domingo, 13 de noviembre de 2011

Cuento: Sed de venganza

Caro se despertó temprano, compró los ingredientes: harina, huevos, leche, azúcar, manteca, chocolate, y demás. Cocinó toda la mañana, luego limpió la casa de arriba a abajo, prendió unos sahumerios y regó las flores del masetero.

A media tarde comenzaron a llegar, con elegantes vestimentas y bijouteri de lujo, todos traían hermosos regalos, una cartera, dos libros, una caja de bombones, zapatos, entre otros. Mientras comían y charlaban, sonó el timbre.

Caro se acercó intrigada, ya era tarde y estaban todos los invitados, al observar por la mirilla de la puerta su piel se erizó, sus manos comenzaron a transpirar, dio vuelta la llave torpemente y abrió despacio. Ahí estaba Abel, un viejo ex novio, reviviendo uno de los tantos fantasmas que habían quedado de la secundaria.

-¡Hola, Caro! ¡Feliz cumpleaños!- dijo el joven con entusiasmo, aunque su cara no parecía tan alegre como sus palabras.

Un frío sudor le recorrió la espalda, la imagen volvía nuevamente, aquel joven llorando sin consuelo en el patio del colegio, las risas burlonas de sus compañeros y de Juan, los gritos, las bromas. Aún podía verlo sumergido en ese mar de humillación.

-Abel- respondió tratando de disimular su aprensión - no te esperaba… ¿no estabas en Italia?

-Estaba… vine a pasar unos días y me acordé de que hoy era tu cumple.

-No cambiás más vos, siempre tan atento… ¿Querés pasar?- Hacía tiempo que no lo veía y el reencuentro despertó ese dolor que los años habían adormecido.

-No, gracias, tengo que armar el bolso, mañana temprano me vuelvo para Italia, pero tomá, te traje un regalo- dijo con un acento italiano intimidante mientras entregaba el obsequio- Espero que te guste.

-¡Gracias, Abel! No te hubieses molestado…- La culpa hostigaba su conciencia cada vez que recordaba su cara envuelta en lágrimas. Al abrir el paquete observó un precioso collar, una gruesa cadena bañada en oro, con finísimos detalles, y una perla verde como sus ojos. ¿Cómo podría comprar un regalo así? ¿Cómo un joven tan humilde había cambiado tanto? Su aspecto no era el mismo, pulseras y relojes de oro colgaban de sus muñecas, hasta sus gestos parecían haber cambiado.

-No es una molestia, al contrario, ¿a ver cómo te queda?- preguntó con su mirada fija en los ojos de de Carolina. Ella lo miraba embobada, ¿cómo pudo no imaginar el motivo de tanta atención?

-Es hermoso- dijo la joven mientras se lo prendía. No podía evitar pensar en Juan, su imagen aparecía una y otra vez al mirar a Abel a los ojos.

-Me alegro de que te guste, ¡que lo disfrutes! Adiós- dijo mientras se despedía con un beso. Sus ojos dejaban ver un cierto rencor pero Carolina no se permitió verlo. Juan aun continuaba en la mente de ambos, como una sombra los asediaba, presente pero innombrable.

-¡Adiós, gracias por la visita!- Se despidió, tratando de erradicar lo que creía burdas sospechas. Sabía que Abel había pasado por momentos muy duros, sentía mucha pena por él y por haberlo herido de esa forma; ella y su hermano eran lo único que él tenía y ambos le fallaron. Nunca se perdonó haberlo lastimado.

El cumpleaños seguía, Caro contó a los invitados sobre la inesperada visita de Abel, Sus amigas quedaron encantadas con el gesto del joven, pero sobre todo con el precioso collar que se apoyaba sobre su pecho. El festejo siguió su curso, todos hablaban y reían, todos excepto Caro, la aparición de Abel la había shockeado, él estaba distinto, se notaba la madurez en su mirada, vestía muy elegante, pero no se explicaba semejante gesto después de lo ocurrido con Juan.

-¿Qué pasa qué tenés esa cara? Sos la cumpleañera tendrías que estar contenta- Le dijo Ana, su madre.

-No pasa nada, mami, hoy me levanté temprano y me agarró sueño, es eso- contestó Caro fingiendo un bostezo mientras en su mente seguían apareciendo fotos de los momentos lindos que había vivido con Abel, aunque estos se esfumaban en esa triste imagen en el patio del colegio, una de las últimas veces que lo vio.

Llegada la medianoche comenzaron a irse los invitados, Caro los despidió uno por uno. Terminó de limpiar los restos de su festejo y subió a su cuarto agotada por el trajín de la jornada. Se quitó los zapatos, luego sus anillos, pulseras y demás accesorios, se limpió el maquillaje y se puso un camisón de seda blanco que su madre le había regalado. Activó el despertador, se metió en la cama y apagó el velador.

El sueño no tardó en venir, sus párpados le pesaban, su mente pedía un descanso, y su cuerpo yacía desparramado torpemente en el enorme colchón, Caro se durmió pensando: ¿cómo sería su vida al lado de Abel si todo aquello no hubiese pasado?, si no se hubiese dejado llevar por la tentación de una aventura, si nunca se hubiese acercado a Juan. Si al final, la vida la dejó sola y con la culpa a cuestas.

Soñó con aquel patio, los chicos, las risas burlonas, las lágrimas de Abel, lo vio tan solo, tan vulnerable, el dolor se sentía en el aire; el sufrimiento, omnipresente en su realidad, se negaba a darle un suspiro, el sueño se transformaba en pesadilla y ahí también estaba Juan.

Al despertarse no entendió, pudo ver desde lejos su cuerpo desparramado entre restos de cemento, en otro sitio desconocido pudo ver el cuerpo de Juan, una imagen borrosa en su lecho de muerte. Su madre pedía una explicación, los medios formulaban hipótesis de la explosión, las lágrimas bajaban suavemente por los rostros, el dolor inundaba los corazones.

Abel miraba desde el balcón de enfrente. Fue testigo de la escena. La sonrisa iba ganando espacio en su cara. Necesitaba sangre para saciar su sed.

Matías Álvarez Moreno

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