miércoles, 28 de noviembre de 2007

Crónica de un recuerdo


Año nuevo, festejando en la vereda, calor insoportable, apenas se soportaba el mundo sin aire acondicionado. (Irónico que aliviamos el momento y preparamos un verano más caliente para el próximo año). Santos Lugares no es la capital de la pirotecnia, pero igualmente pensamos que iba a estar más entretenida la noche en la vereda antes que en la casa. No era mi familia, pero el anillo en el dedo de mi padre me forzaba a hacerme amiga. –Por acá cerca vive Sábato, ¿sabés? – y ellos se esmeraban por amigarse. No es que no fueran agradables, pero los rosarios en el living de la casa y los techos altos color pastel me intimidaban.
Todos señalaban el cielo, gritaban entusiasmados. –¡Mirá ese de allá! – ¡Uy! – Otro globo.–
Señalaban el cielo en distintas direcciones y yo sin disimular me entretenía más buscando formas familiares en las manchas de transpiración en las axilas, que en las luces de colores.
–A mí sólo me gustan los de color violeta–, dije cuando me percaté de que mi hermano me miraba serio. Nos reímos los dos con una mueca que reservaba complicidad. Se les iluminaba la cara, por los fuegos artificiales y porque estaban felices, al menos así parecían. El rasgo peculiar en la familia los marcaba, las narices protuberantes brillaban en la punta con cada destello en el cielo. Sus ojos también cobraban vida, al igual que los de mi padre. Por pequeños segundos parecía de día, y luego todo se turbaba y ese barrio extraño volvía a darme miedo.
365 me parece un número muy impreciso, no es de confiar y mucho menos si cambia de vez en cuando a 366. Desde hacía tiempo que no me parecía claro qué se festejaba, sería más lógico y divertido festejar cada día, o cada eclipse lunar, por lo menos. Y ahí parada en el cordón de la vereda, mintiéndome, como quien se ríe en una reunión de un chiste que no comprende, miraba el cielo y fingía. Y, de pronto, tengo ganas de reír, creo que empiezo a comprender, siento un cosquilleo en los pies y es probable que la víspera me haya contagiado. Miré hacia abajo y me percaté de que un tren de carga infinito de hormigas me pasaba por encima. Yo no era un obstáculo para su trabajo, y el feriado del primero de enero tampoco. Sacudí el pie, tambaleé y caí a la calle –¿Estás bien Laurita?– (Sólo mi mamá y mis abuelas me llaman así) –Sí, estoy bien. Creo que me picó una hormiga, nada más.–
Se preocupaba por mí. Sin caricias ni abrazos, sólo con gestos disfrazados me demostraba afecto, afecto que no estaba preparada para recibir. Y lo peor todavía no llegaba. No podía dejar de pensar que en quince días partiríamos mi prima, mi papá, ella y yo a las Cataratas. Mi hermano no iba porque decía que ya estaba grande para vacaciones en familia. ¿Familia? Pero si yo lo vi mirando el cielo, sin sonreír, con la carita seca y pálida, y me confirmaba su falsedad.
No tenía miedo de que resultara una mala persona, porque sabía que no lo era (aunque su perfil de bruja me confundía). A lo que le temía, y aún temo es que me agrade tanto, que termine queriéndola. De sólo pensar que en el hotel iban a compartir el cuarto, la cama y que yo iba a estar a metros nomás… Ya estoy grande para comprender que estas cosas son normales. Es normal que mi compañero de banco, Pablo, tenga ya una hermanastra. Pero mi papá ya está viejo para pañales. Ella no tiene hijos, ¿y si los quiere? No sé que es más escalofriante, la idea de un nuevo hermanito o que ella termine sintiéndose mi madre. Este temor me produce nauseas.
Poco a poco las cañitas voladoras empezaron a escasear. Los segundos oscuros y el olor a pólvora se combinaron de una manera horrible, obligándome a hablar. –¿Y si entramos a comer el turrón con ostia que trajimos?– Todos asintieron con la cabeza y uno a uno fuimos entrando a través del portón oxidado. Me sentí bien en ese momento. Era como cuando, años atrás, después de las doce en navidad, decía: ¡Ya están los regalos! ¡Vamos a abrirlos! Mientras corría hacia el living y todos me seguían. Aunque recién empezaba a leer me dejaban repartir los regalos. Hasta que encontraba uno para mí, lo abría y me escapaba de nuevo al patio.
Pero una vez adentro, los techos altos, las fotos viejas en las paredes y los rosarios me molestaron de nuevo. Papá destapó unas sidras más y recordé el momento en que me había enterado de que existía, hace como un año. Discutía con mamá, y encolerizada me lo gritó, me escupió la verdad con una crueldad tal que no podía creer que esa mujer que me partía el mundo, era la persona que más me amaba. Tomé la bicicleta y fui a visitarlo, furiosa. Como una mujer que se entera de que su marido le es infiel, llorando y casi sin poder respirar de la agitación, le exigí explicaciones. Y ahí estaba ella, con un cuchillo en la mano partiendo un turrón. –¿Querés un pedacito?– me guiñó el ojo y me dio el trozo más grande. Y mientras trago el duro confite, me percato de que más difícil de tragar es la realidad. Que las vacaciones iban a ser más difíciles de digerir aún y que el enigma de si algún día querré a esta mujer, es algo que el tiempo me develará. Despacito, muy despacito, para que no me espante. Pero yo impaciente, hambrienta de intriga y consuelo, le ruego al tiempo que se apure. Para saber lo antes posible en qué va a acabar todo esto.
Flavia Yanucci

1 comentario:

Anónimo dijo...

Un recuerdo sumamente vívido que permite al lector, dibujar el momento en su mente y sentir las sensaciones en su propia piel. La forma en que está contado, genera un no sé qué digno de aplausos. Gracias por compartir este texto con un visitante de la página!