martes, 14 de diciembre de 2010

Uno hace la diferencia

Son las cinco de la tarde y la chica está por la estación de Once con su mano derecha llena de tarjetitas para repartir. La gente pasa a su lado sin prestarle atención, ni a su ropa sucia ni a su cara triste y de cansancio. Hay muchas personas en el andén, como es habitual a esa hora. Muchos vuelven del trabajo, otros van rumbo a sus casas y muchos a trabajar de vagón a vagón.
La chica no tiene más de quince años; espera a que llegue el tren para poder asegurarse unas monedas. Tal vez para comprarse algo que calme un poco su hambre, tal vez alguien esté esperando el dinero recolectado. Frente a ella viene caminando distraídamente una joven que al pasar a su lado saca algo de su bolsillo. Inmediatamente la chica nota que del mismo bolsillo se le cae un billete. La joven no se da cuenta. Una señora que estaba a unos pasos, lo advierte.
Sin levantar el dinero la chica se acerca a la joven y toca su hombro: “perdiste plata, se te cayó del bolsillo”.
Lo que parecía algo simple y de solución rápida se complica. El billete, que era de cinco pesos, ahora estaba en la mano de la señora. Esta guarda la plata en su billetera y se queda esperando a que llegue por fin el tren, como si nada hubiese ocurrido. Nadie advierte nada.
- Señora esa plata es mía, se me acaba de caer del bolsillo- le dice la joven
- De ninguna manera, querida – responde la señora – esta plata es mía, se me acaba de caer de la billetera recién.
- Pero señora, yo tenía esos cinco pesos en mi bolsillo y ahora no los tengo, son míos – le dice la joven con un tono de impotencia.
- Mirá, querida, acá no dice que sean tuyos así que cortala.
La nena mira discutir a las dos mujeres con una expresión de desconcierto.
La joven no recuperó el dinero pero encontró la honestidad en la persona que, quizá, menos hubiera esperado. Ahora ella y la joven comen juntas una porción de torta con una gran taza de café con leche en el bar de la estación. El incidente parece haber quedado en el olvido y juntas pasan una buena tarde, tal vez una de las mejores e inolvidables de sus vidas.
Mariana Marufo Correia Nanín

“¡Semiótica, Fernández! ¡Árbol seis!”

Es viernes por la tarde, fuera de la facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, entre las calles de Ramos Mejìa y Franklin.
Por Ramos no se ven autos estacionados, solo se ven los bancos verdes ubicados sobre toda la extensión de la calle. Jóvenes y no tan jóvenes con las más variadas vestimentas, pero todos con un cuaderno y lapicera en mano, van y vienen.
Algunas personas, que sólo están de paso por esa calle, miran extrañados. Otras con cara de desaprobación, de enojo o de risa. Algunos, bajan la velocidad de su paso para observar mejor el panorama. No hay quien pase sin mirar.
En la esquina, una señora mayor se queja con una estudiante.
¡Pero estos pendejos de mierda! ¡Que vayan a estudiar querida! Tienen ganas de joder a aquellos que realmente quieren dedicarse a su carrera.
-Tampoco es tan así - se le escucha decir a la estudiante, mientras una compañera la llama porque su clase ya había comenzado.
Sí. Lo acababan de anunciar por el micrófono.
¡Semiótica, Fernández! ¡Árbol seis!
Enseguida, el chiste de algún gracioso - ¿Mi clase en qué árbol está? ¿Y en qué rama me siento?- Su risa es la única que se escucha.
En el árbol seis, el profesor espera a algunos alumnos que se ven llegar por la esquina de Franklin.
Ya están todos. Eran unos quince estudiantes.
Miren chicos, la cátedra determinó que no se puede seguir dictando clases en estas circunstancias ¡Esto es insalubre! No contamos con las condiciones de higiene y seguridad básicas para poder seguir. Por esto, yo lo lamento pero, hasta que no vuelva todo a la normalidad, no se dictarán clases ni se tomarán los exámenes.
Murmullos, barullos, algunos insultos en voz baja. Los alumnos se quejan.
¡Uh loco! ¡No es justo! Son unos hijos de puta ¡Lo normal para ellos es estar en un aula donde se te cae el techo en la cabeza!
Algunos no dicen nada y se van.
Del árbol cinco la profesora pide que bajen la voz porque interrumpen la clase que está dictando a los alumnos sentados en las sillas frente a ella.
El sol esta más fuerte que días anteriores. Algunos de los jóvenes sentados, corren su silla cada dos por tres hacia un rincón de sombra. Otros se abanican con alguna hoja o cuadernillo de apuntes. Uno o dos alumnos por árbol, sacan algún pucho y se ponen a fumar mientras intentan escuchar a su profesor entre el ruido del tráfico y los bocinazos.
Ya son las siete. La mayoría de las clases terminan. Los estudiantes se levantan y se van por Franklin o siguen derecho por Ramos. Algunos pocos se quedan charlando en la vereda.
Otra vez el micrófono.
¡Compañeros! ¡Les recordamos que mañana marchamos todos juntos hasta el Ministerio de Educación a las siete de la tarde, para la lucha por el edificio único! ¡Los esperamos!
Ah, me olvidaba, ¡Antropología, Rodríguez! ¡¡Árbol seis!!
Florencia Paula Sánchez Gomis

lunes, 13 de diciembre de 2010

La suerte está echada

Juan, 19 años, pelo desprolijo, jeans gastados que caen sobre sus caderas con un cinturón que intenta sujetarlos y la remera de La Renga que lleva casi impregnada a la piel, caminaba tranquilo a la casa de su novia por el barrio de San Telmo. Disfrutaba la noche cálida del sábado, el vientito en la cara, el sonido de los árboles del parque, el empedrado de las calles, que siempre le produce la sensación de vivir en el pasado. Piensa, el contexto lo envuelve y se acuerda cómo lo ayudaba venir y sentarse en el medio de la plaza cuando estaba enojado, angustiado, entonces se entregaba, se relajaba. A veces lloraba horas y después volvía a casa como nuevo. Se distrajo escuchando las conversaciones de un grupito que estaba por cruzar la calle Defensa, tenía la costumbre de jugar a adivinar a donde iban, relacionando palabras, la ropa que llevaban. Conocía bastante, sabía dónde quedaban los lugares. Los chicos cruzaron hacia Uspallata, y tenía la impresión, de que iban a la calle Piedras, ahí hay un bar donde siempre tocan bandas rockeras. El rock era una expresión de amistad, podía viajar horas para seguir a esas bandas que lo hacían cantar con todas sus fuerzas, abrazarse, divertirse, la emoción se le inyectaba en la sangre hacia todo el cuerpo. Desde los diez años pasaba las noches entre los ruidos y los rituales de los amigos de su tío, de ahí lo había heredado y era toda una forma de vida. Pero hoy estaba contento por otra cosa, iba a visitar a su chica. Eso lo hizo pensar que sería lindo llevarle algo a Juli. Paró en el quiosco a comprar unos chocolates, quería sorprenderla, hacerla sonreír, no había nada que le gustara más, y se encontró sonriendo enfrente del quiosco. La hora lo hizo volver a la realidad, todavía estaba lejos de la casa y si había algo que no la iba a hacer sonreír era que llegara tarde. Compró los chocolates y sin pensarlo se encontraba corriendo.

Ramiro estaba de guardia el sábado a la noche en el barrio e San Telmo, viendo cómo todos se divertían, caminando hacia algún lugar a disfrutar de la noche. Él sabía que era su trabajo, pero no podía evitar sentir una gran envidia, que mezclada con el aburrimiento lo irritaba mucho. Se sentía responsable de cuidar la ciudad, esa había sido su elección, su motivación desde chico. Diferenciarse de los demás, de su familia, de su barrio, demostrar que podía ser diferente. Sentía un poder especial que lo hacía sentir mejor, era un policía, lo había logrado y cada uno que lo veía sabía de su poder.. Desde ese día en que con la estación llena de gente logró agarrar al raterito que se escapaba con un celular, lo llenaba de orgullo hacer el bien y que todos lo vieran. Pero no podía olvidar que tenía veintitrés años y que hoy todos sus amigos estaban en alguna casa haciendo la previa para salir a bailar y ya hacía varios fines de semana que él estaba de guardia. Intentó sentirse mejor y distraerse un poco pensando en todos los que estaban trabajando ese sábado a la noche, el quiosquero, los que atienden los bares, los mozos, eran muchos e indudablemente su trabajo era mucho mejor. Trató de disfrutar su trabajo, dio unas vueltas por la plaza, para ver si encontraba algún grupito de chicos fumando o algún menor tomando, pero estaba todo muy tranquilo y los superiores ya le habían recomendado que no complicara las cosas y menos un sábado, pero estaba tan aburrido y todavía era temprano. En ese momento ve a un chico salir corriendo de un quiosco, solo, le grito y lo empezó a perseguir. Sentía una adrenalina espectacular, tenía ganas de gritar, no era él el que se escapaba, sentía seguridad. La gente se corría a su alrededor y él era el bueno. No estaban más las miradas de desconfianza, él ahora era la seguridad que la gente pedía. Pensaba en las carreras que jugaba de chico por los pasillos de tierra, una de las pocas cosas que disfrutaba, siempre fue uno de los más rápidos. Pero ya no quería volver, ni siquiera pensar en esos chicos que entonces jugaban con él, ahora estaban perdidos. Después de correr unas cuadras se empezó a preocupar, el chico se le perdía en la multitud, corría rápido, él ya no sentía las piernas. Pero tenía que agarrarlo, no tenía alternativa, no podía perder, él era un policía.

Juan no entendía por qué corría. Salió del quiosco corriendo, después había escuchado el grito pero no se había dado cuenta de que se trataba de un policía, para cuando entendió la situación ya se encontraba corriendo a toda velocidad y escapando sin quererlo. Sintió cómo su cuerpo se calentaba y el viento helado le rozaba la cara, ¿Por qué no frenar y enfrentar la situación? ¿Por qué seguía? Cuando se decidió a frenar, se acordó que llevaba marihuana para fumar con Juli y el policía, que ya lo veía como sospechoso, le haría problemas y hasta tendría que ir a la comisaría. Sentía mucha bronca e impotencia de tener que estar escapando, él sabía cómo eran los canas, les gustaba molestar a los pibes y si lo encontraba con eso seguramente no podría darle una explicación para que lo dejara irse rápido. Ya una vez se lo habían llevado, todo por fumar un porrito con amigos. Pero eso porque el bocón de Pedro no era de quedarse callado, porque si los dejás que te basureen un rato y se lleven la droga te dejan ir. Pero ahora se estaba escapando, la situación empeoraba. No podía frenar, tenía que escapar llegar a lo de Juli y todo se solucionaría. Tenía que perderlo, miró para atrás para ver a cuánto venía, pero fue un error, porque notó que el policía también lo miró y eso no era bueno. Prestó atención a donde estaba y se dio cuenta de que a la vuelta había un bar que estaría bastante lleno, corrió hasta la calle paralela y entró en el lugar.

Ramiro corría y corría mirando la espalda de aquel chico flaquito, el fin ya no era cuidar la ciudad, es más no recordaba por qué seguía a aquel chico, solo quería alcanzarlo, pensaba en sus hermanos, escapando, por culpa de ellos él había sido juzgado por la sociedad, pero no todos salimos iguales, pensó, ahora la gente lo veía diferente y estaba demostrando serlo, tenía que atrapar a ese delincuente. Concentrado en la espalda vio que se daba vuelta, esto le dio seguridad, ya conocía su cara. Aunque no sabía por dónde estaba yendo, igualmente todavía había grupos caminando por la calle. En ese momento ve que el pibe dobla en la Av. Juan de Garay, se desespera por llegar a la esquina rápido antes de perderlo, llega y ve un boliche con gente en la puerta.
Fue como un balde de agua helada, lo había perdido y empezaba a sentir el cansancio en el cuerpo, pensó un rato y decidió entrar. Ahora es como jugar a las escondidas, pensó.

