y por los medios masivos que monopolizan la comunicación.
Un grupo minoritario de personas interactúa con ellos. Mantiene un diálogo mudo que consiste básicamente en realizar comentarios sobre lo ya existente. Ellos son los ciudadanos atrevidos. Lo cierto es que esta expresión estética que crece de manera silenciosa, y que genera amores y odios, tiene algunas características específicas.
El graffiti se asocia a la marginalidad, porque no se encuadra dentro del marco legal y oficial de la comunicación; porque propone una ideología diferente. En general, el artista se mantiene en el anonimato y su creación es espontánea y veloz.
Esto podría hacer pensar que tal vez lo más irritante de estos mensajes, es que constituyen la voz de los excluídos. Las paredes parecen darles el lugar que el sistema les niega. Parecen darles la posibilidad de expresarse, quejarse, divertirse.
Entonces es probable que molesten, pero no por sí mismos; quizás cada nuevo graffiti indique que los oprimidos siguen sin querer resignarse, siguen entre nosotros y se manifiestan como pueden. Pero no se callan. Sus voces son los aerosoles y las letras que estos dibujan; y a través de ellos, transforman las paredes en telegramas gigantes y anónimos.
Calle Sarmiento, Bs As.

(“Vivimos la resaca de una orgía en la que nunca participamos”)
Mientras en Argentina se busca la forma de acabar con ellos y paradójicamente aparecen en el frente de los edificios inscripciones institucionales con la frase: “Prohibido fijar carteles o inscribir leyendas”; en Brasil parecen tomarse las cosas de otra manera.
En la ciudad de São Paulo, el gobierno invirtió en graffiteros, entre estudiantes de artes plásticas hasta gente de clase baja que vive de eso, pintando túneles de la ciudad, o paredes de puentes y diversos lugares no pertenecientes a edificios públicos. Además, muchos vecinos los contratan para pintar la fachada de sus casas.
Ahora bien, cuando el graffiti es asimilado por el ambiente social o resulta funcional al poder, ¿no comienza a debilitarse?, ¿no carece de sentido? Acaso, ¿no es por naturaleza contestatario? Tal vez resulte más interesante que siga siendo trasgresor y que sus fieles deban ocultarse de las leyes de un sistema que no integran, que los mantiene al margen.
En la antropología y en la historia del arte suele considerarse al dibujo de símbolos y la representación de objetos y animales como una manifestación anterior a la transformación de una cultura oral en una cultura escrita. El graffiti, tal vez por su simplicidad, la necesaria brevedad de sus trazos, la imprescindible síntesis del texto, su impacto visual directo o su libertad de diseño, parece muchas veces conservar algo de aquel espíritu primitivo dónde la forma, el ritmo y el color se unían para transmitir un significado. ¿Por qué cada vez se critica más algo que es tan antiguo como el hombre?, ¿será acaso que los mensajes anónimos cada vez cuestionan más el orden existente?, ¿será que la gente prefiere no pensar? Tal vez las personas escapen de su realidad para poder soportarla, y los graffitis cumplan la función de devolverlas inevitablemente al lugar del que quieren huir.
Es verdad que uno prefiere las paredes de sus casas limpias. A nadie le debe gustar salir a la calle y ver los muros escritos. Pero cuando uno viaja en colectivo y a través de las ventanas lee frases como “el orden de los plátanos no altera el licuado” ó “de tal palo, tal chichón”, ¿no se le dibuja una sonrisa en el rostro más allá del estrés y las obligaciones que lo agobian?, ¿esos mensajes no rompen un poco con la rutina de nuestros días?
“La urbe programada para funcionar, diseñada en cuadrícula, se desborda y se multiplica en ficciones individuales y colectivas. Esta distancia entre los modos de habitar y los modos de imaginar se manifiesta en cualquier comportamiento urbano” sostiene García Canclini.
Así lo estipulado de antemano en la ciudad choca con la improvisación de sus habitantes, que descomprimen el lugar en el que viven y le dan un toque fresco, nuevo, diferente.
Ponerse de un lado o del otro, es ver las cosas de un modo simplista. Puede ser molesto ver las paredes escritas, pero no parece ser un gran delito marcarlas. Tal vez pensar que esas personas utilizan los aerosoles para rebelarse, pedir atención o expresarse pueda significar un paso hacia delante en la búsqueda de comprender, o al menos de aceptar al otro. Y parece ser que hay personas adelantadas, pioneras en el intento de volver menos “ilegal” el uso de manifestaciones no oficiales.
El homenaje máximo al graffiti, lo brindó Horacio Fontova quien a mediados de los '80 escribió una canción donde el aerosol era el protagonista y hablaba en primera persona:
"Cuando todos callaban, yo era el único que hablaba, por mi pico se cantaron, mil leyendas de la calle".
Actualmente, varios artistas plásticos se dedican a producir murales callejeros, con aerosol u otras técnicas en muchas zonas de la ciudad. Se destacan las obras de Alfredo Segatori, firmadas con el seudónimo de “pelado”, que exhiben “okupas”, trabajadores que recuperan empresas quebradas, cartoneros y otras temáticas sociales.
Tal vez, todo sea cuestión de integrar al sistema a estas personas con alto nivel creativo. Darles la chance de expresarse en ámbitos “más adecuados”. Tal vez haya que limpiar las paredes y castigar a quienes las ensucian, para tapar con pintura un problema más profundo.
A modo de conclusión es interesante resaltar que los graffitis actúan rompiendo las pautas publicitarias permitidas, enfrentando la moral dominante. Son siempre un intento por socavar simbólicamente el orden establecido.
Parece ser que esas manos que escriben y dibujan sin parar, no encontrarán paz mientras haya una razón que las inquiete.
¿El graffiti no es arte urbano, callejero? Cuando uno va a museos y admira cuadros de Dalí y Manet, ¿no admira esa capacidad de expresar y conmover, de cuestionar y crear?, ¿por qué no admirar también arte no convencional, contestatario? Los grandes artistas, ¿no comenzaron rompiendo con lo establecido? Acaso los graffiteros, ¿no pueden ser los artistas de todos los siglos aún no reconocidos?
Las manifestaciones artísticas novedosas gozaron desde siempre de numerosos adeptos pero también de gran cantidad de detractores, y los ejemplos de esta ambigüedad son por demás elocuentes y numerosos en la música, la pintura, la escultura y el arte en general.
Quizás en un futuro no tan lejano sean valorados y la gente comience a preocuparse por cosas verdaderamente indignantes, como la explotación sin límites de los más pobres, las mentiras aberrantes de los gobernantes, el hambre en el mundo, o los miles de jóvenes que nacen sin futuro cada día y que engrosan las estadísticas de la delincuencia.
“Así como no existen personas pequeñas ni vidas sin importancia, tampoco existe trabajo insignificante”[2]. Tal vez estos mensajes urbanos sean más importantes de lo que creemos.

Marisol Andrés

[1] John Berger, “Composición de lugar”.
[2] Elena Bonner.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

