domingo, 5 de diciembre de 2010

No muy buenas noches

Me estaba helando antes de que viniera el colectivo. Ya eran las cinco de la mañana y no había nadie en la calle. Estaba en Junín y Santa Fe y recuerdo pocos momentos tan felices como cuando vi el cartel con el número 60 a lo lejos.
Apenas subí al colectivo vi al chofer y luego las caras de los otros pasajeros, que no eran más de cinco o seis. Cuando iba a poner las monedas, el chofer movió la mano extendida de izquierda a derecha indicándome que pasara sin pagar. Me detuve a mirar de nuevo a los otros que viajaban. En el primer asiento a la derecha, se ubicaba un hombre joven de no más de 25 años que le hacia compañía al conductor; en el medio se ubicaban tres hombres de menos de treinta años aproximadamente, dos sentados en los asientos dobles y uno a la misma altura, en el asiento individual. El que estaba en el asiento doble, contra la ventana dormía. Por último, en el fondo a la derecha también, pasando la puerta, estaba recostado contra la ventana un hombre de unos 60 años.
Apenas me vieron, los que estaban en el medio me miraron y si rieron, sin importarles que yo me diera cuenta. Bajé la mirada y caminé rápido hasta el fondo. Me dejé caer en el extremo opuesto al tipo que dormía, que emanaba un olor a vino asqueroso. Los que se sentaban en el medio volvieron la vista para mirarme y siguieron riéndose un poco más. A todo esto el colectivo iba cada vez más rápido. A mi derecha, el hombre que dormía se despertó, me miró y se mantuvo despierto.
El que estaba sentado en el asiento doble del medio, del lado del pasillo codeó al que estaba del lado de la ventana, que se levantó con fastidio, pasó por encima de su compañero y vino a sentarse delante mió; el que estaba sentado solo se paró y fue a hablar con el chofer, que ya no frenaba en las bocacalles y pasaba algunos semáforos en rojo.
El que se sentaba delante de mí le pidió fuego al hombre que estaba a mi derecha, quien para dárselo se corrió dos asientos hacia mí, dejándome casi encerrado.
Divisé un palo de escoba partido al medio, que estaba incrustado en una varilla que estaba a una altura un poco más baja que mi rodilla. Lo saqué lo más disimuladamente que pude, y lo mantuve con la mano izquierda al lado de mi pierna. Me costó bastante hacerlo sin llamar la atención, más que nada por la manera ridícula en la que dominaba mi pulso.
Estábamos por Constitución y el colectivo iba más rápido que nunca, hasta que en un momento frenó mucho para doblar, saliéndose del recorrido. Me puse de pie de un salto dejando caer el palo, me paré frente a la puerta y toqué el timbre sostenidamente. Ahí fue cuando ocurrió lo que tanto temía: escuché una voz ronca y grave: “Pibe”. Me di vuelta como resignado; sabía que me hablaba a mí. “Se te cayeron las llaves”. Me di vuelta y vi el manojo en el piso. Me incliné lo más rápido que pude para buscarlas, esperando un movimiento sorpresa mediante el cual me intentaran sujetar por la campera o una patada directa a mi mandíbula. Me paré y muy serio dije gracias. El colectivo frenó en medio de una cuadra en la que no tenía parada, sin arrimarse ni un centímetro a la vereda, y ya estaba arrancando antes de que yo pusiera un pie sobre el asfalto. Salté del colectivo en movimiento. La calle estaba completamente vacía.
Santiago Kinbaum Puccio Posse

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