martes, 23 de noviembre de 2010

Enterrando lágrimas


Lloraba por los gritos, lloraba por los golpes, porque las noches eran el infierno, ahí, en la pieza del fondo. Desahuciado, acurrucado en un rincón, escuchaba, una vez más, como su padre golpeaba a su madre.
Su hermano Javier actuaba diferente. Que es algo normal, que todas las familias tienen problemas, que es común que la gente se pelee.
Esa noche no pudo tolerarlo, llorando y tembloroso, con un palo de escoba en la mano, mientras Javier miraba la televisión, decidió abrir la puerta de la pieza del fondo. Bajó el picaporte y abrió lentamente. Observó los pies de su mamá en el aire, luego, a su padre con las dos manos en su cuello. El golpe fue tan efectivo como podía ser. Pegó en los testículos y su madre cayó al suelo. El padre desde el suelo y aún retorciéndose lo pateó. Ahora vas a ver, escuchó, temblando, mientras trataba de levantarse.
El filoso acero entró por la espalda del padre. Una araña roja en la remera comenzó a crecer en torno al puñal. Se dio vuelta, Javier, su hermano mayor retiraba el cuchillo. La sangre brotó espesa de su boca, su mirada quedó vacía. Esa noche la verdad y la mentira se hicieron cómplices del destino.
Una semana después, luego de que los diarios llenaran sus páginas policiales con títulos como: “Hombre desaparece, su familia desesperada acusa al socio”, “Hombre desaparecido. ¿Nuevo caso de gatillo fácil?”; solo el barrio seguía consternado. Ese martes un vecino golpeó la puerta. Llevaba una carta, con la firma del difunto. Se dirigía a su mujer: María, decía en el membrete. La había encontrado cuando salió a buscar el diario, dijo.
Un nuevo amor, despedida, promesa de enviar dinero, y un “no me busquen más” cerraba la carta.
La mujer lloró y gritó, abrazada al vecino. Los amigos del barrio se acercaban y la consolaban.
Adentro, en la pieza de la madre, los dos chicos, tranquilos. La televisión prendida, el montículo de tierra húmeda bajo la cama y sus uñas negras. Marcas certeras de que, en esa casa, las lágrimas estaban enterradas.
Hernán Viscellino