Juan se tranquilizó una vez adentro, miró la hora en el celular, tenía que estar en lo de Juli hace diez minutos, le mandó un mensaje que se había retrasado pero que llevaba una sorpresa. Tenía que salir ya, pasara lo que pasara, se puso una campera que tenía en la mochila, se lavó la cara en el baño y salió con todas sus fuerzas, decidido. La suerte estaba de su lado.
Paula Abal

Que arroje la primera piedra

Es viernes después del mediodía, el sol fuerte y solo en el cielo calienta a las personas que habitan calles y medios de transporte. A las 13hs. salgo de la facultad y en el trayecto a mi casa, decido pasar por la sucursal de una importante cadena de supermercados que queda a la vuelta de mi departamento. En la puerta, una mujer pide monedas rodeada de muchos niños de diferentes edades. Entro al supermercado.Tomo un canasto y mientras me refresco con el frío aire del lugar, voy escogiendo cosas que necesito. De repente, a mi derecha veo que uno de los niños que acompañaba a la mujer de la puerta estaba haciendo uso del dinero recaudado. Sigo mi camino.Termino de juntar las cosas, detecto que el niño también había realizado lo suyo y se dirige a una de las cajas preparadas para compras de pocos productos. Mientras espero el turno en la caja que había escogido, él, después de pagar, se dirige a la salida. Ahí mismo, se encuentra con una mujer de alta edad que también se dirigía a la salida. El niño apurado por darle a su familia lo que había comprado, pasa por el detector de metales que quedaba libre. Puerta doble, cada uno por un carril.Casi de manera sincronizada, pasan los dos a la vez. La sirena suena. Todo el supermercado gira su cabeza hacia el lugar que llama la atención, incluido yo. Las dos personas involucradas quedan inmóviles del otro lado de los censores. Las personas de seguridad, además de imitar la acción de todos, se ponen en movimiento e increpan al niño. Lo desvalijan como si fuera a entrar de visitas a una cárcel. Lo pasan por el censor sin bolsas, pasan las bolsas, vuelven a pasarlo a él. La noble mujer, espera del lado de afuera del local para ser revisada de la misma manera. Pero la atención de los custodios está puesta en el niño. Se acerca la madre.Una vez que revisaron a la criatura desde todas las aristas posibles y lo dejan en libertad, la mujer sosteniendo la puerta con su cuerpo y enviando con el codo casi de manera disimulada la cartera hacia atrás, ofrece su peculiar carrito para que lo observen, la gente de seguridad lo pasa por los censores. La sirena no se activa. Liberan a la señora también.Más de uno de los que quedaron en las cajas, esbozan comentarios referidos a la acción de la gente de seguridad. Se acerca el gerente hacia el puesto de seguridad y comienzan a charlar. Discuten. Por lo visto, no le gustó la actitud de sus subordinados, hecho que por lo visto puso en situación incómoda a más de uno de los que habitábamos el local.
Realmente su comportamiento no había sido el adecuado. Solo guiarnos por la apariencia no nos va a llevar hacia ningún lugar. Y después de todo, quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra.
Sebastián Hollmann

domingo, 12 de diciembre de 2010

Haciendo historia

Que mejor que el estacionamiento de Marcelo T. recuperado por la lucha de los estudiantes, convertido en un comedor estudiantil, para juntar a todos los estudiantes que hoy luchan por una mejor educación para todos, dice uno de los primeros oradores de la gran asamblea Inter estudiantil, y el lugar estalla en aplausos y festejos. Los grupos se empiezan a acomodar y los chicos siguen entrando, se paran en puntitas de pie para admirar la gran cantidad de estudiantes que están hoy acá reunidos. Se complica lograr el silencio, son muchas las experiencias para compartir, el ruido es salud. Se respira unión, solidaridad, compañerismo, más allá de que cada uno que sube a hablar saluda emocionado la gran asamblea y reivindica la lucha de todos por todos, no se marcan las diferencias, estamos todos por lo mismo y no deja de sorprender a los que se van sumando. El lugar lo provoca, las paredes pintadas transmiten las experiencias de este movimiento que va creciendo.
Estos chicos son unos vagos, no quieren estudiar, se juntan para hacer fiestas y consumir drogas, decía una vecina del barrio de capital cuando los medios fueron a entrevistarla. Si estuviera hoy acá. Si todos estuvieran hoy acá y pudieran ver. Faltan los profesores de Historia que dicen que esto es minoritario, “estamos a punto de perder el cuatrimestre” decía subrayado el mail que mandaron. No importa porque estamos construyendo historia, se dicen los chicos para transmitirse energía, para sentirse parte, buscando en el otro el consentimiento de que esta sintiendo lo mismo. Se sienten capaces de todo, confían en esto que ellos mismos están construyendo y eso les da la fuerza para seguir, sus sonrisas lo demuestran. “Ya ganamos porque esta organización, este aprendizaje no se puede derrotar” son las palabras que hacen estallar en aplausos la asamblea. Algunos pueden decir que la juventud está perdida pero acá parece haber un camino que está buscando sus metas.
En las calles parece que la tierra gira al revés, pero cada uno que sale de acá se lleva una parte, sigue construyendo, expandiendo algo que se siente imparable.
Paula Abal

Solidaridad por un recital

Ya se vislumbra la llegada de la noche porteña. Es 8 de octubre y se cumplen cuatro años de la tragedia vial de los nueve alumnos y la profesora de un colegio de Villa Crespo. Hoy, como cada aniversario, los allegados lo celebran con un recital benéfico para concientizar a jóvenes y adultos sobre la prevención de accidentes de tránsito en las rutas argentinas. Para otros, es la oportunidad de ver a sus artistitas preferidos por primera vez. Las entradas que siempre son costosas, hoy son gratis. Pero siempre y cuando obtengas un ticket para ingresar. El problema era conseguirlas: padres y estudiantes de esa escuela secundaria eran los encargados de distribuirlas entre sus conocidos. Dos adolescentes recién atraviesan los molinetes de la estación Leandro N. Alem. Un pibe de unos escasos veinte años, con unos de pantalones verdes musgo gastados, una remera de Divididos holgada por su pequeña contextura física y zapatillas con una vasta experiencia callejera se les acerca.
– Amigo, disculpame. ¿Ustedes están yendo para el recital?- pregunta mientras exhibe una entrada junto al folleto con los packs sugeridos por los organizadores del evento para las donaciones.
La pareja se detiene, atemorizada ante la posibilidad de ser víctima de algún robo.
– Sí – responden, a dúo y con cierta timidez.
– ¿No te sobra una entrada? Porque se me salió esta parte de la entrada y no me quieren dejar entrar – explica mostrando un ticket sin el troquelado.
– No, maestro, no tengo – contesta el joven de pelo negro mientras le indica a su novia cuál de las dos bocas del subte es la que sale al Estado Luna Park.
El muchacho de aspecto desprolijo da media vuelta en busca de otros jóvenes, posibles poseedores de entradas excedentes. Repite la estrategia sin obtener un resultado positivo. Su rostro muestra su impotencia ante la falta de respuesta de aquellos que transitan frente a la boletería de la estación. Prueba con las personas que suben por la escalera mecánica y también por la “común”, pero la contestación no se altera: siempre es un “no” seco, tajante. Aunque nadie lo perciba, la negativa es una puñalada para un muchacho que ha esperado la oportunidad de ver a sus ídolos desde hace largo tiempo. Días atrás había escuchado a Matías Martin en la radio informando sobre la fecha y los artistas que participarían del recital. Tras dirigirse al lugar desde donde emiten el programa y escuchar “Ya no quedan más entradas por sortear” sus ilusiones se desvanecieron. Sólo le quedaba aguardad al día del recital en las cercanías del estadio.
A los pocos minutos se aleja de la escena pero intenta obtener de cualquier manera el pedazo de papel que lo alejase por unas horas de su triste realidad. Se dirige hacia la entrada del estadio. Camina despacio, mirando al piberío que lo mira con hostilidad, con desconfianza. Se siente incómodo, observado. Ya se encuentra ante una valla de ingreso sobre la calle Bouchard. El de seguridad, de pechera naranja chillón, con un gesto adusto le dice: “Sin entrada no podés pasar, haceme el favor de correrte”. Intenta alejarse del patovica pero no pierde las esperanzas. Habla con una mujer de unos 40 años que está recibiendo las donaciones y diferenciándolas para luego empaquetarlas.
– ¿Señora, puedo hablar un toque con uste´?
– Sí, decime –responde amablemente
– Mire, le cuento. Yo vivo en la calle y no tengo como para pagar una entrada para escuchar a estos grosos. ¿No me conseguiría una entrada? De corazón se lo pido, no le vengo con caretajes sino que voy de frente.
La señora conversa con otra voluntaria que se encuentra a su lado. No parecen muy convencidas de dejarlo ingresar. En las anteriores ediciones algunos jóvenes habían denunciado hurtos durante los espectáculos. La repartija de entradas en los días previos a este nuevo show conmemorativo había estado mejor organizada para evitar que esos lamentables hechos se volvieran a ocurrir. La gente que espera a sus amigos para entrar todos juntos observa la insistencia del muchacho. Necesita saciar las ansias de estar cara a cara con sus referentes de la música. El murmullo comienza a oírse. Poco a poco van insinuándose aplausos. Las dos voluntarias abandonan transitoriamente su tarea y le comunican al hombre fornido su veredicto: permitirle la entrada al joven.
No obstante, una mujer, de rojizos rulos recién teñidos, se frena delante de las vallas de ingreso. Se niega rotundamente a que ese joven sea parte del evento solidario. “¡De ninguna manera! Todos los años nos piden lo mismo estos purretes y después adentro comienzan a afanarles a los chicos que vienen a apoyar la causa”, lanza la anciana. En ese instante empiezan los primeros abucheos y gritos. “No seas gorra, dejalo entrar al pobre pibe”, se escucha. Pero, ella mueve su cabeza de un lado hacia el otro. Nada parece cambiar de opinión a la señora. Se posa sobre la vaya para certificar quién entra al estadio. El joven cada vez tiene menos esperanzas, los gritos habían producido un brillo en sus ojos que ya no estaba. Parecía condenado a escuchar a sus ídolos a través de un disco.
Unos minutos más tarde algunas allegados a la anciana son notificados de la situación y se le acercan para que cambie de parecer. El cántitico “Que entre, que entre” se hace presente en la escena. Le cuenta cuánto a esperado este chico por ver a su banda y la abuela abre, por un segundo, su corazón. Sonríe y le dice: “Perdón Cielo, jamás te olvidarás de este día”.
El público presente se funde en un gran aplauso y griterío general. Con una sonrisa tan amplia como sus ilusiones y sus ojos llenos de luminosidad ingresó en el Palacio del Boxeo a la espera de encontrarse con los suyos. Sin dudas, el recital fue solidario.
Martín Waisman

Escribiendo la historia

Un chico pisa la calle, la madre lo reta y lo arrastra hacia la vereda hasta que el semáforo les permite cruzar Callao. Una agrupación con banderas rojas y la cara de Evita pasa al lado de la señora ocupando el carril izquierdo de la calle Callao. De fondo la música es de bombos y bocinas.
El semáforo cambia a rojo y la agrupación cruza de vereda. Se unen con la JP (Juventud Peronista) que tiene banderas negras con la cara de Perón. En la vereda de enfrente, casualidad o no, se encuentran los partidos de izquierda. Callao es cortada, hay un leve cruces de palabras entre las vertientes peronistas y las de la izquierda, pero todo se tranquiliza cuando llegan los estudiantes del IUNA que se roban las miradas. Chicas y chicos con narices de payaso, con lápices gigantes, haciendo pompas de jabón, algunos vestidos de estatuas.
Hoy 16 de septiembre, hace 34 años fueron torturados y asesinados diez chicos por reclamar un boleto estudiantil. En la marcha hay más de 25 colegios de la Ciudad de Buenos Aires, algunas facultades nacionales, trabajadores de varias fábricas, agrupaciones piqueteras y aborígenes.
Desde un camión con varias torres de parlantes suena un tema de León Gieco, mientras que del otro lado de la Plaza del Congreso los fuegos artificiales que explotan en el cielo le hacen la percusión. El cielo nublado se empieza a abrir desde el sur. Siguen llegando agrupaciones, centros de trabajadores. El olor a choripán se hace presente, un chico se acerca a una chica y trata de besarla, al principio ella se resiste, pero luego se besan. Atrás de ellos una bandera del Che que sonríe. Hay gente que observa, una jubilada le pregunta a un chico:
-¿Por qué es la marcha?
- Hoy se cumple un año más de la noche de los lápices, noche en que fueron torturados y asesinados diez chicos. Además hay una crisis educativa en la ciudad de Buenos Aires. Marchamos también por una mejor educación.
- Entonces yo los apoyo.
Los grupos se acomodan sobre la Rivadavia y sobre Irigoyen. Mientras que en la Avenida suena el Indio Solari, los grupos de la vereda de enfrente cantan la marcha Peronista. El sol se retira y da paso a las luces de la ciudad.
Un hombre pasa en medio de la plaza y dice:
-Voy a llegar a las diez de la noche, pendejos de mierda.
La movilización comienza, empiezan a marcha por la Avenida de Mayo, desde la Plaza del Congreso se dirigen hasta la Plaza de Mayo, ahí se hará el acto central. En el camino hay batucadas, bombos y cantos. Unos carteles del subte incentivan la violencia: “Piedras a Plaza de Mayo”. Sin embargo, la marcha sigue tranquila, un chico habla con otro:
-Lo único que falta, que alguien tire una piedra y salga en la televisión como los violentos de siempre.
Llegan a la Plaza, enfrente, la casa Rosada, está iluminada de rojo sangre. Se ordenan, se reagrupan y cada uno toma su lugar en la plaza. Ya está todo listo para que el acto central empiece.
Llegaron los discursos y mientras miles escuchan atentos, en el fondo un grupo de quince chicos prenden fuego un muñeco, eso será lo que transmita la televisión.
Hernán Viscellino

Las vías del tren San Martín

Hoy, las vías del tren San Martín, son el lugar de los hechos. El tramo que une la estación Paternal con el barrio de Villa del Parque, se transforma en la definición más clara de marginalidad. La falta de oportunidades y el instinto de supervivencia, han hecho de las vías del tren, una pasarela formada por viviendas precarias que decoran la vista de los pasajeros.

