lunes, 26 de octubre de 2009

Otra sobre la ciudad

Sonrío, canto, hablo sola, muevo las manos, bailo. Mientras camino pienso, imagino, vuelo. Me alejo de la superficie aunque nunca ella nunca deje de influir en mis pensamientos, aunque gran parte de las cosas que aparecen en mi mente sean disparadas por hechos sucedidos en esa calle que estoy pisando, por ese papel que veo tirado en la calle, por esa persona que estoy chocando por el apuro que me lleva a correr por las veredas para llegar a tiempo.
A veces me siento demasiado parte de esta ciudad que me hace aumentar la velocidad, que no me deja relajarme. Me veo tan incluida que hago cosas sin saber por qué. Pierdo la sorpresa, me dejo llevar por la monotonía de la urbanidad.
Otras veces me distraigo, me despierto, me divierto. Me transformo en algo parecido a un turista, pero no uno que venga desde alguna otra parte del país, o del mundo; sino uno que viene desde algún planeta extraño, alguien a quien puedan llamarle la atención las cosas que para nosotros están más convencionalizadas, las que todos tomamos como naturales. Las que vivimos constantemente en la calle, en el subte, en el trabajo sin siquiera notar que están sucediendo, sin reflexionar sobre los por qué, sin atender a las causas o consecuencias.
Mirar con otros ojos es liberador. Son minutos de vacaciones imaginarias dentro de la rutina. Hacerlo me despeja, me energiza, me cambia el humor. Me permite atravesar malos momentos, hace que pueda soportar presiones, retos; que pueda afrontar todas las responsabilidades con más ganas.
Sin embargo, no todo es “color de rosas”, ver lo que no siempre se ve significa advertir conflictos en donde la mayoría no ve nada. Es problematizar lo natural, agregar problemas a la lista de motivos que me dejan intranquila, que me hacen enloquecer tratando de encontrar soluciones, que no me dejan dormir.
Me gusta ser distinta, aunque solo sean algunos momentos. Aprendí a hallarme en mis diferencias, entendí que es así como me encuentro en mi más pura autenticidad.
Noelí Juliá

Ciudad: Al límite


La cosa es así. Me piden un divague académico pero le voy a sacar lo de académico. Porque la semana pasada escribí algo así como “en este punto alcanzan un mismo plano de significación la imagen dentro de la imagen, el museo de arte banalizado, y lo figurativo”, y ni yo, y sobre todo yo, entendía lo que decía mientras lo leía en voz alta y ponía cara de “¿yo escribí esto?” (¿será esa una especie de extrañamiento?). En fin, lo que quería decir es que todo este año me vienen hablando, acá (acá no, esta es mi casa, pero cuando lo lea el acá va a ser un aula), de desestructuración. De pensar lo cotidiano, lo naturalizado, como histórico, contrucción y social. Y que Marcuse, y que el aceptar lo fantástico como parte de lo real, y que los colectivos son elefantes que se persiguen, y hasta escribí que alguien iba a comer a besos a alguien y eso era antropofagia. Chau metáfora aprehendida con hache. Entonces, a lo que iba, es en que ya no creo que lo real sea la foto en sí y lo ficcional lo que representa, lo que refiere, lo que denota. Capaz que verdaderamente hay un hombre durmiendo usando un cartón de frazada y al lado, justo al lado, dos personas que les dan la espalda y miran una pared. Porque está bien que es una publicidad, y está bien que es una publicidad adentro de una foto, ¿pero no está ya la publicidad, la imagen, inserta en nosotros? ¿No estamos ya formateados? ¿Podemos distinguir, vale la pena distinguir, a esta áltura, la mentira de la verdad? La verdad: un mecanismo extraño para mí reprodujo lo que se vio por la lente de una cámara en un pedazo de papel, papel virtual o real. La mentira: un hombre duerme tapado con cartón al lado de dos personas en un museo de arte banalizado que le dan la espalda. Y ya no sé cual es cual. Y hoy elijo plantarme y decir que no creo más en las metáforas. Como si fuera algo en lo que se elije creer o no. Si no era así, hoy lo inauguro yo. Soy más escéptica que nunca. Lo que está ahí reflejado es. Porque acaso, ¿no es eso el arte? ¿La capacidad de mostrar una realidad que existe? Porque no importa si esas tres personas de las fotos no estaban efectivamente ahí, no importa nisiquiera si estaban armadas con photoshop, o si eran un dibujo. En algún lado existen, en alguno y muchos lados, en todos. Y yo soy esas personas, a veces las de la publicidad y a veces el hombre que duerme. Porque a veces me dieron la espalda y muchas veces la dí. Y que yo llegue a esa conclusión gracias a mirar algo que no existe (o sí, me contradigo y me vuelvo a contradecir y está bien) se llama arte. Y nuevamente caigo en escribir algo que cuando lea en voz alta ni yo ni nadie va a entender, pero en este momento, lo juro, tiene tanto sentido. Y es tan sentido. Catártico.


