lunes, 31 de octubre de 2011

Cuento: Cuando nos mudamos

Lluvia torrencial, humedad, picaduras de mosquitos, peleas, gritos, objetos olvidados en Buenos Aires y otros perdidos en el camino. Una casa nueva en la mejor parte de la zona residencial de Posadas, un enorme jardín repleto de árboles de aspecto ancestral y la tan famosa tierra colorada que aparecía en cada lugarcito en que el pasto no crecía.

Cuando nuestros padres nos dijeron que nos íbamos a mudar, mi casa se convirtió en un verdadero campo de batalla: portazos, gritos y discusiones comenzaron a ser cosas de todos los días. Que nos cambien de barrio era una cosa, pero mudarnos a otra provincia era algo totalmente distinto. Al único que parecía no afectarle esta situación era a Pedro, le daba los mismo irse a Misiones o al Congo Belga, total en donde fuera su actitud de rebelde iba a ser la misma. Desde que mis padres lo habían obligado a terminar con su noviazgo, la relación entre ellos ya no era la misma. En su mirada podía notarse una mezcla entre resentimiento y angustia. Por suerte, era poco el tiempo que le faltaba para irse a vivir solo.

Muchísimas estrategias fueron las que utilizaron mamá y papá para convencernos de que la mudanza iba resultar un cambio positivo para todos. Conmigo no tuvieron problemas, solo bastó que me dijeran que iba a tener una vecina de mi edad para poder jugar a diario. Pero persuadir a mis hermanos les resultó bastante más complicado hasta que a papá se le ocurrió decirles que allá iban a poder usar el auto cuando quisieran ya que el tránsito es mucho más tranquilo que Buenos Aires y que, además, una vez por mes cada uno iba a tener la posibilidad de pasar un fin de semana en Capital Federal. Eso sí, ese viaje no lo iba a poder hacer en auto.

Finalmente, dejamos de entrar y salir de la casa llevando y trayendo cosas. Cerramos la puerta y cada uno eligió su cuarto: Pedro y Manuel, mis hermanos más grandes, eligieron el más alejado de la habitación de mamá y papá, y Alejo y Guillermo se instalaron en el que estaba al lado del mío.

Saqué todas las cosas que tenía embaladas y las ordené en mi nueva habitación. Esta vez, no iba a poner los osos en la repisa, ya me sentía grande. Los guardé, en el ropero. Pero cuando corrí las cortinas para ventilar el penetrante olor a humedad vi que, posado sobre el marco de la ventana, había un horrible pájaro de plumas negras, un poco más chico que una paloma, con ojos grandes, muy grandes y un pico que aparentaba ser tremendamente filoso. Me asusté pero no grité, mis hermanos siempre me dicen que soy una llorona, entonces últimamente me propongo no llorar ni gritar por cualquier cosa. Miré a mi alrededor y le tiré con lo primero que encontré para que se fuera. Lo hizo, sin embargo su presencia me había dejado una horrible sensación. Logró que no pudiera dormir bien.

Me desperté a la mañana siguiente y al levantar la persiana para que entrara el radiante sol, el horrendo animal del día anterior se me apareció. Me estremecí, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Le pegué a la ventana para asustarlo. Se fue.

Angustiada, bajé las escaleras para desayunar. Sorprendentemente mis hermanos ya estaban sentados a la mesa. Mamá me sirvió el café con leche y me dijo que me apurara y fuera a vestirme porque íbamos a conocer a los vecinos. Hice todo muy rápido, ansiaba conocer a mi nueva vecina y, seguramente, futura amiga. Subí a mi cuarto, me cambié y bajé enseguida.

Como todas las mañanas mamá y Pedro comenzaron a discutir. Ella estaba completamente desencajada, todos sus movimientos eran exagerados y el color de su piel había llegado a un tono que jamás había visto. Él, furioso, le gritaba que no tenía ganas de hacer “sociales” y que le importaba un bledo el “qué dirán”. Los dos se dijeron muchas malas palabras, las cuales no puedo repetir, hasta que llegó papá a la cocina y con su grave voz le gritó a Pedro que sus pensamientos no entraban en juego, que hiciera lo que mamá le ordenaba y que si a él no le interesaba lo que pudieran pensar los vecinos, a ellos sí porque eran una familia de clase alta a la que querían causarle una buena primera impresión. Mamá, se calmó, Pedro puso su mejor cara de enojo y finalmente, salimos todos juntos. A mí, lo único que realmente me importaba era que el tétrico animal no se me apareciera frente a mis hermanos.

Caminamos, intentando no pisar el barro del día anterior, los pocos metros que separaban ambas casas. Antes de tocar el timbre, como siempre, mamá nos pidió que, por Dios y no sé cuántos santos más, fuéramos educados. La vecina abrió la puerta con una gran sonrisa y nos invitó a pasar al living. Adentro estaban sentadas sus cinco hermosas y rubias hijas. Mis hermanos no lo podían creer, estaban anonadados, aunque por otro lado hubieran preferido que fueran hombres para poder ir a jugar al fútbol. Durante toda la visita Pedro y la más grande de ellas no pararon de mirarse.