Perfume de mujer

Miércoles 12 de mayo del año 2004, a las 18:15 horas, dos disparos de un arma de fuego calibre 38 se escucharon en el primer piso del Palacio Anchorena. De acuerdo al informe emitido por la comisaría 53 del barrio porteño de Palermo, los cuerpos encontrados en la escena del crimen corresponden a los del ex director del museo, Roberto Nakkache y a su cuñado, el abogado Rafael Saiegh de 65 años, profesor de Historia de la UBA y miembro de la sociedad anónima propietaria del edificio. La muerte del primer individuo se produjo por un disparo que él mismo se habría efectuado colocándose el arma en la boca y su cuñado habría sucumbido tras recibir un impacto de bala en el pecho.
Hasta aquí es lo que informa el parte de la policía y dada la muerte del agresor y ejecutante del hecho, la acción penal no podría seguir su curso. Es en este preciso momento donde entro en acción. Mi nombre es Gabriel Porres, soy periodista y muchas veces me gusta jugar al detective. Cuando me tocó cubrir este acontecimiento, parecía ser una nota policial más, un día más de trabajo, simplemente cumplir otra vez con mi rutinaria labor en el diario para el que escribo y cobrar a fin de mes un cheque que apenas me permite sostener mi monótona vida. Como siempre me presenté a las 8 de la mañana en la oficina del jefe de redacción donde teníamos reunión sumario y dividíamos las notas a cubrir. "Señores, por ser miércoles tenemos poco trabajo, pero no importa van a tener que arremangarse las camisas porque no va a ser fácil sacar información de los canas y los testigos-no testigos". A estos últimos los llamamos así en el diario porque son personas que se dicen testigos pero en realidad sólo dicen lo que les contaron. En fin, terminé de tomar mi café con gusto a cenizas, me puse mi paleto negro que tanto me había costado, guardé mi grabador en el bolsillo interior izquierdo de mi valiosa prenda y metí mi pequeña libreta y birome Montblanc en el bolsillo derecho de mi pantalón.
Una vez en el emblemático edificio me dispuse a realizar expeditivamente mi labor para poder volver temprano a la redacción, escribir la nota e irme a mi casa a tomar una copa de vino y comer un pedazo de queso acompañado de una baguette.
Recorrí el palacio. Pasillos infinitos llenos de Rembrandt, Van Gogh y mi preferido Monet. Mientras lo hacía, tuve la extraña sensación de estar siendo vigilando. Un hombre elegante, bien perfumado, con un traje que parecía ser de alpaca, y con bigotes bien recortados y tupidos me frenó en el pasillo del primer piso cerca de la escena del crimen y me dijo: “Investigue, no está todo dicho aquí. Hay perfume de mujer en este caso”. No le di mucha importancia, pensé que era sólo un comentario. En el buffet, al otro extremo de la escalera se veía a los empleados de limpieza recolectando los restos de lo que parecía ser la fiesta despedida de un empleado, un tal Álvaro Méndez, o por lo menos eso se podía deducir del cartel de papel crepe colgado de punta a punta. Me acerqué y me informaron: " hicimos la reunión porque Alvarito fue echado por el señor Saiegh sin ninguna razón y quisimos despedirlo. Fue el mejor jefe de seguridad que hemos tenido". Por lo que vi en una foto que me mostraron era un hombre alto, robusto, pelado. Estaba vestido con el uniforme de la empresa de seguridad y portaba un increíble revolver calibre 38. Anoté todo y me dirigí a la escena del crimen. Revisé la oficina donde tuvo lugar el asesinato y no vi nada extraño. Afuera la policía científica me informó burlonamente: " no busques más Sherlock Holmes, acá no pasó nada. Un viejo loco mató a otro". Escribí furioso en mi cuaderno y cuando me estaba yendo el mismo odioso oficial me dijo:- "para que quede más linda la nota poné que fue un conflicto de quiniela ajaj". Me mostraron un foto de la escena donde había una mancha de sangre de Saiegh en forma de 71 en el piso, pero ellos mismos me dijeron que no hiciera caso, seguramente mientras agonizaba por el disparo se quiso arrastrar y dejó un rastro con la forma de ese número entre otros charcos sin forma alguna.
Ya en la sala de redacción, tomando de vuelta ese café con gusto a cenizas, releí mis apuntes y escuché las grabaciones para poder escribir la nota e irme. Pero algo alteró el curso normal de las cosas. Un relato de los testigos-no testigos era algo diferente. Carlos era limpia vidrios y estuvo trabajando en el palacio durante toda la semana. Ese miércoles le tocó limpiar los vidrios del primer piso y a eso de las 17 horas estaba ocupado limpiando las ventanas que daban al lateral del edificio. Desde esa ubicación podía ver todas las puertas del pasillo. A las 17:15, comentó en su relato, el ex director se presentó en la puerta de la oficina donde se encontraba Saiegh e ingresó, pero lo diferente fue el hecho de que, si bien el testigo a las 18 horas ya estaba limpiando los vidrios de planta baja, aseguró ver salir a las 17:50 de la misma oficina al actual director del establecimiento Ignacio Smith.
Inmediatamente me puse a investigar en los archivos del diario y en los de la policía donde tenía acceso por tantos años de escribir en la sección policial. Mi sorpresa no fue menor. Descubrí que dentro de la sociedad anónima a la que pertenecía Saiegh, su voto era el más importante ya que poseía la mayoría del porcentaje de las acciones, y averigüé también que ya hacía un tiempo quería demoler dicho palacio con la intención de construir un inmenso hotel. La comisión directiva de la asociación Consejo de Buenos Aires no se lo permitía y era la única que impedía esto. Era mucha información pero sin conexión hasta que encontré la relación que existía entre Saiegh y Smith. Este último había sido alumno de Saiegh en la universidad y mantenían una relación de amistad. Aunque lo más importante es que compartían negocios inmobiliarios en Uruguay bajo el nombre de la empresa Modern Museums.
Mis neuronas estaban extasiadas. Me serví más café, bien negro, necesitaba estar lúcido. Quería entender la situación. Pensaba, negocios inmobiliarios, dinero, poder, asesinato. Tenia sentido por el círculo no cerraba. Algo se me estaba escapando. Seguí investigando. Nakkache, de carácter irascible, sabía de esta situación ya que su hermana Lidia se lo había comentado tras escuchar una conversación telefónica de su marido con Smith sin pensar en las consecuencias que tendría esto para Saiegh, me supuse. Le dediqué horas y horas a este caso y no pude sacarme esas dudas, finalmente decidí que los hechos hablaran por sí solos.
El día miércoles 12 de mayo Nakkache fue a encarar a su cuñado para que desistiera de su plan pero en cambio se encontró con la negativa de él y del director que se encontraba en la misma oficina. Dispuesto a salvar al museo fue preparado hasta para las últimas consecuencias, ya que con la muerte de su cuñado no habría nadie más con interés de emprender semejante inversión dentro de la comisión propietaria del inmueble. A las 18 horas tomó la decisión más difícil y salvó el museo.
Ya pasaron seis años del incidente del Palacio Anchorena, donde finalmente se construyó el hotel. Estoy en mi casa, revisando el correo electrónico mientras bebo una copa de vino tinto malbec. Tengo un correo electrónico con el asunto "perfume de mujer". Lo abro. Dos fotos me hacen estremecer. La primera data de abril del año 2004. Se los ve a Lidia y a Álvaro Méndez salir de un albergue transitorio. En la segunda puedo a ver a Lidia y a Ignacio sentados juntos en un bar. La fecha es del 11 de mayo del año 2004. Me hamaco en mi silla, miro a los focos de luz blanca y comienzo a vislumbrar figuras como cuando uno mira directo al sol y se encandila. De pronto recuerdo lo que la policía me había dicho acerca de la mancha de sangre en forma de 71 y al hombre extraño que me interceptó en el pasillo el día que fui al palacio. Pienso. Comprendo. No era 71. Lo estaban viendo al revés. Eran iniciales: una I y una L.
Nicolás Batista

En la periferia

Era una tarde de un frío martes, cuando sonó el teléfono interrumpiendo el té de hierbas que acostumbraba tomar Delia. Era una voz femenina la encargada de esta nueva ilusión, después de tanto tiempo transcurrido, una posible nueva esperanza. Pero recordó a tiempo historias similares, recordó la cautela que se debía guardar en estas ocasiones, fue así cómo su cuerpo, volvió a pisar firmemente la tierra.
Fijaron su cita para el jueves. Poco menos de dos días la separaban de aquella mujer, de modo que antes de ser invadida completamente por la ansiedad, decidió irse a dormir temprano, más temprano aún de lo que acostumbraba.
El jueves pasó entre el viaje al centro, para realizar la caminata por la plaza, la posterior vuelta a casa y otra vez a dormir. Los últimos años dormía más de lo que estaba despierta, tratando de evitar llantos prolongados con preguntas a un Dios que pocas respuestas podía dar.
Llegó el viernes y encontró a Delia recostada en la cama de su hija, rodeada de cuadernos de amarillentas hojas con caligrafía infantil. Hundida en su lectura recordó un acto en la escuela de Emilia. Cursaba el cuarto año de su primaria, acompañada por sus características dos trenzas, su guardapolvito almidonado decorado a la altura del corazón con los colores patrios. De fondo el himno y el canto a coro de todos los escolares: ¡Oh juremos con gloria morir, oh juremos con gloria morir!
El timbre la trajo otra vez al presente, debe ser ella, pensó Delia.
A pasos firmes caminó hacia la puerta, pegó su ojo a la mirilla, y sí efectivamente, aunque no la conocía, debería ser ella. Abrió la puerta y la hizo pasar. La mujer del llamado parecía más nerviosa de lo que estaba Delia, movía los dedos de su mano izquierda provocando un débil “crack” cada vez que estos sonaban.
Las miradas de las mujeres se cruzaron, tal como lo había querido Delia desde un primer momento. La informante era una mujer de rasgos delicados, esbelta, de un metro sesenta y pico, de ojos color miel. La mirada de Delia pareció intimidarla, logrando el efecto que esta buscaba, fue así como sin más vueltas aquella mujer le entregó una bolsa que, pese a los años, Delia no tardó en reconocer. Enredó a ella sus brazos llevándola contra su pecho, al mismo tiempo que se mecía lentamente, como quien pretende dormir a un niño. Tomó del interior unos zapatos, que depositó en el piso y una cartera de cuero negra, a la que dejó caer sobre un sillón.
Dos lágrimas recorrieron sus mejillas hasta saltar a su blusa, con un pañuelo secó los surcos que le habían dejado en su rostro. Volvió a mirar la cartera y su mente volvió al pasado una vez más; Emilia bajaba rápido las escaleras, saltando de dos en dos los escalones, la adolescencia había marcado en su cuerpo, proporcionándole curvas propias de una mujer. Se encontraba en el tercer año de la secundaria y por primera vez saldría con un chico, el que poco tiempo después logró ser su novio, llevaba colgada su cartera negra, eran inseparables en aquellos tiempos.
Delia esbozó una sonrisa, la imagen de su recuerdo era tan nítida que hubiese jurado haber visto bajar a Emilia por las escaleras en ese mismo momento.
Los chillidos de la pava hirviendo en la cocina la hicieron volver en sí, le ofreció un té a la informante, quien decía llamarse Juana. Dos tazas humeantes servidas en su medida justa, aguardaban en la mesa. Delia tomó la suya y la acercó unos centímetros hacia sí. Sumergió un terrón de azúcar. Mientras revolvía con delicadeza, su mirada se perdió en el contenido. Pensó en Emilia, y en toda la fuerza de sus dieciocho años. Llena de convicciones, compartiendo junto a sus compañeros una lucha que en poco tiempo dejó de ser solo de ideales. Pancartas, volantes, libros de autores de apellidos extranjeros, eran parte del paisaje de su cuarto. El inicio en la Facultad de Filosofía y Letras en el año 1976 había marcado su destino.
La otra mujer hizo sonar su garganta, a modo de hacerse presente. Delia levantó su mirada y esbozó una sonrisa. Sin más preámbulos la mujer argumentó que debía irse, sin atender a las preguntas de Delia sobre la cartera y los zapatos. Finalmente se marchó dejando a Delia en un nuevo mar de dudas.
Recostarse sería lo mejor, pensó. Luego de lavar sus dientes y peinarse el cabello, se puso su piyama, al terminar dejó caer con todo su peso, su cuerpo sobre la cama.
Tardó unos segundos en volver a abrir los ojos. Y lo único que hizo antes de volver a cerrarlos fue tomar una fotografía de la mesita de luz. En esta una joven, de una gran sonrisa, era la protagonista. Colocó la foto bajo su almohada y se dispuso así a soñar. Después de todo en los sueños no debía lidiar con grandes incógnitas. Allí con solo nombrarla ella aparecía.
¿Dónde estabas Emilia? ¡Me asustaste! Vení, dame un abrazo, te extrañe tanto hijita… repetía Delia entre sueños cada noche.
María Sol Ramírez

