sábado, 17 de noviembre de 2012

LOS COLORES DE LA PASIÓN


Hace más de cuatro horas que el cielo no da tregua. La lluvia vino para quedarse, y para darle un condimento especial a la noche del domingo. Un domingo que se carga de una especial aura rockera, ya que hoy hay festival, esta noche, es el último día del Pepsi Music.
Unos jóvenes estacionan el auto casi en la puerta, tuvieron mucha suerte, el trapito se les acerca, “Son cincuenta, jefe”. Ellos lo miran, dicen que no son turistas y consiguen la rebaja a treinta pesos. Parecen entusiasmados, apagan el auto, y comienzan a cambiarse las ropas, pues están vestidos con unas camisetas de fútbol blancas con una doble raya verde y roja,  seguramente vienen de un partido, juntos deben jugar en un equipo amateur. Se ponen unos impermeables y encima de los mismos, la camiseta blanca. En el fondo, se escucha el comienzo de una canción y la tierra tiembla con los bajos y el bombo de Carajo.
Los dos chicos de blanco pasan la primera barrera de seguridad, están bajo un paraguas azul que parece estar roto, atrás de ellos, otro grupo de adolescentes de pelos largos y, rizados apresuran el paso. La lluvia y la música invitan al apuro.
Hay olor a tierra mojada, se siente la presencia del río, después de todo están a metros de él, es Puerto Madero.  Los oportunistas vendedores guardaron ya las camisetas, los afiches y el merchandising de las bandas, para vender en cambio, paraguas chinos, y pilotos de colores. Una chica de pelo violeta y otra con una mochila con tachas, preguntan precios, les responden con el mismo número que el trapito.
“Están todos locos”,  dice una esquivando los charcos.
El camino hasta la entrada para el campo regular, es muy largo, y a medida que se van acercando al último control de seguridad, el lodo comienza a ganarle la pulseada al asfalto, pero aunque ambos llevan zapatillas Converse (es sabido que estas son los peores amigos en situaciones de diluvios),  no parecen estar frustrados, todo lo contrario, a medida que se van acercando,  los jóvenes empiezan a acelerar el paso.
Una vez adentro del recinto, se puede ver con toda claridad los escenarios armados. En el fondo un monstruo de acero, frente al mismo, uno más pequeño pero igualmente imponente. Las luces, violetas, verdes y amarillas, iluminan la torre de sonido levantada en el medio de ambos escenarios y alrededor de la misma, un mar de personas vestidas de negro aplauden el final del último tema de la banda Carajo.
Para llegar ahí, primero hay que pasar debajo de un puente, que sirve de techo para cientos de personas. Sin embargo los chicos de la doble raya no lo atraviesan.
En cambio se dirigen a un tercer escenario, totalmente alejado del resto, y que es considerablemente más pequeño que los otros dos colosos. En él un cantante de rizada cabellera canta acerca del rock y la pasión.  El público es muy escaso, debe haber apenas veinte personas en total, de entre los cuales se pueden adivinar padres, esposas, hijos y amigos. Más retrasados, una segunda camada de gente comienza a saludarse con besos y abrazos.
Todos tienen camisetas blancas con una doble raya verde y roja.
Se mentalizan para ver a Caperucita Coya en su primer presentación en un festival importante, y al consultar los celulares y los relojes, la emoción va en alza, pues faltan solo cinco minutos para el comienzo.
Finalmente termina la banda del rockero, con un “Yeah” de ultratumba, que busca llegar desde los tonos más graves hasta los más agudos, agradecen al público, y dejan todo para que Caperuza comience a armar sus equipos.
Sigue diluviando, las zapatillas rojas ahora están marrones por el barro, una chica de buzo negro, a pesar del silencio, sigue bailando. Así se conserva el calor en cualquier recital de rock.
Pasan diez minutos y de repente se apagan las luces del escenario más pequeño, los hombres gritan y las mujeres aún más.
 “Ahí esta Pla” grita uno de los chicos del auto. Comienzan los aplausos y los alientos, Pla toma su guitarra y con un acorde demoledor da comienzo al show.
El batero y el bajista se miran y sonríen, su hinchada está de fiesta, cantando, saltando, agitando ese viejo paraguas azul.
El cantante besa su bufanda blanca, roja y verde, Pla le sonríe al público y hace llorar a la guitarra.
Debajo del puente cientos de personas de negro quedan inmóviles tratando de no mojarse. Pero en el escenario tres, once amigos de blanco pierden la voz y mojan sus rostros tratando de demostrar lo que la pasión y la amistad impone.

Alejandro Saporiti

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