sábado, 1 de diciembre de 2007

La dama del baño

Fue tan raro todo, que durante unos meses dudó de la veracidad de la situación. Es que tan sólo dos miradas bastaron para que esa mina lo “bajara” del tren y de alguna manera hacerle vivir algo que jamás olvidaría.
Tres minutos apenas tardaron en llegar hasta el baño de la estación. El lugar era bastante asqueroso. Sucio como la mayoría de los baños públicos, las canillas no funcionaban y en los inodoros nadaban las peores inmundicias. Un olor acre complicaba la respiración. A punto estuvo de preguntarle su nombre, pero rápidamente tomó conciencia de lo estúpida y sin sentido que resultaba la pregunta, pues se imaginaba por la manera de verla actuar, que a ella poco y nada le interesaba saber su nombre y menos todavía, intercambiar algunas palabras.
Las paredes, bastantes sucias, estaban repletas de afiches publicitarios. En el espejo del lavabo un papel ofrecía masajes y compañía por escasos veinte pesos. Un poco más arriba un letrero pedía por favor no tirar papeles por el inodoro.
Le fascinaba no tanto la mujer, sino la situación. Se sentía un pendejo, de esos que sin temor alguno, se meten en una plaza a las cuatro de la mañana con cualquier mina sin conocerla y que después no recuerdan nada. Se excitaba de solo pensar que no estaba en un albergue, ni en su casa y ni en la de ella, sino que en un baño y público y peor todavía, sucio, muy sucio.
Hacía tan solo tres minutos que estaban ahí. De pronto se escucha que alguien entra. En ningún momento se detuvieron, solamente él le tapó la boca con su mano y a ella le pareció que no era nadie para tomar ese atrevimiento. Con una mirada indiferente le bajó el brazo, y todo siguió. Y así continuó durante casi una hora, siempre ahí parados, con las piernas cansadas de tanto movimiento, queriendo tener cerca un lugar en donde reposar.
Antes de despedirse, y algo temeroso, le preguntó si la situación se repetiría. Ella le contestó que sí y que sería todos los días hasta que Dios lo disponga. El mucho no le creyó. Pero así fue, hasta que Dios lo dispuso. Durante cuatro días se estuvieron encontrando en ese baño. En el baño del olor a podrido, en ese en el que había más publicidad que en un periódico, en aquel en el que nadie imaginaría estar con una mina. En ese baño todos los días y a la misma hora. Y a pesar de que todo era muy monótono, su rostro regalaba una sonrisa en cada despedida. Durante esas tardes hablaron bastante. Ella estaba interesada en saber más y más cosas sobre de él. Le preguntó varias veces por su familia, por sus amigos, por aquellos que creía que él más quería. Discutían de la vida, de los fracasos que siempre se nos presentan, de las tristezas que nos cuesta sortear. Hablaban como si se conociesen de siempre. Parecía que ella con cada pregunta lo estuviese poniendo a prueba. Una vez le preguntó algo que a él le llamó la atención. Le preguntó si era feliz y si le importaba seguir viviendo, si alguien en este mundo necesitaba tenerlo cerca. A él la pregunta le pareció algo extraña. No entendía porque se lo estaba preguntando. Pues… ¿que cambiaría con su respuesta? Pensó en devolverle la pregunta, pero fue la mirada de ella reclamando una respuesta, la que lo obligó a responder. Le dijo que si, que era feliz. Pero… ¿de qué podía estar feliz, si lo vivían gastando en el laburo y encima de todo, la guita no alcanzaba? Feliz lo hacía su hijo. Al que lamentablemente solo le permitían ver los fines de semana. Ahí estaba la felicidad. Ahí estaba el porqué de seguir con esa vida de mierda.
Era jueves. El quinto día que se irían a encontrar. Justo cuando estaba por llegar al baño, se escucha una gran explosión de fondo. Era el tren que había descarrilado. El tren de las 8:15 hs., ese que acostumbraba tomar hasta que comenzaron los encuentros. Aquel que permitía leer a Sábato, Benedetti y a veces a Cortázar, en una lectura corta pero agradable. El tren que tomaba puntual todos los días, porque el de las 8:35 hs. siempre viene lleno. Estaba asustado, no entendía lo que estaba pasando, era conciente de que tranquilamente podía haber estado en ese tren. Entre gritos, llantos y sirenas de ambulancia corrió rápidamente hacía el baño. No se le cruzó por la cabeza asistir a aquellos que sangraban al costado de las vías. Quería saber dónde estaba ella. En el baño no la encontró. Pero… ¿por qué no estaba? ¿Se habría cansado de todo esto? ¿O habrá estaba dentro del tren? ¿Sería una de las víctimas? Una nota se mostraba pegada en la puerta del último baño, en ese donde solían encerrarse y compartir un poco de piel. Pensó que quizás sería otro típico papel publicitario. Con bastante miedo se acercó y la tomó. La leyó varias veces. Algo así como veinte. Todavía la conserva y de vez en cuando, en momentos en los que el recuerdo de aquellos días se le viene a la mente, se la pone a leer. Es que le cuesta entender el porqué de lo que ahí decía. Porque la nota era directa y en ella sólo seis palabras estaban escritas, tan solo seis palabras que sonaban fuertes y que costaba asimilar, tan solo seis palabras como “Ya está, ahora podés ir tranquilo”.
Ramiro Alija

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Vida y muerte: una dicotomía inseparable

La muerte es parte de la vida, pero la segunda exige inevitablemente continuidad, destino, y engendra siempre una esperanza de algún tipo. La escena última de la vida es posiblemente la enfermedad, el agotamiento que conlleva la fatiga de los años encima, o posiblemente ambas cosas a la vez. La escena primera de la muerte es con frecuencia un velatorio. Una especie de adiós, que nunca tendrá retorno, que nunca tendrá respuesta.
En aquel espacio una muerte reúne varias vidas que se acercan acongojadas, tristes, vulnerables, ante aquella escena que le pone coto a la continuidad, al destino, a la vida misma. Se presenta así, contundente, soberbia, irremediable. Los seres humanos sabemos, sin embargo, que la vida es esto. Y siempre que hay encuentros hay despedidas.
Podemos concurrir con más o menos dolor, según la solidez de los vínculos que hayamos establecido, y que acaban de romperse, por imposición, por arrebato. Sin embargo, una rareza, algo poco habitual, sucedió en el último que asistí, más por compromiso que por sentimientos. En el medio del dolor, y de un clima cada vez más denso con el pasar de las horas, mi atención se centró en una de las mujeres que más lloraba, no con intensidad, pero si de manera incesante. No quise preguntar quién era la mujer embarazada que no podía dejar de observar, pero poco más tarde me di cuenta que era la empleada de la casa de sepelios. Cada vez que alguien ingresaba a la sala, ella se encargaba de ofrecerles un café, que la mayoría rechazaba, tal como ella tenía previsto.
Tal vez, su embarazo, profundizaba su sensibilidad. Pude ver en ella, entonces, un sufrimiento interior, que exteriormente sólo era sutil, expresado en lágrimas contenidas. Qué difícil resultaba para ella, engendrar vida, alrededor de tanta muerte, de tanto dolor, de tanto llanto que terminaba por contagiarla. Caminaba rondando la sala dejando un alo de soledad, en un lugar donde la tristeza ajena se le hacía propia, y a diferencia de cualquier otro no esperaba de nadie un consuelo, una palabra de aliento, un abrazo que aplacara al menos por un instante esa angustia que ni siquiera le pertenecía.
El tiempo paso, pero hoy volví a recordar aquel velorio, aquella mujer embarazada. Cada semana, atiendo en mi consultorio, a un niño de seis años con problemas psicológicos, que padece de fantasías continuas con la muerte. Sueña con ella, estima que todo su entorno morirá en un instante, como en un abrir y cerrar de ojos. No es habitual semejante patología en niños tan pequeños.
La tía se encarga de traerlo a mis sesiones desde que comenzó el tratamiento. Pero hoy conocí a su madre. Invadió mi consultorio para preguntar acerca de la evolución de su hijo. Al verla recordé el velorio, aquella mujer, aquella noche que se me hacia más presente cuanto más miraba la miraba a los ojos. Entendí entonces la patología. Entendí que Lautaro, no podía contarme de cosas que ni siquiera él había visto. En aquella época era demasiado temprano para asimilar sentimientos, que en definitiva, invadían su ser, sin que nadie les de el permiso.
Leonardo D. Figlioli