La muñeca de tanatos

Eran las seis, faltaban veinte minutos para que él llegara, los nervios la invadían. Después de tantos años era un gran paso. Pero, ¿estaba haciendo lo correcto?
A pesar de las discusiones que podía tener, él era su vida. Su primer amor, su compañero de vida. Pero, ¿él era el compañero de vida que realmente se merecía? Sentía que el estómago se le estrujaba, que iba a vomitar en cualquier momento, una vez tomada la decisión sabía que no podría volver atrás. Si se iba nunca más podría ni pisar ese barrio y más conociéndolo a Jorge, se iba poner muy violento.
Empezó a mirar la casa, lo delicada que era, combinación de blanco y negro. Los sillones blancos que les había regalado la mamá de Jorge para su casamiento , la mesa de hierro negro y vidrio , los cuadros que había elegido ella. Pero la vista se volcó a una muñeca que tenía en el estante superior del modular donde estaba la televisión, era de porcelana y medía unos setenta centímetros. ¡Esa muñeca! ¡Claro no podía estar ni un minuto más en esa casa! Desde el noviazgo él siempre había sido igual ¿Cómo pudo haber estado tan ciega? ¡Ya no quería soportar tantos maltratos! Él no se la merecía.
El objeto la remontó a su primera gran pelea, a los cinco meses de estar saliendo, ella había decidido ir a la casa. Los padres de él estaban de viaje y la había invitado a cenar. Se lo había dicho a la mañana y ella muy emocionada había estado esperando todo el día que la llamara para arreglar la hora. La llamó a último momento, pero ella fue igual. Cuando llegó encontró una carta de una chica, iba a estallar en celos y empezaron a discutir. Él no había podido creer que ella sospechara de que pudiese ser infiel. Se había puesto muy violento y había empezado a pegarle a la puerta y gritaba más y más. Nunca se había sentido tan desprotegida, tan perdida, tan desestabilizada. A la semana se había arrepentido y le había regalado esa muñeca que todavía conservaba.
Siguió mirando su confortable comedor y siguió recordando. El principio de su noviazgo había sido raro. Siempre habían peleado mucho, al principio eran peleas tontas. El se enojaba mucho pero a ella le gustaba él, y más cuando se enojaba. Parecía un nene y a ella le divertía desenojarlo. No se tomaba en serio sus enfados, le parecían un juego.
Igual la decisión estaba tomada, nunca había sido el marido perfecto. Definitivamente no se la merecía. Era un mal esposo. ¡A veces hasta lo mataría! Recordó una vez, cuando estaban de novios, en el que ella se había negado a ir a verlo jugar al fútbol. Él había empezado a gritarle a decirle que ella no era la mujer con la que quería estar, que en realidad nunca la había querido. Recordó lo que esas palabras la habían lastimado. Él siempre la había hecho llorar, pero cuando la abrazaba sentía que el tiempo se detenía., que nada mas importaba. Él la abrazaba como nadie, él la tocaba como nadie pero también la hacia sufrir como nadie.
Agarró sus cosas apurada, casi no podía respirar de los nervios que tenía, se apresuró hacia la puerta, la abrió y ahí estaba él con un ramo de flores. Rápidamente dejó las valijas atrás de la puerta, lo vio y lo abrazó. En ese abrazo sintió todo el amor que siempre le había tenido, tantos momentos juntos, no podía dejarlo, ella sabía que la amaba. Lo miró a los ojos y vio todos los momentos en el que la había cuidado, la había defendido, la había apoyado cuando algo no le salía algo, la había cuidado cuando estaba enferma. Esos ojos que la habían enamorado. Y si algo sabía era que ella era la única mujer de su vida. Jorge estaba de muy buen humor.
- Mi amor, tengo una gran noticia, me ascendieron, soy vicepresidente de la compañía.- dijo él.
- Felicitaciones ¡Después de lo que lo esperamos! Te voy a hacer una comida muy especial- respondió
Ella estaba muy feliz, fue a la cocina y se percato de que en su plan de huida no había ido a hacer las compras. Pero Jorge había ascendido, se merecía una rica comida. Empezó a ver que era lo que tenía, fideos tomates, zanahoria, una cebolla y bueno se las iba a ingeniar para hacer fideos con una buena salsa. No sabía si hacía lo correcto pero realmente tampoco quería hacer lo mismo que su madre, seguro habría otra solución. Recordó las interminables peleas entre sus padres que terminaban con su madre en el piso, y el cruel recuerdo de su madre abandonándolos cuando ella tenía doce años. Tenía latente la imagen de ella la noche anterior a que partiera. Jugando a espiar a su madre se puso a mirar como cocinaba. Observó muy atentamente, ella estaba poniéndole veneno para ratas a la comida del padre. ¡No lo podía creer! Trató de escaparse de ver tal situación, pero resbaló. La madre la escuchó, la miró y en un ataque de nervios, llorando tiró la comida a la basura. Al día siguiente huyó de la casa. Nunca entendió por qué su madre había tratado de envenenar a su padre , si bien a veces él era violento , era solo cuando se enojaba, el resto del tiempo era muy cariñoso con ella y la quería mucho.
De pronto volvió a su realidad, escuchó que su marido cortaba bruscamente el teléfono. Un escalofrío recorrió su cuerpo.
- ¡¿No pusiste la mesa?!
En ese momento se bloqueó, sabía lo que pasaría. Era como si los gritos ya predicaran lo que vendrían. El miedo no la dejaba hablar. Era inminente ¿Para que responder? Se iba a poner peor. Solo por no haber puesto la mesa. Capaz que tendría que haberla puesto antes. Y la vista se nubló.
Se despertó en el piso, como tantas veces. Se sentía sucia, como tantas veces .Se sentía desprotegida, desestabilizada, como tantas veces. Quería irse pero sentía una fuerza interna que no la dejaba tomar la decisión. No quería repetir la huida de la madre. El iba a cambiar, ella sabía que la amaba. No tenía la energía para pararse. Miro a su alrededor y pese a ella recordó todo lo que no quería recordar, el aborto que la había obligado a hacer. Tenía el recuerdo presente, de antes de terminarse de dormir por la anestesia, él con su madre en la esquina de la habitación mirándola. Claro que según ellos era por su bien. Nunca los había culpado, pero le dolía el alma cada vez que lo recordaba. No podía levantarse le dolía todo, lo odiaba. Igual no podía evitar pensar que capaz ella tenía algo de culpa, cuando escuchó a Jorge hablando por teléfono.
- Sí, mi amor ahora voy para nuestro lugar, pero te dije que no me llames a casa. Sí… que ella puede darse cuenta… Si te dije que esta enferma pero cuando se cure la voy a dejar.
¿Una amante? Después de todo lo que ella lo había cuidado, que había dejado su vida por él. ¿Así se lo agradecía? ¿No se cansaba de lastimarla? ¿Qué clase de persona era? ¿Cómo era capaz de actuar así? De repente la energía le volvió al cuerpo, la furia la desbordaba, no podía manejala, no podía pensar en tranquilizarse, la situación se le iba de las manos ¡Era una basura! Miró la muñeca de porcelana, la agarró, fue al cuarto donde estaba el teléfono… Jorge dejaría de ser su obsesión.
Casandra Hojman

Cual falso suspiro

Gladys agarró la olla oxidada con los fideos y la llevó a la mesa. Su cara aún estaba seria. Ni la carta de bienvenida que le había escrito Luisa pudo hacerla olvidar un poco de lo que había vivido semanas atrás. Osvaldo también estaba raro. Ni palabras se escuchaban. Y cumbias, menos. Sólo el llanto de la Margarita, haciendo eco en la inmensidad del desconsuelo. El hombre la levantó en brazos y la llevó a la mesa. Dio un grito hacia la puerta de chapa para el Pablito, la Marta y la Onelia, que estaban jugando en la tierra de la casilla de al lado. Se acercaron a la tabla.

- ¡Coman chicos! –levantó la voz Osvaldo al ver a los nenes sentados sin mover su tenedor.
- Pero mamá no tiene comida- dijo el Pablito mientras miraba fijamente a Gladys que se sonaba la nariz.
- Después me voy a tomar un tecito, mi amor, así duermo mejor a la noche. Estoy muy cansada. Coman ustedes, está rico.

Calle empedrada. Casas con puertas de madera. Paredes descascaradas. Descoloridas. Descuidadas. Un silencio inmenso por toda la cuadra. Quizás, algún que otro auto asustaba con el ruido del motor. Ya a las siete de la tarde la gente se encapsulaba en su hogar para evitar la oscuridad, pues los palos de luz no daban luz. En el medio de la cuadra, se veía una puerta color ocre, despintada. Con un escalón antes. No tenía manija. Ni se veía ningún botón que simulara un timbre. Oscar dio un portazo al bajar de la Ford Eco Sport y se acercó al semicírculo de personas que lo estaban esperando en la puerta ocre.

- Disculpen la demora, ¿viajaron bien?
- Sí don, ¡hasta tomamos mate después de cruzar la frontera! – se vio a Gladys con una sonrisa que cubría casi toda su cara, mientras tenía de la mano a Osvaldo.
- Me alegro. ¡Vieron que ricos mates hace el negro! – el hombre se rió a viva voz y contagió su alegría a las diez personas.
- Bueno, –continuó Oscar- ¿qué les parece si vamos a conocer su nuevo ámbito? Muchachos ustedes sigan al negro que van a entrar a este portón. Chicas, vengan que les presento a sus compañeras.
- Sí, vamos. Le dejamos los documentos a él, don. Nos dijo que acá en Argentina los DNI con residencia en La Paz no tienen validez.
- Así es. Muy bien. ¡Qué aplicada Gladys, vas a laburar bien, me parece!

Gladys abrazó fuerte a Osvaldo, sosteniendo con su mano la cabeza. Se mantuvieron en la misma posición por unos minutos, sin decirse nada.
Oscar sacó las llaves de su pantalón de jean y abrió, ayudado por un golpe, la puerta de madera. Ya al subir las escaleras se veía oscuro. Se escuchaban ruidos. Uniformes. Constantes. Intensos. Algunos, coordinados; otros, a destiempo. Gladys terminó el último escalón y levantó la cabeza con intriga. Superficie pequeña, pero bien aprovechada. Mesas por todos lados. Cada mesa tenía una máquina de coser; y también, una mujer sentada con un retazo de tela en la mano. Todas mirando hacia abajo. Sin distraerse ni un poquito. Parecieron no inmutarse por la llegada de las nuevas compañeras. Eso, a decir verdad, había sorprendido a Gladys.
- Bien, este es tu lugar. Va a ser como tu hogar, no te vas a sentir invadida por nadie. Estos son los moldes que tenés que usar. Cada dos días pasaré a buscar una partida. Cualquier duda, consultame. ¿Querés preguntarme algo?
- No, patrón. Está todo comprendido- expresó con voz segura Gladys, seguida por las otras cuatro mujeres.
- Bueno. Cualquier duda, les dejo mi celular en este papel. Va a salir todo bien, quédense tranquilas que van a aprender enseguida. Es fácil. Yo sé que lo van a hacer con ganas. Las veo bien predispuestas.
- ¡Gracias!- se escuchó a coro.


Gladys empezó con un ritmo lento pero, con el paso de los días, había adquirido la práctica a la perfección. Ya lo hacía mecánicamente. Con ganas y expectativa. Su buen humor era constante. A decir verdad, los llamados telefónicos a su casa la revitalizaban. Eran como su cable a tierra. Y ni hablar de cuando lo veía a Osvaldo en los ratos libres. Mientras, ella seguía: cortaba la tela, enhebraba el hilo, cosía. Cortaba la tela, enhebraba el hilo, cosía. Sabía que iba a traer sus frutos. Sabía que iba a ser el futuro para los críos. De a ratos le nacía un lagrimón.
Había oscurecido por completo. Las lamparitas, que parecían haber sido colgadas con desgano, permitían seguir cosiendo. Una prenda. Otra. Lo mismo con una. Lo mismo con otra. Cortar la tela, enhebrar el hilo, coser. Y así pasaban las horas.
La verdad era que Gladys, después de unos días, ya se sentía como en su casa. Había un buen clima entre todas las mujeres. Hasta se enteró que algunas vivían en barrios cercanos de Bolivia. El patriotismo se le desbordaba. Compartía temas recurrentes de charla a medida que comía alguna que otra cucharada de arroz con sal. Ya se había acostumbrado al ruido intermitente, ahora podía hacer tres cosas al mismo tiempo, sin descuidar ninguna. Por eso también estaba contenta; se sentía más ágil.


Ya había pasado un mes, por ende, su primer sueldo estaba en la mira. Cada ruido de puerta que escuchaba, la alarmaba. Pero ninguno había sido producido por Oscar, hasta este:
- ¡Buenas noches, chicas! ¿Comieron?
- Sí, patrón.
- Mejor, mejor. Están alimentaditas – sonrió el hombre.
Las chicas asintieron con confianza.

- Juana, Lucrecia, Gladys, Ernesta, Paulina, ¿pueden acercarse? Tengo algo para ustedes. Han trabajado bien.
Las cinco se miraron con una sonrisa inocultable.
- Este es su primer sueldo, chicas. Las felicito. Cumplieron con el número de piezas solicitadas. Se las notó muy responsables. Pero hay un pequeño problemita, obviamente no tiene nada que ver con ustedes porque hicieron una tarea fascinante, que tiene que ver con mi liquidez. Estoy un poco ajustado con algunos asuntos, está decayendo el trabajo. Por esto, no van a cobrar trescientos dólares, pero el mes que viene seguro va a haber una diferencia a favor de ustedes. ¿Me pueden disculpar?
- Sí, – se escuchó una voz en nombre del conjunto- lo vamos a bancar, queremos trabajar.
- Gracias, chicas. Ya las voy a recompensar.

