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a una primera situación de lectura, significó para mí, una parada previa por la
casucha de madera (alzamiento precario de machimbres enclenques, una viga
bichada y un chapón herrumbroso) para buscar provisiones. Subir al monte
requiere ciertos recaudos, o al menos llevar lo indispensable: repelente,
cajetilla de cigarros y machete. Con el primer Parisiens de la mañana, me senté
en la pila de troncos dispuestos junto a la entrada de la casilla y me calcé lo
borceguíes, pensando en cuánto (¿Días, quizás?) podría tomarle a una tortuga
gigante llegar hasta la cima. Me divertía pensar en ello, al menos le daba
ánimos a mi fuelle de pleura oxidado. Morral cruzado, emprendí la subida. Siempre
una pendiente encrespada, tallada con huellas, pozos y cantos rodados
multiformes, aunque la mayoría de las veces eran rostros para mí. Me sentía
bien acompañado por las piedras, tantos ojos gustosos devolviéndome las miradas
desde abajo. La primer parte era relativamente simple (relativamente, en
referencia a los 36º de sensación térmica, un porcentaje de humedad superior al
80% y una pendiente de 37º de inclinación y 6 kilómetros de largo):
seguir la ruta trazada por las máquinas
hasta llegar al sauce llorón. Cosa extraña, hallar un sauce llorón tan alto,
tan lejos de la costa del río. Sin embargo había crecido allí, meciendo
levemente sus ramas, como un velo enigmático. Irresistible tentación pasar a
través del velo, sumergirse en medio de ese cortinaje, esa quietud de hojas
muertas. Entrar al sauce para cruzar al otro lado, e ingresar a la dimensión
Horacio, donde entraba en acción el machete y aproximadamente dos horas después
de abrirse paso pisando la hojarasca, entre juncos, cardos, helechos, ramas y
arbustos espinosos, se alcanzaba un punto estratégico de la ladera (¿Este u Oeste?)
del monte, desde donde se veía bien toda la selva, la Mal-esa. Una vez
allí, bastaba simplemente con clavar hondo el machete en la tierra, quitarse la
camisa, fumar otro pucho y sentarse a contemplar, exhalando e inhalando hondo
ese aire húmedo, con olor a río. Así, uno podía ver las imágenes (imagen en un
sentido amplio, no meramente visual) una y otra vez sin que se desgasten: el
ejército de yacarés intentando frenar el paso de un buque, los flamencos que
bailaban vistiendo de estreno, sus medias rayadas, coloradas, blancas y negras,
una abeja y una culebra contemplando una capsula de semillas de eucalipto
girando como un trompito, un loro pelado escondido sufriente, añorando una taza
de té con leche, dos niños bautizando a un coatí, la batalla campal entre las
rayas y los tigres, mamá gama desesperada, pidiendo auxilio al oso hormiguero y
una tortuga gigante cargando a paso cansino, el cuerpo doliente de un hombre
moribundo.
Manuel Guirao Pietranera
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