miércoles, 9 de noviembre de 2011

Veneno

Las cuentas a fin de mes se acumulaban. El mediocre sueldo de Ignacio no alcanzaba. Pero a Clara no le molestaba estar fuera de casa todo el día. Por las mañanas trabajaba en el zoológico de Luján hasta las cuatro de la tarde y a las cinco entraba en el mercado más concurrido del pueblo donde ejercía sus labores como cajera hasta las diez. Realizaba estas dos actividades de lunes a viernes, la primera más por placer que por obligación y la segunda sólo por necesidad.

Varias veces Ignacio le había sugerido, o más bien ordenado, que dejara su trabajo en el zoológico por el cual gastaba la mayor parte del día y no le remuneraban gran cosa. Clara siempre se negó y continuó yendo. Cómo podría abandonar a sus queridos animales a quienes amaba como si fueran sus propios hijos. Porque hijos no tenían, ni tendrían, luego de numerosos estudios descubrieron que Ignacio no podría ser padre jamás. Los animales del zoológico de Luján serían lo más cercano a hijos que Clara consideraba que podría tener.

Sus labores en el zoo eran varias, la principal era llevar al cuidador de cada animal el alimento correspondiente y los elementos que precisara para su cuidado. Todos querían a Clara, siempre estaba en el lugar y momento indicados, era puntual, responsable y muy simpática.

La vida de esta mujer de treinta y dos años era bastante rutinaria y sin sobresaltos. Su trabajo como cajera la aburría terriblemente, si fuera por ella pasaría todo el día en el zoo, más aún, en la gran jaula de las serpientes, su lugar favorito. Aquel lugar le producía sentimientos encontrados, le atraía pero a la vez le daba miedo, las serpientes llamaban mucho su atención pero también sabía que no podía descuidarse por su traicionero comportamiento. Sus miedos y temores huían rápidamente si Fernando, el cuidador de las serpientes, estaba junto a ella.

Con el correr de los meses, sin ninguna razón en particular, Clara comenzó a pasar cada vez más tiempo en el zoo. Su puntualidad comenzó a ser impuntualidad. Llegaba tarde tres de cada cinco días que debía ir al supermercado. Siempre había alguna razón por la cual demorarse. Una y otra vez se disculpaba. Un lunes, eran las cinco y media de la tarde y todavía seguía en el serpentario, Fernando había necesitado de su ayuda para sostener a una pitón gravemente enferma para poder tratarla.Siempre había alguna complicación en aquel sector, desde hacía un tiempo, eran cada vez más frecuentes sus demoras allí. Sin embargo, no llamaba la atención de nadie en el zoo, todos sabían de su predilección. Pero, ese día, sí llamó la atención de Daniel, el encargado del supermercado, que no dudó en despedirla sin quejas ni llanto. Clara no le dijo nada de lo sucedido a Ignacio, estaba segura de que le diría que todo era culpa de su maldito trabajo en el zoológico y que cuanto antes encontrara otra cosa sería mejor. Pero ella no estaba dispuesta a dejar lo que más amaba. Habló con el personal del zoo para hacer horas extras y quedarse hasta el cierre, de este modo recuperaría parte del sueldo perdido como cajera y junto con la indemnización lograría subsistir un par de meses más sin levantar sospechas. Siguió con su rutina como si nada hubiese cambiado. Seguía llegando a su casa a las diez y treinta de la noche con el mismo uniforme de cajera pero de un humor y con una energía inusual.

Si antes Clara se había destacado por estar en el momento justo cuando se la necesitaba ahora la gran odisea era encontrarla. Era más fácil preguntar por Fernando y allí estaba ella. Sus compañeros comenzaron a hacerle bromas advirtiéndole que debía tener cuidado de pasar tanto tiempo con las serpientes, no fuera cosa que se convirtiera en una.

