martes, 23 de noviembre de 2010

En la periferia

Era una tarde de un frío martes, cuando sonó el teléfono interrumpiendo el té de hierbas que acostumbraba tomar Delia. Era una voz femenina la encargada de esta nueva ilusión, después de tanto tiempo transcurrido, una posible nueva esperanza. Pero recordó a tiempo historias similares, recordó la cautela que se debía guardar en estas ocasiones, fue así cómo su cuerpo, volvió a pisar firmemente la tierra.
Fijaron su cita para el jueves. Poco menos de dos días la separaban de aquella mujer, de modo que antes de ser invadida completamente por la ansiedad, decidió irse a dormir temprano, más temprano aún de lo que acostumbraba.
El jueves pasó entre el viaje al centro, para realizar la caminata por la plaza, la posterior vuelta a casa y otra vez a dormir. Los últimos años dormía más de lo que estaba despierta, tratando de evitar llantos prolongados con preguntas a un Dios que pocas respuestas podía dar.
Llegó el viernes y encontró a Delia recostada en la cama de su hija, rodeada de cuadernos de amarillentas hojas con caligrafía infantil. Hundida en su lectura recordó un acto en la escuela de Emilia. Cursaba el cuarto año de su primaria, acompañada por sus características dos trenzas, su guardapolvito almidonado decorado a la altura del corazón con los colores patrios. De fondo el himno y el canto a coro de todos los escolares: ¡Oh juremos con gloria morir, oh juremos con gloria morir!
El timbre la trajo otra vez al presente, debe ser ella, pensó Delia.
A pasos firmes caminó hacia la puerta, pegó su ojo a la mirilla, y sí efectivamente, aunque no la conocía, debería ser ella. Abrió la puerta y la hizo pasar. La mujer del llamado parecía más nerviosa de lo que estaba Delia, movía los dedos de su mano izquierda provocando un débil “crack” cada vez que estos sonaban.
Las miradas de las mujeres se cruzaron, tal como lo había querido Delia desde un primer momento. La informante era una mujer de rasgos delicados, esbelta, de un metro sesenta y pico, de ojos color miel. La mirada de Delia pareció intimidarla, logrando el efecto que esta buscaba, fue así como sin más vueltas aquella mujer le entregó una bolsa que, pese a los años, Delia no tardó en reconocer. Enredó a ella sus brazos llevándola contra su pecho, al mismo tiempo que se mecía lentamente, como quien pretende dormir a un niño. Tomó del interior unos zapatos, que depositó en el piso y una cartera de cuero negra, a la que dejó caer sobre un sillón.
Dos lágrimas recorrieron sus mejillas hasta saltar a su blusa, con un pañuelo secó los surcos que le habían dejado en su rostro. Volvió a mirar la cartera y su mente volvió al pasado una vez más; Emilia bajaba rápido las escaleras, saltando de dos en dos los escalones, la adolescencia había marcado en su cuerpo, proporcionándole curvas propias de una mujer. Se encontraba en el tercer año de la secundaria y por primera vez saldría con un chico, el que poco tiempo después logró ser su novio, llevaba colgada su cartera negra, eran inseparables en aquellos tiempos.
Delia esbozó una sonrisa, la imagen de su recuerdo era tan nítida que hubiese jurado haber visto bajar a Emilia por las escaleras en ese mismo momento.
Los chillidos de la pava hirviendo en la cocina la hicieron volver en sí, le ofreció un té a la informante, quien decía llamarse Juana. Dos tazas humeantes servidas en su medida justa, aguardaban en la mesa. Delia tomó la suya y la acercó unos centímetros hacia sí. Sumergió un terrón de azúcar. Mientras revolvía con delicadeza, su mirada se perdió en el contenido. Pensó en Emilia, y en toda la fuerza de sus dieciocho años. Llena de convicciones, compartiendo junto a sus compañeros una lucha que en poco tiempo dejó de ser solo de ideales. Pancartas, volantes, libros de autores de apellidos extranjeros, eran parte del paisaje de su cuarto. El inicio en la Facultad de Filosofía y Letras en el año 1976 había marcado su destino.
La otra mujer hizo sonar su garganta, a modo de hacerse presente. Delia levantó su mirada y esbozó una sonrisa. Sin más preámbulos la mujer argumentó que debía irse, sin atender a las preguntas de Delia sobre la cartera y los zapatos. Finalmente se marchó dejando a Delia en un nuevo mar de dudas.
Recostarse sería lo mejor, pensó. Luego de lavar sus dientes y peinarse el cabello, se puso su piyama, al terminar dejó caer con todo su peso, su cuerpo sobre la cama.
Tardó unos segundos en volver a abrir los ojos. Y lo único que hizo antes de volver a cerrarlos fue tomar una fotografía de la mesita de luz. En esta una joven, de una gran sonrisa, era la protagonista. Colocó la foto bajo su almohada y se dispuso así a soñar. Después de todo en los sueños no debía lidiar con grandes incógnitas. Allí con solo nombrarla ella aparecía.
¿Dónde estabas Emilia? ¡Me asustaste! Vení, dame un abrazo, te extrañe tanto hijita… repetía Delia entre sueños cada noche.
María Sol Ramírez

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