Crónica de un recuerdo


Año nuevo, festejando en la vereda, calor insoportable, apenas se soportaba el mundo sin aire acondicionado. (Irónico que aliviamos el momento y preparamos un verano más caliente para el próximo año). Santos Lugares no es la capital de la pirotecnia, pero igualmente pensamos que iba a estar más entretenida la noche en la vereda antes que en la casa. No era mi familia, pero el anillo en el dedo de mi padre me forzaba a hacerme amiga. –Por acá cerca vive Sábato, ¿sabés? – y ellos se esmeraban por amigarse. No es que no fueran agradables, pero los rosarios en el living de la casa y los techos altos color pastel me intimidaban.
Todos señalaban el cielo, gritaban entusiasmados. –¡Mirá ese de allá! – ¡Uy! – Otro globo.–
Señalaban el cielo en distintas direcciones y yo sin disimular me entretenía más buscando formas familiares en las manchas de transpiración en las axilas, que en las luces de colores.
–A mí sólo me gustan los de color violeta–, dije cuando me percaté de que mi hermano me miraba serio. Nos reímos los dos con una mueca que reservaba complicidad. Se les iluminaba la cara, por los fuegos artificiales y porque estaban felices, al menos así parecían. El rasgo peculiar en la familia los marcaba, las narices protuberantes brillaban en la punta con cada destello en el cielo. Sus ojos también cobraban vida, al igual que los de mi padre. Por pequeños segundos parecía de día, y luego todo se turbaba y ese barrio extraño volvía a darme miedo.
365 me parece un número muy impreciso, no es de confiar y mucho menos si cambia de vez en cuando a 366. Desde hacía tiempo que no me parecía claro qué se festejaba, sería más lógico y divertido festejar cada día, o cada eclipse lunar, por lo menos. Y ahí parada en el cordón de la vereda, mintiéndome, como quien se ríe en una reunión de un chiste que no comprende, miraba el cielo y fingía. Y, de pronto, tengo ganas de reír, creo que empiezo a comprender, siento un cosquilleo en los pies y es probable que la víspera me haya contagiado. Miré hacia abajo y me percaté de que un tren de carga infinito de hormigas me pasaba por encima. Yo no era un obstáculo para su trabajo, y el feriado del primero de enero tampoco. Sacudí el pie, tambaleé y caí a la calle –¿Estás bien Laurita?– (Sólo mi mamá y mis abuelas me llaman así) –Sí, estoy bien. Creo que me picó una hormiga, nada más.–
Se preocupaba por mí. Sin caricias ni abrazos, sólo con gestos disfrazados me demostraba afecto, afecto que no estaba preparada para recibir. Y lo peor todavía no llegaba. No podía dejar de pensar que en quince días partiríamos mi prima, mi papá, ella y yo a las Cataratas. Mi hermano no iba porque decía que ya estaba grande para vacaciones en familia. ¿Familia? Pero si yo lo vi mirando el cielo, sin sonreír, con la carita seca y pálida, y me confirmaba su falsedad.
No tenía miedo de que resultara una mala persona, porque sabía que no lo era (aunque su perfil de bruja me confundía). A lo que le temía, y aún temo es que me agrade tanto, que termine queriéndola. De sólo pensar que en el hotel iban a compartir el cuarto, la cama y que yo iba a estar a metros nomás… Ya estoy grande para comprender que estas cosas son normales. Es normal que mi compañero de banco, Pablo, tenga ya una hermanastra. Pero mi papá ya está viejo para pañales. Ella no tiene hijos, ¿y si los quiere? No sé que es más escalofriante, la idea de un nuevo hermanito o que ella termine sintiéndose mi madre. Este temor me produce nauseas.
Poco a poco las cañitas voladoras empezaron a escasear. Los segundos oscuros y el olor a pólvora se combinaron de una manera horrible, obligándome a hablar. –¿Y si entramos a comer el turrón con ostia que trajimos?– Todos asintieron con la cabeza y uno a uno fuimos entrando a través del portón oxidado. Me sentí bien en ese momento. Era como cuando, años atrás, después de las doce en navidad, decía: ¡Ya están los regalos! ¡Vamos a abrirlos! Mientras corría hacia el living y todos me seguían. Aunque recién empezaba a leer me dejaban repartir los regalos. Hasta que encontraba uno para mí, lo abría y me escapaba de nuevo al patio.
Pero una vez adentro, los techos altos, las fotos viejas en las paredes y los rosarios me molestaron de nuevo. Papá destapó unas sidras más y recordé el momento en que me había enterado de que existía, hace como un año. Discutía con mamá, y encolerizada me lo gritó, me escupió la verdad con una crueldad tal que no podía creer que esa mujer que me partía el mundo, era la persona que más me amaba. Tomé la bicicleta y fui a visitarlo, furiosa. Como una mujer que se entera de que su marido le es infiel, llorando y casi sin poder respirar de la agitación, le exigí explicaciones. Y ahí estaba ella, con un cuchillo en la mano partiendo un turrón. –¿Querés un pedacito?– me guiñó el ojo y me dio el trozo más grande. Y mientras trago el duro confite, me percato de que más difícil de tragar es la realidad. Que las vacaciones iban a ser más difíciles de digerir aún y que el enigma de si algún día querré a esta mujer, es algo que el tiempo me develará. Despacito, muy despacito, para que no me espante. Pero yo impaciente, hambrienta de intriga y consuelo, le ruego al tiempo que se apure. Para saber lo antes posible en qué va a acabar todo esto.
Flavia Yanucci

