domingo, 20 de noviembre de 2011

Cuento: Clásica tentación

Por Tomás de Azkue

Tigre, 26 de febrero de 2010

“Te vi llegar, del brazo de…” ahí es donde se corta la canción para mí. Porque no fue del brazo de un amigo que te vi llegar, sino del brazo del tío Marcelo. Era verano, siempre lo era cuando pasábamos la mayor cantidad de tiempo juntos en la quinta que nuestras familias alquilan en Tigre. Cualquier momento compartido con vos es una excusa para sonreír de oreja a oreja: ya sea cuando nos tiramos agua y luego como dos zonzos nos quejamos del agua que nos entra en los ojos, el sabor en el punto justo de los churrascos de tu papá, esas eterna batallas donde los objetivos se desvían y todo pasa a ser un capricho para ver quién tiene Kamchatka bajo su dominio. Situaciones que para más de uno quizá no signifiquen nada, pero a mí me completa el día cuando veo sonreírte así.

Por ahí no me creas, pero todavía tengo bien fresco en mi mente el recuerdo de la primera vez que dormimos juntos… Claro que aquella vez éramos solo unos nenes, vos con tres y yo con cinco estábamos intentando dormir la siesta que nos habían impuesto nuestros papás porque estábamos muy chinchudos. Fue un momento único porque en ese mismo instante me di cuenta de lo nervioso que podía llegar a estar al lado tuyo… Sí, lo que pasó en esa siesta no fue por todo el jugo que había tomado a la tarde… Algún día tenía que decírtelo.

Quizá porque los dos somos hijos únicos es que siempre tuvimos tan buena relación. Sin embargo nunca me fue fácil avanzar, y no porque todo esto me pase justamente con vos, sino por él. Desde chiquito que te pertenece. Una navidad, el destino quiso que ese fuera tu regalo. Admito que hasta a mí me pareció adorable, e inclusive lindo cuando después de recibir tantísima atención, me vio por primera vez y me enfrentó. Claro que por ese entonces con tan solo un mes de vida, esa “enfrentada” resultó un acto de ternura que divirtió a toda la familia. Pero en realidad en ese momento nació el odio mutuo.

“No te hagas la víctima, está jugando nomás, pobrecito” embobado te miro y no sigo discutiéndote, aunque está más que claro que lo que decís no es así. Por culpa del apego que te tiene, ese bicho me odia porque no puede tolerar que pases más tiempo conmigo que con él durante el verano. Por eso siempre que nos ve juntos nos sigue e intenta evitar que te hable muy de cerca, ¡y menos pretender cualquier contacto físico! Una vez casi pierdo la mano por el tarascón que me tiró…

La primera vez que me hizo la vida imposible (seguro te acordás) fue en el verano siguiente al que te lo regalaron. Vos tenías ocho años y yo diez, estábamos cazando ranas porque nos habíamos emocionado con ellas cuando vimos una adentro de la pileta. Era un momento lindo y yo miraba hipnotizado tu pelo brillando a la luz del sol. Estábamos persiguiendo la misma rana cuando tu animal, que parecía estar esperándome, saltó de un arbusto y le pegó un mordisco al pantalón. Me lo arrancó y me dejó con un calzoncillo casi destruido en frente tuyo. Obviamente vos te reíste mucho y yo me morí de la vergüenza. A tal punto me avergoncé que por ese verano no me animé a meterme al agua con vos al lado.

El día más feliz de mi vida fue cuando te probé por primera vez hace tres años. Congo (tal y como decidió llamarlo el tío) estuvo ausente durante año nuevo por una enfermedad que tuvo y por la cuál tenía que estar internado en una veterinaria, ¿te acordás? Para mi gusto, eso fue el karma equilibrando las cosas a mi lado. Nuestros papás cantaban y reían mostrando los efectos del champagne. Te dio tal vergüenza ajena que me tomaste de la mano y me llevaste hacía los arbusto pinchudos, a la izquierda del terreno. La humedad de tus labios y el mar alborotado por un tsunami de mariposas que tenía en mi panza en ese momento minimizaban el esplendor y la magnificencia de los fuegos artificiales que iluminaban el cielo esa noche.

Después de ese verano se me hizo más fácil acercarme a vos. Siempre algún que otro beso nos dábamos: llave única para el placer. Aunque… había algo que me inquietaba mucho, porque yo estaba seguro de que me importabas tanto como para ligarme a vos para siempre, pero vos solo jugabas y bromeabas conmigo. Como si todo fuese igual después de ese año nuevo, es cierto que a eso solo se le agregaron un par de besos esporádicos. Gran parte de culpa por esto la tiene Congo, porque si no está ahí para molestarnos en persona, se pone a aullar lastimosamente hasta que aparecés y lo consolás. “Me extraña, el bobito” me decís cuando ves mi cara de resignación.

Pasaron varios veranos, él ya es adulto. Creció tanto como sus ganas de molestarme. No pudimos pasear una vez en paz por la quinta sin que se pusiera a olfatearnos para encontrarte. Para vos –como siempre- es un juego, y nos escondemos para que no nos vea. Seguís jugando y divirtiéndote conmigo como aquella vez que me arrancó el pantalón.

Pasó el último día de verano. Lo pensé mucho y creo que es la mejor opción; y cuando lo veo ahí mirándome, casi como riéndose de mí, me convenzo más de mi decisión… Cuando llegues a tu casa, Congo no va a despertar. El plato de comida con el que se alimentó antes de partir, va a ser el último. Espero que a partir de ahora, habiendo quitado esa distracción, entiendas todo lo que siento por vos, ya que vas creciendo y seguro que no va a tardar en aparecer la fila de buitres atrás tuyo.

Luciano Barros, tu primo favorito

No hay comentarios: