martes, 2 de noviembre de 2010

Camino

Caminó por la vereda oscura y fría. Todas las noches era la misma acera, de la misma mano. No sabía por qué, pero jamás cruzaba hacia la otra. Nunca tomaba un recorrido distinto.
Odiaba volver a esas horas de la noche. Generalmente la vuelta a su hogar rondaba entre las 22.30 y las 23 horas. En el invierno creía no sentir sus extremidades, ya que el frío hurgaba por sus huesos sin piedad. Tampoco sabía por qué no dejaba ese trabajo. Él era un hombre solitario, no tenía hijos, ni mujer, ni siquiera una madre a quien cuidar. Sin embargo, pasaba doce horas diarias en aquella vieja fábrica que sólo lograba producir pérdidas, y que quizá, prontamente, terminara en la quiebra.
Cuando bajaba del tren, caminaba unas quince cuadras hacia su casa. Durante el invierno, creía que eran cien, y cada paso le parecía una eternidad. Prendía un cigarro tras otro con el objeto de reducir las cuadras. En realidad, pensaba que apurarse tampoco tenía sentido, ya que lo esperaba una casa sucia y abandonada, comida fría en la heladera y el iluminar de un pequeño farol viejo sobre el costado de su cama, que junto a su gran colección de libros, entre los que se asomaba Operación Masacre, que lo estaba terminando de leer por séptima vez, lo ayudaban en las madrugadas de insomnio. Por el piso, había papeles desparramados, fotos, recortes de periódicos, mentiras impresas en los diarios. Blasfemias que no podía olvidar.
En cambio, en las noches de verano, disfrutaba del viento que solo sopla en esas horas, y la vuelta hacia su hogar se transformaba en la felicidad del día.
Ernesto caminó esas mismas cuadras durante quince años, hasta que aquella noche oscura y helada, el escalofrío y la culpa eterna invadieron su vida.
En la esquina, donde siempre encendía su segundo cigarro, oyó el grito desgarrador de una mujer. Lo sintió tan cerca, tan propio, que se asomó para ver que ocurría. Pudo ver como un hombre ultrajaba a una mujer joven. Imágenes estremecedoras atravesaban todo su cuerpo. La mujer intentaba gritar de dolor, y el hombre le susurraba cosas obscenas, al mismo tiempo que las concretaba. Se le cruzó por la mente su realidad y su vida, podía imaginar a su propia esposa, gritando de terror, mientras esos hijos de puta vestidos de civil la torturaban. Pudo ver como el hombre se reía, cuando introducía sus piernas entre las de la joven, y la amenazaba con una navaja para que no pidiera ayuda. Ernesto caminó lentamente al lugar donde se efectuaba la vejación, el crimen que le recordaba el peor momento de su vida, la fecha exacta en que se quedó solo. En un silencio infinito, tomó el revólver que llevaba siempre en su cintura, porque sí, porque allí lo tenía a toda hora, por si se cruzaba con esos hombres que hacía treinta años le habían robado los sueños. Le gatilló en la cabeza. La mujer, cubierta de sangre ajena, quedó petrificada, no lograba entender, apoyada contra la pared se deslizó lentamente hasta quedar sentada en el suelo y comenzó a llorar.
Ernesto la miró y continuó el camino hacia su casa de rejas oxidadas y colores muertos. El resto de las noches las pasó en vela. No sabía si lo atormentaba haber asesinado a un hombre o haber presenciado esa terrible e inmunda escena, que le recordaba aún peores.
Desde aquella noche sus caminos de vuelta varían todos los días. Hasta que quiebre la fábrica.
Julieta Pros