martes, 22 de noviembre de 2011

Crónica: ¿Me ayudan?

El auditorio de la Facultad de Ciencias Sociales está repleto de alumnos, como todos los martes. El profesor de Comunicación I está sentado al fondo, con el micrófono en mano, e intenta ser escuchado. Globalización, tecnología, capitalismo, son algunas de las palabras que menciona en su monólogo.

Los jóvenes de la primera fila lo miran fijo. Sus caras no revelan la misma pasión por el tema que él, pero al menos pretenden hacerlo. Unas filas más atrás se puede ver la gran cantidad de tareas que se pueden hacer en clase en lugar de escuchar al profesor. Celulares, Ipods, y libros resultan ser alternativas más interesantes. Pero la que más se repite a en el auditorio es la conversación con el compañero de al lado. Claro que estos últimos apenas toman apuntes. El cuaderno de la chica sentada en la tercera fila de la derecha solo dice: “01-10-11”

Una mujer ingresa al auditorio por una de las dos puertas de atrás, precisamente por la izquierda. Al principio los únicos que se percatan de su aparición son los de la última fila, la más cercana a la puerta. Todos menos uno. Tiene la cabeza sumergida en sus brazos para que nadie sepa que está durmiendo.

A medida que camina por el pasillo que separa las dos columnas de asientos, comienza a elevar su voz. Una a una las cabezas de los estudiantes giran, cuando escuchan a la mujer, en dirección a ella. Finalmente se para en frente de todos, delante de la primera fila, justo debajo del profesor, cuyo escritorio está sobre una especie de escenario. Pide permiso para hablar. Las interrupciones no son usuales en el auditorio. A los militantes de los partidos políticos solo les permiten entrar en épocas de elecciones. De todos modos, el profesor asiente con la cabeza.

“Me llamo Gladys, vivo en el hotel municipal acá a dos cuadras. Quería pedirles un favor, chicos. Estuve todo el fin de semana enferma, y no tengo para comer. Estoy muy débil, y no me puedo comprar ningún sándwich. Quería pedirles si me ayudan aunque sea con una moneda.” Mientras habla, muestra sin problemas el pañal que tiene bajo sus pantalones de jean. Explica que entra en este momento porque así los ve a todos juntos, y no tiene que ir pidiendo de a uno. A penas termina de hablar, el profesor le toca la espalda y espera a que se dé vuelta para entregarle dos pesos.

La clase continúa. Observo cómo la mujer camina y, fila por fila, se detiene a esperar. Recorre el auditorio en forma de “u”. Comienza por la derecha. “Gracias, gracias”, repite cada vez que recibe ayuda. En la cuarta fila por primera vez, una joven la ignora. Pretende estar atendiendo a la clase. Lo mismo ocurre en la quinta, y en la sexta. Recién vuelve a tener suerte en el otro pasillo. Un chico la mira sonriendo y le da cinco pesos. Suerte señora, le dice. Lo último que recibe son unas cuantas monedas que le regala un grupo de chicas de adelante. Sus manos están llenas de billetes y monedas.

En ese momento termina la clase, y los alumnos se preparan para salir del auditorio. Escucho la conversación de un grupo de chicas, justamente las que estaban sentadas adelante. Hablan de la señora.

“No es la primera vez que la veo. El otro día me tomó de sorpresa. Yo estaba en el kiosco del segundo piso, y de repente la mujer salió del ascensor, muy enojada porque no la querían dejar entrar a la facultad. Gritaba, tenía mucha bronca”, dice una de ellas. “Ese día fuimos testigos de una discusión entre Gladys y la señora de seguridad de facultad. “Bruja” le gritaba Gladys.”, agrega otra. “La veo casi todos los martes. En los pasillos, en las aulas, y ahora hasta en el auditorio. Me llama la atención que siempre tenga una razón diferente para pedir dinero.”, explica una tercera.

Me dirijo hacia la salida de la facultad. Allí esta Gladys, escuchando animadamente a los militantes de un partido político. Los mira con interés, pero no opina. Tiene la boca llena y un sándwich casi terminado en su mano. Me acerco y le entrego los dos pesos que no llegué a darle antes. La señora de seguridad está parada a unos metros. Tiene la mirada fija en Gladys y controla cada movimiento. Pero ya no le prohíbe la entrada.

María Fernanda Vales

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