Cuando estábamos por irnos, Irina, la más chica de las hermanas, me tomó del brazo y me invitó a que conociera su jardín. Pasé todo el día con ella, hamacándonos, saltando la soga y jugando al elástico. Desde su patio se podía ver mi ventana y la de los cuartos de mis hermanos. En la mía estaba, nuevamente, el maldito pájaro mirándome desde allí arriba - ¡qué miedo me daba!- y en la del cuarto de los chicos, se asomaba Pedro. No sé qué andaba buscando, pero sorprendentemente no tenía la expresión de enojo que lleva a diario.

Volví a mi casa a la hora de cenar, estábamos todos menos mi hermano más grande. Pregunté por él pero ninguno de los chicos me quiso contestar, me dijeron que era una chusma y que deje de hablar porque sino papá y mamá iban a empezar a pelarse por el mismo tema de siempre: la rebeldía de Pedro.

Durante toda la comida, mamá no paró de repetir, con el tono más angustiado que encontró, que esperaba que ninguno de los chicos tuviera algún tipo de relación con las vecinas porque eso le traería muchos problemas con su madre ya que era la esposa del intendente de Posadas, parecía ser muy prejuiciosa, chusma y escandalosa, por lo cual cualquier inconveniente que surgiera entre alguna de sus cuidadas y preciadas hijas y alguno de mis salvajes hermanos iba a causar un tremendo problema. Prácticamente les prohibió acercárseles, sólo yo podía interactuar con la más pequeña.

Terminamos de comer. Me fui a mi cuarto y mientras subía las escaleras comencé a oír un extraño ruido. Entré a la habitación y temblando corrí las cortinas. Allí estaba, picoteando el vidrio mientras me clavaba la mirada. Mordí mi labio para no gritar y le pegué a la ventana logrando que se fuera. Se fue, pero la imagen del pájaro venía constantemente a mi cabeza, de nuevo no podía dormirme.

Eran las tres de la mañana y los escalones empezaron a rechinar. Con miedo me asomé por la puerta para ver, era Pedro. De dónde vendría, no lo sé.

A causa de mis desvelos nocturnos los días siguientes me desperté muy tarde, sin embargo, volví a ir una y otra vez a lo de la vecina. Casi siempre jugábamos adentro, ya que afuera no queríamos estar para no molestar a su hermana mayor quien se la pasaba todo el día buscando excusas para estar en el jardín. En realidad yo intentaba no estar en mi casa porque de sólo pensar en el pájaro que todas las mañanas y noches estaba en mi ventana se me erizaba la piel.

Regresé, de nuevo, para la hora de cenar. Esta vez, Pedro estaba, pero comió rápido y mientras levantaba su plato y lo dejaba en la cocina gritó:- Me voy, vuelvo tarde. De pronto, había comenzado preocuparse por lo que se ponía y se afeitaba a diario, la última vez que lo había visto así fue cuando salía con Beca. Su relación terminó el mismo día que todos no enteramos de que existía. Rebecca, era judía y sus padres, al igual que los míos, no permitieron que se siguieran viendo. Ni siquiera en el colegio. Pedro quedó destrozado y desde ese día cambió completamente de actitud. Comenzó a discutir con mis papás a diario. Supongo que no podría perdonarlos.

Después de comer, subí a mi cuarto con desconfianza. Abrí las cortinas de un tirón, rezando para que el tétrico animal no estuviera allí observándome con sus enormes ojos, pero ahí se encontraba, esperándome. Mantuve mis ojos sobre él, no dejaba de mirarme, estaba aterrada. Golpeé fuertemente el vidrio para ahuyentarlo. Cada vez que lo veía me quedaba con una amarga sensación. Ya no podía soportarlo, tenía que encontrarle una solución urgente.

Pasaron las semanas, ya todos estábamos acostumbrándonos a la vida en Misiones. A mamá le encantaba la casa, papá estaba contentísimo con su nuevo trabajo, Manuel, Alejo y Guillermo iban al club todos los días, a Pedro, al menos yo, lo veía un poco más relajado y feliz aunque con mi padres seguía en la misma posición, salía todas las noches a hacer quién sabe qué y yo tenía a Irina. Mi único problema era el pájaro, me aterraba, hacía días que no dormía bien y no sabía cómo decir que un estúpido animal me generaba tal miedo (mi hermanos iban a volver a decirme maricona y llorona, y eso era lo que menos quería)

Un día tuve una genial idea. A Manuel siempre le había gustado cazar (cosa que en Buenos Aires no podía hacer mucho). Estuvimos dando vueltas por el jardín (era muy grande, seis veces más grande que el de mi antigua casa), pero no encontrábamos nada, hasta que en un momento al fondo de todo comenzamos a oír unos ruidos extraños, fuimos a ver qué era. Allí, sobre un gran arbusto estaba posado el único inconveniente que yo tenía en Misiones, lo único que podía hacer que mis hermanos volvieran a burlarse de mí. Rápidamente se lo señalé. Tomó la escopeta, apuntó y disparó. Al mismo tiempo que el pájaro caía desplomado al pasto, oímos un agudísimo y fuerte grito. Corrimos el arbusto, alcancé a ver un gran charco rojo, el cuerpo semidesnudo de una chica rubia y junto a él a mi hermano que buscaba por algún lugar algo con que taparlo. Manuel me cubrió los ojos y me llevó corriendo a casa.
Mi problema se había resuelto, pero tras él llegó uno que nos afectó a todos. Esa misma noche tuvimos que mudarnos de vuelta, esta vez de país. Nadie protestó.


Agustina Arias

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