Gladys volvió a su rutina habitual. Pero ahora con una sonrisa de oreja a oreja. ¡Tenía unos billetitos para darle comida rica a los críos cuando volviera! ¡Hasta podría comprarles un queso! ¿Y Luisa? Podría llevarle un mate. ¡Qué feliz se iba a poner! Ella había deseado siempre uno hecho en Buenos Aires. Además, se lo merecía. Cuidar a cuatro chicos y pagarles la comida no era cosa fácil. Una gran hermana le había tocado. ¡Colchones! Dio un salto, abriendo los ojos bruscamente. ¡Podría comprar un colchón para cada uno! Una sonrisa inundó su cara. Con el sueldo de unos meses más iba a poder hacer todo. Era un sueño ya, y todavía faltaba bastante. Además, se la veía canchera con el tema de la costura. Ya el sueño no era problema. Permanecía tardes sin inquietarse y, cuando llegaba la noche, había horas en las que ni siquiera bostezaba. Eso le hubiese costado mucho si no se hubiera adaptado a las lamparitas pobres que pintaban los días. Los rayos de sol eran deficientes.


Y los días seguían pasando. Cortar la tela, enhebrar el hilo, coser. Cortar la tela, enhebrar el hilo, coser. Un lunes, tres hombres llegaron en un camión y subieron a la habitación dos máquinas de coser más. A Gladys se le vino a la mente la charla con Oscar de hacía unas semanas. ¿Cuando hay trabajo ponen más máquinas o al contrario? Mejor dejar de preocuparse por cosas que no eran suyas. El tipo le había pagado y eso era suficiente. Cuando quiso dejar de pensar, se encontraba sentada, con un retazo de tela blanca en sus muslos, sin hacer nada. Sus manos, con las palmas hacia arriba. Y la máquina, expulsando ese ruido intermitente. Se apresuró al ver que la luz natural se diluía en la habitación opaca. Un portazo la focalizó nuevamente en su trabajo. Cortar la tela, enhebrar el hilo, coser. ¿Para quiénes eran esas máquinas nuevas? Si estaban las personas justas. ¿Entrarían más chicas? La idea la sorprendía un poco, pero también la ponía contenta; ahora ella sería una de “las antiguas” y podría aclararles dudas a las demás. Efectivamente fue así: cinco chicas jóvenes. Algunas de su ciudad, según se enteró en la charla. A Gladys le cambió el panorama. Hasta podía determinar el dial de la radio vieja que estaba arriba del estante. Casi siempre ponía las cumbias colombianas que le hacía escuchar Osvaldo en su casa. Esta vez estaba un poquito más lejos – unos escalones- pero era como si compartiera los platos de arroz con él. La interconexión existía, aunque ayudada por unos mates amargos en los ratitos entre una partida y la otra. A medida que pasaban los días, no evitaba extrañar su casa, a los niños más que nada, pero también sentía que estaba en un lugar donde su trabajo era gratificado, y donde esa gratificación serviría para un futuro seguro. Y encima, tenía a Osvaldo a sólo unas puertas. No podía pedir nada más.

Eran las cinco de la tarde de un jueves. Gladys escuchó la puerta de calle y enseguida torció la cabeza hacia la escalera. Una breve sonrisa se dibujó en sus cachetes tostados. Sí, tenía que ser él. Pasos de hombre eran, sin duda. No podía ser ninguna compañera. Quizás, vendría a pagarle el mes y algunos billetitos más, atrasados. Él parecía responsable y se lo vio muy afligido cuando le explicó que no podía hacerlo a tiempo, seguro se habría quedado con culpa.
- Chicas, muy buenas tardes. ¿Cómo andan?
- Bieeen – se escuchó un coro femenino, mientras seguían con la mirada puesta en su retazo de tela.
- Mejor así. ¡Bien Marta con eso, eh, vas tomando dinámica!, ¿y vos, Grace, hablaste con tu amor extrañado?- expulsó una risa cómplice.
- ¡Sí! Ayer. Dijo que por casa andan todos bien. La chula se lastimó la rodillita pero la vecina lo está ayudando a pasarla. Así que, bien.
- Perfecto. Ese hombre te quita el sueño. Si querés que tome algún tipo de iniciativa para incorporarlo al taller masculino, sólo tenés que decirme. Sabés que no hay problema, además hace falta personal.
- Listo. Gracias, don.

La intuición de Gladys, evidentemente, había fallado. Se quedó pensativa por unos minutos pero después, algunas palabras de Oscar lograron incluirla en la charla.
- Gladys, antes que me olvide. Vení un segundo.
- Sí. Dígame, patrón – se acercó tímidamente, despacio.
- Yo te debo un mes y algo. Te lo voy a pagar, quedate tranquila, estoy con complicaciones ahora. Te prometo que te voy a pagar el doble.
- Bueno, le agradezo mucho. Pensé que era por otra cosa. Tenía miedo de tantas cosas. Vio que uno piensa lo peor siempre. Y más que ví chicas nuevas. Me desesperé. – se rió Gladys.
- ¡Ay, mujer! Estás chistosa hoy.
Gladys suspiró profundo. Su corazón, para su sorpresa, volvió a latir en su ritmo habitual. Ya vendría el sueldo. Sólo debía confiar en su promesa. ¡Iba a recibir el doble! Eso sí que iba a ser mágico. Hasta quizás, con esa plata, podría comprar ropita para la Margarita. Valía la pena esperar. ¿Valía la pena esperar?
Los días y las noches se turnaban para verla esperar. Ella seguía en el mismo lugar, de la misma forma, aunque cada tarde, con menos ilusión por escuchar esas pisadas pesadas sobre los escalones. Había preguntado por él varias veces, pero los muchachos que iban a retirar las partidas parecían no saber nada. Ya él ni se aparecía por el lugar.


El agua ya estaba hirviendo. Gladys agarró el paquete de fideos abiertos de adentro de la alacena y los echó a la olla oxidada. Osvaldo estaba sentado en la mesa. Callado. Ya en un ratito tendría que llamar a los chicos, que estaban jugando en la tierra de la casilla de al lado. En ese momento, la Margarita empezó a llorar.
Carla Yamila Bleiz

