En un vestuario
lleno de perfume de rosas, de un ir y venir de tacones, de mejillas sonrosadas
artificialmente, de volumen en las pestañas y boquitas de pescado, la bailarina
tomó una de las prendas de su vestuario. Era una minifalda negra. Se la probó y
al subir el cierre notó que se ajustaba demasiado a su figura y que era exageradamente
corta para su performance. No quería dejar a “Los mareados” aún más mareados,
así que probaría con otra.
Llevó sus brazos
hacia atrás y bajó la cremallera, pero esta se detuvo un centímetro más abajo. Giró con dificultad la pollera llevando el
cierre hacia el frente, pero sus intentos fueron inútiles. Pidió ayuda.
Intentaron bajarla por las piernas, pero la cintura de la pollera no avanzaba
más allá de sus caderas. Probaron sacarla por arriba, pero su obstinación por
conservar sus costillas, hizo infructuosa esta tarea. Con cada forcejeo la
minifalda parecía volverse cada vez más chica. Se podría decir que se había
vuelto una prenda íntima, intimísima, expuesta a una multitud de mujeres que, con
bríos, tiraban de la tela, y de todo lo que cabía debajo.
“Se tiene que
abrir”, la alentó, ofuscada, una de las muchachas, y con una delicadeza y
gracia propia de un luchador de sumo, tomó cada uno de los extremos del cierre,
mientras que con la cabeza sostenía a su amortajada amiga, para que no se
cayera hacia delante.
Para alivio de la
sofocada joven portadora del cinturón gástrico de tela, aparecieron unas
tijeras.
Había que tener
mucho cuidado. Al fin y al cabo, no querían dañar la preciosa minifalda negra.
La encapsulada
joven respiró profundo y contuvo el aire. El frío metal rozaba su piel.
El corte fue
certero. La pollera se deslizó por sus piernas sana y salva. Lamentablemente la
falda estaba empapada en sangre pero nada que un buen lavado no solucionara.
Cintia Gabriela Paz
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