Lucila Pinto

Ciudad: Caminante no hay camino

Salgo de mi casa, camino cuatro pasos y doblo a la derecha. Espero que ese maldito semáforo se convierta en la nariz de un payaso. ¿Por qué siempre lo agarro en verde? “Idiota”, me digo a mi misma y continúo caminando. A veces me detengo. Justo allí, a mitad de cuadra, sobre Rosario, enfrente de una AFIP. Quiero confesar que creo no haber entrado nunca a una. Hay días que sigo derecho, necesito llegar a avenida La Plata y tomarme el 15. Ese colectivo, que no entiendo por qué, pero parece haber sido creado para mí. Otros días, que no son pocos, el apuro se adueña de mi cuerpo y -sobre todo- de mi billetera. Salgo de mi casa, camino hasta la vereda, estiro la mano y el negro y el amarrillo, automáticamente, se ocupan de mi destino.
Pero en fin. Todo esto no es importante, porque cualquiera que sea el destino al cual debo llegar, o cualquiera sea la forma que utilice para llegar a aquel sitio para hacer quién sabe qué, siempre-constantemente- en el camino me encuentro con las mismas preguntas. Preguntas sobre aquellas cosas que la ciudad me invita a conocer o lo que es aún peor, me invita a hacer y nunca supe por qué. ¿Inercia? ¿Costumbre? Suena feo, pero suena.
¿Quién no pasa por abajo del tren y pide un deseo? Te la duplico. Cuando paso por arriba de las vías del tren, atención: ¡Prohibido tocarlas! “El que las toca no se casa”, dice una gran amiga. Jamás volví a pisar las vías del tren. Y eso que ni siquiera me interesa el casamiento. Pero no importa, por las dudas. Cuando voy manejando, un pie arriba del embrague, otro del acelerador, nada de que toquen el piso del auto. Si voy en colectivo, perdonen queridos pasajeros, pero me cuelgo de la baranda y empiezo a dar esos patéticos saltos que jamás logro disimular. Y cuando estoy caminando, ¡qué terrible! Ahí sí, debí establecer una nueva regla. Vale tocar el piso, pero no las vías.
¡Ah! Esta me costó bastante entenderla. Una esquina. Aranguren y Río de Janeiro. Para algunos Almagro, para otros ya Caballito. Una hora: las 12.15. Diez amigas. Siempre los mismos personajes. Lilí, esa vieja que cada vez que pasaba nos deleitaba con el baile del reino del revés y nos pedía comida para las palomitas. Siempre creyó en las palomas, decía que iban a gobernar el mundo. Yo no sé sí tanto, pero, ¿vos te fijaste?, antes las palomas le tenían miedo a los hombres, ahora si vas con el auto no se corren y si vas caminando por una plaza te atacan.
¿Y las tres nenitas? Todos los mediodías la misma escena. Una rubia, una morocha y una colorada. Una tímida, otra simpática y otra llorona. La mamá las recogía del colegio y juntas, las cuatro, caminaban para llegar a casa a la hora del almuerzo. Me acuerdo que se asustaban cuando pasaba Axel Rose… bueno, un gran imitador del él. Juro que le salía bien. La misma ropa, aunque algo gastada. El pelo largo, aunque las raíces pedían un baño de tintura con urgencia. Pero la actitud era excelente. Esa forma eufórica de caminar, como si estuviese sonando una canción en su oído que le hacía mover todo el cuerpo en cada uno de sus pasos.
Yo no entendía, ¿qué tenía esa esquina? tanta gente extraña e interesante pasaba por allí. Y al final, era tan Simple. Durante tres años el piso nos recibía y los almuerzos de la secundaria tenían tiempo y espacio. 365 por tres, menos los feriados, los fines de semana, los dos meses y medio que no hay clases por vacaciones y las eventuales rateadas de cada una, te da el total de la cantidad de tiempo que pasábamos en esa esquina… siempre a la misma hora.
De repente estaba en un subte. Una sonrisa se dibujó en mi rostro: iba a viajar sentada en la línea D. Impensable, pero cierto. Saqué los libros de la facultad, este momento tenía que ser aprovechado…. ¡Chan! silencio interrumpido. Un hombre de unos 35 años, una barba divertida, una consola de sonido, una guitarra acústica en mano, una armónica en la boca y un micrófono… todo listo para cantar y convertir a los pasajeros en un público de un recital, pequeño, pero recital. Los acordes entonaban un blues de Papo, y el subte era una fiesta. Un vagón entero unido por una misma acción: dejarse seducir por la música que alguien (a quien todos acabábamos de conocer) nos estaba tocando. “Aplausos”, pedía. Y salían los aplausos. Era como un grupo de gente que viajaba en la misma dirección, y él era nuestro director. Un vagón entero había dejado por un instante de estar ensimismado en sus asuntos para concentrarse en uno grupal. Creo que a más de uno le dio esa sensación. No sé por qué. Pero se generó una energía distinta. Capté cada una de las sonrisas de los pasajeros. Ese día decidí dejar dos pesos en la gorra.
Y así hay tantas cosas que no entiendo cuando camino por la calle. Pero está bueno no entender, porque cuando creo encontrar las respuestas… me vuelven a cambiar las preguntas. Entonces, no hay otra cosa que hacer más que seguir caminando y abriendo caminos.


Stephanie Maia Hindi