martes, 23 de noviembre de 2010

Enterrando lágrimas


Lloraba por los gritos, lloraba por los golpes, porque las noches eran el infierno, ahí, en la pieza del fondo. Desahuciado, acurrucado en un rincón, escuchaba, una vez más, como su padre golpeaba a su madre.
Su hermano Javier actuaba diferente. Que es algo normal, que todas las familias tienen problemas, que es común que la gente se pelee.
Esa noche no pudo tolerarlo, llorando y tembloroso, con un palo de escoba en la mano, mientras Javier miraba la televisión, decidió abrir la puerta de la pieza del fondo. Bajó el picaporte y abrió lentamente. Observó los pies de su mamá en el aire, luego, a su padre con las dos manos en su cuello. El golpe fue tan efectivo como podía ser. Pegó en los testículos y su madre cayó al suelo. El padre desde el suelo y aún retorciéndose lo pateó. Ahora vas a ver, escuchó, temblando, mientras trataba de levantarse.
El filoso acero entró por la espalda del padre. Una araña roja en la remera comenzó a crecer en torno al puñal. Se dio vuelta, Javier, su hermano mayor retiraba el cuchillo. La sangre brotó espesa de su boca, su mirada quedó vacía. Esa noche la verdad y la mentira se hicieron cómplices del destino.
Una semana después, luego de que los diarios llenaran sus páginas policiales con títulos como: “Hombre desaparece, su familia desesperada acusa al socio”, “Hombre desaparecido. ¿Nuevo caso de gatillo fácil?”; solo el barrio seguía consternado. Ese martes un vecino golpeó la puerta. Llevaba una carta, con la firma del difunto. Se dirigía a su mujer: María, decía en el membrete. La había encontrado cuando salió a buscar el diario, dijo.
Un nuevo amor, despedida, promesa de enviar dinero, y un “no me busquen más” cerraba la carta.
La mujer lloró y gritó, abrazada al vecino. Los amigos del barrio se acercaban y la consolaban.
Adentro, en la pieza de la madre, los dos chicos, tranquilos. La televisión prendida, el montículo de tierra húmeda bajo la cama y sus uñas negras. Marcas certeras de que, en esa casa, las lágrimas estaban enterradas.
Hernán Viscellino

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