A Ignacio casi ni lo veía, en el poco tiempo que pasaban juntos ella no hacía más que hablar de serpientes, todos los días le contaba algo nuevo sobre ellas. Ni bien Ignacio se mostraba desinteresado por el tema y molesto por verla tan poco, comenzaban las peleas y los reproches. “Todo por culpa de los malditos explotadores del supermercado que ahora se les antojó hacerme trabajar horas extras los fines de semana”, explicaba Clara a su marido cada vez que éste se quejaba por sus ausencias, “¡Y qué querés que haga Nacho si cada vez todo está más caro y cada vez nos pagan menos! ¡Buscate vos un laburo más decente!, decía enfurecida. Ella se escuchaba gritando, mintiendo, insultando y sin poder evitarlo, escuchaba una y otra vez los débiles sonidos de las serpientes, veía en sus ojos la mirada traicionera de la pitón, sentía a Fernando tocando su mano, oliendo su perfume nuevo. Fue en ese momento cuando inexplicablemente comenzaron las pesadillas, no podía dejar de soñar con serpientes y escuchar sus sonidos durante toda la noche como si la acecharan por debajo de la cama esperando a que se durmiera para rozarla, acariciarla, enroscarla y asfixiarla. Sentía terror, pero a la vez una adrenalina que la hacía percibirse más viva que nunca.

Gritos por las noches, ojeras durante el día y cambios de humor constantes en Clara comenzaron a sembrar la duda en Ignacio, comenzó a sospechar que algo no andaba bien. Preocupado por su esposa y con la culpa de no poder mantenerla como debería, decidió prestarle más atención y darle una sorpresa. Un viernes por la tarde fue a buscarla al zoológico con un ramo de rosas y dos entradas para el cine para esa misma noche. Le daría el ramo, la acompañaría al supermercado y luego a la noche la pasaría a buscar para ir juntos a ver una película romántica. Se hicieron casi las cinco y Clara aún no salía por la puerta del personal. Compró una entrada y decidió irla a buscar personalmente al zoo. Cuando preguntó por ella, le dijeron que probablemente se encontrara en el serpentario. Al llegar a aquel lugar, tuvo un mal presentimiento. Por unos instantes se quedó mirando las diversas especies, aunque las serpientes no le producían tanta curiosidad como a su mujer. Fue entonces cuando vio la cartera de Clara tirada atrás de un poste. Se asustó, ¿por qué estaría allí? Una puerta entreabierta al costado del serpentario llamó su atención. Pensando que quizás Clara podría estar en problemas, decidió entrar. Caminó varios metros por un angosto y oscuro pasillo. Le pareció oír su voz entrecortada. Apuró el paso. Otra puerta entreabierta. Lentamente se acercó a ella, y sin abrirla demasiado, miró hacia el interior de aquel cuarto y allí encontró a su mujer. Un sucio reptil, estaba acariciando su pierna, mordiendo su cuello y ella no hacía nada por defenderse. Ignacio se quedó paralizado, no sabía qué hacer, ¿mataría primero al maldito animal o a su esposa?

Pero no mató a ninguno de los dos. Volvió a su casa devastado y mientras esperaba que Clara regresara, sonó el teléfono. Estaba tan confundido que por poco no atiende pero el contestador se activó y escuchó que se trataba del responsable de recursos humanos del supermercado donde trabajaba Clara. Casi cuando estaba por cortar, Ignacio atendió y volvió a escuchar aquello que no quería terminar de creer: le avisaban que la indemnización por despido ya estaba lista para que Clara la pasara a retirar y que disculpara la demora, cuatro meses según le dijeron. Todo cobró sentido. Aquella perturbadora imagen volvía una y otra vez a su cabeza. Recordó las serpientes que había observado antes de aquel momento. Traición, engaño, desilusión, dolor, rabia y una frase que en pocas palabras lo resumía todo. La escribió en un pequeño papel y comenzó a empacar rápidamente sus cosas. Con la valija en la mano, en el umbral no pudo evitar una última mirada. Los muebles que habían elegido con tanto cuidado, las paredes ahora un poco descascaradas lo llevaron a aquella cálida tarde de domingo cuando se mudaron para comenzar juntos una nueva vida, a su mente vinieron una tras otra las imágenes de aquel día: Clara con su vestido favorito y el pelo suelto desempacando y tarareando llena de alegría, las paredes recién pintadas, los muebles a estrenar, el brindis con champagne, el beso más dulce, un cuarto vacío que ocuparía su primer hijo, esperanza, amor, todo por delante. Pero ya nada de eso quedaba. Cerró la puerta y se marchó.

