lunes, 5 de noviembre de 2007

Una mujer decide abandonar a un hombre con el que vivió mucho tiempo


Desde que Esther se fue, sólo gasto existencia. No te aguanto más, me dijo, agarró su bolso, que ya lo tenía armado, cruzo la puerta y nunca más la volví a ver. La he llamado a la casa de su hermana, pero me dicen que no está.
Todo empezó cuando conseguí trabajo en el cementerio de la Chacarita como enterrador. Recuerdo el primer día, el jefe me dijo –Carlos tu tarea consistirá en abrir esta fosa, desenterrar el cajón, sacar al fiambre y llevarlo en la carretilla hasta la cámara de cremaciones, luego llevar el cajón hasta aquel galpón y con la ayuda de José limpiarlo lo más posible. Nunca pensé que alguien podía trabajar en algo tan asqueroso como esto, pero necesitábamos tanto la guita con Esther que no me importó. Agarré la pala y comencé a cavar, debo haber estado cuatro horas hasta llegar al cajón, cuando golpeó la pala contra el ataúd paré a fumar un cigarro. El tiempo en el cementerio parece estar detenido, todo se mueve como en cámara lenta. Terminé el pucho y me fui a buscar a José, él siempre estaba en la cámara de cremaciones.
- ¿Usted es José, no? Yo soy Carlos, el nuevo.
- Sí, me dijo el trompa. ¿Cómo va el primer día?
- Bien, ya llegué al cajón, ahora tendríamos que sacar al muerto de ahí.
- Dale, vamos. Che, te voy a pedir un favor, no vomites cuando traslademos el cadáver a la cámara.
- No te preocupes José.
Cuando empezamos a forzar el cajón con las barretas, comenzó a salir un olor nauseabundo, así que empecé a respirar por la boca. Luego de forcejear media hora, logramos despegar la tapa. José me dijo – Pará, no saqués la tapa, respira hondo y a la cuenta de tres la tiramos arriba de la tierra. Contamos uno, me invadió el terror, contamos dos, me empezaron a temblar las piernas, cuando José dijo tres, tiramos la tapa, y frente a mis ojos se encontraba el cadáver, su color era gris verdoso y de sus ojos chorreaba un liquido rosado, comencé a sudar frío, mi cabeza estaba siendo atacada por mil puñales, no aguanté más y vomité sobre el muerto. Carlos y la puta que te parió, escuché como a lo lejos, era José y estaba gritando casi en mi oreja, pero yo lo oía lejano, como si alguien me gritara desde el fondo de un pozo muy profundo, de golpe se me aflojaron las piernas, la vista se me nubló y ya no supe más nada.
Al otro día volví, necesitábamos mucho la guita con Esther, si no fuera porque la amo, no volvería nunca más. Entré en la oficina del jefe, le pedí disculpas y que por favor me deje seguir trabajando. –No te hagas dramas- me dijo – el primer día a todos nos pasó los mismo. Me convidó un mate, y me mandó a desenterrar la tumba 9 de la fila 14. Mientras caminaba hacia la tumba, me pesaban los pies, estaba bastante nervioso, no quería perder el trabajo, tampoco quería pasar aquella situación de asco de nuevo. En la cámara estaba José, me acerqué a saludarlo y advertí que estaba tomando vino, lo saludé y me pregunto comó estaba hoy. Se dio cuenta de que no estaba nada bien y me convido unos tragos. Ya te vas a acostumbrar, me dijo. Me dio la pala y me acompañó hasta el lugar donde iba a trabajar ese día. Avísame cuando llegues al jonca, dijo y se fue.
Mientras estaba cavando, recordé a Esther y todo se me hizo más llevadero, recordé sus sueños de perfumes y vestidos caros, su monedero vacio, y su olor. Esto que hago – me dije- es por los dos, y ya no importa cuanto asco tenga que tragar. Luego de tres horas de palear la tierra, choqué contra el ataúd. Me fumé un pucho, como quien fuma antes de que lo fusilen. A lo lejos veo que se acerca José.
- Bueno – me dice- vamos a sacar al muertito. Por favor contrólate esta vez. El de ayer entiendo que te haya dado asco, porque estaba fresquito, no hacía ni una semana que lo habían enterrado al desgraciado.
