domingo, 6 de noviembre de 2011

Crónica urbana: Los dueños de nada

A fines del 1800, olas de inmigrantes vinieron a rellenar un país despoblado. Europa estaba acosada por problemas – guerra, post guerra, persecución y falta de futuro – y Argentina era tierra de promesas, fertilidad y trabajo asegurado.

Unos cuantos años después, nuevas tandas llegaron. Pero ya no fueron rubios ni tuvieron ojos claros. Tampoco vinieron del otro lado del mar. Las nuevas centenas de migrantes tienen el color de la tierra, pero las mismas ganas de trabajar progresar y dar algo mejor a sus hijos.

A unas cuadras de la terminal de micros de Retiro, se encuentra el barrio Carlos Mugica, conocido también como Villa 31. A medida que uno se adentra en el corazón del lugar, la calle y las veredas desaparecen. Sorprenden las construcciones, casas con puertas en segundos pisos, a las que se accede por unas escaleras irregulares que suben por fuera. Así siguen los terceros y los cuartos pisos. En la villa también está presente el valor del metro cuadrado, pero con menor afán económico, y más del espiritual. Parecieran buscar un trozo de aire más cercano al cielo y un lugar para una antena de cable. En las puertas, la gente hace asados, toma cerveza y escucha cumbia o chamamé a todo volumen. Los chicos corretean una pelota y esquivan bicis que, a su vez, esquivan autos. En una de las canchitas juegan los grandes, en otra, el equipo de hockey de adolescentes. Todo tiene una armonía y una organización que no podrían lograrse ni siquiera con días de premeditación.

Meses atrás, nuevos inquilinos llegaron a ocupar unos metros cuadrados de tierras abandonadas (como ya había sucedido en el Parque Indoamericano), de las cuales quedaban sólo pastizales y galpones vacíos. Algunos se ubicaron en zonas ferroviarias, otros justo en la otra punta del barrio, donde baja la autopista.

En los alrededores, se escuchan diferentes voces. Estela cuenta que van a pagar cierta cantidad de dinero a los que se fueran, y que “por eso hay algunos que se mandaron, aunque no necesiten el lugar. Mi hijo, por ejemplo”. Se ríe después, con picardía, esperando que su primogénito engañe a la autoridad xenófoba que no los quiere dejar ser.

Sol, una nena del barrio, cuenta que su mamá no está muy de acuerdo con el tema “porque nosotros pagamos para tener nuestra casa”. Pero agrega, con madurez y sensibilidad: “cuando llegamos, nos dejaron estar acá; ellos tienen derecho también a tener su propio terrenito”.

Días después, parece haber un arreglo. Se van, les pagan algo del dinero, y luego, vendrá el resto. “Es para sacarlos. Olvidate de que les den un peso más”, sostiene Mariela, una madre de cuatro hijos ejemplares, que ninguna fe le tiene al Jefe de Gobierno que no eligió. “Puede ser, pero puede ser que les den algo más de plata también y eso ayuda”, le contesta otra, no tan escéptica.

Parece que algunos se van, pero otros hacen caso omiso.

A las pocas semanas las casitas van tomando forma y, a pesar de ser visiblemente precarios, hay hogares nuevos a la salida de la autopista Arturo Illia, sin cemento ni veredas pero con familias, perros, bicicletas y música fuerte.

María Eva González


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