lunes, 5 de noviembre de 2007

Una mujer decide abandonar a un hombre con el que vivió mucho tiempo


Desde que Esther se fue, sólo gasto existencia. No te aguanto más, me dijo, agarró su bolso, que ya lo tenía armado, cruzo la puerta y nunca más la volví a ver. La he llamado a la casa de su hermana, pero me dicen que no está.
Todo empezó cuando conseguí trabajo en el cementerio de la Chacarita como enterrador. Recuerdo el primer día, el jefe me dijo –Carlos tu tarea consistirá en abrir esta fosa, desenterrar el cajón, sacar al fiambre y llevarlo en la carretilla hasta la cámara de cremaciones, luego llevar el cajón hasta aquel galpón y con la ayuda de José limpiarlo lo más posible. Nunca pensé que alguien podía trabajar en algo tan asqueroso como esto, pero necesitábamos tanto la guita con Esther que no me importó. Agarré la pala y comencé a cavar, debo haber estado cuatro horas hasta llegar al cajón, cuando golpeó la pala contra el ataúd paré a fumar un cigarro. El tiempo en el cementerio parece estar detenido, todo se mueve como en cámara lenta. Terminé el pucho y me fui a buscar a José, él siempre estaba en la cámara de cremaciones.
- ¿Usted es José, no? Yo soy Carlos, el nuevo.
- Sí, me dijo el trompa. ¿Cómo va el primer día?
- Bien, ya llegué al cajón, ahora tendríamos que sacar al muerto de ahí.
- Dale, vamos. Che, te voy a pedir un favor, no vomites cuando traslademos el cadáver a la cámara.
- No te preocupes José.
Cuando empezamos a forzar el cajón con las barretas, comenzó a salir un olor nauseabundo, así que empecé a respirar por la boca. Luego de forcejear media hora, logramos despegar la tapa. José me dijo – Pará, no saqués la tapa, respira hondo y a la cuenta de tres la tiramos arriba de la tierra. Contamos uno, me invadió el terror, contamos dos, me empezaron a temblar las piernas, cuando José dijo tres, tiramos la tapa, y frente a mis ojos se encontraba el cadáver, su color era gris verdoso y de sus ojos chorreaba un liquido rosado, comencé a sudar frío, mi cabeza estaba siendo atacada por mil puñales, no aguanté más y vomité sobre el muerto. Carlos y la puta que te parió, escuché como a lo lejos, era José y estaba gritando casi en mi oreja, pero yo lo oía lejano, como si alguien me gritara desde el fondo de un pozo muy profundo, de golpe se me aflojaron las piernas, la vista se me nubló y ya no supe más nada.
Al otro día volví, necesitábamos mucho la guita con Esther, si no fuera porque la amo, no volvería nunca más. Entré en la oficina del jefe, le pedí disculpas y que por favor me deje seguir trabajando. –No te hagas dramas- me dijo – el primer día a todos nos pasó los mismo. Me convidó un mate, y me mandó a desenterrar la tumba 9 de la fila 14. Mientras caminaba hacia la tumba, me pesaban los pies, estaba bastante nervioso, no quería perder el trabajo, tampoco quería pasar aquella situación de asco de nuevo. En la cámara estaba José, me acerqué a saludarlo y advertí que estaba tomando vino, lo saludé y me pregunto comó estaba hoy. Se dio cuenta de que no estaba nada bien y me convido unos tragos. Ya te vas a acostumbrar, me dijo. Me dio la pala y me acompañó hasta el lugar donde iba a trabajar ese día. Avísame cuando llegues al jonca, dijo y se fue.
Mientras estaba cavando, recordé a Esther y todo se me hizo más llevadero, recordé sus sueños de perfumes y vestidos caros, su monedero vacio, y su olor. Esto que hago – me dije- es por los dos, y ya no importa cuanto asco tenga que tragar. Luego de tres horas de palear la tierra, choqué contra el ataúd. Me fumé un pucho, como quien fuma antes de que lo fusilen. A lo lejos veo que se acerca José.
- Bueno – me dice- vamos a sacar al muertito. Por favor contrólate esta vez. El de ayer entiendo que te haya dado asco, porque estaba fresquito, no hacía ni una semana que lo habían enterrado al desgraciado.
- Voy a tratar, José- le dije, no muy convencido.
Abrimos la tapa y había un esqueleto, me dio un poco de impresión, pero traté de recordar las clases de biología del secundario y como nos hacían manipular huesos. Mientras llevábamos el esqueleto a la cámara de cremaciones, empecé a hablarle de unas vacaciones en San Clemente del Tuyú, a donde fuimos con Esther, y como todo estaba tan caro, y la poca vida nocturna que tenía el lugar. José me miró con una sonrisa, como entendiendo mi necesidad de hablar cualquier tontería para no pensar en lo que estábamos trasladando. Tiramos el cadáver dentro de la cámara, y fuimos a llevar el cajón al galpón, lo pusimos sobre una mesa de hierro, José encendió la aspiradora para limpiar el interior forrado y yo me encargué de la madera, primero con un trapo húmedo, luego con el lustra muebles y una franela, le sacaba brillo.
Al final del día, tomábamos unos mates, y me iba a casa. Esther me esperaba con la cena. Ella me hablaba de lo que había visto en la tele y yo permanecía en silencio. Por la noches no podía dormir a causa de las pesadillas, cuando cerraba los ojos, se me aparecían las horribles caras de aquellos cadáveres y la risa macabra de José. Esther me miraba asustada mientras yo lloraba dormido. La situación no mejoró, gradualmente todo se iba haciendo más desagradable, la casa de noche parecía un manicomio aterrador, yo me despertaba gritando, llorando, o tiraba puñetazos dormido. Esther me aguanto unos meses y se fue, no me dijo nada, creo que el último tiempo que estuvo a mi lado, me tenía miedo. Algo extraño me estaba pasando, y esto acentuaba la inquietud de Esther, comencé a tener alucinaciones. Rostros desconocidos me asediaban, desde las ventanas, cuando abría el horno o la tapa del inodoro. Sentía la presencia de mucha gente, estaba completamente solo, y oía rumores que a veces se convertían en gemidos.
La noche pasó, pero fue eterna, no amanecía más, deseaba que se hiciera de día, mientras me lo pasaba leyendo el diario, tomando café, o mirando en la tele a los pastores brasileros, cualquier cosa, menos dormir. La mañana aparecía lenta, como una mala noticia que uno amigo te da a cuenta gotas. Salí de casa, y me fui al trabajo. El jefe, como siempre hablaba por teléfono, seguramente con su socio, con el que revendían los ataúdes usados por nuevos, terminó la conversación y me mandó a desenterrar un cajón nuevo. Lo miré extrañado, ya que solo desenterrábamos a aquellos que estaban abandonados. Me miró fijo y me dijo –Está todo bien, a mí no me tenés que decir nada-. No comprendí, pero estaba en un mal día, así que no me importó. Fui hasta la parcela, y comencé a cavar, ya estaba un poco más acostumbrado al trabajo, pero igual tenía una sensación rara, como de deja vú o algo así, seguí con el mismo ejercicio de siempre, cavar, forcejear con la tapa, pero mientras estaba forzándola, el corazón empezó a golpear con fuerza mi pecho, yo ese cajón ya lo había visto antes, paré y salí corriendo a buscar a José. Corrí por todo el cementerio, no había nadie, ni José, ni el jefe, tampoco visitantes. Volví al pozo, quise leer la lapida, pero ya se la habían llevado, estas ratas no dejan nada, hasta las cenizas son capaces de vender. Junté valor y como si el tiempo se hubiera detenido, y no existiera aire que respirar, abrí la tapa. Cada músculo de mi cuerpo se convirtió en un sola masa de roca, y mi estómago se redujo en un fracción de segundo al tamaño de una nuez. Frente a mí, se encontraba Esther, mi querida Esther, con un gesto relajado, cubierta con un bello vestido y junto a un monedero, de colores brillantes, lleno de dinero.
Nicolás Oscar Blanco

La decisión

De repente la idea pasó por su cabeza como un rayo, destruyéndolo todo. Las peleas, los insultos y el dolor hechos pedazos, mezclándose con los trozos de alegría, sonrisas, abrazos y reconciliaciones. Todo hecho trizas en su mente tan solo por el poder de la idea.
Un sonido agudo la hizo volver en sí. Se levantó rápidamente, puso un saquito de té de tilo en la taza que él le había regalado. Percibió el calor del agua caliente a través del objeto. Se sentía bien en sus manos heladas. Acercó su nariz para calentarse con el cálido vapor que despedía. Sólo eso le sirvió para volver a perderse en sus pensamientos.
Una taza, una taza… ¡Qué regalo romántico! Años de conocerlo (¿y amarlo?) le habían enseñado que él no entendía el concepto de romanticismo.
Ahora estaba caminando por el parque. Millones de hojas crujían debajo de sus botas. Ella trataba de acercar su rostro al apático sol de otoño para sentir al menos una falsa caricia, mientras intentaba recordar cuando fue la última vez que Marcos había tenido un gesto cariñoso para con ella. Mientras tanto las hojas que antes habían sido jóvenes y fuertes morían a sus pies, una triste analogía de su relación.
Tenía que tomar una decisión. Aceptaría a Marcos (en lo que se había convertido) o lo dejaría para siempre… pero no podía esperar más tiempo. Sentía que la vida se le iba lenta y dolorosamente.
Marcos y ella caminaban por el parque, cabizbajos. Las risas de los niños tenían consistencia, eran pesadas e invasivas, como un monstruo que quería destrozarlos desde adentro hacia afuera.
-No aguanto más- dijo él mirándola a los ojos. Ella movió la cabeza hacia la derecha para intentar evitar la mirada imaginaria. Imposible. Del otro lado estaban ella y Marcos corriendo alrededor de la pileta de su casa, mucho más jóvenes. Era un juego en el que ella corría para no ser atrapada. Quería ser atrapada. Fue atrapada.
Marcos volvía en una hora y ella tenía que tomar una decisión para entonces.
Llegó a su casa y abrió la puerta con la mayor velocidad posible para poder atender el teléfono que sonaba insistentemente.
-Camila.
-Es 25 de abril. ¿Cómo estás?
Sintió no poder responder a tan simple pregunta. Aunque en realidad lo hizo, se largó a llorar.
-Te llamo más tarde- dijo, y cortó. Extraña llamada, pero entre amigas se manejan ciertos códigos.
En cuanto colgó se largó a llorar con mayor fuerza. Marcos la miraba desde la silla que estaba frente a ella:-¿Cómo pudiste?
-Lo hice porque temía perderte- respondió ella a la nada misma. Era demasiado joven.
El más doloroso de los recuerdos la golpeó en la cara. Un oso de peluche y una nota de Marcos que decía:-Camila me contó todo. ¿Cuándo pensabas darme la sorpresa? Estoy muy feliz. Te amo.
Recordó haber pensado que Camila no le podía haber contado todo, porque en ese entonces todavía no lo sabía TODO.
-Marcos, tenemos que hablar.- frase profética que se utiliza sólo para dar aviso de que las palabras que siguen serán demasiado dolorosas. Nada fue lo mismo desde entonces.
La confesión la dejó desnuda ante la mirada enjuiciadora de Marcos. Él la amaba, la amaba demasiado, pero lo que ella había hecho fue asesinar el amor que juntos habían construido.
Lo que sucedió después sólo se puede comprender como un temor absoluto y determinante de Marcos por salir de lo conocido, de lo cotidiano. Sólo se le puede llamar inercia. Se había acostumbrado a la vida en pareja, y la soledad lo aterraba.
Ella sabía que Marcos la odiaba con la misma intensidad con la que la amaba, y temía que en algún momento se diera cuenta.
No pudo evitar sentir nauseas (Dios, las mismas que había sentido varias veces en aquella época) y corrió al baño. Una gota de sudor recorrió su frente. La imagen del osito la perseguía:- No puedo dejarlo, esta vez tengo que hacer bien las cosas. Si estoy embarazada se lo voy a contar.
Marcos abrió la puerta. Había algo extraño en su mirada, la miró a los ojos, le dio un beso y entonces le dijo:- Estuve pensando y… tenemos que hablar.
Paola Siles

miércoles, 17 de octubre de 2007

Otro buen cuento: Las estrellas no hablan

[1]

Por fin volví, no estoy seguro por qué, pero estoy acá, pasé por lo de mi madre, pobre, ya ni me escucha, parece como si no estuviera ahí. Aunque nos mantenemos en contacto, lo cierto es que la extraño y la necesito como nunca. Llegué ayer, pienso salir a dar vueltas por ahí, como antes, aunque no sea como antes.
Estoy dispuesto a caminar las cuadras que de chico colmaban mis días. Ya tengo el recorrido en la cabeza, la meta es llegar a la plaza donde jugaba de niño, quizá allí encuentre a alguno de mis viejos camaradas, quizá con sus hijos, quizá con sus esposas. El día me sonríe, el sol de las tardes de abril calienta el aire fresco que corre en esta época e ilumina las copas de los árboles, delineando en la vereda el contorno de las hojas. Por ese simple pero digno paisaje comienzo a andar.
Suelto mis pasos y llego a la primera esquina. Aunque no pueda creerlo, todo sigue igual que el último día que estuve acá: Silvia barre las hojas de su vereda y charla con Mabel. Me ven, no me saludan, quizá no me reconocen, les pregunto por sus hijos, no responden, continúan su tarea. Cuando me alejo, las escucho hablar mal de la Bichi, definitivamente son las mismas que hace cinco años. Todo me es tan familiar, que ni siquiera necesito prestarle atención al camino. Continúo, dejándome llevar por los recuerdos de la infancia: cuando recién llegamos al barrio y las vecinas no dejaban que sus hijos jugaran a la pelota conmigo, solo Héctor le desobedecía a su madre con tal de no dejarme solo. Siempre me pregunté por qué lo hacía, y como ya no lo veo, no sé dónde vive y no puedo preguntárselo a él, me respondo que fue un empujón más que nos dio el destino, aunque luego el mismo destino haya sido dividido en dos.
Así, viéndome crecer en cada calle y permitiéndole al cuerpo caminar por sí solo, sin ninguna indicación de mi relajada mente, continúo mi acotado viaje. Me llama la atención esa lujosa casa, que rompe con el común de las construcciones del barrio, no la recuerdo, y es porque cuando yo estaba aquí, eran cuatro paredes de cemento, que habían sido abandonadas y clavadas en ese terreno, antes de tener su propio techo. Me veo allí, tras uno de los muros, escondiéndome entre los yuyos para fumar mi primer cigarrillo, que era para entonces como el doceavo de Héctor, estamos nerviosos, su encendedor falla, aparece su mamá, corro, pero él no me sigue, todavía intenta hacer funcionar el encendedor. Desde la esquina veo cómo su madre le grita y usa su oreja derecha como correa, mejor olvidarlo.
Ya caminé varias cuadras, debo admitir que me siento algo agitado, no sé si será el recuerdo del cigarrillo, de la corrida o que mi estado físico no es el mismo que cuando chico. Trato de no preocuparme, pero el agotamiento empieza a crecer, como si las cuadras fueran más largas, me resulta extraño no haber llegado aún. Temo estar perdido, pero dudo haberme equivocado, conozco el recorrido de punta a punta, a pesar de que no lo haya transitado últimamente. Por las dudas levanto la mirada, observo las casas, no las reconozco, aquí no hay ninguna Silvia o Mabel que limpie veredas, la calle está tan llena de gente, y tan vacía de sentido que me pregunto por qué estaré yo acá.
El sol se escondió, tengo frío y no veo las copas de los árboles dibujadas en el suelo. De repente lo veo a Héctor caminando bastante cerca de mí, pero no puedo hablarle, no puede verme, ni oírme.
Llega un auto, estaciona a mi lado, me intimida: vidrios polarizados, un color negro casi lúgubre, algo no me gusta, pero me quedo inmóvil cuando se abre la puerta y veo apoyar, lenta pero firmemente, sobre el liso asfalto unos zapatos brillantes, que parecen ser estrenados en este momento. No sé por qué pero siento miedo. Mientras tanto Héctor frena para prenderse un cigarrillo, está parado un metro más adelante del fin del capó pero de espaldas al auto, su encendedor no funciona, hace rodar una y otra vez la piedra, pero es inútil, me acerco a ofrecerle mi ayuda, nuevamente: no me escucha. Está saliendo el hombre, pero no es cualquier hombre, lo cierto es que me intimida más que su auto y sus nuevos zapatos. Camina junto a mí, él sí me ve, me sonríe sádico. Héctor no nos percibe, ni a mí, ni al auto, ni a él, ni a sus zapatos, ni a su raya al medio marcada con regla, ni... Todavía intenta encender el cigarrillo, cabeza dura como siempre, no va a dejar que ese cacho de plástico lleno de gas le impida saciar su apetito. El hombre se acerca a Héctor, grito todo lo que puedo, la gente en la calle desaparece, tengo los pies clavados al piso. Cierro los ojos, no quiero ver esto, huele a nafta o querosene. Comprendo por qué estoy acá. Se escucha un estruendo seguido de largos pasos de zapatos nuevos, el portazo y la huida de la parca, en su rocinante auto negro. Los abro, Héctor me ve, se emociona, nos abrazamos y sabemos que nuestro destino ha vuelto a ser uno, quién sabe esta vez por cuánto tiempo.


