sábado, 17 de diciembre de 2011

Cuento: Temores

Llegué temprano, quince minutos para las siete. Dudé al abrir la puerta blindada de la entrada. Pero respiré hondo y entré. Caminé por un gran pasillo que me llevó directo a una sala. Las paredes eran de color gris, al igual que las sillas, que el techo, que la alfombra, y hasta el teléfono de la secretaria que amablemente me ofreció sentarme. Todavía no había llegado nadie, así que tomé asiento. Me fue inevitable pensar en Carla. Toda la noche estuvo dándose vueltas sin poder conciliar el sueño, quizás sea que la panza de siete meses la tenga cansada. No quise despertarla. Sin desayunar vine directo a la oficina de Pro Seguridad.

A las siete de la mañana ya éramos tres los postulantes. Un señor de unos cincuenta años que no paraba de bostezar y un pibe más chico que yo que no dejaba de frotar con su mano derecha un llavero con un pequeño revólver.

La secretaria se nos acercó y propuso que llenáramos unos formularios antes de pasar a nuestras entrevistas individuales. Para mí era una experiencia nueva completar uno de esos. Traté de medir las palabras para no cometer alguno de mis horrores de ortografía. Desde pequeño no hice otra cosa más que malabares con la madera. Bueno, después de todo no parecían tan difíciles las preguntas. ¿Quien puede ser tan ignorante para no saber qué poner en nombre, edad, barrio, disponibilidad horaria? Pero la última pregunta o me resultó tan sencilla, la miré una y otra vez, ¿cómo iba a saber que me preguntarían esto? Todo era tan ameno. Pero con esa pregunta: todo cambió. ¿Qué decir? ¿Qué callar? Sólo sabía que era imposible no recordar...

Esa tarde calurosa de martes Don Araujo quiso enseñarnos a usar el rifle que tenía en el patio de atrás. Nos puso en fila y dijo que cada uno debía intentar matar al menos un pajarito. Todos estaban tan entusiasmados que se peleaban porque les tocara su turno. Entonces hicimos un círculo como cada vez que teníamos que tomar una decisión como grupo. Santiago, sin pensarlo demasiado, le jugó una pulseadita china a Leandro para saber quién sería el primero. Los dos eran muy buenos, pasados diez minutos aún no había definición. Mientras tanto el viejo pasaba por detrás de nosotros tan cerca que me fue inevitable sentir su aliento en mi nuca. Eso me puso nervioso del todo, aunque traté de disimularlo alentando a Leandro. La espera se me hacía interminable. Y casi no podía esconder el temblor de mis piernas. Ese temblequeo era igual al que sentía en mis pesadillas. Cada noche desde hacía un año sufría el mismo sueño. Siempre el mismo sueño: estoy solo en un campo. Camino. Escucho un disparo, tengo miedo y corro a mi casa. El cielo se nubla de golpe. Corro tan fuerte como puedo. Me distraigo mirando un perro negro atorado en una cerca. Lo quiero ayudar. Intenta morderme. Salgo disparando y el perro se zafa y me persigue. Corro tan rápido como puedo. Tropiezo y caigo en un pozo. Siento mucho frío. Empiezo a tiritar. No puedo moverme. Un hombre viene con su rifle y se queda al lado del perro. No puedo ver su cara. Me dispara. Entonces despierto… Esa pesadilla comenzó cuando el abuelo tuvo que irse.

Tras la partida del abuelo, mamá quiso alejarse de la capital y nos fuimos a vivir a un lugar más tranquilo, en Cañuelas. Quería establecer ahí la carpintería familiar y que yo continuara con el oficio de su padre.

Cerca de la iglesia del pueblo se ubicaban unas quince casas con grandes terrenos verdes. No había mucha gente mayor pero sí bastantes niños. Fácilmente pude hacer amigos. Teníamos algo en común: nos gustaba jugar a la pelota. Así fue que todos los días hacíamos un picadito después de almorzar. El lugar preferido era esa vieja casa cuidada por Don Araujo, contaba con grandes nogales que eran perfectos para tirarse un rato y descansar en los entretiempos. Santiago era el que siempre llegaba primero, la curiosidad por las armas lo tenía atrapado. Golpeaba las manos para pedir permiso, aunque a veces el viejo estaba de tan mal humor que no se asomaba y solo se escuchaba desde adentro: “no jodan”. Entonces esperábamos a que se fuera a visitar a su hermana mayor que vivía cerca y nos acercábamos al portón de atrás, generalmente sin llave y entrábamos.