martes, 16 de noviembre de 2010

Muerte al amanecer

Esteban llega a su casa a las tres de la madrugada con el bolso colgando de su mano. Camina a los tumbos, balanceando su cuerpo hacia la puerta de entrada, arrastra los pies con pasos cortos. Cojea de la pierna derecha por una vieja lesión. Casi no puede mantener los ojos abiertos, los parpados le pesan, cabecea vencido una y otra vez. Deja caer el bolso al suelo, sus brazos ya no pueden sostenerlo, escucha un disparo lejano, se detiene, un eco del pasado lo persigue, oye el aullido de los perros y el llanto sin consuelo de su mujer. Se despabila y vuelve en sí. Intenta abrir la puerta pero se equivoca de llave. Prueba con otra. No abre, la coloca al revés, tira de la manija hacia adentro y hacia afuera mientras gira la llave hasta que encuentra la posición y logra abrir la puerta. Llega a su cama. Cae rendido. Se saltea la mañana, como todos los domingos. Cuando se despierta, su mujer lo está esperando sentada en la cama con el mate en la mano. Ella se inclina y le da un beso en la frente. “Buen día dormilón, ¿a qué hora llegaste anoche?”. “Ni idea” le contesta él con la voz gastada como si estuviera afónico. “Ni siquiera sé cómo llegué a casa”. Acomoda las almohadas una sobre otra. Se levanta de a poco colocando las manos sobre el colchón y agarra el mate caliente que le ofrece María. Entre mate y charla se les pasa el tiempo volando. Ya están verdes. Mientras Esteban se levanta para tomar una ducha caliente, ella va hacia la cocina a preparar la cena. Camina por un angosto pasillo, el rechinar de los pisos retumba en toda la casa con cada paso. Se detiene frente a un cuadro dorado, que está colgado en la pared, con una foto vieja de dos niños trepados en un ombú. Los bendice y sigue adelante dejando correr una lágrima sobre su mejilla. Entra a la cocina, agarra las cebollas de un canasto al lado de la heladera y encuentra en el suelo una hoja que se ha caído de la puerta. La recoge, se pone los anteojos que cuelgan de su cuello con sujetadores de piedras brillantes y lee el papel: “Dante, horarios: lunes y miércoles a las 21hs; martes y jueves 22.30hs”
Las manos le tiemblan mientras coloca la nota en la puerta con un imán. Ya no puede contenerse. Llora en silencio. Escucha el rechinar del piso, se seca las lágrimas y se apura a cortar las cebollas para disimular. Cuando Esteban entra a la cocina para poner la mesa, los perros pasan corriendo frente a la ventana de la cocina y comienzan a ladrar en la entrada de la casa. María deja caer el cuchillo al suelo, su corazón se acelera, siente un ruido seco que proviene de afuera, como aquel domingo a la madrugada, se apresura a abrir la puerta. Miguel, su hijo mayor, pasaba a visitarlos con los chicos como todos los domingos. “Hola viejita, ¿me das el escobillón y la palita? Se me cayó una gaseosa de vidrio”. Los chicos saludan a los abuelos y se quedan en el patio jugando con los perros. Al terminar de barrer, entran a la casa a charlar. María pone los fideos con salsa en la mesa. “Una hora cocinando para que en diez minutos se comieran todo. Se nota que estaba rico porque no dijeron una palabra”, dice María. “Lo que vos cocinás siempre está rico”, contesta Miguel. Y agrega: “pájaro que comió... vamos chicos que mañana hay que ir a la escuela y los abuelos están cansados”. “Avisame cuando lleguen”, le dice la madre.
Ella se queda limpiando la mesa y los platos. Se queda despierta, mira la televisión esperando el llamado de su hijo. Pasan las horas, ya tendría que haber llamado. Primero piensa, positivamente, que quizás se haya olvidado. Luego ve en el noticiero accidentes de autos, robos, secuestros dentro de barrios privados y empieza a desesperarse. Agarra el teléfono, lo llama a la casa, nadie contesta. Busca en la agenda el número del celular, la vista se le nubla, no puede leer con claridad. Despierta a su marido a los gritos, los perros ladran en la entrada de la casa, escucha un disparo, los perros aúllan, corre a la entrada, el recuerdo de su hijo Dante yacía en el piso de la vereda. María sigue en el teléfono escuchando su mensaje: “Hola, habla Dante. Voy a bailar con los chicos. Vuelvo tarde, no me esperes. Te quiero mamá”.
Esteban llama al celular de Miguel. Ya había llegado a la casa pero se le había cortado la luz y el inalámbrico no andaba, y se le había acabado la tarjeta del celular. “Estamos todos bien, no se preocupen”.
Patricia D. Partarrieu