María Tatiana Rojo

[1] Tema “La vida, las mismas calles” de La Renga, álbum “La esquina del infinito” (2000)

martes, 16 de octubre de 2007

Otro buen cuento: Mensaje


Nada fue igual después de aquel 28 de octubre de 1977 para Augusto Peñalba. Desde ese miércoles primaveral en el cual su mujer dejó de estar a su lado, todo careció de sentido en su vida.
Habían sido quince años los que Augusto Peñalba vivió junto a Mercedes hasta aquel día de octubre. Ni una carta, ni un mensaje dejó Mercedes. Sin embargo, Augusto no sintió la necesidad de buscar nada. Nada encontraría en la radio. Nada encontraría en la televisión. Nadie escribiría sobre ella en los diarios.
La casa en donde vivieron tanto tiempo permaneció intacta a lo largo de los años. Augusto Peñalba había tomado la decisión de dejarla tal cual estaba aquel día. “No sea cosa de que Mercedes vuelva y se enoje porque le toqué las cosas” fue el pensamiento que acompañó a Augusto Peñalba con el correr de los años.
La habitación matrimonial conservaba los muebles en su lugar. El ropero aun resguardaba la ropa de ella en el mismo lugar en el cual lo había acomodado. En la mesita de luz, sobre la tapa de El Capital, todavía descansaban los anteojos que utilizaba Mercedes para leer por la noche. La persiana de la ventana permaneció baja y sin ningún síntoma de querer ser levantada alguna vez. Hasta el mantelito tejido por Mercedes, percudido y amarillento, reposaba sobre el mueble del televisor blanco y negro.
Sin inquietudes ni autointerrogatorios Augusto Peñalba se autoencerró y aceptó que el miedo subterráneo lo dominara. Dejó pasar los años y las etapas. Jamás pudo salir de sí mismo. Nunca logró mover las cosas del dormitorio ni levantar la persiana. Ni los vientos más alentadores pudieron empujarlo al compromiso. Así vivió hasta ayer. Veinticinco años pasaron. Veinticinco los que cumpliré mañana. Solo una vez pude decirle padre a Augusto Peñalba. Sólo una vez. El miedo que lo acompañó hasta ayer fue el mismo miedo que paró su corazón al conocerme.
Soy el número 76, y no es sólo un número. Lamento que augusto Peñalba haya entendido y aceptado el mensaje.
Darío Vargas

lunes, 24 de septiembre de 2007

Cuento: Revancha

¿Qué es el amor? Me lo había preguntado reiteradas veces. Nunca dejé de hacerlo. Pensaba que era paciencia, lástima, costumbre. Tenía un muy mal concepto del sentimiento más hermoso. Bueno, tenía el que la vida me había enseñado. Pero nada en él me recordaba al clima primaveral ni me hacía sentir mariposas en la panza.
Solo una vez me había visto embelesada por un hombre, pero él no me correspondió y, desde entonces, me cerré al amor. Me casé con Jorge a los treinta años. Jorge era abogado y decía amarme y yo, convencida de que nunca volvería a sentir lo que en tiempos de rechazo, me dejé querer. Trataba de ser afectuosa con Jorge, al fin y al cabo, él no tenía la culpa de mi suerte. Él por su parte, se negaba a ver que yo lo quería, pero no lo amaba, como aquel que se niega a aceptar aquello que, sabe, le hará daño. En realidad, se rehusaba a admitirlo, porque, no verlo, era imposible. No es que lo tratase mal pero los ojos no me brillaban cuando lo tenía en frente y mi pulso no se aceleraba en su presencia.
Jorge estaba enfermo. Y yo lo supe al poco tiempo de casados. Es que durante el noviazgo, no había presentado síntomas. De todos modos, nos habíamos casado muy pronto. Reconozco que le temía a la soledad y por eso decidí dar el sí lo más rápido posible. Si no era Jorge, sería otro. Todos me daban lo mismo desde que aquel hombre que había idealizado, no me había aceptado. La enfermedad de Jorge era de difícil cura: alcohólico y golpeador. Siempre me hacía daño pero él siempre decía arrepentirse y, entonces, yo lo perdonaba diciéndome a mi misma que no había querido hacerlo. - ¡Te amo! Me decía él después de cada golpe, al tiempo que yo, derramaba de los ojos, lágrimas y, de la nariz, sangre. Lo perdonaba, siempre lo perdonaba. Un poco porque creía en su arrepentimiento, otro poco porque me sentía responsable. Cabía preguntarse quién era más necio y ciego de los dos, pero no había lugar para respuestas
Las palizas eran parte de mi vida, un momento más en el día, como desayunar o bañarme. Pero la de esa tarde fue diferente. El jardinero que siempre venía estaba enfermo por lo que había mandado a su hijo. Creyendo que era un amante, y una vez que este se hubo marchado, Jorge tomó bruscamente la olla en la que estaba hirviendo agua para la cena, arrojó su contenido sobre mí y me quemó la cara. En ese instante me sentí colmada. No fue el hecho en sí, sino que estaba cansada de sus reacciones. Estaba harta. No quería seguir tolerando. Estaba ida, con la mente en otro mundo. No lloraba, no gritaba ni suplicaba piedad. Tampoco me resistía como otras veces. No podía reaccionar, no me reconocía.
Esa vez retrocedí a un lugar al que creí que nunca volvería. Al más peligroso y temible: al de los recuerdos, al de la infancia.
Allí estaba yo, soplando siete velitas y pidiendo tres deseos, que, desde mi ingenuidad, confiaba en que se cumplirían. Ese día había sido bueno. Mis amigas de la escuela me habían llenado de regalos y de buenos deseos. Todo estaba bien hasta que la casa quedó desierta de gritos y risas. Con globos y guirnaldas en el piso y la mesa llena de snack desparramados, fuera de los platos que habían sido su sitio.
- Ordená este caos Liliana, le había dicho papá a mamá.
- Siempre está dando órdenes y nunca colabora – había susurrado mamá. No sé cómo no se dio cuenta de que papá podría escucharla.
- ¿Qué dijiste?
Y lo había preguntado. Era la pregunta que antecedía a la locura. ¿Para qué contradecirlo? No era posible. Mamá lo sabía y yo también. ¡Dios! Para entender ciertas cosas no hace falta vivir cien años. Podía oler su miedo, como aquel que percibe la calma en un film de terror y entonces sabe que, en el momento menos esperado, un brusco sonido, asaltará a la pantalla y estremecerá al espectador.
Corrí a esconderme a la cocina y, desde allí, observé cómo la suave y blanca piel de mamá, se poblaba de manchas rojas que al día siguiente, se volverían violetas y le dolerían al menor roce. Era más de lo mismo. En sus arranques de ira, papá parecía divisar en el rostro de mamá una bolsa de box y la llenaba de dedos de derecha a izquierda, sin detenerse. Y siempre terminaba con la misma escena. Papá jugaba al arrepentimiento y lloraba, pidiendo disculpas y susurrando palabras dulces.
Perdón. Con esa palabra, todo se solucionaba y la culpa era de mamá, porque aceptaba que así fuera. Sólo de grande pude entenderla. Repetía la historia. Me daba lástima y bronca a la vez. Pero no había nada que hacer, ese sentimiento de culpa que se apoderaba de ella era quizá tan intenso como el que sentía yo con Jorge. Y tal vez hasta los perdonábamos para no cargar con ese peso en la conciencia. Al fin y al cabo, estaban enfermos. Ese día desde la cocina, me había brotado de ira. No toleraba que le hiciera daño a la mujer que más amaba en este mundo. Padecía la impotencia de tener siete años y tenía miedo de terminar en coma o muerta si intentaba defender a mamá. Por eso me imaginé agarrando la estatuilla de plomo que mamá había ganado en el concurso de patín artístico y que ahora me había regalado. Con el objeto contundente en la mano, tal vez hubiese podido ir por la espalda de papá e impartir una justicia que nadie imponía. Había deseado fervientemente aplastar cada lóbulo de su cráneo, dejarlo inconsciente en el piso, desangrado, golpeándolo incansablemente una y otra vez, hasta no tener más fuerza, hasta asegurarme de que mamá no sufriría nunca más por la bestia que papá llevaba adentro y que siempre, sin razón, salía a flote.
Pero ese era mi pasado y recién lo entendí cuando volví en mí, con la cara todavía lastimada por el agua de la olla y con un atroz ardor recorriendo mi rostro. Muy lentamente, shockeada aún, bajé la vista. Estaba arrodillada, las manos llenas de sangre, la estatuilla que mamá me había regalado a la derecha y, a la izquierda, un charco de sangre que emergía de la cabeza de mi marido.
Karina Teruel

