sábado, 21 de abril de 2012

Escena de lectura: Dimensión Horacio


Regresar a una primera situación de lectura, significó para mí, una parada previa por la casucha de madera (alzamiento precario de machimbres enclenques, una viga bichada y un chapón herrumbroso) para buscar provisiones. Subir al monte requiere ciertos recaudos, o al menos llevar lo indispensable: repelente, cajetilla de cigarros y machete. Con el primer Parisiens de la mañana, me senté en la pila de troncos dispuestos junto a la entrada de la casilla y me calcé lo borceguíes, pensando en cuánto (¿Días, quizás?) podría tomarle a una tortuga gigante llegar hasta la cima. Me divertía pensar en ello, al menos le daba ánimos a mi fuelle de pleura oxidado. Morral cruzado, emprendí la subida. Siempre una pendiente encrespada, tallada con huellas, pozos y cantos rodados multiformes, aunque la mayoría de las veces eran rostros para mí. Me sentía bien acompañado por las piedras, tantos ojos gustosos devolviéndome las miradas desde abajo. La primer parte era relativamente simple (relativamente, en referencia a los 36º de sensación térmica, un porcentaje de humedad superior al 80% y una pendiente de 37º de inclinación y 6 kilómetros de largo): seguir la ruta trazada por las máquinas  hasta llegar al sauce llorón. Cosa extraña, hallar un sauce llorón tan alto, tan lejos de la costa del río. Sin embargo había crecido allí, meciendo levemente sus ramas, como un velo enigmático. Irresistible tentación pasar a través del velo, sumergirse en medio de ese cortinaje, esa quietud de hojas muertas. Entrar al sauce para cruzar al otro lado, e ingresar a la dimensión Horacio, donde entraba en acción el machete y aproximadamente dos horas después de abrirse paso pisando la hojarasca, entre juncos, cardos, helechos, ramas y arbustos espinosos, se alcanzaba un punto estratégico de la ladera (¿Este u Oeste?) del monte, desde donde se veía bien toda la selva, la Mal-esa. Una vez allí, bastaba simplemente con clavar hondo el machete en la tierra, quitarse la camisa, fumar otro pucho y sentarse a contemplar, exhalando e inhalando hondo ese aire húmedo, con olor a río. Así, uno podía ver las imágenes (imagen en un sentido amplio, no meramente visual) una y otra vez sin que se desgasten: el ejército de yacarés intentando frenar el paso de un buque, los flamencos que bailaban vistiendo de estreno, sus medias rayadas, coloradas, blancas y negras, una abeja y una culebra contemplando una capsula de semillas de eucalipto girando como un trompito, un loro pelado escondido sufriente, añorando una taza de té con leche, dos niños bautizando a un coatí, la batalla campal entre las rayas y los tigres, mamá gama desesperada, pidiendo auxilio al oso hormiguero y una tortuga gigante cargando a paso cansino, el cuerpo doliente de un hombre moribundo.

                                                                                                                         Manuel Guirao Pietranera

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