martes, 11 de noviembre de 2008

Una larga esperanza

La encontró como todos los días, con los ojos cerrados, su cara relajada y acostada en la cama boca arriba, como esperando que él llegara y le diera un beso en la frente. Las flores que le había dejado el día anterior sobre la mesita de luz, al lado de la foto del casamiento, todavía no estaban marchitas. Pero, igualmente, él le llevó jazmines, las favoritas de María José, que hacían juego con las sábanas y las cortinas blancas. A decir verdad, todo allí era blanco.
Hacía cinco meses que Luis iba al hospital todos los días a ver a su esposa que había tenido un accidente y, como consecuencia, había caído en un estado vegetativo que parecía irreversible. Ella era la única persona que tenía Luis en su vida. No contaba con más familia. Desde el día en que ocurrió el accidente de María José, gastó en poco tiempo todos sus ahorros en medicamentos y en la internación de su esposa.
Luis era un tipo flaco que fumaba como un escuerzo debido a sus crisis de nervios crónicas. Comía realmente muy poco, por un lado porque se le había ido el apetito y, por otro, por la pobreza en la que vivía. Durante mucho tiempo trabajó de changuitas para pagar las cuentas de su departamento, pero cuando empezó a pasar más tiempo en la clínica, se la rebuscó para trabajar ahí. Todos los días baldeaba los pisos, lavaba los baños y cambiaba las sábanas de las salas. De esa forma, mataba dos pájaros de un tiro: ganaba algo de plata y pasaba más tiempo cerca de su esposa.
Siempre usaba unos jeans claros, muy gastados, una remera negra que tenía algunas manchas de lavandina y unas zapatillas un poco rotas. Luis era muy creyente. Todas las semanas iba a un santuario del gauchito Gil que con sus propias manos había construido, con ayuda de su suegro Jorge, que había fallecido hacía dos años. Tenía un gran aprecio por él. Había sido el padre que nunca tuvo. No sólo le abrió las puertas de su casa, sino que le contagió su devoción por el Gauchito. Luis se había criado en el barrio obrero de Valentín Alsina y no había terminado el primario. Leer y escribir le costaba mucho, por eso, las veces que compraba el diario en la estación de Villa Caraza, donde vivía con María José, le pedía a ella que lo leyera.
El día que María José entró de urgencia en el hospital, estaba de guardia el doctor Jorge Hernández, quien la atendió durante esos cinco meses. José, al pasar tanto tiempo allí, tomó confianza rápidamente con él, y le contaba todos sus problemas. El Doctor le daba consejos para que María José se despertara más rápido. Le decía que le llevara música, que le hablara. Así, Luis pasaba horas hablándole de todas las cosas que sucedían en la clínica y de cuánto la extrañaba. La contención del médico fue vital para Luis durante esos meses. Tanto así era, que lo comparaba con el papá de María José. “Mi suegro se llamaba igual que usted doctor y tenía un corazón de oro, como el de usted”, solía decirle Luis al Dr. Hernández.
El doctor siempre estaba con papeles en la mano y los anteojos colgados en el bolsillo del delantal. A Luis le daba curiosidad que siempre estuviera tan cargado de escritos, pero la explicación de Hernández parecía sensata. “Son investigaciones sobre enfermedades como la de su mujer que me llegan del exterior. Es que todos los días aparece algún tratamiento nuevo y uno no puede quedarse estacando, ¿me entiende?”
Fue así como una tarde le comentó a Luis que en Estados Unidos había aparecido un tratamiento para que personas en estado vegetativo volvieran a despertarse en poco tiempo. El único problema de ese tratamiento era el costo bastante elevado, algo que Luis no podía solventar de ningún modo.
- Pero Dr.Hernández, ¿en Estados Unidos? ¡Yo ni loco puedo pagar eso! ¿Cómo voy a hacer?
- Mire, no sé bien el costo, pero es cierto es un precio elevado. Sin embargo, estuve hablando sobre su caso con un amigo abogado. Él me dijo que si usted tenía alguna prueba o si conocía a alguna persona que haya estado en el momento del accidente, se podría hacer un juicio contra el que atropelló a su mujer.
- ¡¿Un juicio?! ¿Para qué?
- ¡Imagínese! Lo puede demandar por daños y perjuicios y seguro que por más cosas porque atropellar y abandonar a la víctima es muy grave y la justicia lo toma muy en cuenta. ¿Conoce a alguien que haya presenciado el accidente?
En ese momento, Luis recordó que el canillita del barrio, Darío, la mañana del accidente estaba vendiendo diarios en la esquina de Deán Funes y Primero de Mayo, a tres cuadras de la estación de Caraza. De hecho, él fue quien le avisó por teléfono a Luis sobre la tragedia. Quizás, de ese modo, encontrarían al que atropelló a María José.
Sin perder tiempo, el doctor Hernández le presentó a Carlos Martelli, un joven abogado que le prometió hacer lo imposible para encontrar al responsable del accidente de su esposa y hacerlo pagar peso por peso los costos de la internación y por los perjuicios ocasionados. “Pero no se ponga ansioso que los tiempos de la justicia son lentos.”, le remarcaba el abogado a Luis. Y él suspiraba, angustiado, pensando en lo lejos que estaba ese tratamiento.
Luis no entendía de temas judiciales ni le interesaban. Se limitó a buscar a Darío y a pedirle que fuera testigo de la causa. Por eso, Martelli se ocupaba de los temas legales y de los trámites burocráticos. En muchas ocasiones, Luis y Darío acompañaron a Martelli a distintos juzgados y los dos declararon varias veces sobre la mañana del accidente. Darío aportó datos muy útiles ya que se acordaba del modelo del auto y las letras de la chapa, que eran las de sus iniciales.
Pero a pesar del esfuerzo del abogado, los días pasaban y no había muchos avances en la causa.
- Ay gordita –le decía a María José– si supieras lo que es estar despierto. Hace tanto que empezamos buscar al hijo de puta que te dejó así que ya ni me acuerdo cuándo fue. Pero te prometo, por el Guachito que me dio más de lo que me sacó, que lo vamos a encontrar y va a pagar. Y vamos a ir hasta la Luna para que te despiertes y estés al lado mío como siempre. Te amo mucho, gordita, nunca te olvides de eso.
Luis le contaba todas las novedades a su esposa, entre llantos y besos, hasta que por fin una tarde, Martelli apareció en el hospital.
- ¡Lo encontramos, Luis! El fiscal lo ubicó porque todavía tiene el mismo auto con la misma chapa.
Luis se quedó perplejo, con la boca abierta y sin poder gesticular.
- ¡Póngase contento, hombre! En poco tiempo le aseguro que sale el juicio.
Dicho y hecho. A los tres meses Martelli fue de nuevo al hospital para contarle que el veredicto había salido y que el responsable del accidente de María José tendría que pagar 70 mil pesos. Y Luis no lo podía creer. “Esto es gracias al gauchito”, repetía. Y lloraba sin hacer ningún ruido. Ya no sentía bronca por lo que le había ocurrido, era resignación. Pero lo del tratamiento le había devuelto las esperanzas y las ganas de vivir.
A la semana de la noticia, Martelli lo citó a Luis en su despacho para firmar unos papeles para que, finalmente, obtuviera la plata del juicio. Luis trató de leer el primer papel, pero le costaba mucho. Se acordó de cuando María José le leía el diario en el tren y sonrió levemente. Sin dudarlo, firmó todos los papeles y le dio un fuerte abrazo a Martelli. “No sabe lo que significa esto para mí”, le dijo entre lágrimas.
Al día siguiente, a las siete de la mañana, Luis estaba de punta en blanco –vestido con unos jeans y unos zapatos que Darío le había prestado– en Tribunales, donde lo había citado Martelli. Luis había pedido el franco en el hospital, pero le dieron sólo un par de horas. Esa mañana se fumó el paquete entero de cigarrillos mientras esperaba al abogado que no llegaba. Cuando la espera se hizo muy pesada, una crisis de nervios lo empezaba a invadir, y se dio cuenta de que llegaba tarde al hospital para volver al trabajo. Así que pensó que antes debía hablar con el Dr. Hernández.
Estaba a dos cuadras cuando escuchó el ruido de una sirena y un patrullero de la Policía Federal yéndose muy rápido. La gente en la puerta se aglomeró de pronto y los efectivos no dejaban entrar a nadie. “Déjenme pasar, yo trabajo acá”, gritó Luis y se abalanzó sobre los dos policías que estaban en la puerta. Adentro, el hospital estaba revolucionado.
- Yo sabía que escondía algo ese Hernández. Siempre tanta dedicación a los pacientes… Por algo tenía que ser.
- Y claro, Rosa, si así se ganaba la confianza de los familiares para que después soltaran la plata.
Luis no creía lo que escuchaba. Intentó acercarse a las enfermeras que comentaban todo tipo de cosa, pero entre el alboroto sólo llegó a escuchar que se habían llevado preso al Dr. Hernández. Y no quiso escuchar nada más, porque pudo imaginar el resto.
Subió corriendo las escaleras y entró a la sala apurado para verla. Ahí estaba María José con los ojos cerrados, sus facciones relajadas y acostada boca arriba. La abrazó, como nunca antes la había abrazado, y se largó a llorar como un chico. Luis sólo pensaba en ese tratamiento que ahora era imposible y un sentimiento de culpa lo envolvía. “Perdón, gordita, perdón”, le susurraba mientras le besaba la cara con sus labios mojados. Pero no se dio cuenta de que sus lágrimas se confundían con las de ella que, lentamente, comenzaron a rodar por sus mejillas.
Noelia Fuksbrauner

Volver a vivir

Julia llega a París un día soleado de invierno, y entra al pequeño y antiguo departamento en con sus valijas vacías de esperanza y el pecho colmado de dolor, literalmente. Así empezó su nueva vida. A decir verdad no estaba muy segura de lo que hacía, era un cambio radical, pero así era Julia y hay cosas que no se piensan demasiado. Quizás buscó la salida más rápida y fácil a sus problemas, y seguramente no se lo perdonaría jamás.
Ya en el avión se convenció de que era lo correcto. Se recordó a sí misma llorando junto a la cama de su madre, y ésta agonizando, en una habitación oscura, en la que pasó días y noches enteras esperando el final, tan deseado por tanto sufrimiento en vano. Y ahora le tocaba el turno a ella, con la excepción de que no permitiría que su familia viera, sin poder hacer nada, cómo la vida se le escapaba de las manos. Por eso se fue de la Argentina, dejando atrás a su marido, Alberto y a sus tres hijos. Se juró a ella misma no volver jamás y los abandonó sin dar explicaciones, sin despedidas siquiera, esperando que alguna vez la pudieran comprender, si llegaran a enterarse de la verdad.
Julia tenía unos cincuenta años, aunque parecía más joven, sobre todo por la alegría que la caracterizaba. Hasta el día en que se enteró de la enfermedad. Era guía en el museo de Bellas Artes en Buenos Aires. No ganaba demasiado con eso pero, aunque no mucho, tenía algunos ahorros guardados desde hacia tiempo. Y con eso se fue, un poco a la deriva. Había conocido París cuando era joven, y desde ese momento se enamoró de la ciudad aunque nunca más volvió. Supo que quería vivir allí al menos un tiempo. Y ese, aunque no perfecto, era el momento oportuno.
El departamento de un ambiente se encontraba en las periferias de París. En un barrio de inmigrantes, con departamentos antiguos, no muy altos y sencillos, con muchos bares y restaurantes alrededor. Un barrio ruidoso, musical, pero tranquilo, donde casi todos se conocían.
Pero a pesar de esto, ahora Julia se sentía más sola que nunca y la depresión comenzaba a invadirla como ya lo había hecho alguna vez. Intentaba despejarse, visitar los alrededores de París, museos, simples calles escondidas, algunos lugares que ya conocía pero que habían quedado prendidos en su memoria. Lugares de los años felices como solía decir, aunque ahora sabía con certeza que éstos no lo eran en absoluto.
Julia paseaba sola y olvidaba sus problemas y preocupaciones. Pero al llegar al departamento caía de nuevo en la realidad que no quería ver. Ella misma había puesto fin a su vida antes de lo imaginado, había terminado con todo lo que construyó con tanto sacrificio, con todo lo que amó incansablemente. Recordaba los domingos en familia, la noche en que Alberto le pidió que se casara con él a sólo tres meses de haberse conocido. Y sí, en esas situaciones sólo se recuerda lo agradable.
Julia necesitaba salir de ese pozo antes de que fuera muy tarde. Buscó trabajo y lo consiguió rápidamente, como mesera en un restaurante de la zona. Tenía que hacer su esfuerzo pero era el trabajo ideal y lo tomaba más que nada como una terapia. Era un restaurante diminuto y bohemio, el lugar donde se reunían los más jóvenes de la zona.
Ahí conoció a Juan, un mediodía de invierno, cuando él fue a almorzar por primera vez al restaurante. Él se esmeraba en hacer su pedido en un francés elemental que apenas balbuceaba, y al darse cuenta, ella se sentó a su lado. Él se sorprendió. –Quédate tranquilo, hombre, pertenecemos al mismo tronco – le dijo Julia al instante, con una sonrisa en su cara. Amaba hablar con extraños.
Él venía de Barcelona a hacer un posgrado en arquitectura, y como ella, no tenía amigos ahí. – Yo te enseño el idioma- le dijo ella -a cambio de que me acompañes a recorrer la ciudad-.
Todas las tardes al salir del trabajo él la pasaba a buscar para ir a pasear. Notre Dame, el barrio latino, diferentes museos. Así pasaron los días, y pasaron tan rápidamente que ya comenzaba a olvidarse de todo lo demás. Sentía el dolor, pero ya no le prestaba atención.
Pero Julia, que de alguna forma supo desde el principio lo que iba a suceder, comenzó a sentir algo más por él, cada vez que la miraba, que la abrazaba, quizás por su inmensa soledad. Sintió que había vuelto a vivir. Al principio se lo negó, no se lo podía permitir, trataba de pensar en su familia, en su marido, pero era imposible, nunca pudo negar sus sentimientos.
Y así fue. Uno de esos días fríos, atardeciendo, sentados en un banco de las Riveras del Sena, se quedaron mirándose a través del viento y las resecas hojas que volaban alrededor, con la sensación de que no había nada ni nadie más que ellos. –Te amo- dijo él sin mirarla a los ojos, como culpándose al instante. Y entonces ella lo besó.
Sentían que se conocían de toda la vida, que se habían amado desde siempre. Pero no. Ninguno sabía nada del otro. Eran desconocidos conociéndose sólo superficialmente. Sobre todo Juan, no sabía nada de ella, no conocía su pasado, por qué estaba ahí y por qué estaba con él. Miles de preguntas sin respuestas concretas.
Pero sólo una semana después, una oscura madrugada sin sol, Juan iba a saber mucho más de lo que Julia hubiese deseado. Él buscaba una camisa por el departamento, mientras Julia, a sólo unos metros, preparaba el desayuno. La lluvia caía afuera y golpeaba con fuerza contra la ventana empañada.
-¿No sabes dónde dejé mi camisa?- preguntó Juan.
- No, fijate en la silla, al lado de la cama-, dijo ella, señalando la silla con una montaña de ropa encima y más desparramada por el piso.
- No, ya la he buscado ahí-
- La habré mandado a lavar con mi ropa- respondió ella sin darle mayor importancia.
Pero Juan, impaciente, abrió el gran placard de madera y comenzó a revolver entre la ropa, hasta que al fin abrió el tercer cajón y quedó sin aire, inmóvil. Una docena de frascos con pastillas, ordenados minuciosamente, apareció frente a sus ojos. Juan dio un paso hacia atrás, horrorizado, y la miró sin decir nada. Ella se volvió y vio la escena.
- ¿Qué es todo esto?- preguntó él, casi gritando.
- ¿Por qué revolvés mis cajones?, ¡te dije que no lo hicieras!- Julia trató de desviar el tema, pero ya era imposible.