viernes, 13 de julio de 2007

Definiciones e instrucciones sobre algunas protestas

Estamos acostumbrados a verlas, prendemos la televisión, escuchamos la radio, o simplemente caminamos por zonas céntricas y no podemos evitar toparnos con ellas, incluso, muchas veces oímos preguntas sobre sus orígenes y el modo de llevarlas a cabo: protestas, hemos aquí algunas instrucciones y definiciones sobre ellas.
Protestar implica, en primer lugar, no estar de acuerdo con determinada situación. Pero con eso no alcanza, en segundo término, lo que las diferencia de cualquier pulsión primaria de queja, es el hecho de dar a conocer la discordancia de un modo, no solo organizado, sino también original. Cada punto de conflicto tiene su manera ordinaria de manifestarse: generalmente, los piquetes, que suelen estar asociados con problemas como el hambre o el desempleo y la pobreza, se caracterizan por los cortes de ruta, la quema de gomas, el rugir de bombos y aroma que emerge de las ollas populares, entre otras cosas. Cuando el gobierno comienza a declinar y los conflictos tocan a la mayoría del pueblo, éste se autoconvoca a lugares típicos como Plaza de Mayo, con elementos de alta peligrosidad auditiva: las cacerolas y las cucharas. Los delitos, sobre todo actos de corrupción, suelen repudiarse con escraches, que consisten en dirigirse al domicilio particular o laboral del acusado con huevos, harina y cánticos. La gente que los realiza no necesariamente debe saber de cocina y de música, basta saber abrir el paquete, arrojar con cierta puntería los huevos e ingeniárselas para entonar un poquito, para que esos productos de la naturaleza, vayan a parar, apenas se haga presente el susodicho, a su cabeza. En cambio, al mencionar las protestas vinculadas con la educación, es común relacionarlas con la “carpa blanca”, y no es casualidad que así sea, todos recordamos el histórico acampe, que para las generaciones actuales se convirtió en el modo tradicional de protesta. El problema de la educación no cesa hace mucho tiempo, últimamente los docentes, apoyados por algunas agrupaciones inmersas en dicho ámbito, decidieron instalar dos carpas frente al Palacio Pizzurno, imagínese usted si tuviera que haberlo hecho. Para facilitarle el trabajo aquí le damos algunas pautas. Principalmente únase con un grupo de gente que tenga ideas y reclamos que respondan a los que usted apoya, luego, discuta con ellos el lugar, la hora y la cantidad de días que acamparán. Cuando éstos estén definidos es necesario planear un cronograma de actividades (clases, representaciones artísticas, debates, formulación de petitorios) que alguien tiene que divulgar para lograr una mayor convocatoria. Al llegar el momento pactado no hace falta conocer demasiado sobre el modo de armar la carpa, basta con buena voluntad y algo de maña para ver surgir desde lo bajo, las alas blancas que durante un tiempo lo abrazarán y protegerán de las condiciones climáticas. El color es sumamente importante ya que representa, por un lado, el clásico tono de los guardapolvos utilizados en instituciones de educación pública, y por otro, lo anteriormente mencionado, las alas de la paloma blanca que representan a la libertad. Definitivamente este no es un campamento convencional, pero no puede faltar –como en cualquier otro camping– el mate y los biscochitos, es necesario designar a uno o más cebadores oficiales, dependiendo de la cantidad de termos y mates (por esa creencia de que si cambia el cebador el mate se lava), este es un muy buen método no solo para aliviar a las personas del frío, sino también para integrarlas a la ronda, a las charlas y actividades. Al continuar con la organización, algo que no puede dejarse de lado es la presencia de carteles y banderas que llamen la atención, éste es un requisito fundamental, llamar la atención, ¿de quiénes? de todos, de los que leen, los que no, de los que saben y apoyan, o no saben, o no apoyan. El objetivo primordial de este y otros reclamos es que el mundo se entere de su existencia y tome partido, ya que sin discusión no hay posibilidades, y menos, propuestas de cambio.
Luego de las jornadas, que suelen ser largas, puede obtener varios resultados, el logro de las metas fijadas, su fracaso, el apoyo o no del pueblo y en algunos casos solo el recuerdo de la protesta realizada. Será usted quien se conforme con alguna de estas posibilidades, lo que si se puede asegurar, es que al finalizar protestas de esta naturaleza, usted se sentirá útil, activo y sabrá por siempre que no está solo.

Trabajo grupal

viernes, 6 de julio de 2007

Relatos hiperbreves

Nacimiento

Con una enorme sonrisa y mientras acariciaba su vientre, le dio la noticia a su marido de que vendría la cigüeña. Nueve meses después, el ave llamó a la puerta y puesto que nadie le abría, pobló de plumas el jardín. La mujer escuchó un llanto, vio su vientre hinchado y no se explicó la presencia de su bebé junto a aquel pajarraco.
Karina Vanesa Teruel

domingo, 24 de junio de 2007

Reflexión acerca del paro universitario

Este último paro Universitario, si bien fue más masivo que los anteriores, me produjo la misma sensación: no cambia las cosas, y esto es en definitiva, porque no moviliza.
Creo que el gran problema que tenemos como Institución es que se asumen como naturales en el colectivo imaginario -tanto de los miembros que la conformamos como de la sociedad toda- situaciones que son alarmantes, y que deberían preocuparnos a todos e incentivarnos a pelear para se modifiquen. El hecho de que los edificios donde cursamos sean una vergüenza, que los docentes cobren sueldos lastimosos, que una enorme cantidad de ellos trabaje ad honorem y los mismos paros universitarios (prolongados o no, con movilizaciones o no); forma parte de esta lógica, tanto en nuestras cabezas como en las de nuestros gobernantes. Y esto es lo peor: parece que fuera normal que en las Universidades Públicas se trabaje gratis y se estudie en las peores condiciones: (es así, esto es la UBA)
Tengo la sensación de que esta instancia de reclamo, el paro, está agotada. Es necesario buscar otra alternativa, otro camino para realizar los reclamos. Sin embargo, realmente, no se me ocurre qué pueda ser. Considero que la primera dificultad a solucionar es la desunión reinante entre la mayoría de los miembros que formamos parte de la UBA. Por lo general, los alumnos no se sienten parte del reclamo que se lleva a cabo y no hay que dejar de tener en cuenta que esta situación muchas veces se ve fomentada por docentes que no avisan a los alumnos que se adhieren, no dan motivos, no intentan reflexionar en grupo sobre el tema, es decir toman el reclamo como algo que atañe solo a una parte.
Considero, aunque suene a imposible, que sólo cuando tengamos claro que formamos parte de lo mismo y que las mejoras nos van a beneficiar a todos; cuando nos unamos en pos de este objetivo es cuando van a surgir las mejores ideas, que van a traer, a la larga, las soluciones.
Brenda M. Sabbatino

jueves, 21 de junio de 2007

Instrucciones para mirarse en un espejo

En la profundidad habita aletargado todo lo que nos pasó, lo que fuimos y seremos. Trate de dejar sus expectativas de lado y enfrente al espejo. A simple vista el reflejo le devuelve un gesto cansado, ojos irritados, baba seca. Concéntrese en ver en lo profundo de sus ojos aquello que lo acompañó tantos años. Súbitamente aparecen pajaritos muertos, doncellas ebrias descansando en el pasto, locuras del amanecer que dejaron sus marcas en los tibios pómulos. El cristal de aspecto acuoso lo arrastra a lo profundo, allí donde duermen los modelos de la vida que lo defraudaron, y los que aún quiere seguir en la densa aventura que dibujan los días.
¡Atención! Aun cuando el espanto tiña al espejo de negro, no lo rompa. Muchos han muerto tras realizar esa torpe maniobra, que prometiendo la salvación del momento, solo cumple con el designio del abismo. El espejo no promete devolver flores, a veces solo entrega imágenes del dolor, llanto en la oscuridad, cuerpos retorciéndose en la cama, hambre en la noche, gritos en el techo. Por eso muchas personas no se miran a los ojos en los espejos, solo atienden a su cabello, cuerpo, dientes y ropa. Mirar en lo profundo del espejo a través de los ojos implica un acto de valentía y fe, casi criminal.
En el espejo se encuentra un mundo que es nuestra interioridad, allí conviven nuestro fracaso con nuestra gran alegría, nuestro enemigo con nuestro gran amor. En el espejo vivimos, el reflejo somos nosotros, esa es nuestra existencia y no esto, combinación de huesos, carne y sangre.
Nicolás Oscar Blanco

miércoles, 20 de junio de 2007

Una completa definición de "El prisma"

