domingo, 12 de diciembre de 2010

Solidaridad por un recital

Ya se vislumbra la llegada de la noche porteña. Es 8 de octubre y se cumplen cuatro años de la tragedia vial de los nueve alumnos y la profesora de un colegio de Villa Crespo. Hoy, como cada aniversario, los allegados lo celebran con un recital benéfico para concientizar a jóvenes y adultos sobre la prevención de accidentes de tránsito en las rutas argentinas. Para otros, es la oportunidad de ver a sus artistitas preferidos por primera vez. Las entradas que siempre son costosas, hoy son gratis. Pero siempre y cuando obtengas un ticket para ingresar. El problema era conseguirlas: padres y estudiantes de esa escuela secundaria eran los encargados de distribuirlas entre sus conocidos. Dos adolescentes recién atraviesan los molinetes de la estación Leandro N. Alem. Un pibe de unos escasos veinte años, con unos de pantalones verdes musgo gastados, una remera de Divididos holgada por su pequeña contextura física y zapatillas con una vasta experiencia callejera se les acerca.
– Amigo, disculpame. ¿Ustedes están yendo para el recital?- pregunta mientras exhibe una entrada junto al folleto con los packs sugeridos por los organizadores del evento para las donaciones.
La pareja se detiene, atemorizada ante la posibilidad de ser víctima de algún robo.
– Sí – responden, a dúo y con cierta timidez.
– ¿No te sobra una entrada? Porque se me salió esta parte de la entrada y no me quieren dejar entrar – explica mostrando un ticket sin el troquelado.
– No, maestro, no tengo – contesta el joven de pelo negro mientras le indica a su novia cuál de las dos bocas del subte es la que sale al Estado Luna Park.
El muchacho de aspecto desprolijo da media vuelta en busca de otros jóvenes, posibles poseedores de entradas excedentes. Repite la estrategia sin obtener un resultado positivo. Su rostro muestra su impotencia ante la falta de respuesta de aquellos que transitan frente a la boletería de la estación. Prueba con las personas que suben por la escalera mecánica y también por la “común”, pero la contestación no se altera: siempre es un “no” seco, tajante. Aunque nadie lo perciba, la negativa es una puñalada para un muchacho que ha esperado la oportunidad de ver a sus ídolos desde hace largo tiempo. Días atrás había escuchado a Matías Martin en la radio informando sobre la fecha y los artistas que participarían del recital. Tras dirigirse al lugar desde donde emiten el programa y escuchar “Ya no quedan más entradas por sortear” sus ilusiones se desvanecieron. Sólo le quedaba aguardad al día del recital en las cercanías del estadio.
A los pocos minutos se aleja de la escena pero intenta obtener de cualquier manera el pedazo de papel que lo alejase por unas horas de su triste realidad. Se dirige hacia la entrada del estadio. Camina despacio, mirando al piberío que lo mira con hostilidad, con desconfianza. Se siente incómodo, observado. Ya se encuentra ante una valla de ingreso sobre la calle Bouchard. El de seguridad, de pechera naranja chillón, con un gesto adusto le dice: “Sin entrada no podés pasar, haceme el favor de correrte”. Intenta alejarse del patovica pero no pierde las esperanzas. Habla con una mujer de unos 40 años que está recibiendo las donaciones y diferenciándolas para luego empaquetarlas.
– ¿Señora, puedo hablar un toque con uste´?
– Sí, decime –responde amablemente
– Mire, le cuento. Yo vivo en la calle y no tengo como para pagar una entrada para escuchar a estos grosos. ¿No me conseguiría una entrada? De corazón se lo pido, no le vengo con caretajes sino que voy de frente.
La señora conversa con otra voluntaria que se encuentra a su lado. No parecen muy convencidas de dejarlo ingresar. En las anteriores ediciones algunos jóvenes habían denunciado hurtos durante los espectáculos. La repartija de entradas en los días previos a este nuevo show conmemorativo había estado mejor organizada para evitar que esos lamentables hechos se volvieran a ocurrir. La gente que espera a sus amigos para entrar todos juntos observa la insistencia del muchacho. Necesita saciar las ansias de estar cara a cara con sus referentes de la música. El murmullo comienza a oírse. Poco a poco van insinuándose aplausos. Las dos voluntarias abandonan transitoriamente su tarea y le comunican al hombre fornido su veredicto: permitirle la entrada al joven.
No obstante, una mujer, de rojizos rulos recién teñidos, se frena delante de las vallas de ingreso. Se niega rotundamente a que ese joven sea parte del evento solidario. “¡De ninguna manera! Todos los años nos piden lo mismo estos purretes y después adentro comienzan a afanarles a los chicos que vienen a apoyar la causa”, lanza la anciana. En ese instante empiezan los primeros abucheos y gritos. “No seas gorra, dejalo entrar al pobre pibe”, se escucha. Pero, ella mueve su cabeza de un lado hacia el otro. Nada parece cambiar de opinión a la señora. Se posa sobre la vaya para certificar quién entra al estadio. El joven cada vez tiene menos esperanzas, los gritos habían producido un brillo en sus ojos que ya no estaba. Parecía condenado a escuchar a sus ídolos a través de un disco.
Unos minutos más tarde algunas allegados a la anciana son notificados de la situación y se le acercan para que cambie de parecer. El cántitico “Que entre, que entre” se hace presente en la escena. Le cuenta cuánto a esperado este chico por ver a su banda y la abuela abre, por un segundo, su corazón. Sonríe y le dice: “Perdón Cielo, jamás te olvidarás de este día”.
El público presente se funde en un gran aplauso y griterío general. Con una sonrisa tan amplia como sus ilusiones y sus ojos llenos de luminosidad ingresó en el Palacio del Boxeo a la espera de encontrarse con los suyos. Sin dudas, el recital fue solidario.
Martín Waisman

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