martes, 25 de noviembre de 2008

Un cuento: Caleidoscopio

Un sol brillante imponente en el cielo. Ni una sola nube. Tres de la tarde de algún día de verano. De un momento a otro me encuentro en el medio de una calle cubierta de adoquines. Miro alrededor. Hasta hace un segundo estaba en el subte, contemplando la pared gris a través de la ventana, sintiendo la calurosa brisa en la cara y viajando a cierta velocidad ¿y ahora qué? Comienzo a caminar muy despacio. A los costados se levantan hileras de casas hermosas, de fachadas rosa, lavanda, celestes... una al lado de la otra, con jardines delanteros y flores. Sigo caminando y por algún motivo un susurro me indica que siga por allí, que no suba a la vereda de la fila de casas. Yo sigo adelante, mirando hacia todas partes. El calor de los adoquines al sol traspasa la tela de mis alpargatas y comienza a quemarme de a poco. No hay nadie, sólo silencio. Un silencio tan raro como la ausencia. La ausencia de estar y no estar, de desligarme de mi propio cuerpo. Comienzo a sentirme cada vez más liviana. Siento que me elevo de una manera extraña: mi conciencia, mi alma cada vez más alto y mi cuerpo bien sujeto en la tierra caliente. Es así como de allá arriba puedo verme caminando, la cara cansada y la mirada confundida. Esa abstracción me libera. Entiendo. Ella se apoderó de mi cuerpo. Entonces el miedo aparece, la angustia de no saber, de sentir que nadie puede acompañarme.
— ¿Quién querría acompañarte?
El susurro se hizo más fuerte. Otra vez esa voz en mi cabeza.
¡Basta!
Me desespero. No quiero escucharla más. Pero más desesperada estoy, más siento que la voz se apodera de todo. Ella aparece cuando me pongo nerviosa.
— ¿Qué hacés? ¿Qué vas a hacer?
— Qué te importa.
— No ves que estás sentada sola.
— Andate.
— Si me voy, vas a quedar más sola aún.
— Lo prefiero.
— Yo te voy a ayudar.

Me di cuenta de que ya me estaba ayudando cuando su voz se apoderó de mi cuerpo, de mis manos, de mis acciones. Yo veía —desde algún lugar del aire, el cielo, el viento— cómo se movía a su antojo.
No es la primera vez que allí aparece, queriendo corregir mi rumbo, dispuesta a expulsarme, a controlar mis movimientos, a decirme por dónde andar. Camino por aquel extraño lugar, pero las piernas ya no son mías, las veo moverse al antojo de Ella. De a poco se fueron sumando los dedos de las manos, los antebrazos, los hombros, el torso. Hacía avanzar a mi cuerpo ligero mientras yo observaba, en esta abstracción que me libera de sus culpas y sus gritos. Sin aviso dobla hacia la izquierda. La calle ahora es de tierra y las casas van desapareciendo de a poco para dejar paso a terrenos descampados. Parece un sueño, pero sé que es la realidad misma. Esta realidad de la que Ella se apodera porque con la suya no le es suficiente. Y entonces Yo me convierto en una simple espectadora que ve más que lo que Ella jamás podrá ver. El sol brilla con furia y me miro los pies pensando que seguramente estarán a esta altura rojos del roce con la tierra y el calor. Mi cuerpo se mueve a un ritmo constante por aquella calle que se pierde en el horizonte. Me siento incómoda. Me siento ajena. Además ese silencio. Ese silencio me desespera. Ella aligera la marcha mientras mueve los brazos de un lado al otro. Dobla hacia la izquierda y toma un sendero oculto entre los yuyos, que comienzan a hacerse cada vez más altos. El camino ya no es de tierra sino que está lleno de piedras angulosas y miles de árboles rodean la zona. Me siento esclava de sus deseos. No tengo idea de lo que quiere hacer. Tropieza con una piedra particularmente grande y se levanta en el instante. La rodilla izquierda comienza a sangrarle. Yo no siento el dolor, y sé que ella sí pero no parece importarle. Ella piensa que es más fuerte que la soledad y la angustia. Yo sé que quiere terminar con esto pronto, a fin y al cabo a Ella tampoco le gusta mi presencia. El camino se hace cada vez más irregular, pero está empecinada en seguir avanzando, apartando ramas a su paso y clavándose espinas, dejando el dolor para después como si fuera algo que pudiera esperar. Pienso que tal vez su deseo es deshacerse de mí en este oscuro lugar. Parece que conoce el bosque muy bien, porque no vacila al caminar. Un arroyo de aguas turbias aparece en el camino el cual cruza sin pensarlo, mojándose hasta las rodillas. Entonces, detrás del gran árbol la vio. Creo que Ella la estaba esperando. Pude ver sus ojos abiertos del miedo y la emoción en el temblor de sus manos. La Otra de espaldas con el pelo castaño que caía recto hasta la cintura la esperaba. En el medio del bosque —¿acaso esto era un bosque?—, en el medio del silencio y de la búsqueda, ahí estaba. Ella se acerca lentamente hacia La Otra, extiende el brazo izquierdo en lo que supongo que es un intento de llamar a su hombro. Ahora comprendo. Siento —si esto se puede llamar “sentir”—una sensación de angustia, de terrible desesperación. Me acerco al oído, intento susurrarle que es una locura, que no queremos a nadie más, que me perdone, que no se acerque. Pero Ella es muy testaruda y La Otra esperaba paciente. No iba a poder, no tenía que poder. Un paso más y llega tan cerca que puedo sentir el olor a perfume de rosa. Con un brusco movimiento quedan Ella y la Otra mirándose de frente, con sus caras alargadas, sus ojos agudos y sus miedos a cuestas. El sol se apaga y ya no se escucha el ruido del agua del arroyo, y sé que nadie puede sentir ni el calor, ni el tacto de las piedras en los pies. Lo sé porque yo las siento desde donde estoy, porque la oscuridad no me impide ver la fusión de sus almas. El silencio le ganó a todo. La Otra ya no era La Otra. La Otra era yo, al igual que Ella. Ya no éramos dos, sino tres. Volví a sentir el calor en los pies y me toqué la cara porque la sentía distinta. Al abrir los ojos de golpe, estaba otra vez en el subte. Me incorporé un poco mareada y tambaleante, pero ningún pasajero lo notó. La gente no suele notar lo que hago, y está bien. Por lo menos (pienso mientras me bajo en la estación), y a pesar Mío, de Ella y de la Otra, ahora somos tres contra todos ellos.
Victoria Sayago

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