jueves, 29 de abril de 2010

Una autobiografía: Ave Fénix

Cuando me senté a pensar cómo y qué escribiría en esta autobiografía, de inmediato me encontré con un problema: ¿Qué fecha de nacimiento determinar? Este dilema no se corresponde con una carencia de datos, como le sucede a muchos, sino todo lo contrario. Tengo toda la información pertinente a la identidad con la que, en un principio, me socializaron. Sin embargo, ya no sé si soy aquella persona. Nací por lo menos cuatro veces, y determinar cuál de esos nacimientos se vincula más con quién soy hoy, fue una de las tareas más difíciles que tuve que realizar.
Creo justo empezar con mi nacimiento biológico, que lógicamente ha sido el primero y a quien le debo mi yo de carne y hueso. El catorce de septiembre de 1989, de parto natural y con mi padre presente, arribé en el hospital de niños de La Plata y de inmediato me asignaron grupos sociales: “Éste tiene que ser rugbier como vos, Pepe” le decían a mi viejo a cuenta de mis anchas espaldas. O “Parece E.T.” condenaron los celos de un hermano que por cuatro años había gozado de la unicidad filial. Lo cierto es que no crecí ni rugbier ni extraterrestre, valga la redundancia. Quizá porque a los tres años, jugando a los soldados entre los médanos de La Paloma, me separé de mi familia, y todavía no estoy seguro de que me hayan encontrado. “Mi papá es un hombre panzón y pelado, con un auto rojo” fue todo lo que supe decir, y terminé con una familia igualmente compuesta que la mía. ¿Pero, qué tal si fuera mi propia historia del príncipe y el mendigo?
Como príncipe viví. Eso es seguro. Disfruté de la burbuja de los 90, con juguetes a “uno a uno” y turismo internacional. Pasé mi niñez en los verdes suburbios del norte platense, con vida de barrio, parque y pileta; disfruté mi infancia con la inconciencia típica que algunos llaman inocencia. Pero la burbuja explotó, y la década se acabó.
En diciembre de 2001 volví a nacer. Nació mi consciencia de la sociedad, quién era yo dentro de ella y cuál era la esperanza que ella descansaba sobre mis hombros. Asumí este nuevo yo, radicalmente diferente del príncipe, lleno de responsabilidades, dispuesto a arremangarse, con sus cortos doce, para salir adelante.
Pero poco tiempo después, también nació en mí el adolescente que contra su propia obediencia se rebelaba. El doctor Jekyll y el señor Hyde me dieron las explicaciones que necesitaba para comprenderme a mí mismo, y al descubrir aquel valor de la literatura se produjo un cambio tan inmenso que hizo imposible encontrar una continuidad con todo lo anterior. Así nací por tercera vez: en y por la literatura.
De allí en más, Rowling me dio un mundo paralelo de amigos que crecieron conmigo; Tolkien me enseñó lo aburrida y complicada que es la taxonomía; Julio Verne me alentó a imaginar el futuro; por Edgar Allan Poe odio a los gatos y le temo a mi casa (aunque, en esto último, Cortázar también ha colaborado); Herman Hesse y Salinger me obligaron a encontrarme conmigo mismo; de Saint-Exupéry aprendí sobre los autoritarismos… y sobre mi madre; de Shakespeare y Fisher, sobre la psicología y las emociones; Elisa Roldán y Alejandro Corchs me comunicaron el valor de la identidad; Isaac Asimov me hizo razonar la razón; y Marguerite Yourcenar me condenó a amar a un muerto…Pero por sobre todos ellos, está Isabel Allende, que con una realidad mágica me introdujo en La casa de los espíritus, suavizó la crudeza en los peores momentos que he vivido y me salvó de no bajar los brazos. Trascendió el papel y llegué a quererla por su historia, por las palabras suyas que leí, y por sobre todo, por las que aún me reservo para cuando tenga la fortaleza de leerlas: Paula.
Fue entonces que el universo se embarazó de nuevo. Nuevos golpes me sacudieron y yo ya no podía ser el mismo que antes, principalmente porque ya no quise serlo. Sentí la necesidad de “El Gran Pez” que para crecer más necesita una pecera más grande, y me fui en busca de mí mismo. Solo, viajé al reino de Oscar Wilde y conocí el viejo mundo con él en la valija. Fue estando allí, bien lejos de lo que había sido, que sentí una atracción hacia todo lo que en mi hogar había ignorado hasta entonces. Por eso, antes de capitular el periplo, decidí visitar, de la mano de Sábato y Galeano, algunos pueblos originarios de Latinoamérica.
Marguerite Yourcenar hace a Publio Elio Adriano decir muy acertadamente que “pocos hombres aman durante mucho tiempo los viajes: esa ruptura perpetua de los hábitos, esa continua conmoción de todos los prejuicios". Sin embargo, es esa conmoción precisamente lo que permitió dar a luz al último yo en estos cuatro lustros. Si primero fui inocente, luego fui Jekyll y después el Señor Hyde; entonces, tras estas experiencias, volví a nacer en una nueva conciencia de ser. Soy un infante, que da sus primeros pasos. Independiente y optimista; latinoamericano y progresista.
Juan Francisco Lojo