Parado frente al Galpón Colibrí, siento el frío húmedo y la herrumbe en
la orejas. Casi como si el colibrí oxidado del cartel que decoraba la entrada
del galpón hubiese movido las alas para que me entrara por la nariz el olor
tierra mojada y chapa podrida de casa, aunque allá no había tanto olor a mierda
como acá junto al río, o había, pero era diferente. Me acuerdo que Núñez casi
se atraganta de la risa cuando le comenté lo de la mierda. Cuando le agarraban
las carcajadas, uno creía que finalmente iba a morir atascado en sus babas. Se
agitaba echándose hacia atrás con los ojos en blanco, y la boca de escuerzo que
se abría buscando oxígeno y chillando como un chancho de los que papá solía
asfixiar con un alambre en casa. Lucía decía que eso era porque Nuñez tenía la lengua
muy larga y que cuando se arrojaba hacia atrás de una risotada, se le retorcía
como una lombriz atorada en la laringe y que por eso berreaba como guarro.
Aunque yo no estuviera del todo seguro de esto, lo cierto es que la lengua de
Nuñez era de verdad muy larga, tanto así que podía sacarse los mocos con la
punta y hasta entre nosotros, le decíamos el Sapo.
De golpe comienza a lloviznar con fuerza, como empujándome a entrar de
una buena vez. Tengo la garganta seca, la navaja del Laucha en la manga derecha
del buzo y los noventa y siete pesos en la mano izquierda. Todo se repetiría
tal cual Lucía me contó antes de marcharse para siempre a Constitución. “Va a
contar la plata y te va a decir lo de redondear.”, dijo. “Tenemos que
redondear, Oreja.” va a decir. ¿Vos querés seguir durmiendo acá, pá?” “Tienen
que llegar a los cien acá, ¿Sabés?”, va a decir. “Bajándose el cierre, lo va a
decir”.
Apretando el rollito de guita, cruzo la calle. Empujo el portón de
entrada sin preguntar, como todos los días. Están los dos en el sillón, de
espaladas a mí, viendo las carreras de autos. El Sapo y La Dominicana. Doy un
portazo y el voltea para verme, dos ojos de batracio. Le veo el brillito entre
los labios, la lengua que se le asoma un poco, floja. Sin hablar, me acerco y
le doy el rollito en la mano. Lo abre y comienza a contar pasándole los dedos
de morcilla a los billetes uno por uno. Termina, con un falso resoplido,
mastica:-“Vamos a tener que redondear, Oreja…”-, bajándose de a poquito la
cremallera. Tiemblo mucho, pero el sudor deja deslizar bien la navaja por la
manga hasta que mi mano la rodea por completo. Me agacho, decidido a
cobrársela, la punta que entra y sale, y la corrida hasta el tren a
Constitución. De pronto siento un golpazo de costado, el tacón de la Dominicana se me hunde
en las costillas y el filo que se me resbala de la mano, cayendo seco entre los
pies del Sapo, que me mira desde arriba y comienza a ahogarse en uno de esos
ataques de risa que tan a menudo le agarraban.
Manuel Guirao
Pietranera
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