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Una mañana cualquiera

Siete de la mañana. El despertador suena con ese sonido molestísimo pero eficaz, que hace que uno indefectiblemente se tenga que despertar y apagarlo si no quiere sufrir un colapso mental. Los dos se tienen que levantar a la misma hora, ella para ir al trabajo y él para hacerse unos estudios. Pero primero lo primero: estirarse para un lado, para el otro. Sentir sonar cada una de las vértebras, darle un beso, contar hasta cinco con los ojos cerrados y por fin incorporarse. Sentarse en el inodoro todavía con los ojos a medio abrir y la luz apagada, darse cuenta que se acabó el rollo. “Claro, como él no lo usa no lo cambia, después de todo este tiempo todavía no aprendió. Increíble”. Lavarse la cara y dirigirse a la cocina, los fósforos también se acabaron, la caja está vacía. Contener el grito cuando descubre un encendedor azul, que soluciona temporalmente el problema. El agua ya está esperando para hervir, por suerte todavía hay pan para las tostadas, que ya están calentándose. Ahí aparece él, medio dormido, con una pregunta que en realidad no es del todo una pregunta: “Año nuevo lo pasamos con mi familia, ¿no?”. Inmediatamente, terminando con la calma de la mañana, cada uno empieza con argumentos larguísimos, casi inservibles ya que prácticamente ni se escuchan. Que ya fuimos el año pasado, que yo también quiero estar con mi familia, que a tu mamá no le caigo bien. El volumen empieza a elevarse, los rostros están cada vez más rojos, los ojos de ella se llenan de lágrimas de rabia. Todo se complementa con el olor a quemado de las tostadas, y el ruido insoportable de la pava que lleva un rato silbando. Sin pensarlo la agarra, justo cuando él está ganando la discusión, o eso cree. Lo que parece ser su frase final, nunca llega a concretarse. Una ola violenta de agua hirviendo lo envuelve, impidiéndole seguir. Ahora la va a escuchar.
Lucía Czernichowsky

lunes, 8 de noviembre de 2010

Amores Platónicos


Es un día complicado en el laburo. Los papeles se acumulan en mi escritorio formando una torre descomunal. Las urgencias y llamadas van marcando el ritmo del día. Miro el reloj, ya son las 9:30. La presión de las responsabilidades asumidas se trasladan a mi cabeza. La taza de café colmada hasta el borde se enfría en mis manos, como también sucede con mi vida, sin poder hacer nada al respecto. Hoy no es el día para replantearme las cosas que hice años atrás. Ni hoy, ni ningún otro día. El pasado solo me ha anclado en un paisaje ficticio del cual nunca quise despedirme. No es el momento ni el lugar. Sin embargo, hoy te pienso tan fresca como el primer día en que te conocí.