Es lunes por la mañana, los vagones se encuentran colmados de gente rumbo a sus puestos de trabajo. ¡Este vagón es un hormiguero! ¡Esperen, no empujen!, reprocha una mujer al ingresar al último furgón. Parece no haberse percatado del paisaje. Las casillas de techos bajos, construidas con un poco de chapa y cartón, tropiezan ante sus narices. Acompañan el alma de cada uno de los presentes desde hace bastante tiempo. Hoy no debería ser un día fuera de lo normal. ¡¿Qué es ese olor por favor?! , exclama un hombre de los tantos con traje gris. Los demás pasajeros asienten con la cabeza. La indiferencia ante los hechos más crudos de la realidad deberían presentarse nuevamente, visitando cada uno de los andenes, cada una de las estaciones, corrompiendo a cada uno de los pasajeros. Hoy debería ser un día normal, pero no lo es.

Las fallas en las máquinas de la locomotora ya comenzaron a sentirse estaciones atrás. El trayecto se torna pesado debido a la gran humedad y el hacinamiento que se sufre en cada uno de los vagones. Típico karma de los servicios públicos, dice al pasar entre dientes una mujer con un niño en sus brazos y otro aferrado a su pollera. Suben los últimos viajantes en la zona de paternal. Parece indestructible semejante monstruo, pero esta vez el tren dice basta.

El humo que sale de los engranajes inunda todo el paisaje formando una neblina espesa. Unos segundos de ceguera confunden a la multitud. ¿Qué esta pasando? ¡Siempre lo mismo, nunca hacen mantenimiento! Los gritos de los viajantes parecen hacerse un solo sonido. Solo unos instantes alcanzan para que las nubes de humo se dispersen, dejando a la vista lo que nadie hasta entonces ha querido ver. De los escombros se ven salir figuras sombrías que se acercan lentamente al tranvía. No es el efecto de la neblina reflejada en el sol, no es la imaginación de un chico la que forma semejante escenario.

El tren se ha detenido, y parece que con esto se ha logrado llegar a un hallazgo. A las cercanías del mismo, donde la luz de la energía no llega, donde el agua potable no se hace presente, donde la suciedad y las enfermedades no tienen barreras; viven personas. Personas que en este momento se encuentran a unos pocos metros del andén, presentes. Las fallas técnicas han dejado frente a frente dos realidades completamente diferentes, que conviven en la cotidianidad de sus acciones. La mirada consternada de los pasajeros parece dar la bienvenida a un entorno al cual nunca más serán ajenos. Mañana, lamentablemente, no cambiarán las cosas. Las casillas de chapa, se mantendrán como monumentos de la marginalidad, como prueba de algo que esta latente. No obstante, ellos permanecerán ahí, presentes. Ante la mirada de ciento de personas, que ya no podrán hacer caso omiso a una realidad que los tiene como testigos concientes.
Gonzalo Cortés

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Somos nadie

“Nuestro principal objetivo es larenovación
y recuperación del ferrocarrilcomo el medio
de transporte públicomás eficiente y práctico.
Avanzamos.”Brochure publicitario de TBA
Las puertas automáticas se cierran hasta la mitad y vuelven a abrirse como advertencia de la inminente continuación del recorrido del tren. Las personas se arriman unos a otros para dar espacio a los que aún forcejean para subir. Sin embargo, es inevitable que algunos queden en el andén refunfuñando, mirando sus relojes y maldiciendo la tardanza. La puerta vuelve a cerrarse, esta vez ya no como una advertencia, aunque tampoco llega a hacerlo por completo: el cuerpo de un joven de campera celeste la detiene para que quepa más gente en el vagón. Es una mañana laborable más, de un día laborable más, de cualquier mes laborable de cualquier año, en la estación de Castelar, rumbo a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
El tren continúa su rumbo con una de sus puertas abierta. El chico de campera celeste sigue reteniéndola. Frente a él, otro joven con un perro en brazos sostiene la otra mitad de la compuerta. Algunas personas sentadas miran a los osados muchachos con desaprobación, pero la mayoría los ignora. Otro ferrocarril pasa por la vía paralela y una señora asustada por la perturbación del silencio se aleja, provocando que la multitud de hacine aún más contra la compuerta que sí permanece cerrada. El reordenamiento de los pasajeros, sumado al cambio de velocidad de la locomotora que está por llegar a la siguiente estación, desestabiliza a aquellos peor parados. Un hombre exclama de dolor porque la muchacha que estaba delante suyo le clavó el taco en su pié. Una mujer embarazada sentada cerca de las puertas insulta a un adolescente que la golpeó involuntariamente con su bolso.
El coche se detiene, pero lo peor está por venir.
La gente más próxima al andén desciende para permitir el paso de aquellos aprisionados en las entrañas del vagón. Mientras, otros debajo del tren pretenden ascender. Un hombre con una niña de unos cuatro años en brazos trata de abrirse paso en nombre de su hija, y una señora a su lado grita injurias a los “brutos” que los empujan. Pide prudencia por el bienestar de la niña y de una anciana, que silenciosamente se abre paso golpeando tobillos con su bastón. El maquinista advierte del mismo modo que en estaciones anteriores la continuación del recorrido, y la gente se lanza unos sobre otros a fin de no perder el transporte. Entre el murmullo se impone una voz femenina que atraviesa el éter: “Se informa que el servicio se encuentra reducido Moreno-Liniers, Liniers-Moreno debido a un accidente en las cercanías de caballito”. Se oyen algunas quejas aplacadas entre la gente a bordo y se reanuda el servicio dejando a otras personas en el andén.
“Ahora nos vamos a tener que tomar el micro” le dice un chico a otro, entre los privilegiados que van sentados. “Salimos dos horas antes y vamos a llegar una hora tarde”, continúa irritado. “¿Qué pasó? ¿Qué dijo la chica?”, le pregunta la anciana a la chica de los tacos que ahora está muy ocupada tratando de sacar su celular de su cartera. “Qué llega hasta Liniers”, le responde el adolescente del bolso en medio de la confusión. Otros pasajeros se consultan entre ellos los medios alternativos para llegar a destino. Algunos van a Caballito, otros a Once, muy pocos van sólo hasta Liniers. No les queda otra opción que bajarse y tomar un colectivo, cuando mucho un taxi, quiénes sólo van hasta Villa Luro. “Hola, ¿cómo estás?... No, nada, el tren no llega” comenta la muchacha de los tacos a alguien través de su teléfono. “No sé, un accidente. No importa, cuando mucho me bajo ahora en Haedo, me tomo un café espero una horita y volvemos en el mismo tren para casa”
El tren continúa su recorrido y en la siguiente estación vuelve a repetirse lo que había sucedido en las anteriores. Mientras algunos no se resignan a perder su espacio y otros pujan para ingresar, la voz de un hombre irrumpe desde los parlantes de la estación: “Se informa que el servicio se encuentra reducido Moreno-Liniers, Liniers-Moreno, por reparaciones en las vías a la altura de Liniers.” Sólo algunos captan la incoherencia y protestan, otros preguntan; la mayoría calla.
En la estación de Liniers el tren se detiene definitivamente y los sobrevivientes descienden. Cada uno busca la forma alternativa de llegar al trabajo, o a la facultad, o a donde sea que se dirige. Las hordas de gente cruzan la avenida Rivadavia cada vez que el semáforo lo permite (y pequeños grupos lo hacen cuando no lo permite, simplemente esperan que no haya autos) y en seguida sobre-pueblan las paradas de los colectivos. Todos los ex pasajeros de la línea Sarmiento resuelven el trastorno a su manera, aunque sin saber nunca cuál fue exactamente su causa. Todos siguen con su vida, parecen estar acostumbrados, nadie se lo pregunta.
Tampoco nadie se acerca a la boletería a hacer un reclamo. Nadie pide que le devuelvan los centavos que le corresponden por la reducción del recorrido. Todos se van a seguir con sus días y todo sigue igual. Nadie le pide a TBA una solución; ni siquiera piden que les devuelvan sus centavos, los millones de centavos que la compañía se queda culpa del accidente... o de las reparaciones, nadie sabe....
Juan Lojo

¡Ante todo, las voces!

-¡Ojos de cielo, ojos de cielo!- Cantaban los muchachos en aquella noche de verano.
Entonaban contentos, más allá del calor agobiante que humedecía las oxidadas paredes del tren. Por las ventanas, algunas abiertas, otras rotas, entraba una leve brisa que parecía secar los rostros transpirados de esos hombres.
Nosotros no sufríamos el calor intenso. Veníamos de tomar cerveza y las 12 de la noche eran apenas el comienzo de nuestros días.
Los muchachos guitarreaban las notas de la canción de Víctor. Y nos cantaban, felices de hacerlo. Contentos de ejercer ese trabajo, de tener aquel empleo para algunos “indigno”, para otros, fascinante.
-¡Ojos de cielo, ojos de cielo, toda mi vida por ese sueño! Se podían oír las estrofas de Heredia por todo el vagón. Y nosotros estábamos contentos y con la panza llena.
Y también nos gustaba la canción.
Cuando aquellos hombres, trabajadores de la noche, en vagones oscuros y olvidados, se acercaron, también nos arrimamos a ellos. Algunos sabíamos la letra, otros inventaban, claro que nada importaba. Esos hombres con sus guitarras inauguraban una fiesta de tren, en su pleno horario laboral. Todos comenzábamos a saltar eufóricos, y las personas que viajaban, fatigadas de extensos y arduos días, también tarareaban. Todos saltábamos. No importaba el destino, ni el origen de ninguno de todos los viajantes. No se distinguían aquellos que trabajaban, entre la multitud que se abrazaba, festejando la nada. Cantándole a la brisa.
Porque esos hombres, “laburantes” de un mundo hostil, del sur de un continente en llamas, embarraban de alegría la noche triste del resto, el típico viaje amargado de la mayoría.
Esos obreros embellecían la noche del capitalismo salvaje que allí los depositó, para llenar de risas, aunque sea una vez, a los viajantes nocturnos.
-¡Tus ojos de cielo me iluminarían, tus ojos sinceros, mi camino y guía!
Julieta Pros