En lo mejor de muchos partidos don Araujo aparecía y nos interrumpía pateando sin consideraciones las botellas de plástico que poníamos como arco. Primero nos retaba por entrar sin permiso. Luego buscaba el rifle. Ninguno de nosotros se atrevía a moverse. Yo ya sabía lo que haría después. Otra vez nos empezaría a llenar la cabeza con sus historias sobre la guerra de las Malvinas. Muchas veces empezaba alegre relatando como cientos de jóvenes habían sido valientes por luchar por la patria, pero luego, a medida que continuaba, recordaba cuántos muchachos habían muerto en sus brazos, su mirada se transformaba, no podía controlar su rabia y nos echaba sin contemplaciones.

Varias veces les pedí a los demás que no volviéramos. Argumentar que el ex militar estaba loco fue mi coartada. Pero la verdad era que yo le tenía terror. Votamos y ganaron ellos. Ese martes no pude dejar de ir si no quería quedarme sin amigos. Durante unos meses me habían servido los pretextos. Me encerraba en el baño en la escuela, antes de que terminara el segundo recreo y fingía sentirme mal. Rápidamente algún maestro notaba mi ausencia y mandaba a alguno de mis compañeros a buscarme. Entonces pedía que llamaran a casa para que vinieran por mí. Al despedirme les decía a mis compañeros que no iría a jugar. Recién entonces podía respirar tranquilo. Me sentía aliviado. Aunque a veces el plan no funcionaba. La portera del colegio me traía un té con limón y me decía que el malestar se me pasaría volando. Así que tenía que decirles a mis amigos la excusa típica, usarla a mi mamá como la mala de la película : “Hoy no puedo ir, mi vieja me encargó ayudarla en el taller”. Pero ellos eran testarudos, iban de todos modos a mi casa y golpeaban las manos una y otra vez. Mamá me ordenaba que fuera a atenderlos. Después de varias veces de repetirse esa situación, sospechó y me sometió a uno de sus interrogatorios. No supe qué decirle. Así que preferí callar y esperarlos listo ese martes a las tres de la tarde. Mamá no podía saber mi secreto. Aquella tarde de primavera, crucial para mí.

Había caído viernes ese veintiuno de septiembre. Yo había llegado temprano del colegio, dejé el guardapolvo en mi casa y, como mis padres no estaban, fui a visitar a mi abuelo a la carpintería. Llevaba en mi mano el alfajor que mi maestra me había regalado por la primavera. Pensaba dárselo a mi abuelo a cambio de que hiciera una repisa nueva para mi habitación. Pero cuando estaba llegando escuché un disparo. Corrí tan rápido como pude. Al llegar vi la puerta rota y el arma de mi abuelo cubierta de sangre en el cordón de la vereda. Entré y con la desesperación no me fije por dónde caminaba y me golpeé con unas de las máquinas que estaban tiradas en el piso, caí sobre una madera con un clavo y me hice un tajo. Llamé varias veces al abuelo pero no contestó. Entonces fui al baño a buscar algo con que limpiarme la lastimadura y ahí lo vi. Él estaba inconsciente en el suelo del baño. Por un instante quedé paralizado. No sabía qué hacer. Como un tonto, mientras mis lágrimas corrían por mis mejillas grité: “abuelo, abuelo”. Pero él seguía quieto. No me animé a moverlo. Solo seguí llorando. Como no respondía, salí desesperado. Sentí tanto miedo que apenas atiné a agarrar algo para limpiarme la herida y huí. Caminé lo más rápido que pude hasta llegar a casa. Al abrir la puerta, mamá estaba inmóvil con el teléfono en su mano. Por unos minutos me quedé mirándola, no pude preguntarle nada pero su llanto me dijo que ya sabía la mala noticia. Estaba en estado de shock, aunque al volver en sí, medio ida aún, me preguntó qué me había pasado en la pierna. No supe qué decirle. Tenía mucho miedo. Así que cobardemente preferí callar.

Solo me permitía hablar en sueños, cuando no era consciente, a veces balbuceaba unas palabras. Mamá pensó que alejándonos del barrio desaparecerían mis pesadillas frecuentes. Pensó que así podríamos olvidar la pérdida del nono.

