domingo, 13 de noviembre de 2011

Cuento: Cambios

¡Qué raro que Sabrina se retrase tanto!, pensó Ana. Su niñera se caracterizaba por llegar siempre puntual a buscarla al colegio. Después de esperar media hora, la profesora la acompañó a la secretaría para que llamara a su casa. No atendía nadie. En eso apareció Sabrina.

Caminaron las dos cuadras separaban la escuela de su casa. Abrieron la puerta. El televisor encendido era lo único que interrumpía el silencio. “Alerta New York: Encontraron más de diez ratas en el local que comparten Taco Bell y Kentucky Fried Chicken. Todos los establecimientos en Manhattan, Brooklyn y Queens permanecerán cerrados en el día de mañana por desinfección”.

¿Ratas, otra vez? Sabrina le dio un fuerte abrazo, en un débil intento de calmar su miedo. “Todo va a estar bien, yo te voy a cuidar. Vos hacé los deberes mientras te preparo algo rico de comer, ¿qué tal una torta de frutillas?”. Sabía que era su preferida.

Fue una tarde tranquila, como muchas otras tardes. Merendaron juntas y Sabrina la ayudó con los ejercicios de matemática que tanto le costaban. Se conocían de pies a cabeza. Hacía ya muchos años que pasaban toda la semana juntas, y estaban solas la mayor parte del tiempo. Sus padres trabajaban todo el día al otro lado del puente de Brooklyn, y solían tener cenas de trabajo. A veces hacía el esfuerzo de esperarlos despierta, pero el sueño siempre la vencía. Las pocas noches en las que volvían temprano, cenaba con sus padres, sin Sabrina. Rebecca, su madre, insistía en que el personal de servicio debía comer en la cocina. La mesa estaba dividida imaginariamente en dos hemisferios, ya que se sentaba uno en cada cabecera. Ella era el meridiano divisorio e invisible. Contaba su día y sus padres asentían con la cabeza, sin decir una palabra.

Hacía tiempo que le pasaba lo mismo. Ni siquiera había recibido respuesta en uno de los días más importantes: el día que aprendió a leer. Había practicado noche tras noche. Después de tanto esfuerzo, aquel lunes había logrado leer un párrafo entero, prácticamente sin trabarse. La maestra la felicitó y le escribió una nota con una sonrisa de oreja a oreja. Pero su madre no reaccionó igual. Volvió de la escuela corriendo y la llamó: “Ma, vení que te quiero mostrar algo”. Insistió tres veces con el cuaderno en la mano y como no contestaba, subió a buscarla. “¿Mamá?”, preguntó, parada en la puerta del estudio. Escuchó hojas caerse del otro lado, y cómo su madre escribía en el teclado de su computadora. Estaba allí, y la ignoraba. Se alejó de la puerta con el rostro bañado en lágrimas.

Mientras preparaba dos platos para poner en la mesa, su padre salió del cuarto. “Hola papá, Sabrina no me dijo que estabas”. Pedro aún estaba mojado de la ducha. “Sabrina, ceno con ustedes hoy.” Dijo él, haciendo caso omiso a su comentario. Era la primera vez que comían los tres juntos. Sabrina y su padre hablaban con entusiasmo. Entre los temas conversados estaba la invasión de ratas. Su padre comentó que en el centro las calles estaban desiertas. Aprovechó que se acercaba su horario de ducharse para retirarse de la mesa y dejar de escuchar detalles sobre estos animales a los que tanto temía. Se dio vuelta para decirle a su niñera: “Te espero arriba”. Los sorprendió mirándose de una manera peculiar. Pedro la contemplaba con la misma ternura que antes le veía en sus ojos cuando miraba a su madre.

Su padre hizo una mueca pícara y le dijo a Sabrina que no tenía que estar todo el tiempo atrás de ella, que todavía faltaba el café. Ana intentó aguantar el sueño hasta que su niñera subiera a darle el beso de las buenas noches. Pero nunca llegó, y se quedó dormida.

Sabrina caminaba por el living de la casa. No se daba por aludida ante los gritos de la niña que la venía siguiendo desde arriba. Caminaba de manera extraña, y muy rápido. Papá salió de la cocina. “¿Qué está pasando?”, preguntó asustado. Ana dejó de correr para observar con atención. Vio cómo Sabrina mordía el cuello de su padre. La cara angelical de la niñera se había transformado en la de una rata. Y se lo devoró todo. Recién entonces se percató de la presencia de la niña, y avanzó hacia ella...