domingo, 5 de diciembre de 2010

No muy buenas noches

Me estaba helando antes de que viniera el colectivo. Ya eran las cinco de la mañana y no había nadie en la calle. Estaba en Junín y Santa Fe y recuerdo pocos momentos tan felices como cuando vi el cartel con el número 60 a lo lejos.
Apenas subí al colectivo vi al chofer y luego las caras de los otros pasajeros, que no eran más de cinco o seis. Cuando iba a poner las monedas, el chofer movió la mano extendida de izquierda a derecha indicándome que pasara sin pagar. Me detuve a mirar de nuevo a los otros que viajaban. En el primer asiento a la derecha, se ubicaba un hombre joven de no más de 25 años que le hacia compañía al conductor; en el medio se ubicaban tres hombres de menos de treinta años aproximadamente, dos sentados en los asientos dobles y uno a la misma altura, en el asiento individual. El que estaba en el asiento doble, contra la ventana dormía. Por último, en el fondo a la derecha también, pasando la puerta, estaba recostado contra la ventana un hombre de unos 60 años.
Apenas me vieron, los que estaban en el medio me miraron y si rieron, sin importarles que yo me diera cuenta. Bajé la mirada y caminé rápido hasta el fondo. Me dejé caer en el extremo opuesto al tipo que dormía, que emanaba un olor a vino asqueroso. Los que se sentaban en el medio volvieron la vista para mirarme y siguieron riéndose un poco más. A todo esto el colectivo iba cada vez más rápido. A mi derecha, el hombre que dormía se despertó, me miró y se mantuvo despierto.
El que estaba sentado en el asiento doble del medio, del lado del pasillo codeó al que estaba del lado de la ventana, que se levantó con fastidio, pasó por encima de su compañero y vino a sentarse delante mió; el que estaba sentado solo se paró y fue a hablar con el chofer, que ya no frenaba en las bocacalles y pasaba algunos semáforos en rojo.
El que se sentaba delante de mí le pidió fuego al hombre que estaba a mi derecha, quien para dárselo se corrió dos asientos hacia mí, dejándome casi encerrado.
Divisé un palo de escoba partido al medio, que estaba incrustado en una varilla que estaba a una altura un poco más baja que mi rodilla. Lo saqué lo más disimuladamente que pude, y lo mantuve con la mano izquierda al lado de mi pierna. Me costó bastante hacerlo sin llamar la atención, más que nada por la manera ridícula en la que dominaba mi pulso.
Estábamos por Constitución y el colectivo iba más rápido que nunca, hasta que en un momento frenó mucho para doblar, saliéndose del recorrido. Me puse de pie de un salto dejando caer el palo, me paré frente a la puerta y toqué el timbre sostenidamente. Ahí fue cuando ocurrió lo que tanto temía: escuché una voz ronca y grave: “Pibe”. Me di vuelta como resignado; sabía que me hablaba a mí. “Se te cayeron las llaves”. Me di vuelta y vi el manojo en el piso. Me incliné lo más rápido que pude para buscarlas, esperando un movimiento sorpresa mediante el cual me intentaran sujetar por la campera o una patada directa a mi mandíbula. Me paré y muy serio dije gracias. El colectivo frenó en medio de una cuadra en la que no tenía parada, sin arrimarse ni un centímetro a la vereda, y ya estaba arrancando antes de que yo pusiera un pie sobre el asfalto. Salté del colectivo en movimiento. La calle estaba completamente vacía.
Santiago Kinbaum Puccio Posse

Los colores del arco iris

Eran las siete de la mañana. Ariadna ya estaba despierta, casi lista para ir al colegio. El que todavía dormía era su papá, que había vuelto tarde a la casa, cuando ella descansaba profundamente. Tanto, que no se había despertado con los ruidos de la puerta, el agua corriendo en el baño, ni con el sonido del lavarropas. Después de algunos golpes y gritos (que él no pudo distinguir si eran parte del sueño o reiteración de la realidad), la niña consiguió despertarlo, se estaba haciendo tarde para entrar a clase.
Desganado, cumplió con su tarea de padre y se encaminó al café de la esquina. Revolviendo el cortado, hojeó el diario con el orden de siempre: obituarios, políticas, deportes, espectáculos. El sonido de la televisión lo desconcentró: por alguna razón alguien había subido el volumen, y la cortina del noticiero inundaba el lugar. Generalmente evitaba mirarlo, salvo para ver la temperatura y enterarse de alguna que otra cosa, pero no le veía el sentido a un programa que no sólo mostraba la realidad de una manera errónea, sino que nunca le informaba sobre lo que realmente necesitaba saber.
Sin embargo, esa vez fue distinta. Al escuchar la noticia, se quedó atónito. Miles de pensamientos pasaron por su cabeza, incapacitándolo a actuar. Cuando finalmente reaccionó, sacó a Ariadna de la escuela, y la llevó para su casa. “Nos vamos de viaje mi amor”.
Mientras él revolvía cajones y placares hablaba por celular constantemente, interrumpiendo el desorden para secarse el sudor de la frente. Su hija estaba acostada en el piso, resignada a no tener información sobre el repentino viaje, ya que ninguna de sus preguntas había sido respuesta. No le dio demasiada importancia, hacía bastante tiempo que su papá estaba actuando raro, aunque quizás un poco más que de costumbre. Agarró las pinturas y comenzó a dibujar un extenso arco iris, pero notó que le faltaba un color, por lo que empezó a recorrer el departamento buscándolo. Estaba tan concentrada en su búsqueda que no reparó en los golpes en la puerta, ni en los pasos de los hombres vestidos de negro, ni en el grito ahogado del final. Solo volvió en sí al ver el río de tinta que asomaba por la puerta, contenta de haber encontrado el rojo para terminar de pintar.
Lucía Czernichowsky

martes, 23 de noviembre de 2010

Enterrando lágrimas


Lloraba por los gritos, lloraba por los golpes, porque las noches eran el infierno, ahí, en la pieza del fondo. Desahuciado, acurrucado en un rincón, escuchaba, una vez más, como su padre golpeaba a su madre.
Su hermano Javier actuaba diferente. Que es algo normal, que todas las familias tienen problemas, que es común que la gente se pelee.
Esa noche no pudo tolerarlo, llorando y tembloroso, con un palo de escoba en la mano, mientras Javier miraba la televisión, decidió abrir la puerta de la pieza del fondo. Bajó el picaporte y abrió lentamente. Observó los pies de su mamá en el aire, luego, a su padre con las dos manos en su cuello. El golpe fue tan efectivo como podía ser. Pegó en los testículos y su madre cayó al suelo. El padre desde el suelo y aún retorciéndose lo pateó. Ahora vas a ver, escuchó, temblando, mientras trataba de levantarse.
El filoso acero entró por la espalda del padre. Una araña roja en la remera comenzó a crecer en torno al puñal. Se dio vuelta, Javier, su hermano mayor retiraba el cuchillo. La sangre brotó espesa de su boca, su mirada quedó vacía. Esa noche la verdad y la mentira se hicieron cómplices del destino.
Una semana después, luego de que los diarios llenaran sus páginas policiales con títulos como: “Hombre desaparece, su familia desesperada acusa al socio”, “Hombre desaparecido. ¿Nuevo caso de gatillo fácil?”; solo el barrio seguía consternado. Ese martes un vecino golpeó la puerta. Llevaba una carta, con la firma del difunto. Se dirigía a su mujer: María, decía en el membrete. La había encontrado cuando salió a buscar el diario, dijo.
Un nuevo amor, despedida, promesa de enviar dinero, y un “no me busquen más” cerraba la carta.
La mujer lloró y gritó, abrazada al vecino. Los amigos del barrio se acercaban y la consolaban.
Adentro, en la pieza de la madre, los dos chicos, tranquilos. La televisión prendida, el montículo de tierra húmeda bajo la cama y sus uñas negras. Marcas certeras de que, en esa casa, las lágrimas estaban enterradas.
Hernán Viscellino

Perfume de mujer

Miércoles 12 de mayo del año 2004, a las 18:15 horas, dos disparos de un arma de fuego calibre 38 se escucharon en el primer piso del Palacio Anchorena. De acuerdo al informe emitido por la comisaría 53 del barrio porteño de Palermo, los cuerpos encontrados en la escena del crimen corresponden a los del ex director del museo, Roberto Nakkache y a su cuñado, el abogado Rafael Saiegh de 65 años, profesor de Historia de la UBA y miembro de la sociedad anónima propietaria del edificio. La muerte del primer individuo se produjo por un disparo que él mismo se habría efectuado colocándose el arma en la boca y su cuñado habría sucumbido tras recibir un impacto de bala en el pecho.
Hasta aquí es lo que informa el parte de la policía y dada la muerte del agresor y ejecutante del hecho, la acción penal no podría seguir su curso. Es en este preciso momento donde entro en acción. Mi nombre es Gabriel Porres, soy periodista y muchas veces me gusta jugar al detective. Cuando me tocó cubrir este acontecimiento, parecía ser una nota policial más, un día más de trabajo, simplemente cumplir otra vez con mi rutinaria labor en el diario para el que escribo y cobrar a fin de mes un cheque que apenas me permite sostener mi monótona vida. Como siempre me presenté a las 8 de la mañana en la oficina del jefe de redacción donde teníamos reunión sumario y dividíamos las notas a cubrir. "Señores, por ser miércoles tenemos poco trabajo, pero no importa van a tener que arremangarse las camisas porque no va a ser fácil sacar información de los canas y los testigos-no testigos". A estos últimos los llamamos así en el diario porque son personas que se dicen testigos pero en realidad sólo dicen lo que les contaron. En fin, terminé de tomar mi café con gusto a cenizas, me puse mi paleto negro que tanto me había costado, guardé mi grabador en el bolsillo interior izquierdo de mi valiosa prenda y metí mi pequeña libreta y birome Montblanc en el bolsillo derecho de mi pantalón.
Una vez en el emblemático edificio me dispuse a realizar expeditivamente mi labor para poder volver temprano a la redacción, escribir la nota e irme a mi casa a tomar una copa de vino y comer un pedazo de queso acompañado de una baguette.
Recorrí el palacio. Pasillos infinitos llenos de Rembrandt, Van Gogh y mi preferido Monet. Mientras lo hacía, tuve la extraña sensación de estar siendo vigilando. Un hombre elegante, bien perfumado, con un traje que parecía ser de alpaca, y con bigotes bien recortados y tupidos me frenó en el pasillo del primer piso cerca de la escena del crimen y me dijo: “Investigue, no está todo dicho aquí. Hay perfume de mujer en este caso”. No le di mucha importancia, pensé que era sólo un comentario. En el buffet, al otro extremo de la escalera se veía a los empleados de limpieza recolectando los restos de lo que parecía ser la fiesta despedida de un empleado, un tal Álvaro Méndez, o por lo menos eso se podía deducir del cartel de papel crepe colgado de punta a punta. Me acerqué y me informaron: " hicimos la reunión porque Alvarito fue echado por el señor Saiegh sin ninguna razón y quisimos despedirlo. Fue el mejor jefe de seguridad que hemos tenido". Por lo que vi en una foto que me mostraron era un hombre alto, robusto, pelado. Estaba vestido con el uniforme de la empresa de seguridad y portaba un increíble revolver calibre 38. Anoté todo y me dirigí a la escena del crimen. Revisé la oficina donde tuvo lugar el asesinato y no vi nada extraño. Afuera la policía científica me informó burlonamente: " no busques más Sherlock Holmes, acá no pasó nada. Un viejo loco mató a otro". Escribí furioso en mi cuaderno y cuando me estaba yendo el mismo odioso oficial me dijo:- "para que quede más linda la nota poné que fue un conflicto de quiniela ajaj". Me mostraron un foto de la escena donde había una mancha de sangre de Saiegh en forma de 71 en el piso, pero ellos mismos me dijeron que no hiciera caso, seguramente mientras agonizaba por el disparo se quiso arrastrar y dejó un rastro con la forma de ese número entre otros charcos sin forma alguna.
Ya en la sala de redacción, tomando de vuelta ese café con gusto a cenizas, releí mis apuntes y escuché las grabaciones para poder escribir la nota e irme. Pero algo alteró el curso normal de las cosas. Un relato de los testigos-no testigos era algo diferente. Carlos era limpia vidrios y estuvo trabajando en el palacio durante toda la semana. Ese miércoles le tocó limpiar los vidrios del primer piso y a eso de las 17 horas estaba ocupado limpiando las ventanas que daban al lateral del edificio. Desde esa ubicación podía ver todas las puertas del pasillo. A las 17:15, comentó en su relato, el ex director se presentó en la puerta de la oficina donde se encontraba Saiegh e ingresó, pero lo diferente fue el hecho de que, si bien el testigo a las 18 horas ya estaba limpiando los vidrios de planta baja, aseguró ver salir a las 17:50 de la misma oficina al actual director del establecimiento Ignacio Smith.
Inmediatamente me puse a investigar en los archivos del diario y en los de la policía donde tenía acceso por tantos años de escribir en la sección policial. Mi sorpresa no fue menor. Descubrí que dentro de la sociedad anónima a la que pertenecía Saiegh, su voto era el más importante ya que poseía la mayoría del porcentaje de las acciones, y averigüé también que ya hacía un tiempo quería demoler dicho palacio con la intención de construir un inmenso hotel. La comisión directiva de la asociación Consejo de Buenos Aires no se lo permitía y era la única que impedía esto. Era mucha información pero sin conexión hasta que encontré la relación que existía entre Saiegh y Smith. Este último había sido alumno de Saiegh en la universidad y mantenían una relación de amistad. Aunque lo más importante es que compartían negocios inmobiliarios en Uruguay bajo el nombre de la empresa Modern Museums.
Mis neuronas estaban extasiadas. Me serví más café, bien negro, necesitaba estar lúcido. Quería entender la situación. Pensaba, negocios inmobiliarios, dinero, poder, asesinato. Tenia sentido por el círculo no cerraba. Algo se me estaba escapando. Seguí investigando. Nakkache, de carácter irascible, sabía de esta situación ya que su hermana Lidia se lo había comentado tras escuchar una conversación telefónica de su marido con Smith sin pensar en las consecuencias que tendría esto para Saiegh, me supuse. Le dediqué horas y horas a este caso y no pude sacarme esas dudas, finalmente decidí que los hechos hablaran por sí solos.
El día miércoles 12 de mayo Nakkache fue a encarar a su cuñado para que desistiera de su plan pero en cambio se encontró con la negativa de él y del director que se encontraba en la misma oficina. Dispuesto a salvar al museo fue preparado hasta para las últimas consecuencias, ya que con la muerte de su cuñado no habría nadie más con interés de emprender semejante inversión dentro de la comisión propietaria del inmueble. A las 18 horas tomó la decisión más difícil y salvó el museo.
Ya pasaron seis años del incidente del Palacio Anchorena, donde finalmente se construyó el hotel. Estoy en mi casa, revisando el correo electrónico mientras bebo una copa de vino tinto malbec. Tengo un correo electrónico con el asunto "perfume de mujer". Lo abro. Dos fotos me hacen estremecer. La primera data de abril del año 2004. Se los ve a Lidia y a Álvaro Méndez salir de un albergue transitorio. En la segunda puedo a ver a Lidia y a Ignacio sentados juntos en un bar. La fecha es del 11 de mayo del año 2004. Me hamaco en mi silla, miro a los focos de luz blanca y comienzo a vislumbrar figuras como cuando uno mira directo al sol y se encandila. De pronto recuerdo lo que la policía me había dicho acerca de la mancha de sangre en forma de 71 y al hombre extraño que me interceptó en el pasillo el día que fui al palacio. Pienso. Comprendo. No era 71. Lo estaban viendo al revés. Eran iniciales: una I y una L.
Nicolás Batista

