martes, 16 de noviembre de 2010

Muerte al amanecer

Esteban llega a su casa a las tres de la madrugada con el bolso colgando de su mano. Camina a los tumbos, balanceando su cuerpo hacia la puerta de entrada, arrastra los pies con pasos cortos. Cojea de la pierna derecha por una vieja lesión. Casi no puede mantener los ojos abiertos, los parpados le pesan, cabecea vencido una y otra vez. Deja caer el bolso al suelo, sus brazos ya no pueden sostenerlo, escucha un disparo lejano, se detiene, un eco del pasado lo persigue, oye el aullido de los perros y el llanto sin consuelo de su mujer. Se despabila y vuelve en sí. Intenta abrir la puerta pero se equivoca de llave. Prueba con otra. No abre, la coloca al revés, tira de la manija hacia adentro y hacia afuera mientras gira la llave hasta que encuentra la posición y logra abrir la puerta. Llega a su cama. Cae rendido. Se saltea la mañana, como todos los domingos. Cuando se despierta, su mujer lo está esperando sentada en la cama con el mate en la mano. Ella se inclina y le da un beso en la frente. “Buen día dormilón, ¿a qué hora llegaste anoche?”. “Ni idea” le contesta él con la voz gastada como si estuviera afónico. “Ni siquiera sé cómo llegué a casa”. Acomoda las almohadas una sobre otra. Se levanta de a poco colocando las manos sobre el colchón y agarra el mate caliente que le ofrece María. Entre mate y charla se les pasa el tiempo volando. Ya están verdes. Mientras Esteban se levanta para tomar una ducha caliente, ella va hacia la cocina a preparar la cena. Camina por un angosto pasillo, el rechinar de los pisos retumba en toda la casa con cada paso. Se detiene frente a un cuadro dorado, que está colgado en la pared, con una foto vieja de dos niños trepados en un ombú. Los bendice y sigue adelante dejando correr una lágrima sobre su mejilla. Entra a la cocina, agarra las cebollas de un canasto al lado de la heladera y encuentra en el suelo una hoja que se ha caído de la puerta. La recoge, se pone los anteojos que cuelgan de su cuello con sujetadores de piedras brillantes y lee el papel: “Dante, horarios: lunes y miércoles a las 21hs; martes y jueves 22.30hs”
Las manos le tiemblan mientras coloca la nota en la puerta con un imán. Ya no puede contenerse. Llora en silencio. Escucha el rechinar del piso, se seca las lágrimas y se apura a cortar las cebollas para disimular. Cuando Esteban entra a la cocina para poner la mesa, los perros pasan corriendo frente a la ventana de la cocina y comienzan a ladrar en la entrada de la casa. María deja caer el cuchillo al suelo, su corazón se acelera, siente un ruido seco que proviene de afuera, como aquel domingo a la madrugada, se apresura a abrir la puerta. Miguel, su hijo mayor, pasaba a visitarlos con los chicos como todos los domingos. “Hola viejita, ¿me das el escobillón y la palita? Se me cayó una gaseosa de vidrio”. Los chicos saludan a los abuelos y se quedan en el patio jugando con los perros. Al terminar de barrer, entran a la casa a charlar. María pone los fideos con salsa en la mesa. “Una hora cocinando para que en diez minutos se comieran todo. Se nota que estaba rico porque no dijeron una palabra”, dice María. “Lo que vos cocinás siempre está rico”, contesta Miguel. Y agrega: “pájaro que comió... vamos chicos que mañana hay que ir a la escuela y los abuelos están cansados”. “Avisame cuando lleguen”, le dice la madre.
Ella se queda limpiando la mesa y los platos. Se queda despierta, mira la televisión esperando el llamado de su hijo. Pasan las horas, ya tendría que haber llamado. Primero piensa, positivamente, que quizás se haya olvidado. Luego ve en el noticiero accidentes de autos, robos, secuestros dentro de barrios privados y empieza a desesperarse. Agarra el teléfono, lo llama a la casa, nadie contesta. Busca en la agenda el número del celular, la vista se le nubla, no puede leer con claridad. Despierta a su marido a los gritos, los perros ladran en la entrada de la casa, escucha un disparo, los perros aúllan, corre a la entrada, el recuerdo de su hijo Dante yacía en el piso de la vereda. María sigue en el teléfono escuchando su mensaje: “Hola, habla Dante. Voy a bailar con los chicos. Vuelvo tarde, no me esperes. Te quiero mamá”.
Esteban llama al celular de Miguel. Ya había llegado a la casa pero se le había cortado la luz y el inalámbrico no andaba, y se le había acabado la tarjeta del celular. “Estamos todos bien, no se preocupen”.
Patricia D. Partarrieu

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