lunes, 24 de septiembre de 2007

Cuento: Revancha

¿Qué es el amor? Me lo había preguntado reiteradas veces. Nunca dejé de hacerlo. Pensaba que era paciencia, lástima, costumbre. Tenía un muy mal concepto del sentimiento más hermoso. Bueno, tenía el que la vida me había enseñado. Pero nada en él me recordaba al clima primaveral ni me hacía sentir mariposas en la panza.
Solo una vez me había visto embelesada por un hombre, pero él no me correspondió y, desde entonces, me cerré al amor. Me casé con Jorge a los treinta años. Jorge era abogado y decía amarme y yo, convencida de que nunca volvería a sentir lo que en tiempos de rechazo, me dejé querer. Trataba de ser afectuosa con Jorge, al fin y al cabo, él no tenía la culpa de mi suerte. Él por su parte, se negaba a ver que yo lo quería, pero no lo amaba, como aquel que se niega a aceptar aquello que, sabe, le hará daño. En realidad, se rehusaba a admitirlo, porque, no verlo, era imposible. No es que lo tratase mal pero los ojos no me brillaban cuando lo tenía en frente y mi pulso no se aceleraba en su presencia.
Jorge estaba enfermo. Y yo lo supe al poco tiempo de casados. Es que durante el noviazgo, no había presentado síntomas. De todos modos, nos habíamos casado muy pronto. Reconozco que le temía a la soledad y por eso decidí dar el sí lo más rápido posible. Si no era Jorge, sería otro. Todos me daban lo mismo desde que aquel hombre que había idealizado, no me había aceptado. La enfermedad de Jorge era de difícil cura: alcohólico y golpeador. Siempre me hacía daño pero él siempre decía arrepentirse y, entonces, yo lo perdonaba diciéndome a mi misma que no había querido hacerlo. - ¡Te amo! Me decía él después de cada golpe, al tiempo que yo, derramaba de los ojos, lágrimas y, de la nariz, sangre. Lo perdonaba, siempre lo perdonaba. Un poco porque creía en su arrepentimiento, otro poco porque me sentía responsable. Cabía preguntarse quién era más necio y ciego de los dos, pero no había lugar para respuestas
Las palizas eran parte de mi vida, un momento más en el día, como desayunar o bañarme. Pero la de esa tarde fue diferente. El jardinero que siempre venía estaba enfermo por lo que había mandado a su hijo. Creyendo que era un amante, y una vez que este se hubo marchado, Jorge tomó bruscamente la olla en la que estaba hirviendo agua para la cena, arrojó su contenido sobre mí y me quemó la cara. En ese instante me sentí colmada. No fue el hecho en sí, sino que estaba cansada de sus reacciones. Estaba harta. No quería seguir tolerando. Estaba ida, con la mente en otro mundo. No lloraba, no gritaba ni suplicaba piedad. Tampoco me resistía como otras veces. No podía reaccionar, no me reconocía.
Esa vez retrocedí a un lugar al que creí que nunca volvería. Al más peligroso y temible: al de los recuerdos, al de la infancia.
Allí estaba yo, soplando siete velitas y pidiendo tres deseos, que, desde mi ingenuidad, confiaba en que se cumplirían. Ese día había sido bueno. Mis amigas de la escuela me habían llenado de regalos y de buenos deseos. Todo estaba bien hasta que la casa quedó desierta de gritos y risas. Con globos y guirnaldas en el piso y la mesa llena de snack desparramados, fuera de los platos que habían sido su sitio.
- Ordená este caos Liliana, le había dicho papá a mamá.
- Siempre está dando órdenes y nunca colabora – había susurrado mamá. No sé cómo no se dio cuenta de que papá podría escucharla.
- ¿Qué dijiste?
Y lo había preguntado. Era la pregunta que antecedía a la locura. ¿Para qué contradecirlo? No era posible. Mamá lo sabía y yo también. ¡Dios! Para entender ciertas cosas no hace falta vivir cien años. Podía oler su miedo, como aquel que percibe la calma en un film de terror y entonces sabe que, en el momento menos esperado, un brusco sonido, asaltará a la pantalla y estremecerá al espectador.
Corrí a esconderme a la cocina y, desde allí, observé cómo la suave y blanca piel de mamá, se poblaba de manchas rojas que al día siguiente, se volverían violetas y le dolerían al menor roce. Era más de lo mismo. En sus arranques de ira, papá parecía divisar en el rostro de mamá una bolsa de box y la llenaba de dedos de derecha a izquierda, sin detenerse. Y siempre terminaba con la misma escena. Papá jugaba al arrepentimiento y lloraba, pidiendo disculpas y susurrando palabras dulces.
Perdón. Con esa palabra, todo se solucionaba y la culpa era de mamá, porque aceptaba que así fuera. Sólo de grande pude entenderla. Repetía la historia. Me daba lástima y bronca a la vez. Pero no había nada que hacer, ese sentimiento de culpa que se apoderaba de ella era quizá tan intenso como el que sentía yo con Jorge. Y tal vez hasta los perdonábamos para no cargar con ese peso en la conciencia. Al fin y al cabo, estaban enfermos. Ese día desde la cocina, me había brotado de ira. No toleraba que le hiciera daño a la mujer que más amaba en este mundo. Padecía la impotencia de tener siete años y tenía miedo de terminar en coma o muerta si intentaba defender a mamá. Por eso me imaginé agarrando la estatuilla de plomo que mamá había ganado en el concurso de patín artístico y que ahora me había regalado. Con el objeto contundente en la mano, tal vez hubiese podido ir por la espalda de papá e impartir una justicia que nadie imponía. Había deseado fervientemente aplastar cada lóbulo de su cráneo, dejarlo inconsciente en el piso, desangrado, golpeándolo incansablemente una y otra vez, hasta no tener más fuerza, hasta asegurarme de que mamá no sufriría nunca más por la bestia que papá llevaba adentro y que siempre, sin razón, salía a flote.
Pero ese era mi pasado y recién lo entendí cuando volví en mí, con la cara todavía lastimada por el agua de la olla y con un atroz ardor recorriendo mi rostro. Muy lentamente, shockeada aún, bajé la vista. Estaba arrodillada, las manos llenas de sangre, la estatuilla que mamá me había regalado a la derecha y, a la izquierda, un charco de sangre que emergía de la cabeza de mi marido.
Karina Teruel

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es muy bueno el cuento, escribis re lindo! y se nota el trabajo que hiciste.
Felicitaciones. Besos
Ta