domingo, 13 de noviembre de 2011

Panóptico

Y ahí sigue estando, como todas las tardes, parado en la tranquera de su casa, casa que entonces me parecía de cuento, a media cuadra de la mía. Parece estar limpio de conciencia; perdura firme, aun jugando con su simpatía y bondad, saludando a todo el que pasa por esa calle; el viejo querido del barrio.

Esa tarde calurosa de enero, también se mostró divino conmigo y con mi hermano, y nos invitó a juntar cerezas de sus árboles. Lo que viví fue como el cuento de Blancanieves, que tanto me gustaba y solía contarme el abuelo, pero en vez de la anciana con su manzana roja y deliciosa, se trataba de un anciano y sus árboles de cerezas. Nosotros, que ya lo conocíamos de saludarlo todos los días cuando pasábamos por la puerta de su casa, lo habíamos adoptado como aquel abuelo del que la distancia y el tiempo nos había separado. Así que sin pensarlo y sin pensar siquiera en aquellas palabras taladrantes de mamá: “No hablen con desconocidos.”, agradecimos su invitación y corrimos desesperados para llegar a los árboles de cerezas que estaban a pocos metros de la entrada, y que siempre mirábamos y deseábamos desde afuera.

El mono de mi hermano menor trepó hasta lo alto de aquel majestuoso árbol repleto. Yo, sin poder subirme, inmediatamente recibí la ayuda de ese ser de aspecto tierno y bueno. Contenta por su asistencia y ansiosa por una de sus cerezas, me entregué a sus brazos ya que mi fuerza era la de una pequeña niña, y de tan poca altura que no podía llegar a esa maldita rama que estaba a unos cuantos centímetros más arriba de mi mano estirada. En ese momento su mano comenzó a rozar mi pecho casi acariciándolo, mientras que la otra impactó entre mis piernas intentando elevarme. Fue entonces cuando la imagen de Blancanieves mordiendo la manzana pasó por mi mente, mi corazón se aceleró; aunque las barreras de mi inocencia no me permitían entender ese malestar. Yo sólo estaba hipnotizada por las apetitosas cerezas; ese era mi único deseo, ¿cómo percibir el del viejo?

Finalmente, después de esa rara sensación, llegué a la rama pero al enfrentarme a las pequeñas frutas que siempre tanto me tentaron, quise bajarme rápidamente. Era inexplicable, pero fue haber llegado a esa cima, con demasiado sacrificio para ver las deseadas y llamativas cerezas llenas de gusanos, ¡qué desilusión! Esa imagen de blancos gusanos comedores de fruta que alucinó mi cabeza en aquel instante, fue como la voz alarmante de mamá retándome porque algo mal había hecho. Esos gusanos, esa voz... que no permitían que disfrutara de aquel momento. Por lo que casi impulsivamente hice que mi hermano también bajara, total ya tenía dos bolsas repletas; le agradecimos al anciano y nos fuimos.

En el camino, mi hermano me preguntaba, enfadado, por qué lo había hecho bajar de aquel majestuoso árbol, pero yo seguía pensando en esos asquerosos gusanos saliendo de las cerezas y en la voz enojada de mamá, y no podía emitir respuesta alguna. Escuchaba a mi hermano a lo lejos, como si ya envenenada me quedara sorda, además de alucinada. Sin saber bien por qué, caminaba preocupada, sentía un miedo inexplicable. Se me cruzaban las manos del viejo, los gritos de mamá, las cerezas, los gusanos y la manzana que desmaya a Blancanieves.

Al llegar a casa, mi hermano sonriendo le contó a mamá todo lo que hicimos; también le dijo que yo quise irme; en ese momento sentí que ese niño cruel me había traicionado y que era el momento justo de retirarme por el terror que me ocasionaba pensar en la reacción de mamá frente a lo relatado por mi hermano. Pero ella simplemente, con una sonrisa, preguntó por qué y el temor a que me retara desapareció. Y le contesté: vi un gusano saliendo de una cereza y me dio asco, ¡mucho asco!

Esa noche soñé que era raptada por un gusano gigante que tenía la cara del viejo. Cómo olvidar ese sueño…A la mañana, cuando desperté, confundida y asqueada por el recuerdo de aquel gusano, las sensaciones y confusiones del día anterior pasaron a ser parte, sin querer o queriendo, de aquel sueño.