No es que el diccionario se equivoque, sería imposible discutir con él. Quizás lo que sucede es que esté incompleto… o ni siquiera eso. Simplemente se olvidó de uno de los significados del vocablo prisma. Tal vez ni siquiera lo olvidó, sólo se le pasó por alto el significado social. Un prisma no es una pirámide de cristal usada para la descomposición de la luz o, mejor dicho, es eso y mucho más. Es un ser casi noctámbulo que se esfuma en los callejones de las ciudades. Un sujeto que, a pesar de mostrarse lo más honesto y transparente posible, genera intriga en el resto de la sociedad. Se lo admira a la vez que se lo apalea. Los gobiernos lo amordazan pero él no acata. Este individuo prismático tiene la característica de absorber la realidad, la toma prestada y la convierte en arte. Chupa los miedos, las broncas, las angustias y las injusticias, y con su magia única las distorsiona, las disimula hasta convertir este caldo en caviar. Logra lo que sólo él puede lograr, lo efímero deja de ser fugaz y se convierte en eterno. Pasa a ser un documento de la sociedad, un complemento de la identidad. Lleva el grito sordo del pueblo a su máximo esplendor. En su mente los colores no son colores, son otros mundos posibles, las texturas, las formas, los sonidos, no son más que ideas apaciguadas por la belleza.
Mientras una pirámide de cristal permite la reflexión de la luz, invisible al ojo humano, el prisma decodifica la urgencia en la mirada de aquellos necesitados que la mayoría no ve.

Flavia Yanucci

sábado, 16 de junio de 2007

Una mirada patafísica: "El desesperado"

El desesperado convive con la especie humana, se desconoce si pertenece a ésta, aunque se ha comprobado que si se somete a un individuo vulgar a grandes dosis de esperas puede obtenerse fácilmente un desesperado. Físicamente se diferencia del resto de los sujetos por sus gestos y ademanes principalmente, tales como: ligero movimiento ocular, capacidad efervescente para ir y venir y un elocuente parpadeo semi-intermitente.
Se alimenta de labios, uñas, dedos y codos propios, es de andar y ambular impaciente, elocute frases tales como “¿cuánto falta?” o “¿cuándo llegamos?” y ha de repetirlas en forma estulticia y constante, tornándose importuno, hasta que otro cuerpo, cercano, no perteneciente a la especie le propine un grito exacerbado o en el mejor de los casos un “¡¿podés parar?!”.
Se altera fácilmente cuando el tiempo osa correr, o hacerse más lento, según la conveniencia para la ocasión que lleve al correspondiente individuo desesperado a ser tal, y tiende a parvificar circunstancias pedestres que puedan perturbar el transcurso del tiempo, ya que éste, generalmente, es la principal variable de su estado psíquico-mental anímico.
Se exaspera ante alguna coyuntura aprovechable, volviéndose oportunista y más aún si se trata de ofertas peculiarias que le permitan sacar provecho o reservarse para sí una parte se su caudal, o ahorrar, o mezquinar, tales como rebajas considerables y significativas en tiendas o supermercados.
En pocas ocasiones ha de encontrárselos surtos o sosegados, los desesperados se caracterizan más bien por la impaciencia, la intranquilidad, el desasosiego y la urgencia. Son propensos a elaborar especulaciones y conjeturas, en la mayoría de los casos incorrectas o insólitas. Si bien residen en diversos hábitat tales como el campo, las montañas, los pueblos y las ciudades, se ha observado que el sustrato más propicio para la generación y reproducción de desesperados son las grandes metrópolis.
En la actualidad los desesperados constituyen una especie en peligro de extinción, amenazada por el crecimiento demográfico de otras especies depredadoras como los psicólogos, los llamados amigos tranquilizadores, o los individuos de mal carácter y poca paciencia que debido a sus propiedades intrínsecas parecen ser los más indicados para propinarles gritos moderadores, retos apaciguantes o improperios que los calmen o serenen.
Paula Ayelén Rodríguez

martes, 12 de junio de 2007

De ayer, de hoy y de siempre

Tener el placard a la moda, recibir mensajes de texto, planear la salida del fin de semana, pensar de qué gusto preparar la próxima torta de cumpleaños, elegir una carrera universitaria o terciaria, llegar temprano al trabajo, parecen ser las preocupaciones de algunos que organizan su agenda con actividades en torno al mañana.
Vestir siempre el mismo harapo ajado, desear esa última tecnología de la que no disponen, rebuscársela para conseguir un pedazo de pan, buscar incesante y vanamente un trabajo, no saber leer ni escribir ni tener acceso a la educación, parece ser la realidad de otros, que no tienen agenda porque el despertar de mañana les resulta incierto.
¿Acaso esta diferencia entre unos y otros resulta novedosa, actual, increíble? Lejos de eso, esta brecha, esta falsa promesa de igualdad, de que todo iba a cambiar no nació ni ayer, ni hoy, sino que data de cientos de años atrás.
En la segunda mitad del siglo XIX fueron las revoluciones burguesas, luego de derribar a la monarquía, las que izaron las banderas de libertad, igualdad y fraternidad. Curiosamente, esa igualdad nunca existió puesto que los beneficios que prometían ser igualitarios para todos, se restringieron a los intereses de la clase que había logrado la abdicación del Antiguo Régimen.
Aparentemente, el pasado hoy está más presente que nunca ya que la desigualdad de entonces, traducida en satisfacción para unos pocos, sigue siendo igual que otrora, o quizá, ahora esté más intensificada. La mentira de la igualdad se viene arrastrando desde el siglo XIX y no debe existir una sola persona que la crea.
Con sólo salir a la calle, leer un diario, o escuchar un testimonio se puede dar uno cuenta de esta terrible realidad que divide a la sociedad en diferentes clases sociales. Es el pueblo el responsable de elegir democráticamente a quién darle la batuta, a pesar de que luego no se acuerden de que ésta sirve para dirigir la orquesta y no para venderla y enriquecerse.
Sin ir más lejos, hace unas semanas atrás el diario Clarín publicó un titular que rezaba: “La oferta laboral crece, pero deja afuera a los "inempleables" (…) y seguía: "El inempleable es el que quedó absolutamente marginado. Y, a lo mejor, por varias generaciones, porque ni su padre ni su abuelo trabajaron (…) Entre los economistas, se refieren a este sector, el de los más desamparados, como la 'línea dura' de la pobreza, conformada por 3,3 millones de indigentes. Son aquellos que tienen un ingreso familiar por mes inferior a los 428 pesos y que, en muchos casos, llevan años en ese estado de deterioro”.[1] ¿Qué sentirá todo ese grueso de personas que apenas si tiene para comer? ¿A qué puede aspirar aquel que no tiene acceso ni a la educación ni a un trabajo?
Lamentablemente, la desigualdad social es protagonista en todos los ámbitos. En el de la medicina, por ejemplo, lo confirma el testimonio de una médica pediatra del hospital Paroissien, localizado en el partido de la Matanza. La doctora, contó una anécdota de una niña de no más de siete años que llegó descalza y con ropa rota a la sala de urgencias. La pequeña no tenía ningún dolor, al menos físico, sólo quería encontrar un lugar donde pasar la noche. Cuando la doctora se le acercó a preguntarle su nombre o si estaba con alguien, la niña le sostuvo la mirada y contestó "¿a vos qué carajo te importa?" Y salió corriendo para otro sector. Inmediatamente la profesional dio cuenta la policía de que había una menor sola, escondida en el hospital. La buscaron, la encontraron e intentaron calmarla. Recibieron insultos, escupidas, palabrotas, resistencia pero ni una sola lágrima. A pesar de ser una nena, conocía la calle mejor que cualquier otro. Finalmente la policía se la llevó para realizar los trámites correspondientes pero el odio y la bronca de esa nena que quería refugiarse en algún lugar techado seguiría creciendo donde quiera que la llevasen.
Dos años atrás el noticiero mostró un acontecimiento en el que un joven habitante de una villa le robaba el estereo del auto a un comerciante. Este último portaba un arma porque había sido víctima de asaltos en otras oportunidades y aludiendo que había sido en defensa propia, lo mata. Frente a este hecho es difícil juzgar al asaltante y al asesino. El segundo, es víctima del ladrón, da mucha bronca romperse el alma trabajando para que venga otro y reduzca el esfuerzo a la nada. Sin embargo, el primero es víctima de una sociedad tan individualista en donde a cada uno sólo le interesa sí mismo y los suyos y le da vuelta la cara a la problemática de la desigualdad. Quizá este ratero sea la conjunción de la nena descalza del hospital, los “inempleables”, otras historias de vida y quizá también tenga en su alma un odio y resentimiento multiplicado por mil.
Todas estas situaciones no son más que la sucesión de hechos desatados por una desigualdad que existió siempre. El nudo del problema es el egoísmo, el desinterés y la sola preocupación por el bienestar individual y familiar que caracteriza a unos cuantos.
Sólo unos pocos intentan desatar el nudo. Son los que reclaman, marchan y exigen hacer valer sus derechos pidiendo igualdad y justicia. A esos pocos los ignoran, no les dan respuestas y en ocasiones de excesiva represión, los matan. ¿Acallando voces morirá la búsqueda de ideales?, ¿o será acaso un motivo más que se sume para no cesar nunca de luchar por lo justo? ¿Es sensato, lógico, aceptable que la igualdad sea una utopía?
Quizá cuando esa minoría (que intenta desatar el nudo entre aquellos política, social y económicamente débiles y aquellos que enriquecen su propio bolsillo) sea mayoría, el mundo verá cumplida la promesa de igualdad.
El problema del quizá es que los que podrían hacerle frente al problema e intentar solucionarlo, le dan la espalda. Y abstraerse no ayuda, al contrario, complica la cosa cada vez más.
Karina Vanesa Teruel

