Otra noche de primavera que el invierno arrebató aún no decidido a
retirarse, la baja temperatura parece no importar en los confines del Parque
Avellaneda, que se viste de verano o al menos de carnaval.
Arañando las once estaciona el primer micro escolar que anuncia su
llegada con el toque de bombo con platillo, por las ventanas salen banderas de
los colores de la murga que se acerca, se ven caras pintadas y levitas ansiosas
por escaparse de la percha que las aprisiona.
Desde Directorio atraviesan el parque los primeros espectadores que
de a poco se van apostando frente al portón del viejo tambo a la espera del
comienzo del viaje a febrero. Los más desorientados siguen el camino de
banderines, otros se guían por el ruido de los bombos y el resto cruza el
parque de memoria.
Mientras estaciona un segundo micro escolar, las miradas de los
presentes cambian de horizonte desde Olivera un hombre se acerca pateando
cuanta piedrita encuentra, gambetea a lo diez y en una corrida eterna, le amaga
a un par de árboles y es víctima de un paso torpe que no puede esconder.
Los pibes arrancan con un tibio “Antonio,
Antonio” que pronto se hace masivo, la atmósfera roza lo futbolístico,
entre palmas y silbatos le dan la bienvenida a quien parece ser una figura
infaltable de los viernes de tambo.
Ya está más cerca del playón y la arenga toma más fuerza, Antonio
parece ser un hombre de cuarenta y largos, un tanto desalineado y con la piel
gastada, que sólo trae una remera casi sin color de Los Viciosos de Almagro, un pantalón de River y tres pelotitas de
diferentes colores. Su paso es interrumpido por un grupo de chicos que se
acercan a saludarlo, devuelve el afecto con unas cuantas sonrisas y agita sus
brazos para saludar al resto de los presentes.
Se abre el portón, el sonido y la primera murga ya están listos. El
numeroso público va ingresando mientras deja en un changuito de supermercado
los alimentos no perecederos que hacen de valor de la entrada.
Anécdotas que rompen en carcajadas, las primeras vueltas de fernet,
colores que se funden en abrazos eternos, y una cumbia de fondo que algunos se
atreven a bailar.
La llamada de los bombos estalla y los bailarines ingresan desde el
parque al interior del tambo provocando la interrupción de todas las
actividades, atrás de la murga y como un polizón ingresa también Antonio. Con
algo de timidez saca las tres pelotitas del bolsillo comienza a hacer malabares
e intenta bailar al compás de la percusión, sacude el esqueleto, pasos
circulares y pequeños saltitos que le arrancan algunas sonrisas a quienes miran
el espectáculo. No logra acoplarse al ritmo del bombo pero a él parece no
importarle sigue con sus malabares y ahora las pelotitas encienden luces de
todos colores.
Mientras la murga se acomoda en el escenario, Antonio busca por el
piso lo único que trae a cuestas, encuentra dos de las tres pelotitas, la
tercera se la alcanza el director de la murga de turno que le pasa el brazo
detrás del hombro y lo acompaña al playón. Antonio se queda fuera mirando por
el pequeño espacio que separa al portón de la pared, le pide un pucho a los
últimos en entrar, sigue bailando a su ritmo, con su tiempo, mueve la cadera,
canta alguna canción de las murgas de antaño y deja caer alguna que otra lágrima.
Se refugia en los rincones de la plaza, sube-baja y hamaca, se pinta
la cara con el rocío de las ramas, arma en el arenero el escenario, alza su viejo
telón imaginario, se pone a jugar y va a disfrutar de su propio show, larga una
carcajada y vuelve a bailar.
Los murgueros que vieron cómo lo sacaban del tambo, regresan, lo van
a buscar por el parque entonando la misma canción que cuando lo vieron llegar y
en cuestión de minutos casi todos están en el arenero bailando con él y
cantando la canción que, según ellos, una murga le escribió “los bombos se enloquecen, los pibes hacen
lugar y piden demuestre Antonio y que siga el carnaval” la fiesta se traslada
por lo menos por un rato a aquel lugar.
Entre abrazos y copas de más la multitud y Antonio vuelven al
interior del tambo a disfrutar de la murga que está por salir, un poco
retrasada por lo ocurrido. Cerca de las tres de la mañana comienza a sonar la
segunda agrupación. El mal trago ya ha sido olvidado y Antonio seguirá robando
sonrisas hasta vaya a saber qué hora de la madrugada.
Valeria Ponse
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