- Voy a tratar, José- le dije, no muy convencido.
Abrimos la tapa y había un esqueleto, me dio un poco de impresión, pero traté de recordar las clases de biología del secundario y como nos hacían manipular huesos. Mientras llevábamos el esqueleto a la cámara de cremaciones, empecé a hablarle de unas vacaciones en San Clemente del Tuyú, a donde fuimos con Esther, y como todo estaba tan caro, y la poca vida nocturna que tenía el lugar. José me miró con una sonrisa, como entendiendo mi necesidad de hablar cualquier tontería para no pensar en lo que estábamos trasladando. Tiramos el cadáver dentro de la cámara, y fuimos a llevar el cajón al galpón, lo pusimos sobre una mesa de hierro, José encendió la aspiradora para limpiar el interior forrado y yo me encargué de la madera, primero con un trapo húmedo, luego con el lustra muebles y una franela, le sacaba brillo.
Al final del día, tomábamos unos mates, y me iba a casa. Esther me esperaba con la cena. Ella me hablaba de lo que había visto en la tele y yo permanecía en silencio. Por la noches no podía dormir a causa de las pesadillas, cuando cerraba los ojos, se me aparecían las horribles caras de aquellos cadáveres y la risa macabra de José. Esther me miraba asustada mientras yo lloraba dormido. La situación no mejoró, gradualmente todo se iba haciendo más desagradable, la casa de noche parecía un manicomio aterrador, yo me despertaba gritando, llorando, o tiraba puñetazos dormido. Esther me aguanto unos meses y se fue, no me dijo nada, creo que el último tiempo que estuvo a mi lado, me tenía miedo. Algo extraño me estaba pasando, y esto acentuaba la inquietud de Esther, comencé a tener alucinaciones. Rostros desconocidos me asediaban, desde las ventanas, cuando abría el horno o la tapa del inodoro. Sentía la presencia de mucha gente, estaba completamente solo, y oía rumores que a veces se convertían en gemidos.
La noche pasó, pero fue eterna, no amanecía más, deseaba que se hiciera de día, mientras me lo pasaba leyendo el diario, tomando café, o mirando en la tele a los pastores brasileros, cualquier cosa, menos dormir. La mañana aparecía lenta, como una mala noticia que uno amigo te da a cuenta gotas. Salí de casa, y me fui al trabajo. El jefe, como siempre hablaba por teléfono, seguramente con su socio, con el que revendían los ataúdes usados por nuevos, terminó la conversación y me mandó a desenterrar un cajón nuevo. Lo miré extrañado, ya que solo desenterrábamos a aquellos que estaban abandonados. Me miró fijo y me dijo –Está todo bien, a mí no me tenés que decir nada-. No comprendí, pero estaba en un mal día, así que no me importó. Fui hasta la parcela, y comencé a cavar, ya estaba un poco más acostumbrado al trabajo, pero igual tenía una sensación rara, como de deja vú o algo así, seguí con el mismo ejercicio de siempre, cavar, forcejear con la tapa, pero mientras estaba forzándola, el corazón empezó a golpear con fuerza mi pecho, yo ese cajón ya lo había visto antes, paré y salí corriendo a buscar a José. Corrí por todo el cementerio, no había nadie, ni José, ni el jefe, tampoco visitantes. Volví al pozo, quise leer la lapida, pero ya se la habían llevado, estas ratas no dejan nada, hasta las cenizas son capaces de vender. Junté valor y como si el tiempo se hubiera detenido, y no existiera aire que respirar, abrí la tapa. Cada músculo de mi cuerpo se convirtió en un sola masa de roca, y mi estómago se redujo en un fracción de segundo al tamaño de una nuez. Frente a mí, se encontraba Esther, mi querida Esther, con un gesto relajado, cubierta con un bello vestido y junto a un monedero, de colores brillantes, lleno de dinero.
Nicolás Oscar Blanco

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