lunes, 11 de junio de 2007

La carpa universitaria



Los que pudimos estar presentes en la carpa (Rodríguez Peña y M.T. de Alvear), los días miércoles 23 y jueves 24 de mayo, queríamos compartir con ustedes un poco de lo que vivimos.
Si por un momento, tratamos de olvidar el motivo que nos reunía, entonces podemos decir que fue una mañana muy interesante, en la que compartimos nuevas experiencias, trabajando en grupos, con otras comisiones, un mate de por medio que iba y venía y sabiendo que compartíamos mucho más que eso, compartíamos el saber que estábamos ahí por una causa, para intentar cambiar, desde nuestro lugar las cosas que nos parecen injustas. Sin embargo, fue muy triste descubrir que ya nadie se interesa por este tipo de protestas. Ninguna de las personas que pasaron por la plaza, se detuvieron a preguntar por qué estábamos ahí y qué era lo que buscábamos. La mayoría de la gente, pasaba sin siquiera darse cuenta de que estábamos. Quizás, lamentablemente ya estamos acostumbrándonos a que las cosas en nuestro país cuesten tanto. Tampoco se dijo nada sobre esto en las radios ni en noticieros, así que vamos a contarles, ya que seguramente ustedes no lo saben, que el día miércoles 23 estuvo visitando la carpa, la viuda del profesor Carlos Fuentealba, pero a ningún medio le interesó cubrir esta ¿noticia? Y claro, es que este tipo de protestas, lamentablemente, ya no venden.
Uno de los temas sobre los que trabajamos en la clase fue precisamente el de idear algún tipo de protesta, pacifica pero efectiva, algo novedoso, que nos permita llegar a todas las personas que lamentablemente, ya perdieron su capacidad de asombro. En grupo fuimos pensando diferentes propuestas, jugamos un poco dando instrucciones al estilo de “Instrucciones para dar cuerda a un reloj” de Julio Cortázar y la verdad es que salieron bastantes ideas.
Por esto creo, que sería interesante que todos propongamos alguna manera de llevar adelante esta protesta, a través de la página, y que logremos hacernos escuchar pero de un modo diferente, ingenioso, y que logremos, aunque sea por un momento, que nuestras ideas vuelvan a ser escuchadas.

Daniela Saller

martes, 29 de mayo de 2007

Educación: ¿Al alcance de todos?


Desde hace ya varios años, la problemática de la pobreza en América Latina es un tema que atosiga a los sucesivos gobiernos de los países que la componen. Para erradicar las altas tasas de inflación, el gran endeudamiento y otras falencias económicas, se implementaron medidas de ajuste que permitieron un mayor grado de estabilidad y de reactivación para las sociedades eternamente dependientes de fondos internacionales. Este crecimiento trajo consigo una mayor concentración del capital, es decir, una menor distribución del ingreso, que acrecentó las extremas condiciones de vida: aumentó la cantidad de población debajo de la línea de pobreza, mientras los sectores privilegiados superan las condiciones imaginadas en la región, agudizando así las diferencias abismales entre las clases sociales, no solo en el sentido abstracto. Como consecuencia concreta del individualismo que estamos atravesando, cada cual busca el desarrollo y el provecho particular, olvidando el bienestar colectivo, alienándose dentro de submundos que dejan de lado a quienes se encuentran en desigualdad de condiciones. Sobre esto Mahatma Gandhi, amen de su profesión de abogado, decía que nadie tiene derecho a nada hasta que todas las personas puedan ser alimentadas y vestidas, más aún, todos tenemos la obligación de ajustar nuestras necesidades y pasar hambre voluntariamente para apoyar ese fin. “Si un hombre crece espiritualmente, el mundo crece con él, y si un hombre cae, el mundo entero se cae con él”. Veremos entonces que la decadencia del espíritu del hombre se manifiesta también en la educación.
La inequidad, genera una heterogeneidad de niveles educativos que no favorece a la igualdad de enseñanza entre los ciudadanos. Las familias que tienen un alto grado educacional les dan a sus miembros un apoyo que será de suma importancia para que éstos desarrollen mejor su intelecto. Esto sucede inversamente en el caso contrario, los padres que han recibido una educación deficitaria, no podrán guiar a sus hijos en igual medida que los anteriores. Este proceso se agrava en términos económicos. En la Argentina de hoy, las escuelas públicas sufren una crisis tanto de características económicas como institucionales, tal situación influye en la elección de las familias de clases alta y media, a inclinarse hacia los colegios privados, a pesar del esfuerzo monetario, en pos de tomar la mejor decisión. Inevitablemente, lo único que se produce es ampliar la distancia entre los niveles educativos. Al no haber equidad entre dichos niveles, no la habrá en materia social. Las condiciones de trabajo, en tanto sueldos, jornadas y tratos laborales son, en gran medida, mejores para alguien que tiene una participación activa, es decir, una persona que piensa por sí misma, que posee la capacidad de asociarse libremente, escuchando y entendiendo otras opiniones para llegar en conjunto a resultados provechosos. Estas facultades no solo se logran en los distintos trabajos y en el entorno del hogar, sino básicamente en la escuela. Pero ¿qué pasa si quien les enseña a los niños que luchar por sus derechos los dignifica, se encuentra pisoteado, relegado, olvidado? La respuesta está a la vista, lo que sucede, es que los docentes no dejan de exigir mejoras en las condiciones de trabajo, y esa es la forma más valiosa que tienen para enseñar: dar el ejemplo.
En los últimos años, sobre todo al salir de la crisis del 2001, escuchamos hablar del crecimiento que atraviesa la Argentina del siglo XXI, pero qué hay de la distribución y la educación. Para el ya citado Mahatma Ghandi "la democracia es un régimen donde el más débil posee las mismas oportunidades que el poderoso” entonces ¿Qué es lo que genera que cada día concurran al colegio miles de chicos por el solo hecho de recibir una taza de mate cocido y un trozo de pan o galletas? ¿Cómo puede ser que con el dinero que se mueve con la reactivación, los docentes no reciban un sueldo digno y las instituciones de educación pública la suficiente ayuda del gobierno defensor de los derechos humanos? ¿Se les olvida que estudiar y tener un trabajo es lo que dignifica la vida que su gobierno tanto defiende?



María Tatiana Rojo