domingo, 13 de noviembre de 2011

Crónica urbana: Códigos

En el último vagón que se dirige desde Plaza Constitución a Ezeiza; precisamente en Banfield sube un joven de unos veinte años: viste un jean desflecado y descolorido, y una remera con la cara del “Che”. Trae en su mano un parlante pequeño y un micrófono.

Sin dejar pasar mucho tiempo, el muchacho conecta un reproductor de mp3 al equipo y comienza a hablar tímidamente por el micrófono diciendo: - ¡Buenas tardes, señores pasajeros! – Antes que nada disculpen las molestias que pueda llegar a ocasionarles, voy a cantarles “Solo le pido a Dios”, espero que les guste.

Algunos de los pasajeros se dan vuelta para ver al joven: Un par de niños curiosos corren en zigzag, esquivando a los que están parados hasta colocarse cerca.- ¡Jonathan! ¡Camila! ¡Quédense quietos! Se escucha la voz aguda de la madre detrás de ellos. Un vendedor de cd piratas con una gran panza y tan alto que tiene que encorvarse para no chocarse con el techo, se acerca velozmente y se sienta enfrente del músico. No le quita los ojos de encima.

Solo le pido a Dios que la guerra no me sea indiferente… canta el muchacho cuando el tren pasa por Lomas de Zamora. El comerciante frunce cada vez más su ceño. Deja en el piso sus discos y el radiograbador. Una y otra vez hace tronar sus dedos. Parece no soportar la presencia del pibe.

Un matrimonio tararea la canción. Unos pocos siguen en su mundo sin quitarse los auriculares. Pero una gran cantidad presta atención al show. El joven canta cada vez más fuerte. Ya no se ve tímido como al principio. No cesa de marcar el ritmo con su pierna derecha. Pero sus ojos la mayor parte del tiempo permanecen cerrados.

Dos vendedores se acercan con caminata compadrona y se unen a su colega que parece no poder más con su genio. Se para. Los que están más cerca escuchan a uno de los compadritos provocando al pirata: - ¿No vas a hacer nada?

El tren llega a Temperley. Una señora antes de bajarse le dice al cantante: - ¡Muy bueno! Y le da dos pesos. Aunque él sigue cantando, con una sonrisa le agradece. Al ver el dinero el vendedor no puede contenerse y alentado por los otros dos agarra al joven del brazo y le dice sin decoros ni anestesia: ¡Bajate, pendejo!

-Son códigos, afirma un anciano en voz baja. El joven trata de hablar civilizadamente con el vendedor, no lo logra debido a la seguidilla de insultos que tapan sus respetuosas palabras. La gente no deja de mirarlos. Muchos comentan que el muchacho podría resultar golpeado. Afortunadamente no pasa nada de eso. El enojo del vendedor repercute contra el micrófono. Se lo saca a su dueño y lo tira por una de las ventanas con vidrios rotos. Ante estos incidentes algunos de los pasajeros prefieren abstraerse leyendo o conversando con sus acompañantes. Otros no pueden dejar de mirar al joven que, a pesar de no pedir más explicaciones ni proferir palabras, expresa su congoja con ojos llorosos.

Cuando el tren arriba a Monte Grande las carcajadas de los vendedores retumban en el vagón. Ningún pasajero se atreve a decir nada. Excepto una señora que con su bastón se acerca tan rápido como puede y le toca la espalda al cantante: - ¡No te desanimes! ¡Cantás lindo! Pero el muchacho está desanimado. Baja con su equipo en la mano. Mira hacia el cielo. Luego se cierran las puertas y el tren comienza a andar.

Adrián Moreno

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