En la periferia

Era una tarde de un frío martes, cuando sonó el teléfono interrumpiendo el té de hierbas que acostumbraba tomar Delia. Era una voz femenina la encargada de esta nueva ilusión, después de tanto tiempo transcurrido, una posible nueva esperanza. Pero recordó a tiempo historias similares, recordó la cautela que se debía guardar en estas ocasiones, fue así cómo su cuerpo, volvió a pisar firmemente la tierra.
Fijaron su cita para el jueves. Poco menos de dos días la separaban de aquella mujer, de modo que antes de ser invadida completamente por la ansiedad, decidió irse a dormir temprano, más temprano aún de lo que acostumbraba.
El jueves pasó entre el viaje al centro, para realizar la caminata por la plaza, la posterior vuelta a casa y otra vez a dormir. Los últimos años dormía más de lo que estaba despierta, tratando de evitar llantos prolongados con preguntas a un Dios que pocas respuestas podía dar.
Llegó el viernes y encontró a Delia recostada en la cama de su hija, rodeada de cuadernos de amarillentas hojas con caligrafía infantil. Hundida en su lectura recordó un acto en la escuela de Emilia. Cursaba el cuarto año de su primaria, acompañada por sus características dos trenzas, su guardapolvito almidonado decorado a la altura del corazón con los colores patrios. De fondo el himno y el canto a coro de todos los escolares: ¡Oh juremos con gloria morir, oh juremos con gloria morir!
El timbre la trajo otra vez al presente, debe ser ella, pensó Delia.
A pasos firmes caminó hacia la puerta, pegó su ojo a la mirilla, y sí efectivamente, aunque no la conocía, debería ser ella. Abrió la puerta y la hizo pasar. La mujer del llamado parecía más nerviosa de lo que estaba Delia, movía los dedos de su mano izquierda provocando un débil “crack” cada vez que estos sonaban.
Las miradas de las mujeres se cruzaron, tal como lo había querido Delia desde un primer momento. La informante era una mujer de rasgos delicados, esbelta, de un metro sesenta y pico, de ojos color miel. La mirada de Delia pareció intimidarla, logrando el efecto que esta buscaba, fue así como sin más vueltas aquella mujer le entregó una bolsa que, pese a los años, Delia no tardó en reconocer. Enredó a ella sus brazos llevándola contra su pecho, al mismo tiempo que se mecía lentamente, como quien pretende dormir a un niño. Tomó del interior unos zapatos, que depositó en el piso y una cartera de cuero negra, a la que dejó caer sobre un sillón.
Dos lágrimas recorrieron sus mejillas hasta saltar a su blusa, con un pañuelo secó los surcos que le habían dejado en su rostro. Volvió a mirar la cartera y su mente volvió al pasado una vez más; Emilia bajaba rápido las escaleras, saltando de dos en dos los escalones, la adolescencia había marcado en su cuerpo, proporcionándole curvas propias de una mujer. Se encontraba en el tercer año de la secundaria y por primera vez saldría con un chico, el que poco tiempo después logró ser su novio, llevaba colgada su cartera negra, eran inseparables en aquellos tiempos.
Delia esbozó una sonrisa, la imagen de su recuerdo era tan nítida que hubiese jurado haber visto bajar a Emilia por las escaleras en ese mismo momento.
Los chillidos de la pava hirviendo en la cocina la hicieron volver en sí, le ofreció un té a la informante, quien decía llamarse Juana. Dos tazas humeantes servidas en su medida justa, aguardaban en la mesa. Delia tomó la suya y la acercó unos centímetros hacia sí. Sumergió un terrón de azúcar. Mientras revolvía con delicadeza, su mirada se perdió en el contenido. Pensó en Emilia, y en toda la fuerza de sus dieciocho años. Llena de convicciones, compartiendo junto a sus compañeros una lucha que en poco tiempo dejó de ser solo de ideales. Pancartas, volantes, libros de autores de apellidos extranjeros, eran parte del paisaje de su cuarto. El inicio en la Facultad de Filosofía y Letras en el año 1976 había marcado su destino.
La otra mujer hizo sonar su garganta, a modo de hacerse presente. Delia levantó su mirada y esbozó una sonrisa. Sin más preámbulos la mujer argumentó que debía irse, sin atender a las preguntas de Delia sobre la cartera y los zapatos. Finalmente se marchó dejando a Delia en un nuevo mar de dudas.
Recostarse sería lo mejor, pensó. Luego de lavar sus dientes y peinarse el cabello, se puso su piyama, al terminar dejó caer con todo su peso, su cuerpo sobre la cama.
Tardó unos segundos en volver a abrir los ojos. Y lo único que hizo antes de volver a cerrarlos fue tomar una fotografía de la mesita de luz. En esta una joven, de una gran sonrisa, era la protagonista. Colocó la foto bajo su almohada y se dispuso así a soñar. Después de todo en los sueños no debía lidiar con grandes incógnitas. Allí con solo nombrarla ella aparecía.
¿Dónde estabas Emilia? ¡Me asustaste! Vení, dame un abrazo, te extrañe tanto hijita… repetía Delia entre sueños cada noche.
María Sol Ramírez

martes, 16 de noviembre de 2010

Muerte al amanecer

Esteban llega a su casa a las tres de la madrugada con el bolso colgando de su mano. Camina a los tumbos, balanceando su cuerpo hacia la puerta de entrada, arrastra los pies con pasos cortos. Cojea de la pierna derecha por una vieja lesión. Casi no puede mantener los ojos abiertos, los parpados le pesan, cabecea vencido una y otra vez. Deja caer el bolso al suelo, sus brazos ya no pueden sostenerlo, escucha un disparo lejano, se detiene, un eco del pasado lo persigue, oye el aullido de los perros y el llanto sin consuelo de su mujer. Se despabila y vuelve en sí. Intenta abrir la puerta pero se equivoca de llave. Prueba con otra. No abre, la coloca al revés, tira de la manija hacia adentro y hacia afuera mientras gira la llave hasta que encuentra la posición y logra abrir la puerta. Llega a su cama. Cae rendido. Se saltea la mañana, como todos los domingos. Cuando se despierta, su mujer lo está esperando sentada en la cama con el mate en la mano. Ella se inclina y le da un beso en la frente. “Buen día dormilón, ¿a qué hora llegaste anoche?”. “Ni idea” le contesta él con la voz gastada como si estuviera afónico. “Ni siquiera sé cómo llegué a casa”. Acomoda las almohadas una sobre otra. Se levanta de a poco colocando las manos sobre el colchón y agarra el mate caliente que le ofrece María. Entre mate y charla se les pasa el tiempo volando. Ya están verdes. Mientras Esteban se levanta para tomar una ducha caliente, ella va hacia la cocina a preparar la cena. Camina por un angosto pasillo, el rechinar de los pisos retumba en toda la casa con cada paso. Se detiene frente a un cuadro dorado, que está colgado en la pared, con una foto vieja de dos niños trepados en un ombú. Los bendice y sigue adelante dejando correr una lágrima sobre su mejilla. Entra a la cocina, agarra las cebollas de un canasto al lado de la heladera y encuentra en el suelo una hoja que se ha caído de la puerta. La recoge, se pone los anteojos que cuelgan de su cuello con sujetadores de piedras brillantes y lee el papel: “Dante, horarios: lunes y miércoles a las 21hs; martes y jueves 22.30hs”
Las manos le tiemblan mientras coloca la nota en la puerta con un imán. Ya no puede contenerse. Llora en silencio. Escucha el rechinar del piso, se seca las lágrimas y se apura a cortar las cebollas para disimular. Cuando Esteban entra a la cocina para poner la mesa, los perros pasan corriendo frente a la ventana de la cocina y comienzan a ladrar en la entrada de la casa. María deja caer el cuchillo al suelo, su corazón se acelera, siente un ruido seco que proviene de afuera, como aquel domingo a la madrugada, se apresura a abrir la puerta. Miguel, su hijo mayor, pasaba a visitarlos con los chicos como todos los domingos. “Hola viejita, ¿me das el escobillón y la palita? Se me cayó una gaseosa de vidrio”. Los chicos saludan a los abuelos y se quedan en el patio jugando con los perros. Al terminar de barrer, entran a la casa a charlar. María pone los fideos con salsa en la mesa. “Una hora cocinando para que en diez minutos se comieran todo. Se nota que estaba rico porque no dijeron una palabra”, dice María. “Lo que vos cocinás siempre está rico”, contesta Miguel. Y agrega: “pájaro que comió... vamos chicos que mañana hay que ir a la escuela y los abuelos están cansados”. “Avisame cuando lleguen”, le dice la madre.
Ella se queda limpiando la mesa y los platos. Se queda despierta, mira la televisión esperando el llamado de su hijo. Pasan las horas, ya tendría que haber llamado. Primero piensa, positivamente, que quizás se haya olvidado. Luego ve en el noticiero accidentes de autos, robos, secuestros dentro de barrios privados y empieza a desesperarse. Agarra el teléfono, lo llama a la casa, nadie contesta. Busca en la agenda el número del celular, la vista se le nubla, no puede leer con claridad. Despierta a su marido a los gritos, los perros ladran en la entrada de la casa, escucha un disparo, los perros aúllan, corre a la entrada, el recuerdo de su hijo Dante yacía en el piso de la vereda. María sigue en el teléfono escuchando su mensaje: “Hola, habla Dante. Voy a bailar con los chicos. Vuelvo tarde, no me esperes. Te quiero mamá”.
Esteban llama al celular de Miguel. Ya había llegado a la casa pero se le había cortado la luz y el inalámbrico no andaba, y se le había acabado la tarjeta del celular. “Estamos todos bien, no se preocupen”.
Patricia D. Partarrieu