Saltó de la cama sobresaltada por la pesadilla. Miró el reloj, eran las once de la noche. Bajó las escaleras como un rayo y mientras se dirigía al cuarto de servicio, escuchó ruidos en la cocina. Allí seguían Sabrina y su papá. En vez de café, en la mesa había dos copas sucias con restos de vino. La angustia de la pesadilla se transformó en perplejidad. Nadie habló.

La incomodidad fue interrumpida por el chillido de una rata, por lo que los tres salieron corriendo. Pedro buscó la trampa que guardaba en el garaje y la introdujo en la cocina. Cerraron la puerta con la esperanza de que la rata muriera durante la noche.

Desde que era muy pequeña, los domingos los pasaba sola. Sus padres se quedaban todo el día en su dormitorio y Sabrina tenía el día libre. Por lo que miraba la televisión la mayor parte del día. Ese domingo fue distinto. Su madre apareció gritando: “Esa chiquita nos arruinó la vida, yo te dije cómo iba a terminar esto, te lo dije.” Pantalones, camisas, desodorante, papeles, zapatillas, una radio, caían uno tras otro por las escaleras. Su padre bajó con una maleta en la mano, y recogió sus pertenencias. Cuando terminó buscó sus llaves, miró a Rebecca, y luego a la niña, y abrió la puerta. El desprecio en la mirada de su padre la dejó atónita. Entonces, era ella la causa de sus peleas. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Por eso no le hablaban, ni se interesaban en ella.

El llanto histérico de su mamá le impidió terminar de procesar lo que estaba ocurriendo. Cuando subió la encontró tirada en el piso, con la cara mojada y roja. Le costaba respirar. Ana la observó por un momento. Recordó todas las veces que ella había estado triste, y que su madre no la había consolado. Por ejemplo, el primer día que fue a la escuela con anteojos. “Cuatro ojos, cuatro ojos”, sus compañeros de curso la burlaban sin parar. Esa noche Rebecca la vio llorando, y sin embargo, ni siquiera le preocupó porqué.

Aún así le partía el corazón verla destrozada y sentía unas extrañas ganas de ayudarla y de verla sonreír. Quiso saber qué había ocurrido, pero ni bien pronunció el nombre de su padre, la intensidad del llanto aumentó tanto que la niña decidió quedarse sin explicaciones, al menos por un tiempo.

Las ojeras bien pronunciadas, y los pómulos hinchados en la cara de su madre se hicieron cotidianos, ya que pasaba las veinticuatro horas del día en la cama. Desde ese día no volvió a trabajar. No quería comer, ningún juego le divertía, ninguna historia le interesaba, ningún programa de televisión la distraía.

Rebecca se quedó dormida. Ana se acostó a su lado, boca abajo como siempre y abrazó a la almohada. Tenía ese hábito desde pequeña. Debajo de esta encontró un papel. Curiosa, lo agarró. Era un sobre rojo empapado. Cambió de planes, tenía que saber qué guardaba ese sobre. Lo llevó a la cocina para poder leerlo tranquila.

“Para Pedro, de Sabrina, 16 de junio del 2002”, leyó en el sobre rojo. Pero si en ese momento su niñera ni siquiera trabajaba en su casa. ¿Se conocían de antes?

Llamó a Sabrina a su celular. “¿Hola?”, atendió. “Sabrina, encontré una carta. ¿Es verdad? ¿Estuviste siempre enamorada de mi papá? Yo tenía una familia, rara, pero una familia en fin. ¿Qué me hiciste?”. “Ahí voy, amor”, gritó la niñera. Tras escuchar la otra voz, Ana no necesitó saber más nada y cortó.

Se quedó sentada, inmóvil, hasta que un ruido espantoso que venía del garage la sobresaltó. Temerosa, se asomó a ver qué ocurría. Ya no estaba su padre para esas cosas. Encontró una rata atrapada en una trampa. Estaba muriendo. Con una mezcla de asco y miedo, se acercó. Curiosamente los ojos del animal le recordaron a los de Sabrina.

Fernanda Vales

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