Mientras tanto, una tarde soleada en Buenos Aires, Alberto también estaba a punto de comprender la historia. Lo llamaron por teléfono.
- Buenas tardes, ¿se encuentra Julia?- dijo la voz entrecortada de un hombre.
- No ella no está, se fue de viaje- respondió Alberto que no quería decir que lo había abandonado. - soy su marido, ¿Quién habla?-.
- Soy Ricardo Ruíz, su médico. ¿Podría hablar con usted?, es un asunto de suma importancia-.
Alberto, que ya lo había notado en su voz, llegó al instante al hospital, agitado por las infinitas escaleras, y antes de que pudiera preguntar algo, y sin aclaraciones previas, el médico dijo nervioso:
- Fue todo un gran error, analizaron de nuevo los estudios de Julia y el cáncer que le diagnosticamos hace dos meses, afortunadamente, no es precisamente eso-.
El puñal en su estómago fue fatal. Aunque Alberto todavía no sabía toda la verdad. Todavía no sabía que Julia tenía una nueva vida. O, inconscientemente, una doble vida.


Mariana Dei Castelli

Ojos

Con el estómago vacío, seguimos buscando en cada rincón algo que aplaque ese dolor. Buscamos la forma de sobrevivir, de crecer. Divididos en distintos grupos recorremos las calles revolviendo bolsas de basura, buscando no solo algo que comer sino también papeles, cartones o cualquier material que podamos reciclar, transformar, o darle alguna función. Abro bolsas una y otra vez junto a una niña que viste ropa vieja, un tanto gastada, el frío se escurre por los agujeros haciéndola tiritar. La oscuridad de la noche marca el fin de un nuevo día, arrastramos nuestro carro casi lleno hasta aquella esquina, donde nos encontramos con una pareja. La mujer se acerca cargando un bebé, mientras que él empuja el carro lleno de cosas. Reunidos a un costado de la calle descansamos en el cordón mientras comemos un pedazo de pan. La gente nos mira, se aleja. Un extraño y agudo ruido comienza a sonar, parece una sirena, pero está lejos. La calle está vacía, no reconozco de donde proviene el ruido. Ahora parece acercarse, es cada vez más intenso, pero aún no logro distinguirlo. El ruido aturde mis oídos, a los demás parece no perturbarlos, parecen no oírlo.

Abro mis ojos y me encuentro en mi cuarto, el ruido no cesa, el despertador está sonando, intentando desenredarme de entre las gruesas frazadas, estiro mi mano para apagarlo. Ese ruido, ese sueño otra vez…me levanto.
Como todos los días, antes de ir a trabajar, me baña, me cambia y bajo a desayunar. Aún medio dormido me siento en la mesa mientras unas finas manos, tan blancas, tan largas apoyan frente a mí una taza de café. Es mi madre quien prepara delicadamente todas las mañanas mi desayuno. Como es habitual, antes de comenzar el día, desayunamos los tres juntos, mis padres y yo. Ana y Simón, a quienes yo llamo “mis padres”, son quienes me adoptaron y cuidaron desde mis tres años de edad. No tengo recuerdos de mi familia biológica, tampoco fotos, ni alguna memoria de aquella primera etapa de vida. Pero mira lo que se me ocurre… ¿Yo hijo de cartoneros?

Una vez terminado el desayuno camino hasta la estación y, como todas las mañanas, tomo el tren que me lleva al microcentro de la ciudad donde se encuentra la empresa en la que trabajo como administrador. Mi horario es de nueve de la mañana a ocho de la noche, con una hora de almuerzo en la que salgo a caminar por la ciudad y aprovecho para despejarme del encierro de la oficina.
La calle siempre igual de tupida, igual de ruidosa, tiene horarios más tranquilos y otros no tanto, pero en definitiva el ruido y la gente siempre están. Todo va a una velocidad máxima, el acelere se contagia, no permite ir despacio. Es como si todo esto te arrastrara a través de la ciudad.

Nadie la mira, ni ve, o siquiera registran. Una manta tirada, o un montón de basura acumulada. Algo olvidado, perdido o simplemente tirado. Todos la ignoran.
Los sentimientos se apoderan de mí. Tan confuso como el sueño, como si soñara despierto… Con la mayor parte de mi cuerpo endurecido por el frío, todavía intento mantener el poco calor que genero bajo la única frazada agujereada. Hecho un bollito, con mis piernas contra el pecho, y sin poder parar de temblar siento cómo el acelerado mundo exterior pasa sobre mí. Siento los pasos rodearme, casi pisándome. Siento cómo van acercándose y sin detenerse, apenas disminuyendo un poco la velocidad siguen.
Ahora los sentimientos me atormentan, asustan y vuelven a alejar. De vuelta en la oficina me olvido de todo, me olvido del mundo y hasta de mí mismo. Y al regresar a mi casa, como cualquier día de semana, me baño, como y vuelvo a dormir. Entro en aquel mundo que marea y me hace pensar cosas inimaginables.

Al dia siguiente la realidad golpea. No es una manta, ni tampoco basura tirada, es una persona. Es alguien intentando refugiarse, abrigarse, o simplemente intentando sobrevivir. Dentro de esa manta existe otro mundo, otros tiempos. Intentando descansar allí se mantiene escondida, refugiada, guardada. Una persona en el medio de la vereda, un bulto en medio del paso, o por lo menos así lo piensan varios. Hasta que esa frazada de indistinguibles colores, comienza a moverse. Esos pasos que se aceraban ahora se alejan. Por debajo de la manta un gorro de lana azul comienza a asomarse, seguido por una cara triste y arrugada, con unos grandes ojos marrones que comienzan a buscar, a observar. El frío viento, que el solo movimiento de la gente pasando genera, golpea su cara haciendo que sus ojos se llenen de lágrimas. Incorporándose y acomodándose contra la pared se logra sentar. Allí me encontraba, tan solo a un par de baldosas de distancia, me había detenido a mirar. Al verla, inmediatamente, me paralicé y vi en esa mujer, en aquellos grandes ojos marrones, mis mismos ojos. Yo sentado en la estación de tren de Belgrano, un frío y duro día de julio. Acurrucado contra un montón de cartones, y bajo una finita manta intento resguardarme del invierno. Nadie me ayuda, pocos me registran y son ellos quienes en definitiva, más me ignoran. Al verme, los pasos acelerados sin perder el ritmo se alejan, toman distancia. Pero no estoy solo. A mi lado se encuentra una mujer, que me intenta abrigar y cuidar contra su cuerpo. Recuerdos, sensaciones, imágenes mezcladas. Una pareja de impecables trajes. Brazos que se acercan, manos que me alejan, manos blancas y largas.
Esos ojos marrones vuelven a mirarme, una fuerte angustia se apodera de mí y lo único que resuena en mi cabeza es aquel molesto ruido que aturdía mis oídos por la mañana, quizás no era un simple sueño, más bien un recuerdo, una imagen construida de un sentimiento reprimido de una vida que parecía no ser mía.
Son las 12:30 hs, sobre la Av. Santa Fe veo cómo esa ruidosa masa de gente, de “robots”, pasa junto a ella, preocupándose únicamente por esquivar la baldosa rota.
Mi teléfono celular suena. El deber me llama, la masa me vuelve a arrastrar.