Cuando llegamos ese martes Araujo salió a recibirnos con una sonrisita y nos hizo pasar sin chistar, la expresión de su rostro hacía notar que se traía algo entre manos. Daba vueltas alrededor del círculo donde Leandro y Santiago jugaban a la pulseadita china, cual lobo que busca su presa. Después de unos minutos, se paró en el medio del círculo.

-No pierdan más tiempo con pavadas. Si quieren jugar van a tener que ganárselo –dijo con prepotencia- A ver, vení vos, Juancito. Vas a tener que matar tres pájaros si querés el picadito.

Por un segundo quedé inmóvil, tanto que cuando quise salir del grupo ya les había dado ventaja a mis amigos para que hicieran una suerte de barrera y no me dejaran escapar.

-Es fácil, me dijo el viejo. Pero cuando toqué aquel rifle, cada uno de mis dedos sintió un frío idéntico al que se apoderaba de mi cuerpo en mis pesadillas.

“Pro Seguridad les da la bienvenida a todos, en breve pasarán a una entrevista personalizada”, retumbó por los altoparlantes en la sala de espera. Me sentí muy nervioso. Comenzaron a temblarme las piernas. Cada vez que miraba el reloj la hora parecía no avanzar. Me quería ir. Pero mi mente no dejaba de recordar la imagen de Carla sonriendo cuando le prometí que con el primer sueldo nos mudaríamos y compraríamos la cunita para Ramiro. Entonces traté de ayudar a la espera hablando con otro de los postulantes, le sonreí.

-No pude resumir toda mi experiencia con armas, pero puse lo más importante: cómo solía ir de caza con una Winchester que me regaló mi abuelo- dijo fervientemente el pibe más chico que yo.

-Mira qué bien- respondí por decir algo.

Armas y más armas. Y la imagen de mi abuelo que estaba más presente que nunca. No sabía qué hacer. Estaba tan aturdido que decidí ir a pensar al baño, como cuando buscaba excusas en el colegio. Necesitaba estar solo.

La soledad me había cacheteado aquel día martes. Únicamente estábamos mis pensamientos y yo. Mis recuerdos me asediaban. Ellos me hacían ver que si disparaba sería un criminal.

Fue cuando Don Araujo gritó: “Dispará, es un pajarito de mierda”. Pero mis manos no me respondían. Intentaba ver los pájaros, pero se atravesaba la cara de mi abuelo. Mataría a un animal indefenso. Cerré los ojos, pero su figura se hacía cada vez más fuerte. Mi corazón parecía que quería salirse de mi pecho y ese frío idéntico al de mis sueños me hacía tiritar sin poder frenarme.

“Dispará”, me decían todos. Yo no podía, no quería. No iba a matar un pajarito. Podía escuchar la voz de mi abuelo susurrarme al oído mi nombre. Araujo me agarró del cuello y me zamarreó. No tuve otro remedio que apretar los dientes, levantar el rifle y decidirme a disparar. Entonces la vi a mamá que llegó a buscarme y yo, sin querer, solté una bala al aire. Don Araujo giró tan de prisa su cabeza que se le cayó su viejo peluquín y mis amigos a carcajadas limpias salieron corriendo. Sin embargo ella se dio cuenta que mi mirada reflejaba la misma actitud de pánico que sentía cada vez que mis compañeros iban a buscarme. “Ahora entiendo”, dijo. Y afortunadamente nunca más me dejó ir a ese lugar.

Nadie supo lo que viví esa tarde de primavera. ¡Si tan solo hubiera llegado diez minutos antes a la carpintería! ¡Si hubiese podido defenderlo! ¡Si no hubiese sido tan cobarde! ¡Cobarde! ¡Cobarde! ¡Cobarde! Taladraba mi cabeza. Me miré en el espejo del baño y todas esas imágenes del pasado pasaron por mi mente. Era el momento de decir la verdad, mi verdad. Me lavé la cara y salí. Me acerqué al escritorio de la secretaria.

-Señor Morales lo buscaron y como no lo vieron, pasó el otro joven a la entrevista-, me dijo casi enojada.

- Ah, está bien. No se preocupe- le contesté con gran satisfacción interna- ¿Me permite hacer una llamada?

-Claro, con confianza. Pase a la oficina que tiene la puerta abierta.

Por suerte Carla me atendió enseguida: prepará unos mates que ya voy para casa, tengo que contarte algo”, le dije.

Adrián Moreno

No hay comentarios: