martes, 12 de junio de 2007

De ayer, de hoy y de siempre

Tener el placard a la moda, recibir mensajes de texto, planear la salida del fin de semana, pensar de qué gusto preparar la próxima torta de cumpleaños, elegir una carrera universitaria o terciaria, llegar temprano al trabajo, parecen ser las preocupaciones de algunos que organizan su agenda con actividades en torno al mañana.
Vestir siempre el mismo harapo ajado, desear esa última tecnología de la que no disponen, rebuscársela para conseguir un pedazo de pan, buscar incesante y vanamente un trabajo, no saber leer ni escribir ni tener acceso a la educación, parece ser la realidad de otros, que no tienen agenda porque el despertar de mañana les resulta incierto.
¿Acaso esta diferencia entre unos y otros resulta novedosa, actual, increíble? Lejos de eso, esta brecha, esta falsa promesa de igualdad, de que todo iba a cambiar no nació ni ayer, ni hoy, sino que data de cientos de años atrás.
En la segunda mitad del siglo XIX fueron las revoluciones burguesas, luego de derribar a la monarquía, las que izaron las banderas de libertad, igualdad y fraternidad. Curiosamente, esa igualdad nunca existió puesto que los beneficios que prometían ser igualitarios para todos, se restringieron a los intereses de la clase que había logrado la abdicación del Antiguo Régimen.
Aparentemente, el pasado hoy está más presente que nunca ya que la desigualdad de entonces, traducida en satisfacción para unos pocos, sigue siendo igual que otrora, o quizá, ahora esté más intensificada. La mentira de la igualdad se viene arrastrando desde el siglo XIX y no debe existir una sola persona que la crea.
Con sólo salir a la calle, leer un diario, o escuchar un testimonio se puede dar uno cuenta de esta terrible realidad que divide a la sociedad en diferentes clases sociales. Es el pueblo el responsable de elegir democráticamente a quién darle la batuta, a pesar de que luego no se acuerden de que ésta sirve para dirigir la orquesta y no para venderla y enriquecerse.
Sin ir más lejos, hace unas semanas atrás el diario Clarín publicó un titular que rezaba: “La oferta laboral crece, pero deja afuera a los "inempleables" (…) y seguía: "El inempleable es el que quedó absolutamente marginado. Y, a lo mejor, por varias generaciones, porque ni su padre ni su abuelo trabajaron (…) Entre los economistas, se refieren a este sector, el de los más desamparados, como la 'línea dura' de la pobreza, conformada por 3,3 millones de indigentes. Son aquellos que tienen un ingreso familiar por mes inferior a los 428 pesos y que, en muchos casos, llevan años en ese estado de deterioro”.[1] ¿Qué sentirá todo ese grueso de personas que apenas si tiene para comer? ¿A qué puede aspirar aquel que no tiene acceso ni a la educación ni a un trabajo?
Lamentablemente, la desigualdad social es protagonista en todos los ámbitos. En el de la medicina, por ejemplo, lo confirma el testimonio de una médica pediatra del hospital Paroissien, localizado en el partido de la Matanza. La doctora, contó una anécdota de una niña de no más de siete años que llegó descalza y con ropa rota a la sala de urgencias. La pequeña no tenía ningún dolor, al menos físico, sólo quería encontrar un lugar donde pasar la noche. Cuando la doctora se le acercó a preguntarle su nombre o si estaba con alguien, la niña le sostuvo la mirada y contestó "¿a vos qué carajo te importa?" Y salió corriendo para otro sector. Inmediatamente la profesional dio cuenta la policía de que había una menor sola, escondida en el hospital. La buscaron, la encontraron e intentaron calmarla. Recibieron insultos, escupidas, palabrotas, resistencia pero ni una sola lágrima. A pesar de ser una nena, conocía la calle mejor que cualquier otro. Finalmente la policía se la llevó para realizar los trámites correspondientes pero el odio y la bronca de esa nena que quería refugiarse en algún lugar techado seguiría creciendo donde quiera que la llevasen.
Dos años atrás el noticiero mostró un acontecimiento en el que un joven habitante de una villa le robaba el estereo del auto a un comerciante. Este último portaba un arma porque había sido víctima de asaltos en otras oportunidades y aludiendo que había sido en defensa propia, lo mata. Frente a este hecho es difícil juzgar al asaltante y al asesino. El segundo, es víctima del ladrón, da mucha bronca romperse el alma trabajando para que venga otro y reduzca el esfuerzo a la nada. Sin embargo, el primero es víctima de una sociedad tan individualista en donde a cada uno sólo le interesa sí mismo y los suyos y le da vuelta la cara a la problemática de la desigualdad. Quizá este ratero sea la conjunción de la nena descalza del hospital, los “inempleables”, otras historias de vida y quizá también tenga en su alma un odio y resentimiento multiplicado por mil.
Todas estas situaciones no son más que la sucesión de hechos desatados por una desigualdad que existió siempre. El nudo del problema es el egoísmo, el desinterés y la sola preocupación por el bienestar individual y familiar que caracteriza a unos cuantos.
Sólo unos pocos intentan desatar el nudo. Son los que reclaman, marchan y exigen hacer valer sus derechos pidiendo igualdad y justicia. A esos pocos los ignoran, no les dan respuestas y en ocasiones de excesiva represión, los matan. ¿Acallando voces morirá la búsqueda de ideales?, ¿o será acaso un motivo más que se sume para no cesar nunca de luchar por lo justo? ¿Es sensato, lógico, aceptable que la igualdad sea una utopía?
Quizá cuando esa minoría (que intenta desatar el nudo entre aquellos política, social y económicamente débiles y aquellos que enriquecen su propio bolsillo) sea mayoría, el mundo verá cumplida la promesa de igualdad.
El problema del quizá es que los que podrían hacerle frente al problema e intentar solucionarlo, le dan la espalda. Y abstraerse no ayuda, al contrario, complica la cosa cada vez más.
Karina Vanesa Teruel

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