Victoria Yorio

viernes, 7 de noviembre de 2008

Gato encerrado

El hecho de que hubiera comenzado el otoño no quitaba que aquel fuera un día más, igual al resto. Mamá me acompañaba, debido a mis sucesivas rateadas, lo que significaba que no podría ir caminando sobre las hojas secas de los árboles, mi único placer solitario en otoño.
Su mano fría tomaba la mía, la apretaba con fuerza como advirtiéndome lo que me pasaría si intentaba algo. Sus tacones resonaban al hundirse en las baldosas de la avenida. Estaba seria, no me hablaba, más de una vez quise contarle acerca de las germinaciones que estábamos haciendo en el aula, pero me contestaba con monosílabos.
Recuerdo que cuando la abuela vivía las cosas eran diferentes, el camino se hacía pura charla y sonrisas, pero con mamá ese mundo enmudeció y dejó de sonreír. Ese día las ocho cuadras de todos los días, parecieron el doble o más.
Llegamos a la inmensa reja verde, detrás, la misma bandera de siempre, sucia por el hollín, apenas se movía en la punta del mástil. Doña Flor no fue aquel día, en su lugar, nos atendió el utilero del gimnasio. Con sus tupidos bigotes negros, su mameluco azul manchado de polvo, y con una sonrisa que arrugaba toda su cara, sus tres dientes de oro me saludaron mientras él abría la reja verde. “Usted siempre llegando tarde” me dijo mientras cerraba la reja, sin quitarle los ojos de encima a mi madre que se alejaba.
Caminé por el largo pasillo imaginándome como a un condenado, cruzando el patio estaría la silla eléctrica esperándome como todos los días. El patio vacío era triste, las seis columnas que se agrupaban de a dos frente a cada salón que daba al patio, parecían más altas que de costumbre, y los potus que se posaban en cada una de ellas, me rogaban que por favor les alcanzara algo de agua.
Entré, me senté y esperé a que lo peor llegara. Pasó media hora, y sucedió. Al sonar la campana la maestra abrió la puerta mientras mis compañeros se amuchaban detrás de ella para salir. Afuera, todo el colegio gritaba, corría, jugaba, era una jungla vigilada por seis halcones, una en cada columna, debajo de un potus. Cada maestra observaba los movimientos que ocurrían en el patio. Por experiencia, sabía de su ineficiencia, ya que cuando ellos me atacaban ya era demasiado tarde. Pareciera que la cualidad de llegar tarde cuando uno lo necesita, fuera un factor común entre los adultos.
Era mi día de suerte, por alguna razón aún no habían salido al recreo. Por las dudas, me senté junto a una de las columnas más cercanas a mi aula, y pretendí leer mi historieta del hombre araña. Mientras tanto pude oír a la maestra de aquella columna hablando con la de séptimo grado: -… ¿Viste cuán miserable es el utilero? Tiene el galpón lleno de ratas, y en vez de comprar veneno quiere traer un roñoso ga….-
Vi como una mano, pegajosa y llena de tinta, tironeó de mi revista y luego me agarró del cuello.
-Te pensaste que te salvabas ¿no?, y encima te venís a esconder detrás de tu maestra, sos todo un hombre- me dijo mientras me soltaba el cuello. Se fueron rápidamente al ver que se acercaba la maestra de séptimo grado.
Es sólo un año más, pensé, el año que viene ya no estarán. Pero nada me reconfortaba, durante dos años soporté sus bromas pesadas y sus golpes, me sentía en el purgatorio. Lo peor es que aquel refugio tranquilo y amable que solía esperarme a la hora de almorzar luego del colegio, se convirtió en una caja gris y fría, con sabor a comida recalentada y con un silencio que arde en los tímpanos. Desde que la abuela no está, mamá tuvo que dejar sus salidas por la ciudad para ocuparse de mí, mientras que papá trabaja.
Algo me olía mal y no eran los frascos con algodón y porotos que les daba el sol del mediodía, los de séptimo no se me habían acercado en ninguno de los otros dos recreos y ya se aproximaba la hora de la salida. ¿Se habrían cansado de molestarme? ¿Habrían encontrado a alguien más divertido para molestar? Mientras me llenaba de falsas esperanzas, mi panza me indicó que eran las doce y media en punto.
La maestra nos formó en el patio en una sola fila, igual que al resto del colegio. Los primeros en cruzar el pasillo que llevaba a la reja verde serían los de primer grado, y así hasta llegar a séptimo. El barullo era constante, era viernes, y todos queríamos irnos a casa, incluso las maestras que por sus caras parecía que nunca abandonaban la escuela. Solo quedaban dos filas, la de séptimo y la mía. La maestra nos hizo avanzar, como siempre fui el más alto, me tocó ir a lo último, detrás de mí, sentía sus ojos clavados en mi espalda esperando el momento oportuno para actuar.
Ahora, quince años después, analizo en profundidad lo que sucedió aquel día y pienso que quizás esa fue la razón de todos los miedos que perturban, lo que sucedió aquel día me marcó de por vida, y es aún hoy que me sigue atormentando. Quizás el rechazo que les generaba a los grandulones de séptimo, no haya sido muy diferente del que les generaba a mis padres.
Nunca supe en qué momento fui arrastrado sigilosamente hasta el galpón del utilero, solo recuerdo las risas detrás de la puerta trabada, la humedad y la oscuridad, mi grito ahogado, mis manos doloridas por golpear la puerta, el nauseabundo olor a carne podrida. Recuerdo que cuando me di cuenta de que ya no quedaba nadie en la escuela, y que el utilero se alejaba en su oxidada motocicleta, comencé a llorar como nunca lo había hecho en mi vida. Me encontraría allí encerrado todo el fin de semana, compartiendo la habitación con vaya a saber Dios qué tipo de alimañas y bichos, sumergido en una profunda y húmeda oscuridad, lejos de casa.
Cuando decidí hacer algo para escapar de aquel horrible lugar, busqué desesperado un interruptor de luz paseando mi mano, mojada por las lágrimas, sobre aquellas mohosas paredes. Lo encontré junto a lo que se sentía como una repisa con pelotas de baloncesto. La alegría me invadió cuando la luz cubrió por completo la habitación, pero unos segundos después, me arrepentí de haber encontrado aquel interruptor.
El piso de cemento parecía transpirado, y en algunos recovecos había madejas de pelo negro como si estuviera recién arrancado. Unas enormes repisas de metal, me hacían recordar a las repisas en donde la bibliotecaria guarda los libros más pesados y viejos de la escuela, pero en lugar de libros había pelotas, tachos sucios, trapos, cajas, bidones que olían a querosén. Sobre una pila de colchonetas había algunas sillas rotas.
Pero lo peor fue encontrarme en un rincón un grupo de ratas, que se estaban disputando los pedazos de otra que estaba muerta. La sangre había manchado sus pequeñas patitas, y habían dejado huellas alrededor de un agujero en uno de los zócalos que unían a la pared con el suelo.
Pero también había huellas bastante más grandes, que no parecían pertenecer a las ratas. Cuando me acerqué escuché lo que parecía ser un alarido de desconfianza y desafío, desde una de las repisas de metal. Tomé una escoba que encontré junto a la puerta, y la apunté hacia el lugar de donde provenía el sonido.
A partir de ese momento todo pasó tan rápido que apenas lo recuerdo. Algo saltó sobre mi cabeza gruñendo y rasguñando, lo que hizo que accidentalmente golpee la bombilla de luz. Todo se volvió oscuro, menos los dos hachazos amarillos que me amenazaban. Sentía a aquella masa de pelo corto y grasiento acercarse, morderme, alejarse, y volverme a atacar. Con la escoba cortaba bruscamente el espacio entre mis piernas, sin lograr atinarle a aquella bestia furiosa.
Me subí a la pila de colchonetas, sentí cómo algo me cortaba la pierna, supuse que habría sido una de las sillas rotas que había visto antes. Me mantuve en silencio, la asquerosa bestia también, incluso las ratas dejaron de chillar. Quieto, con la escoba en la mano esperé su ataque. Sentí un ruido en el piso, cercano a mí. El corazón se me aceleró, sentí que las venas del cuello me iban a estallar. De repente, pude ver aquellos dos hachazos infernales, estaban frente a mí, me miraban con rencor y odio. Se acercaron cada vez más, emitían sonidos de batalla, de furia. Quise golpearlos con mi única protección en ese momento, pero fue demasiado tarde, la escoba volvió a cortar el aire, y ya los tenía encima, desgarrándome la ropa y lastimándome los brazos. Quise de todas formas quitármelo de encima, caí al piso y con un pie tumbé la repisa de metal.
Supe que había caído sobre mí cuando mi mamá me contó lo sucedido la mañana del día siguiente. “Chiquillo odioso, siempre metiéndote en problemas para llamar la atención, si continúas así, con tu padre te enviaremos a la escuela militar, ¿no es cierto?” “Si, querida” contestó la indiferencia de mi padre. Aparentemente, no fue hasta el día siguiente que se les ocurrió buscarme en la escuela y me encontraron inconsciente en el piso, tapado por una pila de cachivaches.
El utilero siempre desmintió la presencia de algún gato, ya que la directora no le había permitido llevarlo para acabar con el problema de las ratas. Lo cual agravó el enojo de mi madre ante mis supuestas mentiras sobre lo sucedido. Pero yo estoy seguro de que algo me atacó aquel día, y se grabó en mi memoria para siempre. No solo por la fobia a los gatos que desarrollé a partir de ese momento, sino porque me di cuenta que me encontraba más acompañado dentro del galpón con aquel gato rabioso, que dentro de lo que la abuela solía llamar “hogar”.
Gabriela Gorordo

