domingo, 20 de noviembre de 2011

Crónica urbana: ¿A quien madruga Dios lo ayuda?

Ella tiene grandes ojos claros. Su pelo de color negro azabache casi le llega a la cintura. Es delgada y esbelta. Sus zapatillas están rotas. El pantalón no le cubre los tobillos y la campera de colores desgastados es varios talles más grande que su cuerpo. Carga una pesada bolsa y mira a la gente que pasa apurada a su alrededor, algunos caminan rápido, otros corren. El tren está a punto de salir de Retiro hacia Tigre y todos quieren llegar rápido a casa. Yo soy uno de ellos, pero parado junto a la puerta del tren no puedo dejar de mirar los ojos tristes de aquella pequeña, me demoro en subir al vagón, abro un paquete de palitos, estoy hambriento. Ella mira la multitud, agotada, se nota que no fue un día fácil, sus párpados parecen pesarle, tiene su pequeña mano apoyada en el vientre y su cara expresa dolor, a esta hora de la noche debe ansiar un buen plato de comida. De pronto, la veo correr hacia el molinete, estoy a pocos metros de distancia, lo salta y se apresura a subir al tren, pasa corriendo a mi lado, casi me atropella. Entro rápidamente al vagón detrás de ella mientras se escuchan los gritos de uno de TBA persiguiéndola. No la alcanza, las puertas del tren se cierran y ella suspira aliviada. La observo de cerca. Está agitada por la corrida de unos segundos atrás. Palpa sus bolsillos, sólo cuenta con unas pocas monedas, según puedo ver la mayoría de diez y veinticinco centavos. Busca en el otro. Encuentra un billete de cinco pesos, lo mira alegremente por un instante y lo vuelve a guardar. Observa las luces del hipódromo de Palermo a través de la ventana, es de noche, un poco más de las diez. Estamos en los últimos días de octubre, pero la temperatura no llega a los diez grados.

Se desocupa un asiento y mientras me acomodo me doy cuenta de que aún no ha terminado el día para aquella pequeña. Comienza a recorrer el vagón saludando persona por persona con una técnica que causa la sonrisa de algunos y la mirada compasiva de otros. Ella saluda a cada persona con un beso en la mejilla y a continuación enseña a cada pasajero un particular saludo: cierra su mano derecha y golpea con el puño de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba el puño de la otra persona, luego de frente, para finalizar con un “choque los cinco”. Vuelve a repetir la misma actividad una y otra vez, es tal su soltura y frescura que es muy difícil negarse a prestarle unos segundos de atención. Va dejando a su paso un pequeño papel arrugado en donde dice que se llama Belén, tiene nueve años, cinco hermanitos, una madre sin trabajo y la necesidad de llevar el pan diario a su hogar.

Aún tengo mi paquete de palitos casi lleno. Siento la necesidad de regalárselo, temo que las monedas que recibe de los demás no lleguen a buen puerto. Pasa frente a mí, mira los palitos pero no dice nada, espero unos segundos y le regalo el paquete. Ella me sonríe y dice gracias. Se sienta en el piso, come con ansias pero no termina el paquete, guarda un poco. Pasan las estaciones, ella sigue sentada allí, saboreando la punta de sus dedos. El tren frena en la estación de Virreyes, ella se apresura a bajar, el tren se demora en arrancar. Veo por la ventana una mujer de unos cuarenta años, bastante desmejorada y robusta que agarra a Belén por el brazo, no llego a escuchar lo que le dice. Parece enojada, la sujeta con fuerza y gesticula duramente contra ella. La niña saca del bolsillo las monedas. La mujer las cuenta y parece reprocharle. Mira el paquete de palitos, lo tira con violencia al suelo, está enfurecida. Los que estamos sentados en el vagón miramos la escena sin saber qué hacer. La zarandea de un lado a otro hasta que la niña saca con manos temblorosas el billete de cinco pesos que tenía en su otro bolsillo. La mujer lo agarra rápidamente, lo golpea tres veces contra la frente de la niña con una sonrisa sobradora. Se da media vuelta y comienza a caminar. Belén mira los palitos tirados en el suelo. Recoge un par. La mujer se da la vuelta, le grita y hace un ademán para que se apure. Las puertas del tren se cierran. El tren avanza. Atrás queda Belén. Yo sigo sentado allí sin poder sacarme de la mente sus grandes ojos tristes.

Agustina Arias, Magdalena Pascucci, Laura Pomilio

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