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Una mañana cualquiera

Siete de la mañana. El despertador suena con ese sonido molestísimo pero eficaz, que hace que uno indefectiblemente se tenga que despertar y apagarlo si no quiere sufrir un colapso mental. Los dos se tienen que levantar a la misma hora, ella para ir al trabajo y él para hacerse unos estudios. Pero primero lo primero: estirarse para un lado, para el otro. Sentir sonar cada una de las vértebras, darle un beso, contar hasta cinco con los ojos cerrados y por fin incorporarse. Sentarse en el inodoro todavía con los ojos a medio abrir y la luz apagada, darse cuenta que se acabó el rollo. “Claro, como él no lo usa no lo cambia, después de todo este tiempo todavía no aprendió. Increíble”. Lavarse la cara y dirigirse a la cocina, los fósforos también se acabaron, la caja está vacía. Contener el grito cuando descubre un encendedor azul, que soluciona temporalmente el problema. El agua ya está esperando para hervir, por suerte todavía hay pan para las tostadas, que ya están calentándose. Ahí aparece él, medio dormido, con una pregunta que en realidad no es del todo una pregunta: “Año nuevo lo pasamos con mi familia, ¿no?”. Inmediatamente, terminando con la calma de la mañana, cada uno empieza con argumentos larguísimos, casi inservibles ya que prácticamente ni se escuchan. Que ya fuimos el año pasado, que yo también quiero estar con mi familia, que a tu mamá no le caigo bien. El volumen empieza a elevarse, los rostros están cada vez más rojos, los ojos de ella se llenan de lágrimas de rabia. Todo se complementa con el olor a quemado de las tostadas, y el ruido insoportable de la pava que lleva un rato silbando. Sin pensarlo la agarra, justo cuando él está ganando la discusión, o eso cree. Lo que parece ser su frase final, nunca llega a concretarse. Una ola violenta de agua hirviendo lo envuelve, impidiéndole seguir. Ahora la va a escuchar.
Lucía Czernichowsky

lunes, 8 de noviembre de 2010

Amores Platónicos


Es un día complicado en el laburo. Los papeles se acumulan en mi escritorio formando una torre descomunal. Las urgencias y llamadas van marcando el ritmo del día. Miro el reloj, ya son las 9:30. La presión de las responsabilidades asumidas se trasladan a mi cabeza. La taza de café colmada hasta el borde se enfría en mis manos, como también sucede con mi vida, sin poder hacer nada al respecto. Hoy no es el día para replantearme las cosas que hice años atrás. Ni hoy, ni ningún otro día. El pasado solo me ha anclado en un paisaje ficticio del cual nunca quise despedirme. No es el momento ni el lugar. Sin embargo, hoy te pienso tan fresca como el primer día en que te conocí.

La voz de Torres me hace volver a mi trabajo solo un momento. “¡Eh viejo! ¿Qué estamos esperando? ¿Qué? ¿Los papeles se mueven solos hacia mi escritorio?”. No es de la gente que mejor me cae Torres, un tipo muy sarcástico. Ese humor ácido que tiene, algún día le va a jugar en contra. Siempre se lo dije, pero creo que mucho no le importa. Mientras mastico mis pensamientos, dejo las carpetas en el archivo. Voy por la segunda taza de café. La primera fue un fiasco, no he llegado a tomar ni un sorbo. Trato de volver a concentrarme, pero quedo solo en eso: un intento. Al llegar a mi escritorio las acciones vuelven a sucederse una tras otra como si todo hubiese pasado el día de ayer. El primer amor nunca se olvida. Eso dice el dicho popular, pero me niego a creerlo. Confieso que lo usé como excusa un par de años, pero no me basta para a entender todo lo que siento.
Todos en el despacho corren hacia sus puestos de trabajo, ha llegado la jefa del sector. Una mina muy dura, la “chancha” Gutiérrez. Ese apodo no se lo ha ganado por vigilante, aunque bien podría haber sido. La “chancha” Gutiérrez tiene un físico que no pasa desapercibido. Menos que menos para Torres, que para las jodas está a la orden del día, y la bautizó en menos de dos semanas. Tipo jodido este Torres. Es algo irónico, pero ante la mirada fija de Gutiérrez, yo solo puedo ver tu sonrisa. No entiendo por qué es el recuerdo más nítido que tengo de tu presencia.

Mientras cargo en la computadora los últimos pedidos que quedan pendientes, pienso en la vuelta a casa. Hoy es viernes, la estación de trenes se encuentra colmada como un hormiguero. Otra vez sentir el ambiente espeso, los muchachos apretando para entrar, las mujeres quejándose de un servicio ineficiente a viva voz: otra odisea para salir de la capital. Si solo fuera un día, pero la rutina te lo presenta como una pesadilla. Me resigno, fue mí decisión mudarme tan lejos. “¡Pilar es una buena zona si tiene un autito, olvídese!”. Pensar que con eso me enganchó el propietario. Nunca pude comprarme un auto, menos con lo que pago de alquiler. Cada vez que llego del trabajo me siento a recordar nuestro vecindario. Las calles de nuestro barrio fueron testigos de esa tarde de abril en la que te conocí. Salíamos de la escuela y nos cruzamos en el kiosco de la vuelta. No tenías papel, no te preocupó. Anotaste mi mail en tu mano y con una sonrisa prometiste que nos mantendríamos en contacto. Te alejaste por el sendero que forma el boulevard. Desde ese momento nos fuimos conociendo lentamente. Todos los recuerdos que aparecen en mi mente son de esa manera, en cámara lenta. No me preguntes el porqué, pero en ese momento supe que nunca te olvidaría.

Anoche no he dormido de la mejor manera. Ya no me puedo dar esos lujos. El cuerpo no aguanta de la misma forma, cuesta todo el doble. Las prioridades del día de hoy ya las he pasado para mañana. Hoy no estoy dispuesto a ser “el empleado del mes”. Siempre me he jugado por la empresa y no he obtenido nada a cambio. Mientras corrijo unos documentos, me pongo de reojo a ver los avisos clasificados. Es algo que hago usualmente, aunque todavía sin éxito. No es que no crea en mis capacidades pero mi edad siempre me cierra las puertas de las mejores empresas. A simple vista ya no soy un adolescente, las arrugas de mi rostro me delatan, la vida ha seguido su curso. No me puedo quejar. Tengo una esposa y dos hijos. El trabajo y las obligaciones en casa ya han atropellado mis últimos intentos de felicidad hace bastante tiempo. Quizás sea ese el motivo por el cual hoy vuelvo a recordarte. Quizás seas la única prueba fehaciente que queda en píe. La prueba que me indica que alguna vez fui feliz. Que supe encontrar en tus ojos el sentido de mi propia vida. Hoy no me queda nada.

El teléfono no para de sonar. Su sonido se funde en el tiempo junto al ruido de las calculadoras, máquinas de escribir y teclados. Toda mi realidad pasa a un segundo plano. No escucho los gritos de Gutiérrez, ya no me molestan. Saco mi vista de los avisos clasificados y trato de reflexionar. Me encuentro aquí, sentado en el sillón de mi escritorio, corriendo detrás del tiempo, sin saber hacia donde correr. Pienso en los momentos, las horas, los minutos que desperdiciamos sin saberlo. La arena del reloj ha sido muy fina y se nos ha escapado grano a grano de las manos. De nada sirve sacar a la luz las palabras que me han quedado en el tintero. Pero aún así lo hago constantemente, como una especie de castigo por no haberme animado a más.

Muchas veces pensé en llamarte. No lo hice nunca. Sin embargo, siempre quise saber de vos. Saber que pudiste llevar una vida plena y olvidar todo lo que hemos pasado para seguir adelante. Darme cuenta que este amor, que ha perdurado a lo largo de los años, es una cruz que llevo solo conmigo mismo. No tengo las agallas para descubrirlo. No tengo el valor para encontrarte cara a cara nuevamente y ver que me he quedado detenido en el tiempo.

Cierro mi último expediente y me largo del trabajo. Ya son más de las 18:30. Aflojo mi corbata, me arreglo como ha hace bastante no lo hacía. Sí, mi boleto hoy no tiene destino a Pilar. Quizás nunca más lo tenga. Vuelvo a mi barrio a encontrarte. Lo hago sin pensar nada sobre seguro. Vuelvo porque nunca me fui realmente. Vuelvo porque estar con vos es mi destino.
Gonzalo Cortés

domingo, 7 de noviembre de 2010

Nunca más podré

Vuelvo a pensar que quizás hubiera sido mejor abandonarme en el tiempo. Fue gracioso entrar hoy al bar de Ale y ver su intento. Pobre, ella sabe que no va a poder conmigo pero sigue probando. Me senté en una mesita y la escuché susurrar algunas palabras con el colo. Yo estaba concentrado en la ventana, miraba a una nena pasar, era como cualquier día. El sol daba justo por el espacio transparente en frente de mis ojos y yo miraba distraído a la nena cruzando la calle, cuando sentí al tiempo detener su marcha. Un fuerte olor a coco de pronto lo interrumpió todo. Cerré los ojos fuertemente y te vi reina, me sonreías. El olor a coco era demasiado potente y tu sonrisa me aseguró por unos instantes la perpetuidad. Me levanté creyendo que podría llegar a encontrarte en medio de la ola de calor que atraviesa de par en par Buenos Aires. Todavía no llegó la primavera. Me duele este calor que se anticipa. Me duele saberme solo en medio de la nada que es mi vida.
Como era de esperar, tu figura no estaba allí. Todavía tenés memoria y sabés que no podés regresar a ciertos lugares. Ale estaba asustada y el colo me miraba preocupado. ¡Qué papelón debo haber hecho! Me gustaría que eso me molestara de alguna forma; pero vos bien sabés que no es así. Volví a casa molido como un paquete de harina extra fina. Me dolían las piernas y casi no veía nada. Logré subir por las escaleras y abrir la puerta.
Acá estoy, sí otra vez, acá estoy. Quisiera escribirte tantas cosas. Estoy ansioso aunque sé que no es el día de nada. Vos sabés que siempre me costó escribir, y pensar y saber. En cambio tus palabras solían ser tan sabias mi amor. Todavía hoy cuento los días y hasta los segundos. Pasan mil cenas. Me duele esperarte entre la carne y la cama; me duele no soñarte y me duelen tus sueños de actriz ilusionada con la fama. ¿Alguna vez fuiste de verdad reina?
Ale, los chicos, la gente, todos me dicen que deje de pensarte. Como si pudiera. Te fuiste con el impostor. No, no puedo nombrarlo a él porque es un asesino. Me dejó sin merienda, se robó la mueca que alguna vez tuve en mi cara. Me quitó lo que pasa entre acostarse y levantarse.
Te fuiste hace unos meses como se va quien nunca llegó. Te fuiste silenciosa. No escuché tus gritos cuando te vi partir. ¿Lo de las valijas fue de verdad? La escena fue tan de película que creo que ni vos lo creíste. Sé que en el fondo estabas llevando a cabo una obra, mi amor. Yo solo espero que se te agote el repertorio del impostor y que vuelvas a las tardes de mate. ¿Por qué sigue en mi cabeza este puto olor a coco?
La conocí a ella, no es nadie en particular. La conocí hace unos días pero todavía no me animaba a escribírtelo. Su perfume sería como de flores. No sé si te gustaría verla porque no se te parece. Es una buena chica y Ale está entusiasmada. Yo no entiendo este afán por eliminarte de mi vida. Es una buena chica y es prolija y huele a flores. Creo que voy a intentar describirla otro día porque todavía me pesa el cuerpo y sé que necesito dormir.
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Me arrepiento de haberte soñado por tantas noches. Volviste. Él se fue, yo intentaba rehacer mi vida, pero él se fue y vos volviste. No entendés ni por un segundo lo que me dolió respirar cuando te vi parada en la puerta con esa cara tan cínica que acompañaba a tu figura delgada. ¡Y yo escribiéndote! Sigo haciéndolo. Entraste de una forma tan altanera, creyendo que todo lo que quedaba acá era tuyo de alguna forma. Si te hubiera permitido penetrar mi corazón, en ese segundo que tocaste la puerta, estoy seguro que te hubieras abalanzado al sillón y prendido la tele, como si los meses nunca hubieran estado de por medio. Como si todo esto fuera un pasado- presente, una pesadilla que soñé durante tiempo. Y tus gritos. Esa fue la peor parte. Tus gritos cuando la viste salir de la habitación acompañada por una bata de algodón. Me dio miedo tu reacción. Me dio miedo su reacción. Sé que te gusta el teatro mi vida. Y ayer ella encontró todas estas notas que te escribí durante meses y también se fue. No vuelvas más. O sí, volvé y abrazame porque ya no puedo sostener este dolor. Tu cara tan cínica mirándome por la entrada de mi casa. No es más tu casa. Ya no huele a ese complejo de reina que tenías. Pero bastó que traspasaras la puerta, que te pelearas a los gritos con la pobre niña, para que mi persona por completo diera vuelta. Sentí por un momento el peso de los hombres y tuve miedo de desparramarme entero por el piso. Ella se fue, él también se fue, y otra vez somos solo vos y yo. Y no te quiero ver. No lo quiero, sé que no me lo tengo que permitir, pero no puedo más luchar contra mí. ¿Qué hago con esta locura que siento? Estás tocando timbre y necesito terminar con esto. Te voy a dejar porque sos un mal vicio, te juro que voy a quemar todas estas cartas y te voy a dejar en el tiempo. Solo necesito una noche más de amor con vos. Después andate reina.
Yo creo que nunca más voy a poder sacar este olor a coco que tengo penetrado en el interior de mi ser.
Carla Castro