Con el pie izquierdo

Era una hermosa tarde de verano. Salvo una pequeña nube intrusa, el cielo estaba a pleno celeste. El calor agobiante apenas se apaciguaba con el viento refrescante y siempre presente en la zona. Algunos se atrevían a exponerse a su resplandor. Otros, se tiraban debajo de las tímidas sombras de los árboles, para esquivarle al calor, aunque de poco servía. Separados por varios metros, parejas y amigos disfrutaban del aire libre. Unos jugaban fútbol, otros gozaban de un simple picnic, o solamente caminaban por ahí. El paisaje era agradable pero no el mejor. Detrás se encontraba el ancho río, con sus aguas entre negras y marrones, contaminadas, que llenaba de un olor desagradable el lugar. Algunos, con un gran coraje se sumergían en sus aguas para refrescarse. Entre el murmullo del lugar, de lejos se podía escuchar la música a todo volumen proveniente de autos tuneados, junto al ruido de sus motores que arrancaban de repente y se perdían a lo lejos. Tampoco podía faltar, la voz de aquellos vendedores que recorrían la zona con sus bicis al grito de “bombón helado” o “birra”.
Esa imagen de aquel paisaje, quedó y quedará por siempre prendida en mi memoria. Una imagen de la que se me hace difícil escapar, y que vuelve a mi mente una y otra vez. Pero, ¿cómo escapar? Si allí estaba ella, conmigo. La última tarde junto a ella. Los dos tirados en aquel piso, del que con cierta lástima y vergüenza se extendían unos pocos pelos de pasto. De poco importaba. Parecíamos dos adolescentes enamorados.
Acostados boca arriba, el sol pegaba y mucho en nuestras caras. Los párpados servían de manta para cubrir nuestros ojos. Una capa negra oscureció mi vista. Solo sentía los ruidos que se mezclaban y se insertaban en mis oídos. Parecía sumergirme en un sueño, pero no lo era: apenas mis ojos se habían cerrado. Aunque por momentos, todo me decía que estaba soñando despierto: ella estaba a mi lado.
Su cabeza descansaba en mi torso. Mis manos suavemente tocaban ese preciado cabello oscuro, que se iba perdiendo poco a poco entre mis dedos. Dueña de una silueta envidiable y un caminar como pocas tienen, su figura rozaba la perfección. El cutis, como la piel de todo su cuerpo, era impecable. Pero su carita era angelical. Su nariz respiraba ternura, su boca pasión y sus ojos, qué decir de sus ojos. Dos diamantes que brillaban como el sol por la tarde y nunca dejaban de hacerlo. No me cansaba de mirarla. Estar con ella era algo único. Y era mía. Solo mía.
Pero a pesar de todas sus hermosuras, sus pies eran lo que más me fascinaba. O mejor dicho “ese” pie. Ese pie que me podía, que alimentaba día a día mi locura. Era capaz de hacer todo por ese pie. Sí, todo. Aunque ahora todo me suene demasiado. ¿Locura o amor? Llámese como quiera.
Las ganas de tocar su pie me invadieron y no pude resistir. Con uno de mis dedos le toque dos veces la cabeza. Sabía lo que le pedía. Pronto se levantó y se acostó al lado mío, pero al revés. Ahora sus pies quedaron a la altura de mi cabeza. A ella también le gustaba, y en aquella tarde mientras el débil viento soplaba yo acariciaba suavemente su pie, el pie. Su piel era tan suave, pálida y aterciopelada, que me pasaba varios minutos y hasta horas recorriendo las líneas de la planta o el contorno de las venas con la punta de mis dedos. En ocasiones lo cubría totalmente, y lo besaba, porque sabía que le gustaba. Era simplemente él, la máxima estrella. Ese que me volvía loco y me llenaba de amor. Y ahora mismo lo recuerdo sentado en esta celda.
Ahora esos recuerdos ya quedaron lejos. Sin embargo, una y otra vez vuelven a invadir mis pensamientos sin encontrar un porqué. O tal vez sí. Me viene a la mente como si todavía tuviera aquel pie. Solo con recordar su piel, me estremezco, pero aquí mucho no puedo pensar. Todo es muy monótono. No hay otra cosa peor, aunque sé que las horas están contadas. Solo me queda escribir estas pocas líneas.
Ya no sé que va a ser de mí, porque aunque estoy condenado a muerte, estoy muerto, ya que sin él, sin mi pie, no soy nada. Lo necesito como a la luz del sol. Mi vida sin él ya no tiene sentido. Si por algo más que un amor, otros como yo mataron, destruyeron, y hasta realizaron actos de increíble crueldad, ¿qué no sería capaz de hacer yo por ese pie?
Pero ya lo hice, y por eso me pudro en esta oscura reclusión. Por eso escribo estas últimas palabras en la sucia pared de mi celda, como un loco que mató por amor. Pero, me pregunto, ¿es pecado amar un pie, y asesinar por tenerlo?
Ya desde lo lejos veo como se acercan los carceleros. Y ahora sí, llega mi hora. Por fin me encontraré con la mujer a la que corté el pie y asesiné solo por amor. Por su pie. El pie.
Juan Martín Del Fabbro

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Un cuento más: El interior

La casa es enorme. Sólo con ver el living uno se queda sin respiración. Los pisos, madera roble oscuro, parecen lustrados infinitamente. Los sillones son amplios, de brazos robustos. Muy sobrios, tapizados bordeaux profundo, hacen honor a las cortinas, en mismo color y material. Cómo pesan. Cómo pesa todo allí dentro. Una chimenea enorme se traga el aire. Revestida en madera, sofoca fusionándose con la tierra, que tienen el mismo olor a sangre.
En el extremo derecho hay un piano casi ridículo con una cola inmensa, que hace que uno se pierda en la forma más que en las notas. Debajo de las cortinas, un ventanal que da directamente al parque. Gigante, siempre cerrado: es la ilusión a la frescura, una burla, una muestra de lo que existe pero no se alcanza nunca. No hay rejas, sólo un vidrio transparente que deja ver todo lo que no se puede tener … Si se mira muy en detalle, se logra apreciar que los vidrios están tallados con las iniciales de algún antiguo dueño: “S.W”.
Una puerta, de enormes proporciones y madera fuerte, está trabajada en la parte inferior, y sostiene un vitreaux, que lo deja a uno perplejo por unos cuantos segundos. Cuando se sale del encantamiento, girando una perilla redonda que pareciera estar bañada en oro, se llega al hall de entrada. Éste, un tanto más luminoso, está amueblado sólo y únicamente por una mesita de una madera algo más clara. Un mantelito tejido a crochet, sirve de base al florero blanco con flores rosadas. En el hall está la escalera, que lleva a los cuartos. Un pasillo ancho deja la libertad de elegir entre tantas puertas. Siempre están cerradas, excepto una, la de quien la habita. Da lugar a una habitación no menos lujosa, con una cama que fabrica sueños pesados. A veces, logran resbalarse por las sábanas de seda.
Las paredes están empapeladas con aire victoriano, dando respaldo a un mueble con un espejo altísimo. Allí hay mucho rosa: un alhajero, un lápiz de labios del mismo color, y muchos otros accesorios que harían pensar en el cuarto de una dama.
Si se baja por la escalera que se encuentra en el extremo opuesto, se llega directamente a la cocina: es amplia, tiene una isla en mármol ubicada en el centro y una mesa muy larga con sus sillas correspondientes. Por la cocina también se asoma, desde una ventana un tanto más pequeñita, aquel hermoso esbozo de verde.
En el living, Julián está tocando el piano. Concentrado en la obra “Las estaciones”, no repara en los ruidos que hace la cerradura al ser violada, tal vez, ni siquiera los oye.
Pero siente que algo ha roto la calma. Como por instinto se levanta, y se dirige a su cuarto. Abre la puerta: “¡Julián! Cuántas veces tengo que pedirte que no entres a mi cuarto cuando me estoy maquillando” -Escucha a su madre como si de carne y hueso estuviera presente-. Una lágrima amenaza con escapar, pero la reprime, y entra allí como si nada.
Se sienta en el escritorio, abre uno de los cajoncitos, de donde saca un labial, rosa. Se delinea la primera mitad del labio superior, la segunda, y los rellena. Lo mismo con la parte inferior. Se pinta las rubias pestañas y empolva la cara. El vestido que trae puesto, como por casualidad, hace juego con el maquillaje. Otro ruido. Esta vez, lo oye. Se altera. No sabe si quedarse quieto, encerrarse en el cuarto, o correr hacia otra parte. Pero no sabe de dónde proviene el ruido, ni de qué se trata. -¿Mamá?- Sólo el silencio responde. Decide bajar. Baja aquellas escaleras infinitas, hasta la cocina. Las luces están apagadas pero la ventana deja a la luz insinuarse. Tiene miedo. Tiene pavor. Y una sombra se esboza por detrás, pero la siente. Siente la presencia de alguien, de algo. Quiere correr, pero primero quiere agarrar un cuchillo. Y antes que todo eso también quiere prender la luz. Se bloquea. No sabe por dónde empezar, no sabe qué hacer primero. Entonces la sombra se mueve, está aún más cerca y, como por instinto, corre. Tira al suelo el cuchillo que nunca agarró, quiere correr pero no hay salida. “No salgas al parque, es muy grande y te podes perder. No podés salir a menos que papá o mamá te acompañen”. Debe quedarse en la casa. Es fin de semana- piensa- y nadie vendrá ni a limpiar, ni a traer los mandados. Nadie que me socorra. Pero yo no debo salir, no debo.
Mira hacia la derecha: el cuadro de su papá, la voz de su papá discutiendo con su madre. Le dice que se calle, que Simón no va a volver, que Simón Wamington no era más que el pasado y que ahora él era su marido, que ya todo se había aclarado.
Corre de nuevo hacia el living. Se hace muy pequeño. Se achica cada vez más, no tiene dónde esconderse. De repente se recuerda sentado al piano. Está sentado al piano y el ventanal que da al parque está abierto. Sus partituras de Chaicovsky se vuelan. Se levanta, va a buscarlas, su madre lo encuentra, pega un grito como nunca antes. Julián no entiende, no entiende por qué, pero sabe que no debe estar allí.
Como a un niño eterno, se le ocurre esconderse detrás de la cortina. Y aguarda, silencioso. Está esperando, y no sabe a quién. Si tiene suerte no lo encuentran, y se sienta de nuevo al piano, a terminar de tocar la obra que dejó inconclusa, hace años.
Le tiemblan las piernas, le tiemblan los brazos, le tiembla el cuerpo entero. Escucha unos pasos secos, de repente tiene el oído agudizado. Siente que la cortina lo acaricia, pero las cortinas no hacen esas cosas.
Lo agarran. Lo tiran al suelo, contra el vidrio de la ventana. Lo atan de pies y manos. No le ve la cara, pero es uno solo. No le ve la cara porque la tiene cubierta. De todas maneras, no quiere mirarlo.
Una nueva lágrima esboza, si no es la misma. Pero esta vez, se decide a soltarla. No tanto por decisión, pero se vuelve inevitable. La suelta. Cae lentamente, pareciera llevarle minutos tocar el piso.
Julián no quiere mirar nada. Se dedica a quedarse quieto, como esperando a que el dolor culmine. El sólo desearía poder atravesar el vidrio y llegar al pasto, que lo invita a pisar el verde. Pero su mamá no quiere. Y se dedica a contemplar el cuchillo, y se congela: en el filo lee “S.W”. Y Julián sabe, ahora más que nunca entiende por qué, jamás, debió dejar la puerta abierta.
Ailín Gurfein