Desayunando le conté a mi familia la horrible sensación que me ocasionó lo soñado esa noche. Escuché todos los comentarios y opiniones posibles que un padre y una madre pueden dar en momento de vacaciones, donde tienen tiempo de hacer todo tipo de conjeturas. Luego de ser amable con todo lo que me aconsejaron, comencé un nuevo día de vacaciones con los amigos del barrio. Mi inquietud y ganas de encontrarme con mi amiga para planear el día superaban a cualquier gusano que invadiera mi cabeza, así que salí en bici, hacia su casa.

Como siempre, el anciano estaba ahí, desde temprano en la puerta de su cabaña y con su mejor sonrisa, me saludó y me invitó nuevamente a su casa: -“Vení a ver qué linda se ve tu cabaña desde mi ventana”, me dijo el desgraciado.

- Gracias, pero no puedo, ¡me está esperando mi amiga en su casa!

- ¡Solo te llevará unos segundos! Y luego podrás seguir camino...

¡Qué ingenua fui!, tan ingenua que no dudé en entrar y seguir inmersa en la fantasía que me generaba esa casa de duendes; era recrear aquel mundo de cuentos que me hacía vivir mi abuelo con sus relatos. Ni bien cruce esa pequeña puerta de madera de arco redondo, me sentí en la casa de los enanos que tan amables fueron con esa princesa; así como el anciano parecía conmigo. Pero de repente el sol de la mañana desapareció con la oscuridad que había en la casa, por lo que me asusté un poco pero no dije nada y seguí al anciano que me guió a una pequeña escalera, de siete u ocho escalones que desembocaba en un cuarto amueblado sólo con una silla, un armario y una cama cuyo respaldo se apoyaba en la ventana, por la que según él se veía mi casa. Fue tanta mi curiosidad y mi entusiasmo que no lo pensé y fui directo a fijarme si era verdad que podía ver mi casa y, ¡sí!, allá estaba mi cabaña. Entonces, el viejo se acercó hasta casi rozar con su boca mi oído y me susurró: – ¿Viste?, suelo verte todas las mañanas yendo al colegio, y su mano se apoyó en mi hombro y me dio vuelta de manera que mi rostro quedó en frente del suyo. A medida que sentía sus manos, su respiración, su roce; nuevamente aparecieron Blancanieves, la bruja y la manzana .Su boca arrugada, con sabor a tabaco y alcohol sobre la mía, me hizo recordar el asco que me ocasionó ver los gusanos en la fruta, y entendí, ¡sí, entendí!, todo aquel malestar.

Cuando sus labios tocaron los míos, el recuerdo del abuelo se borró y casi escuchando a mamá, corrí a la escalera mientras él, sin tiempo para agarrarme, solo gritaba: –Volvé, estamos jugando-. Pero yo ya no quería jugar más. Con sus palabras retumbando en mis oídos, bajé lo más rápido que pude los escalones, y desesperadamente, crucé esa puerta que me había gustado tanto. Sin embargo, antes de volver a casa necesité algo que borrara ese olor, olor que todavía no olvido. Sin dudarlo, entré al kiosco de la esquina y no sabía qué pedir primero: si pastillas, chicle, chocolate, no importaba qué, sólo quería algo para sacarme ese espantoso olor. Recién entonces, corrí a los brazos de mis padres a buscar protección; solo necesitaba estar con ellos y que me escucharan, que me abrazaran.

Como pude, entre lágrimas y palabras que me salían a borbotones, atropelladamente logré explicar lo ocurrido o, por lo menos, sé que mi papá entendió todo, porque después de mi relato el viejo casi se queda sin cuello. No obstante, fue su máximo castigo, tuvo muy buenos abogados en su defensa: un ejército de latas de cerveza y todas las carencias para ser justificado.

Hoy, cuando viajo a vacacionar y a visitar a mi familia, inevitablemente paso por esa calle. Él sigue ahí, asomado desde esa rara pared que sobresale de su casa, sin techo. La pared solo tiene una ventana cuadrada en el medio. Esa es la ventana, por la cual siempre está viendo. Pero, cuando paso, ya no alza la mirada, ni me saluda. Por el contrario, agacha su cabeza o directamente se esconde.

Yo, si bien ando poco por el barrio, nunca dejé de comer cerezas.

Magdalena Sofia Pascucci

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