La voz de Torres me hace volver a mi trabajo solo un momento. “¡Eh viejo! ¿Qué estamos esperando? ¿Qué? ¿Los papeles se mueven solos hacia mi escritorio?”. No es de la gente que mejor me cae Torres, un tipo muy sarcástico. Ese humor ácido que tiene, algún día le va a jugar en contra. Siempre se lo dije, pero creo que mucho no le importa. Mientras mastico mis pensamientos, dejo las carpetas en el archivo. Voy por la segunda taza de café. La primera fue un fiasco, no he llegado a tomar ni un sorbo. Trato de volver a concentrarme, pero quedo solo en eso: un intento. Al llegar a mi escritorio las acciones vuelven a sucederse una tras otra como si todo hubiese pasado el día de ayer. El primer amor nunca se olvida. Eso dice el dicho popular, pero me niego a creerlo. Confieso que lo usé como excusa un par de años, pero no me basta para a entender todo lo que siento.
Todos en el despacho corren hacia sus puestos de trabajo, ha llegado la jefa del sector. Una mina muy dura, la “chancha” Gutiérrez. Ese apodo no se lo ha ganado por vigilante, aunque bien podría haber sido. La “chancha” Gutiérrez tiene un físico que no pasa desapercibido. Menos que menos para Torres, que para las jodas está a la orden del día, y la bautizó en menos de dos semanas. Tipo jodido este Torres. Es algo irónico, pero ante la mirada fija de Gutiérrez, yo solo puedo ver tu sonrisa. No entiendo por qué es el recuerdo más nítido que tengo de tu presencia.

Mientras cargo en la computadora los últimos pedidos que quedan pendientes, pienso en la vuelta a casa. Hoy es viernes, la estación de trenes se encuentra colmada como un hormiguero. Otra vez sentir el ambiente espeso, los muchachos apretando para entrar, las mujeres quejándose de un servicio ineficiente a viva voz: otra odisea para salir de la capital. Si solo fuera un día, pero la rutina te lo presenta como una pesadilla. Me resigno, fue mí decisión mudarme tan lejos. “¡Pilar es una buena zona si tiene un autito, olvídese!”. Pensar que con eso me enganchó el propietario. Nunca pude comprarme un auto, menos con lo que pago de alquiler. Cada vez que llego del trabajo me siento a recordar nuestro vecindario. Las calles de nuestro barrio fueron testigos de esa tarde de abril en la que te conocí. Salíamos de la escuela y nos cruzamos en el kiosco de la vuelta. No tenías papel, no te preocupó. Anotaste mi mail en tu mano y con una sonrisa prometiste que nos mantendríamos en contacto. Te alejaste por el sendero que forma el boulevard. Desde ese momento nos fuimos conociendo lentamente. Todos los recuerdos que aparecen en mi mente son de esa manera, en cámara lenta. No me preguntes el porqué, pero en ese momento supe que nunca te olvidaría.

Anoche no he dormido de la mejor manera. Ya no me puedo dar esos lujos. El cuerpo no aguanta de la misma forma, cuesta todo el doble. Las prioridades del día de hoy ya las he pasado para mañana. Hoy no estoy dispuesto a ser “el empleado del mes”. Siempre me he jugado por la empresa y no he obtenido nada a cambio. Mientras corrijo unos documentos, me pongo de reojo a ver los avisos clasificados. Es algo que hago usualmente, aunque todavía sin éxito. No es que no crea en mis capacidades pero mi edad siempre me cierra las puertas de las mejores empresas. A simple vista ya no soy un adolescente, las arrugas de mi rostro me delatan, la vida ha seguido su curso. No me puedo quejar. Tengo una esposa y dos hijos. El trabajo y las obligaciones en casa ya han atropellado mis últimos intentos de felicidad hace bastante tiempo. Quizás sea ese el motivo por el cual hoy vuelvo a recordarte. Quizás seas la única prueba fehaciente que queda en píe. La prueba que me indica que alguna vez fui feliz. Que supe encontrar en tus ojos el sentido de mi propia vida. Hoy no me queda nada.

El teléfono no para de sonar. Su sonido se funde en el tiempo junto al ruido de las calculadoras, máquinas de escribir y teclados. Toda mi realidad pasa a un segundo plano. No escucho los gritos de Gutiérrez, ya no me molestan. Saco mi vista de los avisos clasificados y trato de reflexionar. Me encuentro aquí, sentado en el sillón de mi escritorio, corriendo detrás del tiempo, sin saber hacia donde correr. Pienso en los momentos, las horas, los minutos que desperdiciamos sin saberlo. La arena del reloj ha sido muy fina y se nos ha escapado grano a grano de las manos. De nada sirve sacar a la luz las palabras que me han quedado en el tintero. Pero aún así lo hago constantemente, como una especie de castigo por no haberme animado a más.

Muchas veces pensé en llamarte. No lo hice nunca. Sin embargo, siempre quise saber de vos. Saber que pudiste llevar una vida plena y olvidar todo lo que hemos pasado para seguir adelante. Darme cuenta que este amor, que ha perdurado a lo largo de los años, es una cruz que llevo solo conmigo mismo. No tengo las agallas para descubrirlo. No tengo el valor para encontrarte cara a cara nuevamente y ver que me he quedado detenido en el tiempo.