martes, 4 de noviembre de 2008

Otro cuento para disfrutar: Imagen

Fue al baño y mojó su cara. Tantas lágrimas la habían deshidratado. Durante un rato se miró en el espejo, sentía que había envejecido. El estómago crujía, los párpados le pesaban. Las últimas setenta y dos horas resumían los dieciocho años de su vida. Antes de entrar a la habitación compró un café en el pasillo. Lo bebió. Luego se colocó un barbijo, un ambo y guantes. Ingresó y se sentó a su lado. Le tomó la mano y la puso sobre su pecho. La observó detalladamente. Sentía que aquella persona sobre la cama ya no era su madre. Sentía que en cada latido ella también estaba muriendo. Esa mañana había recibido la noticia, desde entonces cada minuto le resultaba valioso. Se preguntaba a sí misma sí llegaría a decirle todo, pero las palabras se ausentaban. Una mano pequeña parecía oprimirle la garganta. Su madre extendió la mano, y con la yema de los dedos comenzó a recorrer suavemente la cara de su hija. Abrió sus ojos débiles y le regaló una sonrisa. La misma que la consolaba en sus resfríos, en sus caídas. La misma que quizás, había recibido al nacer. Ella en cambio, le devolvió una mirada entristecida, percibiendo aquel gesto como una despedida.
Mientras su madre dormía, sus ojos comenzaron a dispersarse lentamente por la habitación. Observó las paredes amarillas, la tela dura de las sábanas, el goteo del suero, los tubos de oxígeno, la pequeña mesa de luz llena de medicamentos, la sonda que colgaba de la cama. El hospital le resultaba frío, vacío. Creía que ese lugar no era el que merecía ver su madre por última vez.
Una secuencia de imágenes comenzaron a presentarse en su memoria, como si hiciese un breve recorrido de toda su vida. No quería olvidar ningún detalle. Tenía la certeza de que aquellos recuerdos eran los últimos que compartiría con su madre. Se concentró en una imagen, la dejó inmóvil en su mente como si fuese una fotografía. En ella recordaba a su madre feliz, como pocas veces su enfermedad le había permitido. Quiso regalarle ese instante y decidió contarle lo que rememoraba. Cerró sus ojos y su imaginación se trasladó al sitio. Comenzó a percibir el aroma de la arena mojada, el sonido del ir y venir de las olas del mar. Cerró sus ojos y sus labios comenzaron a moverse, describiendo la pequeña casa de la playa a la que iban en vacaciones. El aire de ese lugar hacía respirar mejor a su madre, a sus pulmones desgastados por el asma y el seudomona. Recordó el comedor en el que desde la ventana veían al mar, al sol esconderse en él durante el ocaso, y a la luna salir en su reemplazo iluminando la noche. Le habló de un día en particular en esa casa. Aquella mañana habían desayunado café con leche y tostadas mientras observaban el mar desde la ventana. Luego tomaron una toalla y fueron a acostarse en la arena que se encontraba a pocos metros. Casi ni había gente, eso serenaba el lugar. Abrió sus ojos un momento para observar a su madre, ella sonreía como si su imaginación también se hubiese trasladado a aquel día. Cerró sus ojos nuevamente y continuó su relato. Ese día posaron largo rato bajo el sol mientras charlaban de nada en particular y reían de tonterías. Después se refrescaron en el mar, salpicándose una a la otra. Luego su madre se alejó y volvió a acostarse en la arena observando a su hija nadar. Ella permaneció un rato en silencio, interrumpiendo su relato en esa imagen, en la que veía a su madre feliz, como pocas veces la había visto. Tomó una fotografía detallada en su memoria intentando preservar cada cosa, los colores, los aromas, los sonidos, la sonrisa de su madre. Quiso avanzar en el recuerdo, pero no podía. De repente había perdido el control en su mente. Las imágenes que ahora se le presentaban jamás las había vivido. Se veía a sí misma salir del agua intentando alcanzar a su madre. Ella se alejaba caminando por la orilla del mar. La veía alejarse y quería moverse para alcanzarla, pero su cuerpo no la dejaba, como suele suceder a veces en los sueños. No podía controlar las cosas que estaban sucediendo y las imágenes seguían presentándose en su cabeza. Se sentía desconcertada, sin embargo, poco a poco iba dejando de sentir aquella presión en la garganta. El sol, como el reflector en los teatros, perseguía el camino de su madre. La veía alejarse más y más caminando por la arena mojada y al sol iluminarle el cuerpo entero, como si la llenase de vida. Sus labios seguían moviéndose como si continuase contando la historia, pero ella no podía escuchar sus propias palabras. Al principio pensó en gritarle que no se fuera, pero finalmente no lo hizo. Ya no sentía tristeza, ni angustia, ni desconcierto. Al ver a su madre feliz tenía una sensación extraña, una mezcla de alegría y alivio. En la distancia, la vio darse vuelta a saludarla y luego a su cuerpo comenzar a desaparecer por la playa, hasta que poco a poco fue escapándose completamente de su vista.
Abrió sus ojos reencontrándose con la habitación amarilla y observó a su madre detenidamente. Cuando la acarició, sintió su cuerpo frío.


Mayra Gullotta

domingo, 2 de noviembre de 2008

Un cuento: Muriendo de amor

Era una mañana de lunes como cualquier otra, excepto por los contratiempos propios del mal tiempo en una ciudad como aquella.
Lejos del centro, en pleno barrio residencial un joven de perturbado aspecto corría velozmente bajo la lluvia completamente empapado. Tropezando y cayendo un par de veces llegó hasta un departamento y tocó el portero. Mientras esperaba, apenas si podía mantenerse en pie del cansancio. El corazón le bombeaba estrepitosamente y el aire ingresaba penosamente a sus pulmones.
En aquel momento debía encontrarse rumbo a su casa donde seguramente lo esperaban ansiosas su esposa y su pequeña hija luego de aquel breve viaje de trabajo. De repente se sintió mareado, sin fuerzas. No podía comprender lo que le estaba sucediendo, todo parecía tratarse de una terrible pesadilla.
- José…- exclamó su amigo visiblemente malhumorado y soñoliento cuando lo atendió.- Son las seis de la mañana. ¿Qué…-
- Está muerta.- Prorrumpió éste desesperado y con el rostro desencajado agregó.- Natalia está muerta.-
La trágica noticia cayó como una bomba divulgándose rápidamente por toda la ciudad:
“Hija adolescente de prestigioso juez aparece muerta en un hotel”. Anunciaron los principales titulares.
Numerosas hipótesis comenzaron a girar en torno al móvil del terrible asesinato que conmocionó a la comunidad entera. Las mismas apuntaban directamente hacia el vínculo de la víctima con el magistrado: una venganza, un ajuste de cuentas, todo parecía ser posible.
Sin embargo tras una semana de ardua investigación la policía no había obtenido la información que deseaba. Existían algunos puntos obscuros que no podían ser esclarecidos y sin el arma homicida ni eventuales sospechosos poco podían avanzar.
Familiares, compañeros y amigos expresaron su dolor con una marcha en reclamo de un pronto esclarecimiento. Todos recordaban con cariño a aquella alegre y hermosa joven que supo ganarse el afecto de tanta gente. Siendo tal como había sido una joven inteligente, humilde y solidaria. Todos portaban la foto de aquella que sin lugar a dudas había sido una joven ejemplar.
El la miró unos instantes a través de la difusa y distante imagen del televisor. Era lo más bello que había visto en su vida. Aquellos hermosos y tristes ojos lo observaban seriamente desde las penumbras.
- Te amo. – Le había dicho una vez más aquella noche. Su larga cabellera obscura resbalaba sobre su hombro desnudo.

- Yo también te amo.- Respondió él sin pensarlo. Su corazón palpitaba fuertemente pero no sabía si de felicidad o de miedo. Entonces la abrazó y de ése modo se quedaron dormidos.
Luego de una semana apareció el arma homicida. La policía la encontró abandonada en las cercanías del hotel “Fenix”, el lugar donde había sido hallado el cuerpo. Ya contaban con un principal sospechoso, el hombre cuyas huellas digitales aparecían en el arma y que identificaron como un joven oriundo de una ciudad aledaña, casado y dueño de un comercio de productos informáticos.
Aún así la policía no pudo hallar relación entre aquel hombre y el juez, menos aún con la adolescente. Existían muchos cabos sueltos, pero ningún testigo ni prueba contundente y, mientras tanto, el sospechoso no aparecía.
Sin embargo, a las pocas semanas, el caso dió un vuelco trascendental cuando los peritos forenses dieron a conocer el tercer y último examen del cuerpo. No había sido asesinada. La historia había sido completamente distinta a la que todo el mundo imaginó.
Solamente aquel joven había sido testigo de lo que había ocurrido aquella noche en el hotel. Solamente él sabía por qué había estado ella allí. Solamente él sabía que no podía seguir aquella riesgosa relación amorosa con su alumna de informática, que además de ser menor era hija de un juez. Solamente él sabía que no podía seguir engañándola porque él también era casado. Fue por eso que aquella noche cuando se encontraron nuevamente en aquel lugar como hacía cinco meses lo hacían, él decidió confesárselo todo. Al principio ella se lo había tomado con calma pero luego comenzaron a discutir. Aparentemente ella no estaba dispuesta a terminar con aquella relación.
- No puedo dejarte.- Acababan de entrar en la habitación. Ella se encontraba de pie junto a la cama.
- Será por el bien de los dos.- Acató él.- Lo nuestro es imposible.-
- Dame tus manos y cierra los ojos. Le dijo ella mientras se acercaba lentamente a él. – Voy a decirte algo.-
El cerró los ojos convencido mientras ella se sentaba junto a él. – Eres todo lo que tengo José… pero ya me lo veía venir.- Entonces él comenzó a sentir una fría y extraña sensación. –No puedo tolerar que seas de nadie más. Por eso nunca te olvidaras de mí.-
Enseguida oyó el disparo y sintió un temblor por todo el cuerpo. Pensó que estaba alucinando, pero cuando abrió los ojos su pesadilla recién había comenzado. Observó atónito el cuerpo sin vida de su amante sobre la cama. Desesperado tomó el arma sin saber qué hacer. Un torrente de pensamientos y sentimientos comenzaron a invadir su mente. Sentía dolor, rabia, miedo.
¿Qué había hecho? Era su culpa. La había matado.
Desireé Arce