miércoles, 2 de noviembre de 2011

Crónica urbana: Historias del parque

Tarde soleada, los chicos corren de un lado al otro detrás de una pelota que va rebotando torpemente sobre los adoquines, espantando a las palomas que se cruzan en su camino. A lo lejos se puede escuchar música, la calesita, tan colorida, con sus caballos, sus cochecitos, los niños sonriendo, las madres, detrás de la reja mirando atentas, algunas sacan fotos, otras más relajadas, toman mate con bizcochos. Alrededor de la fuente de agua se encuentra un grupo de jóvenes, sus uniformes celestes manchados por el pasto, algunos leen, otros juegan a las cartas, otros miran atentos el fondo de la fuente por si algún iluso sigue creyendo ese cuento de tirar la moneda. Del otro lado de la plaza dos amigas toman sol en biquini, el parquero las mira disimulado mientras pincha los papeles desparramados cerca de los bancos. En unas mesas de cemento, rodeados de palomas dos viejitos juegan al ajedrez. Debajo de un sauce tres señoras mayores charlan mientras se codean, mirando como duerme un linyera a unos pocos metros. Ven un perro que se le acerca, lo olfatea y sale disparando para el otro lado de la plaza. Se ve venir un paseador con unos diez canes, de todos los tamaños, toreando al viento como advirtiéndole sobre su llegada. El joven los ata a una columna de luz y se sienta en un banco a fumar un cigarro. Mira con atención a un señor de unos sesenta años que camina despacio, viste un jean y un saco blanco, y lleva un parlante grande atado en un carrito. Junto a él, una jovencita de unos quince años, con polleras largas, carga un maletín que no hace juego con su atuendo. Ambos paran a la sombra de un tupido algarrobo en el centro del parque. Enseguida se acercan otros dos jóvenes cargando un generador. La chica abre el maletín y comienza a sacar un rollo de cable, un micrófono y adaptadores, en cuestión de minutos conectan todo y el anciano del saco comienza a hablar: “He venido a traerles la palabra del señor, nuestro salvador, quien creó el sol que nos alumbra, el mismo que nos dio vida a cada uno de nosotros y nos puso a prueba del pecado…” La gente se acerca lentamente, es imposible evitar escucharlo, su tono se eleva a medida que avanza su sermón “No podemos permitir que el diablo nos corrompa, debemos hallar el camino del señor y pisar las cabezas de los demonios”. Poco a poco los espectadores dejan de prestarle atención, aunque su voz se oye fuertemente, como un zumbido ensordecedor. Sí parece molestar a las ancianas. Una de ellas, se acerca al predicador y le dice de modo poco amable que baje el volumen del parlante, el religioso se niega, la enfurecida abuela maldice a los cuatro vientos sacudiendo su brazo. El pastor, sin otra defensa que su palabra, comienza a despotricar: sermones en nombre de Dios contra la agresora. Un hombre de traje negro que cruza la plaza se acerca para tranquilizar a la anciana, que luego de descargarse vuelve a sentarse con las otras señoras. El elegante intermediario conversa un momento con el pastor, lo convence de bajar el volumen y sigue su camino. Pocos minutos después las ancianas se van, el predicador recoge los cables junto a los jóvenes que lo acompañan y también abandona el parque. El sol comienza a perderse entre los edificios, la sombra avanza sobre el pasto como una cortina que se cierra lentamente. Las palomas limpian las migas sobre las mesas, los chicos se quedan sin partido, el de la pelota se fue. Poco a poco se va despoblando el lugar mientras el parquero barre sus veredas preparándolo para otro día de anécdotas.

Matías Álvarez Moreno


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