Cierro mi último expediente y me largo del trabajo. Ya son más de las 18:30. Aflojo mi corbata, me arreglo como ha hace bastante no lo hacía. Sí, mi boleto hoy no tiene destino a Pilar. Quizás nunca más lo tenga. Vuelvo a mi barrio a encontrarte. Lo hago sin pensar nada sobre seguro. Vuelvo porque nunca me fui realmente. Vuelvo porque estar con vos es mi destino.
Gonzalo Cortés

domingo, 7 de noviembre de 2010

Nunca más podré

Vuelvo a pensar que quizás hubiera sido mejor abandonarme en el tiempo. Fue gracioso entrar hoy al bar de Ale y ver su intento. Pobre, ella sabe que no va a poder conmigo pero sigue probando. Me senté en una mesita y la escuché susurrar algunas palabras con el colo. Yo estaba concentrado en la ventana, miraba a una nena pasar, era como cualquier día. El sol daba justo por el espacio transparente en frente de mis ojos y yo miraba distraído a la nena cruzando la calle, cuando sentí al tiempo detener su marcha. Un fuerte olor a coco de pronto lo interrumpió todo. Cerré los ojos fuertemente y te vi reina, me sonreías. El olor a coco era demasiado potente y tu sonrisa me aseguró por unos instantes la perpetuidad. Me levanté creyendo que podría llegar a encontrarte en medio de la ola de calor que atraviesa de par en par Buenos Aires. Todavía no llegó la primavera. Me duele este calor que se anticipa. Me duele saberme solo en medio de la nada que es mi vida.
Como era de esperar, tu figura no estaba allí. Todavía tenés memoria y sabés que no podés regresar a ciertos lugares. Ale estaba asustada y el colo me miraba preocupado. ¡Qué papelón debo haber hecho! Me gustaría que eso me molestara de alguna forma; pero vos bien sabés que no es así. Volví a casa molido como un paquete de harina extra fina. Me dolían las piernas y casi no veía nada. Logré subir por las escaleras y abrir la puerta.
Acá estoy, sí otra vez, acá estoy. Quisiera escribirte tantas cosas. Estoy ansioso aunque sé que no es el día de nada. Vos sabés que siempre me costó escribir, y pensar y saber. En cambio tus palabras solían ser tan sabias mi amor. Todavía hoy cuento los días y hasta los segundos. Pasan mil cenas. Me duele esperarte entre la carne y la cama; me duele no soñarte y me duelen tus sueños de actriz ilusionada con la fama. ¿Alguna vez fuiste de verdad reina?
Ale, los chicos, la gente, todos me dicen que deje de pensarte. Como si pudiera. Te fuiste con el impostor. No, no puedo nombrarlo a él porque es un asesino. Me dejó sin merienda, se robó la mueca que alguna vez tuve en mi cara. Me quitó lo que pasa entre acostarse y levantarse.
Te fuiste hace unos meses como se va quien nunca llegó. Te fuiste silenciosa. No escuché tus gritos cuando te vi partir. ¿Lo de las valijas fue de verdad? La escena fue tan de película que creo que ni vos lo creíste. Sé que en el fondo estabas llevando a cabo una obra, mi amor. Yo solo espero que se te agote el repertorio del impostor y que vuelvas a las tardes de mate. ¿Por qué sigue en mi cabeza este puto olor a coco?
La conocí a ella, no es nadie en particular. La conocí hace unos días pero todavía no me animaba a escribírtelo. Su perfume sería como de flores. No sé si te gustaría verla porque no se te parece. Es una buena chica y Ale está entusiasmada. Yo no entiendo este afán por eliminarte de mi vida. Es una buena chica y es prolija y huele a flores. Creo que voy a intentar describirla otro día porque todavía me pesa el cuerpo y sé que necesito dormir.
…………………………………………………………………………………
Me arrepiento de haberte soñado por tantas noches. Volviste. Él se fue, yo intentaba rehacer mi vida, pero él se fue y vos volviste. No entendés ni por un segundo lo que me dolió respirar cuando te vi parada en la puerta con esa cara tan cínica que acompañaba a tu figura delgada. ¡Y yo escribiéndote! Sigo haciéndolo. Entraste de una forma tan altanera, creyendo que todo lo que quedaba acá era tuyo de alguna forma. Si te hubiera permitido penetrar mi corazón, en ese segundo que tocaste la puerta, estoy seguro que te hubieras abalanzado al sillón y prendido la tele, como si los meses nunca hubieran estado de por medio. Como si todo esto fuera un pasado- presente, una pesadilla que soñé durante tiempo. Y tus gritos. Esa fue la peor parte. Tus gritos cuando la viste salir de la habitación acompañada por una bata de algodón. Me dio miedo tu reacción. Me dio miedo su reacción. Sé que te gusta el teatro mi vida. Y ayer ella encontró todas estas notas que te escribí durante meses y también se fue. No vuelvas más. O sí, volvé y abrazame porque ya no puedo sostener este dolor. Tu cara tan cínica mirándome por la entrada de mi casa. No es más tu casa. Ya no huele a ese complejo de reina que tenías. Pero bastó que traspasaras la puerta, que te pelearas a los gritos con la pobre niña, para que mi persona por completo diera vuelta. Sentí por un momento el peso de los hombres y tuve miedo de desparramarme entero por el piso. Ella se fue, él también se fue, y otra vez somos solo vos y yo. Y no te quiero ver. No lo quiero, sé que no me lo tengo que permitir, pero no puedo más luchar contra mí. ¿Qué hago con esta locura que siento? Estás tocando timbre y necesito terminar con esto. Te voy a dejar porque sos un mal vicio, te juro que voy a quemar todas estas cartas y te voy a dejar en el tiempo. Solo necesito una noche más de amor con vos. Después andate reina.
Yo creo que nunca más voy a poder sacar este olor a coco que tengo penetrado en el interior de mi ser.
Carla Castro