Mientras tanto, Clara impresionada de lo rápido que se había pasado esa tarde y viendo que ya era de noche, bastante tarde en realidad, decidió emprender la vuelta a casa. Estaba tan acalorada por aquel momento vivido que ni siquiera recordaba dónde había dejado su cartera. La buscó por todo el cuarto ubicado en la parte trasera del serpentario al que se accedía por una pequeña puerta casi escondida, en aquella habitación transcurrían sus momentos más placenteros. Podía quedarse hasta tarde ya que Fernando vivía allí y hacía tanto tiempo que trabajaba en el zoo que le habían dejado a su cargo la llave de la puerta de personal para que ingresara y saliera del lugar las veces que fuera necesario. Luego de buscar la cartera por todos los rincones, la halló tirada en el suelo del serpentario bastante sucia y demasiado pesada para su gusto. Era una muestra de su inconciencia, tan desesperada por llegar a aquel cuarto luego de dejar el alimento para las serpientes que ni se percató de que había apoyado su cartera en el suelo a la vista de cualquiera. Por suerte nadie se había dado cuenta. Se despidió de Fernando para luego tomar un taxi, de esperar el colectivo no llegaría a las diez y treinta a su casa.

Al llegar al departamento, lo encontró oscuro. No tuvo con quien pelear ni a quien mentir. Llamó su atención una nota arriba de la mesa de la cocina. Se acercó, dejó la cartera sobre la mesada, podía sentir el perturbador sonido de las serpientes en sus oídos. Con manos temblorosas agarró el pedazo de papel y leyó:

“Te convertiste en una serpiente...traicionera y venenosa”.

Aturdida y confundida, trató de rearmar la historia revisando qué cabo había dejado suelto. Tan enfrascada en su tragedia ni pensó por qué esa noche su cartera estaba más pesada que de costumbre. Quizás al haber tomado un taxi en lugar de haber estado esperando el colectivo un buen rato no tuvo chances de sentirla allí metida, escurridiza y al acecho.

En su búsqueda Clara encontró las dos entradas del cine para aquella noche y luego vio titilando la luz del contestador. Apurada sin siquiera prender la luz, presionó el botón y escuchó la mitad de la conversación entre Ignacio y el encargado de recursos humanos del supermercado. Rompió a llorar desconsoladamente. El remordimiento ganó terreno. Las lágrimas le bloqueaban la visión. A tan solo unos pocos metros, aquella pequeña criatura con escamas lisas y brillantes de color amarillo, negro y rojo, tan atractiva como letal, salió de la cartera, se deslizó sigilosamente por la mesada y llegó al piso en pocos minutos.

Clara se sentó derrotada en el sillón del comedor, reclinó su cabeza en el respaldo y cerró los ojos pensando en alguna solución. Se sintió aún peor al volver a oír aquel débil pero insoportable sonido. Los ojos de la serpiente, su textura, su olor, la perseguían, aun allí, en aquel oscuro comedor.

- ¡Basta, basta, por Dios! ¡Perdón, me equivoqué! ¡No me torturen más! ¡Cállense! ¡Salgan de mi cabeza, no me susurren más al oído! ¡Basta, por favor!

En medio de la oscuridad sintió una rápida y profunda mordida en su talón, se levantó sobresaltada e intentó correr a prender la luz para ver qué raro insecto la había mordido pero no llegó al interruptor. Un mareo repentino apenas le permitió sostenerse en pie. Las náuseas la obligaron a sentarse nuevamente. Calor, mucho calor. Una sed angustiante. Sus pulsaciones subieron estrepitosamente. Comenzó a ahogarse, apenas entraba aire a sus pulmones. Sin poder mantener el equilibrio en la silla cayó abruptamente al suelo. Aquel horrible sonido taladraba su cabeza. Finalmente la vio, desafiante, con sus llamativos colores apenas visibles por la débil luz que entraba de la calle por la ventana. Cerró los ojos, pretendió estar soñando pero la sintió demasiado cerca. Primero solo fue un roce, luego, la asqueó la fría piel del animal sobre su pierna, contrastando con el agobiante calor de su cuerpo. Aquella peligrosa criatura la recorría lentamente. Su textura escamada y pegajosa sobre su piel aumentaba sus náuseas. Cuando la serpiente llegó a su cuello y acarició su mejilla, Clara se sintió más indefensa que nunca, nadie vendría a auxiliarla, Fernando ya no estaba para socorrerla, su marido la había abandonado. Eran solo ellas dos en ese oscuro cuarto.

En aquellos últimos minutos en los que el veneno corría por sus venas y ya nada podría salvarla, un solo sonido retumbaba en sus oídos, una sola mirada se cruzaba con la suya, y en su mente esa dura y corta frase sentenciaba su final.

Laura Pomilio

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