martes, 2 de noviembre de 2010

Camino

Caminó por la vereda oscura y fría. Todas las noches era la misma acera, de la misma mano. No sabía por qué, pero jamás cruzaba hacia la otra. Nunca tomaba un recorrido distinto.
Odiaba volver a esas horas de la noche. Generalmente la vuelta a su hogar rondaba entre las 22.30 y las 23 horas. En el invierno creía no sentir sus extremidades, ya que el frío hurgaba por sus huesos sin piedad. Tampoco sabía por qué no dejaba ese trabajo. Él era un hombre solitario, no tenía hijos, ni mujer, ni siquiera una madre a quien cuidar. Sin embargo, pasaba doce horas diarias en aquella vieja fábrica que sólo lograba producir pérdidas, y que quizá, prontamente, terminara en la quiebra.
Cuando bajaba del tren, caminaba unas quince cuadras hacia su casa. Durante el invierno, creía que eran cien, y cada paso le parecía una eternidad. Prendía un cigarro tras otro con el objeto de reducir las cuadras. En realidad, pensaba que apurarse tampoco tenía sentido, ya que lo esperaba una casa sucia y abandonada, comida fría en la heladera y el iluminar de un pequeño farol viejo sobre el costado de su cama, que junto a su gran colección de libros, entre los que se asomaba Operación Masacre, que lo estaba terminando de leer por séptima vez, lo ayudaban en las madrugadas de insomnio. Por el piso, había papeles desparramados, fotos, recortes de periódicos, mentiras impresas en los diarios. Blasfemias que no podía olvidar.
En cambio, en las noches de verano, disfrutaba del viento que solo sopla en esas horas, y la vuelta hacia su hogar se transformaba en la felicidad del día.
Ernesto caminó esas mismas cuadras durante quince años, hasta que aquella noche oscura y helada, el escalofrío y la culpa eterna invadieron su vida.
En la esquina, donde siempre encendía su segundo cigarro, oyó el grito desgarrador de una mujer. Lo sintió tan cerca, tan propio, que se asomó para ver que ocurría. Pudo ver como un hombre ultrajaba a una mujer joven. Imágenes estremecedoras atravesaban todo su cuerpo. La mujer intentaba gritar de dolor, y el hombre le susurraba cosas obscenas, al mismo tiempo que las concretaba. Se le cruzó por la mente su realidad y su vida, podía imaginar a su propia esposa, gritando de terror, mientras esos hijos de puta vestidos de civil la torturaban. Pudo ver como el hombre se reía, cuando introducía sus piernas entre las de la joven, y la amenazaba con una navaja para que no pidiera ayuda. Ernesto caminó lentamente al lugar donde se efectuaba la vejación, el crimen que le recordaba el peor momento de su vida, la fecha exacta en que se quedó solo. En un silencio infinito, tomó el revólver que llevaba siempre en su cintura, porque sí, porque allí lo tenía a toda hora, por si se cruzaba con esos hombres que hacía treinta años le habían robado los sueños. Le gatilló en la cabeza. La mujer, cubierta de sangre ajena, quedó petrificada, no lograba entender, apoyada contra la pared se deslizó lentamente hasta quedar sentada en el suelo y comenzó a llorar.
Ernesto la miró y continuó el camino hacia su casa de rejas oxidadas y colores muertos. El resto de las noches las pasó en vela. No sabía si lo atormentaba haber asesinado a un hombre o haber presenciado esa terrible e inmunda escena, que le recordaba aún peores.
Desde aquella noche sus caminos de vuelta varían todos los días. Hasta que quiebre la fábrica.
Julieta Pros

martes, 19 de octubre de 2010

Corazones fríos

A veces es bueno pensar en el sufrimiento como el ruido. Cuando se sufre mucho de una cosa, cuando ese dolor es tan fuerte, los otros no se escuchan… tanto. Eso le pasaba a Ignacio, aunque no pudiera pensarlo. Porque eso es otra cosa que pasa cuando se sufre mucho, no se puede pensar. Y cuando ese sufrimiento es tan básico, y por básico es profundo, porque está en la base de todo, es el peor. Por eso, para Nacho las noches de julio tenían su lado positivo, siempre que el frío le hacía olvidar al hambre. Algunas veces, pasaba alguien que se compadecía de él y le daba algo para taparse, pero al rato pasaba Gustavo y se lo quitaba. Por eso ya no esperaba nada. Incluso había aprendido algunas cosas sobre la caridad. Sabía que no tenía que aceptar todo, que la plata era lo mejor, porque si le daban comida después iba a tener más hambre, y si le daban algo para tomar que lo calentara un poco, podía pasarle como a Paco… paco, la plata le servía para el paco, y le servía para el frío y el hambre, el paco… Por él, por Paco, había aprendido a rechazar el alcohol. No lo había entendido bien, pero Gustavo se lo había explicado. “Paco fletó por tomar el whiskey que le compró la careta esa”, le había dicho. Y también se lo había explicado la señora del gobierno. La que les llevó las frazadas nuevitas, esas que Gustavo se llevó para vender en Once. La señora le había dicho que cuando hacía frío no había que tomar, que te podías morir. Nacho no lo había entendido bien, él escuchaba sólo el hambre… y el frío… y también lo aturdía el paco… pero le creía, por lo que le había dicho Gustavo, y lo que le había pasado a Paco.
La madrugada se estaba terminando, así que Nacho había decidido apostarse. Eso es otra cosa que había aprendido de la calle. Echarse siempre cerca de donde paran los colectivos, y si es posible, cerca de los kioscos, para pedir las moneditas que les sobren a los viajantes. “Si viajan en micro, tienen monedas”, le había enseñado Gustavo. Así que Nacho había decidido apostarse y encontró un lugar junto a la parada del 140. Pasó caminando por detrás de la garita y sintió cómo los otros se incomodaban con su presencia. Había tres personas esperando el colectivo hacia el microcentro. Nacho se acercó a la muchacha del grupo y le pidió una moneda pero la chica simuló no escucharlo. Insistió con los varones, quienes le daban la espalda. Ante la negativa volvió a pedirle ayuda a la chica. “Ya di” respondió seriamente sin siquiera mirarlo, aunque su voz era tambaleante como el paso de Ignacio. Permaneció observándola unos instantes hasta que uno de los muchachos se interpuso entre ellos. “¿Pibe, no escuchaste que no tenemos?”, le dijo en forma intimidante. Pero el ruido hace que uno no se intimide. El otro muchacho se acercó al primero y le advirtió al mendigo que se fuera, pero Nacho permaneció allí sin oír, mirando el suelo, incapaz de reconocer otra realidad más allá de sus dedos congelados. Los muchachos se disponían a alejarlo por la fuerza, cuando la joven les advirtió de la llegada del colectivo.
El chofer observó cómo los tres jóvenes subían rápidamente a la unidad, como si huyeran de algún peligro. El último de ellos miraba sobre su hombro con desprecio a una cuarta persona que había quedado en la parada. En otras circunstancias, la situación lo hubiera puesto en alerta, después de todo, ya le habían robado en ese recorrido, pero como todos los sábados al amanecer el colectivo iba demasiado lleno como para que alguien intentara asaltarlo. Además, eran tres personas de bien. En todo caso algo les habrían hecho para que estuvieran tan alterados.
Si sabrá él de estar alterado. Era cierto que ese recorrido, a esa hora era mucho más seguro, pero también lo odiaba por la gente. En Belgrano se subían todos los putos que iban hacia el micro centro, y él no podía decir nada. Simplemente los observaba con asco por los espejos y lamentaba la decadencia. Los veía cómo se besaban y se retorcía del asco. Ese recorrido lo ponía de mal humor. Él no los discriminaba, porque sabía que era una enfermedad, pero eso no justificaba que anduvieran besándose por la vida, imponiéndole a los demás su decisión antinatural. Por sobre todo eso, ahora podían casarse y tener hijos. Allí estaban, besándose, obscenamente tomados de la mano, los padres y madres del mañana. No podía evitar recordar las palabras que el pastor había pronunciado el domingo, advirtiendo que si salía la ley vendrían muchos más terremotos y tormentas. El final estaba cada vez más cerca. No hay duda. Pero él estaba tranquilo, porque trabajaba por la salvación de su alma. Estaba llegando a la 9 de Julio cuando el timbre sonó de nuevo. Esta vez había sido una de las parejitas quien quería descender de la unidad. El semáforo permitía el cruce de la avenida, pero el chofer temió que cambiara de color en cualquier momento y siguió de largo. La pareja observó extrañada cómo el hombre ignoraba su pedido de parada y volvieron a tocar el botón rojo. “Ya”, respondió el conductor con sequedad y se detuvo en la parada siguiente.
Los dos hombres descendieron del colectivo y deshicieron el camino que éste había andado por demás hasta regresar a la avenida. En su interior, aunque el frío les hacía lamentar la caminata extra, también los alegraba la posibilidad de extender el tiempo juntos. Porque su amor tenía fecha límite. No su amor, sino la posibilidad de vivirlo. “¡Qué frío!”, dijo uno de ellos y el otro lo abrazó inmediatamente. El sol ya había salido y la gente empezaba a andar por las calles, pero para la pareja no existía nada por fuera de ellos. Caminaban en silencio ignorando las miradas de los porteros de los hoteles y los empleados que baldeaban las veredas de los teatros. “¿Vos no tenés frío?”, volvió a hablar el muchacho. “Estás temblando, no me acompañes, andate a tu casa” continuó con tono de sincera preocupación. “No hay frío que valga. Yo quiero estar con vos, y sé que es probable que esta sea la última vez que nos veamos.” Respondió conectando el cielo de sus ojos con el lago verdoso encerrado en los del otro. “Es probable…”, respondió el primero y abrió el juego para que el silencio hablara por ellos. Lo besó tiernamente y le confesó que lo quería, aunque no debiera. Admitió la unidad que conformaban de a dos, pero interpuso la incapacidad de abandonar toda una vida. El segundo lo escuchó atento, sin poder pensar en otra cosa que el deseo de estar juntos. Pronto, alcanzaron un kiosco sobre Cerrito, y el primero compró su boleto de vuelta. Caminaron hacia la parada del 129 y esperaron con angustia su separación.
La kiosquera veía desde atrás de su reja el amor de los muchachos. Ella lo entendía muy bien. Igual de intenso y esperanzador como el amor que compartía con su marido… Pero en nada comparable con el que sentía crecer en su vientre. Se había enterado esa misma madrugada antes de salir para el trabajo y no había tenido tiempo de ver al padre aún.
El chico de los ojos azules se había sentado sobre un pilar y el de los ojos verdes, que había comprado el boleto, lo abrazaba por la cintura de pie junto a él. Ella entendía cuánto se amaban en la forma de mirarse. Y ahora por suerte podían casarse, como ella, y tener una familia, como iba a tener ella.
No podía contenerse más, quería llamar a Mario y contarle la novedad, o pedirle que se escape de su oficina en el bajo para verla. Ella no podía dejar el kiosco, estaba sola y a esa hora vendía muchos boletos y cigarrillos. “Tengo algo importante para decirte” le iba a decir, y él seguro que se iba a preocupar un poco, porque ella no había tenido muchas náuseas y él no sabía que tenían un atraso. Pero no importa, la sorpresa valía la preocupación. Estaba decidida a llamarlo y contarle cuán ilusionada estaba.
Pero a veces la realidad se impone a la ilusión. “una monedita…”, repetía como un autómata un muchacho apostado entre el kiosco y la parada del colectivo. Tenía los pies descalzos y su ropa vieja y gastada. “Matías…”, lo llamó la kiosquera, el chiquito giró su cabeza y miró a la mujer que lo observaba detrás de las barras. “¿Querés un alfajor?”. El nene asintió con su cabeza y tomó el regalo que Karina le acercaba desde la ventana. Lo devoró con gusto.
Karina volvió a su rutina un tanto incómoda, y recordó a su esposo. Buscó el celular y marcó su número. La atendió la operadora que la transfirió al interno y en cuanto oyó la voz de Mario, no pudo contenerse ni un segundo más… “¿Gordo, cuál es el número para llamar si ves a alguien en la calle?” dijo mientras veía cómo su hijo comía las migas que habían quedado adheridas al envoltorio del alfajor.
Juan Lojo