martes, 2 de noviembre de 2010

Camino

Caminó por la vereda oscura y fría. Todas las noches era la misma acera, de la misma mano. No sabía por qué, pero jamás cruzaba hacia la otra. Nunca tomaba un recorrido distinto.
Odiaba volver a esas horas de la noche. Generalmente la vuelta a su hogar rondaba entre las 22.30 y las 23 horas. En el invierno creía no sentir sus extremidades, ya que el frío hurgaba por sus huesos sin piedad. Tampoco sabía por qué no dejaba ese trabajo. Él era un hombre solitario, no tenía hijos, ni mujer, ni siquiera una madre a quien cuidar. Sin embargo, pasaba doce horas diarias en aquella vieja fábrica que sólo lograba producir pérdidas, y que quizá, prontamente, terminara en la quiebra.
Cuando bajaba del tren, caminaba unas quince cuadras hacia su casa. Durante el invierno, creía que eran cien, y cada paso le parecía una eternidad. Prendía un cigarro tras otro con el objeto de reducir las cuadras. En realidad, pensaba que apurarse tampoco tenía sentido, ya que lo esperaba una casa sucia y abandonada, comida fría en la heladera y el iluminar de un pequeño farol viejo sobre el costado de su cama, que junto a su gran colección de libros, entre los que se asomaba Operación Masacre, que lo estaba terminando de leer por séptima vez, lo ayudaban en las madrugadas de insomnio. Por el piso, había papeles desparramados, fotos, recortes de periódicos, mentiras impresas en los diarios. Blasfemias que no podía olvidar.
En cambio, en las noches de verano, disfrutaba del viento que solo sopla en esas horas, y la vuelta hacia su hogar se transformaba en la felicidad del día.
Ernesto caminó esas mismas cuadras durante quince años, hasta que aquella noche oscura y helada, el escalofrío y la culpa eterna invadieron su vida.
En la esquina, donde siempre encendía su segundo cigarro, oyó el grito desgarrador de una mujer. Lo sintió tan cerca, tan propio, que se asomó para ver que ocurría. Pudo ver como un hombre ultrajaba a una mujer joven. Imágenes estremecedoras atravesaban todo su cuerpo. La mujer intentaba gritar de dolor, y el hombre le susurraba cosas obscenas, al mismo tiempo que las concretaba. Se le cruzó por la mente su realidad y su vida, podía imaginar a su propia esposa, gritando de terror, mientras esos hijos de puta vestidos de civil la torturaban. Pudo ver como el hombre se reía, cuando introducía sus piernas entre las de la joven, y la amenazaba con una navaja para que no pidiera ayuda. Ernesto caminó lentamente al lugar donde se efectuaba la vejación, el crimen que le recordaba el peor momento de su vida, la fecha exacta en que se quedó solo. En un silencio infinito, tomó el revólver que llevaba siempre en su cintura, porque sí, porque allí lo tenía a toda hora, por si se cruzaba con esos hombres que hacía treinta años le habían robado los sueños. Le gatilló en la cabeza. La mujer, cubierta de sangre ajena, quedó petrificada, no lograba entender, apoyada contra la pared se deslizó lentamente hasta quedar sentada en el suelo y comenzó a llorar.
Ernesto la miró y continuó el camino hacia su casa de rejas oxidadas y colores muertos. El resto de las noches las pasó en vela. No sabía si lo atormentaba haber asesinado a un hombre o haber presenciado esa terrible e inmunda escena, que le recordaba aún peores.
Desde aquella noche sus caminos de vuelta varían todos los días. Hasta que quiebre la fábrica.
Julieta Pros