lunes, 14 de junio de 2010

El tejido olvidado

Clara ve caer la única hoja que quedaba en el sauce llorón. Es hora de sacar la ropa de invierno. Con la bata puesta, sube al altillo agarrándose de la baranda para no caerse. Camina a oscuras, tratando de no pisar las maderas sueltas que rechinan al pasar. Manotea en el aire hasta que encuentra el interruptor, enciende la luz, abre las puertas del armario para sacar las cajas polvorientas que había guardado el año anterior. Apenas se puede ver la etiqueta que dice “ropa de invierno”. Lleva la caja a la habitación, abre la caja llena de prendas con olor a naftalina y envueltas en bolsas para que no se ensucien. Baja la caja cuidadosamente. La lleva a su habitación, la coloca sobre su cama, separa la ropa para poner en perchas. Cuando Clara termina de colgar la ropa en el ropero, encuentra en el fondo de la caja las agujas de tejer, con una bufanda sin terminar, clavadas en un ovillo. Recordó que había empezado a tejerla para el día de la madre pero no llegó a terminarla a tiempo y la abandonó. Entonces, decide meterla en su bolso para terminarla camino al trabajo. Se saca la bata, se viste con ropa abrigada y sale para tomar el colectivo. Mientras espera, en la parada, saca el tejido para continuarlo. Cuenta cuarenta puntos, un punto derecho, un punto revés, pasa la aguja por el ocho, pasa el hilo sobre la aguja, teje, vuelve el hilo, y ahora al revés. Tejer es como andar en bicicleta, nunca se olvida. Para el 79, paga un peso con cincuenta, encuentra un asiento vacío. Luego de tejer veinte minutos, sin parar, se coloca la bufanda para medirla sin sacarle las agujas. El largo es perfecto. Ya está cansada de tejer. Unas cuantas cuadras antes de llegar a su parada termina de cerrarla. Se apura en guardar el ovillo para bajar del colectivo, envuelve su cuello con la gruesa bufanda azul y celeste, de seda y lana ondulada. Toca el timbre, baja. El colectivo arranca. Clara corre con todas sus fuerzas, golpea las puertas, nadie la oye, trata de gritar que pare, no puede emitir sonido, con sus manos intenta desatarse la bufanda inútilmente. El chofer frena en la siguiente parada, abre las puertas, la prenda queda libre y Clara cae en el asfalto como un saco de papas.
Patricia D. Partarrieu

domingo, 30 de mayo de 2010

Recuerdos: palabras yuxtapuestas.

San Lorenzo, el mejor regalo paterno
El “bamba”, el “Pampa”, , el “Flaco” Passet, el “Ruso” Manusovich, el “Cabezón”, el “Diablo”, el “Gallego” González, el “Sapo”, el “Nene”, la “Oveja”, el “Lobo” Fischer, “Pipo”, el “Beto”, Lorenzo Massa, Santo, Cuervo, Matadores, Camboyanos, Carasucias, Ciclón, Gauchos de Boedo, Azulgrana.
San Juan y Boedo, Almagro, Boedo, avenida La Plata, El Gasómetro, Bajo Flores, avenida Perito Moreno, el Nuevo Gasómetro, Pedro Bidegain, campeonatos, fiesta, alegría, tercer grande, la Gloriosa Butteler, cánticos.
Recuerdo estas palabras en mi infancia. Glorioso fue aquel 25 de junio de 1995 cuando mi viejo me hizo abrir los ojos. “¡Somos campeones, Martín!”, gritó eufórico. Tres palabras le bastaron para convencerme de que modificara los colores y el diseño de la bandera que me representaría por el resto de mi vida. Abandoné las franjas horizontales por las verticales y, aunque mantuve el tinte azul, sentí la necesidad de un rojo sanguinario y combativo antes que un amarillo, que pretende ser dorado pero termina siendo un mediocre patito.
Martín Waisman
Infancia

Animales; perros, gatos, patos, gansos, pavos, gallinas, pollitos, conejos, caballo, pony, potrillo. Jardín, árboles; roble, sauces, ceibo, flores (muy pocas). Tierra, mucha tierra, barro, mucho barro. Veranos; pileta, sol, escondidas, poli-ladron, mancha, quemado. Inviernos; frío, salamandra, humo. Martes y domingos. Don Torcuato.

Fue así como transcurrió la mitad de mi infancia, aquella que tenía a mi papá y a su casa como protagonistas. Donde junto con mis hermanas vivíamos miles de aventuras, rodeadas una granja que fue creciendo por casualidad, por el cariño a los animales y por no contentarse con tener solo un perro.
María Sol Ramírez
Desde abajo
Máximo, Don Vicente, Cabello de ángel, Cica, Sopuré, Molino, Ledesma, Chango, Rosamonte, Cruz de malta, Taraguí, La Tranquera, Rosa Blanca, Blancaflor, Exquisita, Favorita, Terrabusi, Rumba, Bagley, Pepas, Pepitos, Chocolino, Zucoa, Nesquik, Tody.
Paleta, Roast Beef, Nalga, Bola de lomo, Peceto, Osobuco, Espinazo, Lomo, Cuadrada, Cuadril, Bifes anchos, Bife angosto, Asado, Entraña, Matambre, Vacío.
Maxiconsumo, Vital, el Ciclón, el flaco, carretas, boletas, vendedores, cintas, carteles, muchos números, gente comprando, calculadoras, lapiceras, cajas, arriba del carrito, sobre las cajas.
Caja, monedas, billetes, caramelos, balanza, máquina, cuchilla, picadora, pinza, mostrador, bolsas, envases, tarima, tabla, ganchera, gancho, heladeras, cortina, timbre, vidriera, rejilla y olor a lavandina.
Mi hermano y yo nos quedábamos detrás de la puerta, en el pasillo (que comunicaba al negocio con la casa), hasta que mis papas bajaban la persiana por la mitad. Nos pasábamos toda la tarde jugando al vendedor y el cliente.
Patricia D. Partarrieu

jueves, 29 de abril de 2010

Una autobiografía: Ave Fénix

Cuando me senté a pensar cómo y qué escribiría en esta autobiografía, de inmediato me encontré con un problema: ¿Qué fecha de nacimiento determinar? Este dilema no se corresponde con una carencia de datos, como le sucede a muchos, sino todo lo contrario. Tengo toda la información pertinente a la identidad con la que, en un principio, me socializaron. Sin embargo, ya no sé si soy aquella persona. Nací por lo menos cuatro veces, y determinar cuál de esos nacimientos se vincula más con quién soy hoy, fue una de las tareas más difíciles que tuve que realizar.
Creo justo empezar con mi nacimiento biológico, que lógicamente ha sido el primero y a quien le debo mi yo de carne y hueso. El catorce de septiembre de 1989, de parto natural y con mi padre presente, arribé en el hospital de niños de La Plata y de inmediato me asignaron grupos sociales: “Éste tiene que ser rugbier como vos, Pepe” le decían a mi viejo a cuenta de mis anchas espaldas. O “Parece E.T.” condenaron los celos de un hermano que por cuatro años había gozado de la unicidad filial. Lo cierto es que no crecí ni rugbier ni extraterrestre, valga la redundancia. Quizá porque a los tres años, jugando a los soldados entre los médanos de La Paloma, me separé de mi familia, y todavía no estoy seguro de que me hayan encontrado. “Mi papá es un hombre panzón y pelado, con un auto rojo” fue todo lo que supe decir, y terminé con una familia igualmente compuesta que la mía. ¿Pero, qué tal si fuera mi propia historia del príncipe y el mendigo?
Como príncipe viví. Eso es seguro. Disfruté de la burbuja de los 90, con juguetes a “uno a uno” y turismo internacional. Pasé mi niñez en los verdes suburbios del norte platense, con vida de barrio, parque y pileta; disfruté mi infancia con la inconciencia típica que algunos llaman inocencia. Pero la burbuja explotó, y la década se acabó.
En diciembre de 2001 volví a nacer. Nació mi consciencia de la sociedad, quién era yo dentro de ella y cuál era la esperanza que ella descansaba sobre mis hombros. Asumí este nuevo yo, radicalmente diferente del príncipe, lleno de responsabilidades, dispuesto a arremangarse, con sus cortos doce, para salir adelante.
Pero poco tiempo después, también nació en mí el adolescente que contra su propia obediencia se rebelaba. El doctor Jekyll y el señor Hyde me dieron las explicaciones que necesitaba para comprenderme a mí mismo, y al descubrir aquel valor de la literatura se produjo un cambio tan inmenso que hizo imposible encontrar una continuidad con todo lo anterior. Así nací por tercera vez: en y por la literatura.
De allí en más, Rowling me dio un mundo paralelo de amigos que crecieron conmigo; Tolkien me enseñó lo aburrida y complicada que es la taxonomía; Julio Verne me alentó a imaginar el futuro; por Edgar Allan Poe odio a los gatos y le temo a mi casa (aunque, en esto último, Cortázar también ha colaborado); Herman Hesse y Salinger me obligaron a encontrarme conmigo mismo; de Saint-Exupéry aprendí sobre los autoritarismos… y sobre mi madre; de Shakespeare y Fisher, sobre la psicología y las emociones; Elisa Roldán y Alejandro Corchs me comunicaron el valor de la identidad; Isaac Asimov me hizo razonar la razón; y Marguerite Yourcenar me condenó a amar a un muerto…Pero por sobre todos ellos, está Isabel Allende, que con una realidad mágica me introdujo en La casa de los espíritus, suavizó la crudeza en los peores momentos que he vivido y me salvó de no bajar los brazos. Trascendió el papel y llegué a quererla por su historia, por las palabras suyas que leí, y por sobre todo, por las que aún me reservo para cuando tenga la fortaleza de leerlas: Paula.
Fue entonces que el universo se embarazó de nuevo. Nuevos golpes me sacudieron y yo ya no podía ser el mismo que antes, principalmente porque ya no quise serlo. Sentí la necesidad de “El Gran Pez” que para crecer más necesita una pecera más grande, y me fui en busca de mí mismo. Solo, viajé al reino de Oscar Wilde y conocí el viejo mundo con él en la valija. Fue estando allí, bien lejos de lo que había sido, que sentí una atracción hacia todo lo que en mi hogar había ignorado hasta entonces. Por eso, antes de capitular el periplo, decidí visitar, de la mano de Sábato y Galeano, algunos pueblos originarios de Latinoamérica.
Marguerite Yourcenar hace a Publio Elio Adriano decir muy acertadamente que “pocos hombres aman durante mucho tiempo los viajes: esa ruptura perpetua de los hábitos, esa continua conmoción de todos los prejuicios". Sin embargo, es esa conmoción precisamente lo que permitió dar a luz al último yo en estos cuatro lustros. Si primero fui inocente, luego fui Jekyll y después el Señor Hyde; entonces, tras estas experiencias, volví a nacer en una nueva conciencia de ser. Soy un infante, que da sus primeros pasos. Independiente y optimista; latinoamericano y progresista.
Juan Francisco Lojo